En toda la región, la democracia está
de moda otra vez. Pero no es la misma
democracia que celebrábamos cuando cayeron las dictaduras militares
latinoamericanas y los regímenes socialistas de Europa del Este. Es una
democracia distinta: la democracia agonista.
El agonismo es una concepción que
parte del supuesto de que en una sociedad pluralista no hay valores compartidos
por todos. Sólo hay grupos con proyectos políticos irreconciliables que nunca
llegarán a ponerse de acuerdo sobre nada relevante para el beneficio común. Por
consiguiente, no tiene sentido dialogar ni discutir. No hay posibilidad de
entendimiento. La vida democrática es un juego de suma cero: si uno gana, el
otro pierde, así que sólo hay que preocuparse por ganar. Y una vez que uno
gana, no tiene por qué tener contemplaciones con el derrotado. Puede
simplemente “ir por todo”.
Como consecuencia de esto, la
política se convierte en un campo de batalla entre bandos rivales: pueblo y
oligarquía; patriotas y vendepatrias; trabajadores y burguesía; izquierda y
derecha. En ese campo de batalla, ambos bandos luchan descarnadamente por el
poder. Y si bien evitan el aniquilamiento del enemigo para que la llama de la
política no se extinga, aspiran a acorralarlo, a ponerlo contra las cuerdas, a
reducirlo a su mínima expresión.
La democracia pasa a ser nada más
que el tenue marco legal que permite librar la contienda civilizadamente y la
vida democrática deviene guerra civil velada: la celebración de elecciones
periódicas y el respeto de algunas garantías constitucionales mínimas son el
dispositivo que evita el derramamiento de sangre.
A esta concepción agonista de la
democracia se contraponen otras que ponen el acento en una discusión inclusiva,
entre iguales –llamemos a esta visión, la de la democracia deliberativa. La
democracia deliberativa invierte los axiomas de la postura rival. Aquí no se
piensa al pluralismo como la mera yuxtaposición de grupos con proyectos inconmensurables, sino que se concibe a la
política como ámbito en donde los ciudadanos comparten una serie de valores a
pesar de suscribir perspectivas distintas. La convicción de que las personas
son iguales, el rechazo de la segregación racial o la discriminación de género,
y el respeto por los derechos humanos aparecen como algunos de los valores
compartidos. Para los deliberativistas, las sociedades democráticas no son
meros conglomerados humanos de personas condenadas a coexistir en una misma
geografía, sino auténticas comunidades éticas.
Por consiguiente, los
deliberativistas no ven a la democracia como un sistema de trincheras en el que
amigos y enemigos se enfrentan en una lucha sin cuartel por el botín del poder.
Se la representa como un espacio de entendimiento recíproco en el que la
ciudadanía discute sobre cómo interpretar su ideario compartido y cómo
traducirlo en políticas públicas concretas. Donde la democracia agonista ve
enemistad, la deliberativa apuesta por la fraternidad cívica; donde la
democracia agonista ve conflicto, la deliberativa propone la cooperación; donde
la democracia agonista ve descalificación, la deliberativa plantea el respeto
por los que piensan distinto.
Lo que es más importante: contra la
idea habitual de que -a diferencia de la postura rival- la concepción
deliberativista ofrece una noción ingenua o no realista de la democracia, los
deliberativistas proponen un ideal regulativo desde donde critican las
injusticias que la visión agonista avala. En efecto, en su preocupación por
lograr un diálogo inclusivo, la democracia deliberativa pone un acento especial
en las voces que hoy no se escuchan, aquellas que hoy son ignoradas,
silenciadas o encerradas por el poder. Para el agonismo, en cambio, lo que
cuentan son los poderosos, los que –según la retórica del poder dominante- “juegan
en primera”. Todos los demás, los de la segunda o la tercera división, los que
quedaron al margen, no cuentan, salvo cuando su presencia conviene o converge
con los intereses de los poderosos. El agonismo es el que hoy nos pregunta
“cuántos votos tenemos”, para ver si nos reconoce como iguales. Es el que
repudia o se burla de las críticas de los más débiles, desafiándolos a que
“formen un partido político” y “ganen las elecciones.”
La visión de los deliberativistas es
exactamente la contraria. Los deliberativistas entienden que las decisiones que
afectan a todos son responsabilidad de todos, y no de la elite que “conduce” al
país. Los deliberativistas consideran que una decisión no es legítima cuando no
cuenta con el respaldo efectivo de “todos los afectados,” incluyendo de modo
especial a las voces actualmente inaudibles: las protestas y las luchas de
tantas minorías que hoy resisten el avance de los agronegocios, los proyectos
megamineros, o los arreglos en torno a las fuentes energéticas, con que los gobiernos
trafican desde el poder.
Afortunadamente, el tiempo del
agonismo se agota. Quienes defendemos la democracia deliberativa debemos
prepararnos para afrontar el reto enorme que representan las sociedades más
injustas, más desiguales, menos fraternas, que el agonismo nos deja.