6 nov 2007

El mejor de todos: Víctor Erice (parte I).


Hay cineastas sensibles; cineastas comprometidos; cineastas que saben mirar; cineastas que sólo filman cuando tienen algo importante para decir; cineastas dignos como realizadores, que mantienen la misma ética en su vida personal; cineastas inteligentes; cineastas queribles; cineastas admirables; cineastas maravillosos. Todos ellos es Víctor Erice. 3 películas demasiado hermosas en 30 años (El espíritu de la colmena, sin palabras; El Sur, pura emoción; El Sol del Membrillo, la delicadeza del artista). La primera parte de un fantástico reportaje.

Mario Campaña entrevista con Victor Erice (parte I) Memoria y sueño Víctor Erice, autor de El espíritu de la colmena y director de culto con apenas tres películas filmadas, concede una entrevista por primera vez en diez años. Tres años de intenso trabajo preparando la versión cinematográfica de El embrujo de Shangai de Juan Marsé, fueron tirados a la basura por razones incomprensibles de su productor, Andrés Vicente Gómez. En esta extraordinaria entrevista de Mario Campaña -que publicamos en dos partes-, Erice, tímido y evasivo por lo general, habla aquí del mercado y el cine, la memoria y los sueños que se han convertido en inolvidables imágenes.

Víctor Erice se ha mostrado siempre ajeno al optimismo que desde hace dos décadas rodea al cine. Declina honores. Se concentra en su trabajo: habla a través de sus películas. Tres filmes han sido suficientes para que se le considere el mejor director del cine español. Su último proyecto, al que había dedicado tres años de trabajo, acaba de frustrarse. Es posible que el fracaso de esta empresa artística, en la que Erice participaba como elemento decisivo, ponga al fin al descubierto la verdadera condición del cine en España. Existe una más que justificada sospecha de que una nueva forma de censura se impone con rigor, con eficacia sutil. La euforia del cine, ¿de quién es? De los productores, sin duda. Los espectadores tenemos que resignarnos a la desesperanza, a la desazón que provoca la pérdida de lo que apuntaba a ser una obra mayor.

Del presente, el pasado y el futuro del arte cinematográfico quisimos hablar con Erice. Su palabra es como su cine: precisa, sincera, esencial. Ajena al espectáculo. Demanda una escucha atenta, una actitud capaz de esperar en pos de resonancias y ecos: su palabra en expansión cobra un sentido y alcance que acaso no logramos reconocer al principio. Nada tiene esto que ver con el hermetismo, discurso en el que las claves de acceso son demasiado exclusivas. El discurso de Erice, al contrario, nos concierne a todos.



Su primer largometraje, El espíritu de la colmena, es de 1973. Desde entonces hasta ahora han transcurrido más de veintiséis años. Aunque se tiene noticia de otros proyectos que no han llegado a realizarse, en ese periodo usted sólo ha rodado El sur y El sol del membrillo. ¿Qué explicación cabe para una producción tan escasa? -


- Esta es una pregunta que me hacen siempre y que cada vez me cuesta más responder. Tres películas son muy pocas, es cierto... Pero no hay un motivo que, por sí solo, explique este hecho. Habría que hablar, más bien, de un conjunto de motivos, algunos derivados incluso de la naturaleza de mi propia obra, que darían lugar, probablemente, a otras tantas explicaciones. En cualquier caso, se trata de una experiencia que vivo con un sentimiento de pérdida.

-¿Cree que existe una dificultad fundamental en el ámbito cinematográfico español para dar cabida a sus intereses de cineasta?

-No, no lo creo. Lo que puede existir, en todo caso, es una dificultad común, aquella que experimentan todos los que tratan de hacer cine a su estilo, no siguiendo dócilmente los estereotipos narrativos que los patrones de la industria establecen. Con demasiada frecuencia, los proyectos de estos cineastas, antes de nacer, ya son sancionados por los expertos como minoritarios, y por tanto carentes de interés para el mercado. No se trata de una dificultad de carácter particular, que nos pertenezca en exclusiva -aunque aquí, entre nosotros, haya adquirido proporciones cada vez más graves-, sino que se produce en todos los países del mundo desarrollado.



-¿Son las películas de autor, las de carácter cultural, las que más sufren esa dificultad a la que alude?

-Muy probablemente. Aunque sucede una cosa: la gente ya no sabe muy bien en qué consiste eso de ser autor. Por otra parte, la mayoría de los directores se consideran autores. Y en cuanto al carácter cultural de una película... Depende de cómo se entienda el término cultura. Invocando a la Cultura tampoco logramos evitar una cierta ambiguedad. A la hora de las declaraciones de principios, casi todo el mundo, y particularmente los productores, afirman que todas las películas son cultura. Y es probable que tengan razón, porque el entretenimiento es hoy la única cultura que de verdad cuenta. Basta observar cómo la Administración recompensa y subvenciona, sobre todo, de la forma más abundante, el éxito en taquilla.




-¿Esa política es la que se resume en la frase ``el público siempre tiene la razón''?

-Sí. Es el famoso Veredicto del Público, al que se suele recurrir en nombre de una razón suprema: la Razón del Contribuyente. Lo apuntaba con ironía Rafael Sánchez Ferlosio en un artículo titulado ``Cultura, ¿para qué?'' Veredicto del Público pero, ¿de qué público? ¿Del que frecuenta día y noche los espacios de televisión de mayor audiencia? ¿Es que acaso el Público no es precisamente una fabricación previa y permanente desde las alturas, una falsificación de lo que hubiera de gente común y corriente en este mundo? La educación, sobre todo bajo el imperio del audiovisual, a la que un niño se halla condenado desde que abre los ojos, fabrica eso que llamamos tan inocentemente Público, sus gustos, sus necesidades y hasta sus emociones. Es evidente que así, con tan uniformador y potente foco de educación, la demanda de banalidades desde abajo, desde el consumidor, cada día se identifica más con la administración de banalidades desde arriba, desde los medios y los órganos de poder, tanto industriales como culturales.

La noción de Público -unida a su demanda de entretenimiento- que se utiliza desde las altas instancias ha hecho recordar a más de uno estos versos: ``Porque como las paga el vulgo, es justo/ hablarle en necio para darle gusto'' que Lope de Vega escribió a modo de cínica justificación de no pocos aspectos reaccionarios de su teatro. A los versos de Lope habría que contraponer la sabia fábula de don Tomás de Iriarte a propósito de la protesta del burro a su desconsiderado amo, que le echaba de comer paja a todas horas, repitiéndole siempre lo mismo: ``Toma, puesto que con esto estás contento.'' Hasta que un día el burro se hartó y le dijo: ``Tomo lo que me quieras dar. Pero amo injusto, crees que sólo de la paja gusto, dame grano y verás si me lo como.'' Claro que es posible que, a estas alturas, ya no queden burros que distingan el grano de la paja y todos se traguen agradecidos lo que les echen. Pero no hay que ser pesimistas dogmáticos, que todavía hay por ahí uno que otro burro no virtual, que sabe distinguir.


-¿Cree entonces que esa clase de tutela por parte de la Administración puede ser también una manera de indicar lo que hay que producir?


-Sí, de una manera indirecta quizá, pero muy persuasiva. Como política general, posee un rasgo diferenciador: pone las cosas en su sitio, claramente. La imagen más expresiva de lo que digo es la del señor secretario de Cultura mostrando a los periodistas, en una reciente comparecencia, como argumento supremo, la gráfica del índice de audiencia del cine español. Ese gesto resume la principal consideración que el cine le merece.


-Se podría decir que, de cualquier modo, el mercado siempre ha estado ahí, y siempre ha incidido en el desarrollo de las artes.


-No, no siempre, ni del mismo modo. Al menos en lo que al cine se refiere. Lo que sí estuvo presente, desde que las películas fueron consideradas un negocio, fue el comercio. Y existe una diferencia sustantiva entre comercio y mercado. En los primeros tiempos del cinematógrafo, la creación -entre los cineastas primitivos abundaban los creadores, verdaderos artistas que no tenían conciencia de serlo, y eso era lo bueno- se comercializaba de una forma digamos natural.
Para entendernos, la obra nacía como una criatura más o menos libre, como por descuido, y luego se entregaba al mundo. Ahora, sin embargo, la inmensa mayoría de las películas tienen que nacer ya vendidas. El mercado es quien dicta absolutamente la ley, quien decide lo que debe existir y lo que no. La máxima que en su día vocearon los productores norteamericanos -``una buena película es aquélla que gana dinero y una mala aquélla que lo pierde''- ha sido aceptada prácticamente por el mundo entero, de tal modo que, a propósito de una película que está en cartelera, la cualidad suprema que la publicidad maneja son las entradas vendidas, el dinero recaudado; cifras y más cifras -que, en ocasiones, no corresponden exactamente a la realidad- que se exhiben para hacer que el espectador considere ese producto como algo necesario, de visión obligada. La auténtica sacralidad no está ahora en la bondad de la obra sino en el mercado, en su capacidad para mover dinero.


-Usted ha realizado apuntes de los que se podrían deducir líneas generales de una poética cinematográfica personal, con menciones al cine mudo, al documentalismo de Flaherty o al realismo de exposición de Rossellini, y en la que se siente también la inspiración de la pintura y la poesía. Más que a una tensión narrativa, sus películas parecen aspirar a una tensión poética construida por imágenes en su transcurrir, que parecen buscar esa revelación o conocimiento que postula usted como una de las finalidades del cine. Se puede decir que su cine está hecho no sólo para ser visto sino además para ser contemplado y aprehendido, dicho del modo en que se puede decir que la pintura o la poesía -el texto bíblico, por ejemplo- demandan no sólo vista o lectura sino, además, contemplación, es decir, una visión prolongada y libre del objeto que sea capaz de recrearlo y enriquecerlo. ¿Esta apreciación es correcta?


-Sí, lo es. Y creo que expresa muy bien algo a lo que, como cineasta, aspiro. Que las imágenes susciten en el espectador una actitud de contemplación y un descubrimiento es un objetivo que pertenece a los orígenes mismos del cine. No es una aspiración de hoy, teñida de modernidad. Y es cierto que siempre me ha interesado mucho la relación que puede establecerse entre ficción y documental. De ahí las referencias a Flaherty, Murnau, Renoir y Rossellini, que se pueden extender también a los principales cineastas de la Nouvelle vague francesa. Me conmueve de una manera particular el cine cuyas imágenes discurren al compás de los hechos más esenciales de la vida, el que da cuenta sencillamente del paso de los días... El cine de Yasuhiro Ozu, por ejemplo, que es también una referencia esencial.


-¿Existe detrás de esa idea del cine una cierta dimensión moral?

-Inevitablemente. Nadie le obliga a uno a ser director de cine: es una elección. Así que dirigir una película es una actividad que compromete. No se pueden hacer ciertas cosas, hay unos límites que forman parte de la moral del cineasta o, más humildemente, de su grado de conformidad, y que se manifiestan en el acto de rodar. Espero que estas palabras no resulten solemnes. Expresan una característica del oficio de hacer películas que para mí resulta natural, entre otras cosas, porque tengo la impresión de pertenecer a la última generación que ha vivido el cine no sólo como una fiesta, sino también -al menos durante un periodo decisivo de su experiencia- como una forma de resistencia.

-Esa dimensión moral, y los límites que establece, ¿de qué modo se manifiestan? ¿Determina el tipo de relación que se procura establecer con el público, de diálogo o imposición, de veracidad o falsificación, por ejemplo? ¿Tiene incidencia en todos los niveles del trabajo cinematográfico, en la forma de utilización de los recursos técnicos de que se dispone, en la naturaleza de las escenas?

-Sí. Esa dimensión está presente en los aspectos esenciales del trabajo del director. Como ya he dicho antes, se expresa, sobre todo, en el acto de rodar. Hay, además, un protocolo anterior, que posee igualmente un componente ético. Por ejemplo, un director antirracista no puede aceptar, so pena de incurrir en una flagrante contradicción, llevar a la pantalla un guión del que se desprenda la defensa o exaltación de una ideología racista. Es un límite que se entiende claramente, ¿verdad? Pero no es sólo a este género de compromiso al que yo me quería referir. Aludía, en especial, a la relación que el director establece con la forma cinematográfica y, por consiguiente, con el espectador, al cual es evidente que se puede engañar. Conviene recordar que la forma es el modo en que las ideas se encarnan. De ahí que Jean-Luc Godard dijera, hace ya muchos años, con toda razón, que un travelling es una cuestión moral. Semejante cuestión tiene que ver con el punto de vista y el tratamiento que el director adopta en relación con la historia y los personajes. Se puede dar el caso -la historia del cine está llena de ellos- de un cineasta de ideas progresistas que, sin embargo, en el acto de rodar manifiesta una sensibilidad y un talante completamente manipuladores, exhibicionistas y reaccionarios. Si aborda una película bélica, no bastará con que salga un personaje que, a modo de muletilla, diga que la guerra es mala si las imágenes rodadas no expresan esa idea con claridad, como si en el fondo ese género de conflicto solamente le indignara ideológicamente. Y, desde luego, puede darse el caso opuesto, el de un director de mentalidad conservadora que, enfrentado al mismo tema, se siente concernido por él de la cabeza a los pies y rueda de una manera justa, siendo capaz de crear unas imágenes donde el horror de la guerra brota sin ambigüedad, en toda su verdad.

-Parece usted confiar al silencio y a la fuerza poética de las imágenes, alumbradas por una luz especial, cálida, una parte considerable del desarrollo dramático de sus películas. ¿Por qué considera esenciales estos factores, el silencio y la riqueza lumínica de las imágenes?

-Antes que hablar de imágenes preferiría hablar de planos. Cuando era joven creía en la belleza de la imagen, pero hoy creo, sobre todo, en la justeza del plano. Porque el cine -esta es una de las lecciones que he aprendido- no es una cuestión de imágenes, sino de planos. La belleza de un plano, su justificación, su acierto, es algo muy distinto a la belleza de una imagen.

-¿En qué consiste la diferencia?

-Los planos son la manera en que las imágenes de una película respiran. Tienen que ver, sobre todo, con la duración, el ritmo. Hasta el punto de que puede decirse que hay cine, verdadero cine, sólo cuando las imágenes respiran. En caso contrario, se cierran sobre sí mismas y solamente ostentan una belleza decorativa. Pero a los rasgos que usted cita yo añadiría el sonido, la banda sonora en su totalidad, que para mí es también un recurso básico. En cuanto al silencioÉ Robert Bresson, el más grande cineasta vivo, aunque hace mucho tiempo que no ejerce, escribió algo que conviene recordar: ``El cine sonoro ha inventado el silencio.'' El silencio del cine mudo era de otro orden, puesto que sus imágenes eran capaces de hablar con una elocuencia especial.

-Ese paso del cine mudo al sonoro es, sin duda, un hecho crucial de la historia del cine que los espectadores jóvenes de hoy, me temo, apenas conocen. ¿Qué significa para usted?

-Un capítulo muy importante sobre el que hay que volver. Porque el sonido, al igual que el color, existía como posibilidad prácticamente desde los orígenes del cinematógrafo. Edison trató de presentarlo en París pero no le hicieron ningún caso, ya que las películas mudas eran un éxito. Es el público, en definitiva, quien eligió el mudo frente al sonoro, así de simple. Y quizá lo hizo porque durante la proyección podía hablar, crear libremente su propio texto. Existía además en el acto de ir al cine un elemento festivo. Los espectadores celebraban en voz alta, calurosamente, el nuevo invento. No hay que olvidar que el cine inauguró una nueva sociabilidad: un conjunto de personas, que en su mayor parte no se conocían, se reunían en la oscuridad para ver imágenes.
El cine mudo fue, por lo menos en sus comienzos, un arte asilvestrado, propio de la barraca de feria. No necesitaba hablar para hacerse entender y, además, en relación con la vida, establecía un elemento de distancia que ponía de manifiesto su capacidad para trastocar el orden de las cosas, para revelar los aspectos más absurdos de la vida cotidiana. Poseía una mirada esencial, similar a la que los niños proyectan sobre el mundo, capaz de poner de revés la lógica de los adultos en un instante, de evidenciar en un santiamén el fraude de la realidad. Si ha sido tan popular es porque sus imágenes presentaban arquetipos humanos -pensemos, por ejemplo, en el personaje de Charlot- en los cuales la mayor parte de la gente se reconocía.

-¿Y qué consecuencia trajo consigo el cine sonoro? ¿Significó una pérdida de algunas de las cualidades que el cine mudo poseía?
-El sonoro se impuso hacia 1930, cuando así lo decidieron los poderes establecidos, cuando lo necesitaron para, entre otras cosas, además de la imagen, dar la palabra a los grandes líderes políticos. Sustituyó al cine mudo cuando éste vivía su momento de máxima plenitud como lenguaje artístico autónomo. Con el sonoro llegó la palabra e inevitablemente la literatura, la escritura y, con ella, la ley. Lo cual significó la aceptación de nuevas servidumbres. Entre otras, la del texto, que creció y creció hasta tomar el poder. Sucedió, más o menos, lo que siempre pasa cuando chocan dos culturas distintas, una más desarrollada técnicamente que la otra: el fruto mestizo que crearon suponía a la vez una conquista y una pérdida. Conquista incuestionable, a partir de la cual el cine se revela como el lenguaje más capacitado para reflejar las apariencias de la realidad; pero pérdida también, ya que el sonoro produjo una cierta banalización de los valores esenciales de la imagen. En cualquier caso, creo que ese tránsito fue fructífero porque se trataba de dos formas distintas, sí, pero que habitaban un mismo universo. ƒsa es la gran diferencia que existe con el tránsito del cine a la televisión.

-¿En qué medida este tránsito del cine a la televisión es sustancialmente distinto al tránsito del cine mudo al sonoro?

-Para empezar, la televisión pertenece a otro orden de valores. No continúa el cine por la simple razón de que no es un dispositivo para crear algo. Reproduce, difunde, pero no crea. Es decir, no es un arte. La imagen electrónica ha dado lugar, más que a un nuevo lenguaje, a un sistema de reproducción, a un código visual. No tiene nada que ver con el cine, que fue, y sigue siendo, memoria y sueño.

-¿Cómo influye la televisión en el cine español actual? ¿Qué factores deben tenerse en cuenta?

-Influye de una manera decisiva, y siempre a partir de un hecho: la televisión necesita películas para cubrir una parte muy importante de su programación. Así que la televisión y el cine están poco menos que obligados a mantener relaciones, aunque sean de pago. Porque la industria del cine subsiste hoy gracias al dinero de la televisión. Su influencia es innegable, y ha ido tomando proporciones cada vez mayores, hasta el punto de que los productores tratan de acomodar su iniciativa al gusto y los intereses de los ejecutivos de televisión, que por lo general están demasiado influenciados por criterios que casi todo lo cifran en los índices de audiencia.



-Entonces, ¿se puede concluir que la influencia de la televisión sobre el cine actual es negativa?

-Sí, en el plano de la creación, sobre todo, pero con matices importantes que conviene aclarar. Quiero decir que no lucho por defender la virtud del cine frente al pecado de la televisión. No se puede abordar este tema en abstracto, sin analizar lo que ha sucedido. Porque la televisión tiene ya unos años de existencia, los suficientes para observar su evolución y llevar a cabo un balance. Conviene recordar que hubo grandes cineastas -Rossellini, Welles, Renoir, Hitchcock- que, en principio, confiaron en la televisión, trabajando para ella durante un tiempo. De esta colaboración surgieron obras que constituían un magnífico ejemplo de lo que una televisión pública podía llegar a hacer. Es decir, trazaron un horizonte de exigencia. ¿Qué se ha hecho hoy de él? Sencillamente, salvo raras excepciones, ha desaparecido por completo. Con frecuencia uno oye decir que la televisión es un medio que se ha ido degradando cada vez más. Seguramente es cierto, pero eso también se puede afirmar del cine. Lo que la televisión ha hecho es delimitar al máximo su función, erradicando todo lo que ha considerado inútil o superfluo, reduciéndose a lo que de verdad estaba destinada. Sus administradores han descubierto cuál era el destino que querían darle, de acuerdo con sus intereses sectarios. Porque la televisión, desde su nacimiento, ha tenido siempre que ver con el poder, es decir, con el mercado y la publicidad. De ahí que se haya convertido en el órgano principal de formación de masas a escala planetaria. Esa es la función que los poderes públicos y privados han cargado sobre sus espaldas. Y es la televisión, a su vez, la que en pago recíproco los sostiene a ellos.

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