En las últimas décadas, América Latina
fue atravesada por una nueva oleada de reformas constitucionales, de enorme
importancia para la región. Argentina modificó su Constitución en 1994, como lo
había hecho Colombia en 1991, o como lo harían, poco después, Venezuela en
1999, Ecuador en el 2008, o Bolivia en el 2009. A partir de estos cambios,
muchos comenzaron a hablar, entusiastas, de la llegada de un “nuevo
constitucionalismo latinoamericano”. Se sugería así el arribo de algo
diferente, autóctono, interesante. En mi opinión –y a pesar de las razones que
existen para valorar al constitucionalismo regional- creo que este “nuevo
constitucionalismo” no cambia mucho lo que teníamos, sino que por el contrario
reproduce y/o expande algunas de las virtudes (pero sobre todo) algunos de los
vicios propios del “viejo” constitucionalismo regional. Resumidamente: seguimos
teniendo Constituciones que organizan un poder concentrado, y ese poder
concentrado tiende a bloquear la realización de los muchos derechos que
nuestras Constituciones, generosamente, se comprometen a asegurar.
Para comprender lo dicho conviene
comenzar por lo más básico. En América Latina, como en todo el mundo, la gran
mayoría de las Constituciones se componen de dos partes: en una organizan al poder
(cómo funcionan el Poder Ejecutivo, el Legislativo, el Judicial), y en la otra
definen los derechos que tenemos (libertad de expresión, etc. etc.). Esperablemente,
esas dos partes son consistentes la una con la otra y así, cada una de ellas
trabaja a favor de la restante. Sin embargo –es mi impresión- en América Latina
esas dos partes de la Constitución responden a momentos, impulsos y criterios (teóricos,
ideológicos) diferentes, que han llevado a que esas dos partes terminen por
obstruirse, más que por ayudarse, mutuamente.
En efecto, la sección en que las
Constituciones latinoamericanas organizan el poder fue moldeada en el siglo
diecinueve, al calor de un pacto liberal-conservador, temeroso todavía de la
participación política de las mayorías. En cambio, la sección que organiza los
derechos terminó de ser moldeada en el siglo veinte, al calor de ideas muy
diferentes, animadas por el nacimiento del Estado de Bienestar, y preocupadas
por una “cuestión social” que había sido postergada en el siglo anterior.
Podríamos decir, entonces, que las Constituciones latinoamericanas tienen “dos
almas” más bien opuestas: una liberal-conservadora, desconfiada frente a la
democracia; y otra social-demócrata, de avanzada, favorable a la participación
popular.
De modo más preciso: la organización de
poderes, en la mayoría de las Constituciones latinoamericanas, sigue repitiendo
hoy –pleno siglo veintiuno- lo que proponía dos siglos atrás, en momentos de
democracias limitadas y participación política restringida: un poder político
concentrado en el Poder Ejecutivo, y centralizado territorialmente. Asimismo, seguimos
contando con un diseño del Poder Judicial elitista; seguimos sosteniendo una
organización legislativa basada en la desconfianza hacia el pueblo, y la
distancia entre elegidos y electores. Peor aún, luego de más de doscientos
años, el “híper-presidencialismo” latinoamericano se ha afirmado, confirmando
así algunos de los rasgos más inatractivos del “sistema de frenos y
contrapesos” regional. Contamos hoy con un sistema de relación entre los
poderes que no asegura el “equilibrio” que proclamaba en sus inicios, sino que
aparece “desequilibrado” hacia el Poder Ejecutivo, con consecuencias tan
previsibles como lamentables: todo el sistema institucional ha quedado ladeado
hacia el Ejecutivo. Resulta frecuente (aunque no necesario), por lo tanto, que
los aparatos judiciales sistemáticamente se inclinen a favorecer al poder
presidencial de turno (que goza de una influencia especial en el nombramiento
de los jueces, y que disfruta de poderes de “presión” particulares sobre los
mismos); como resulta habitual que las legislaturas se conviertan en órganos
opacos, dependientes de la iniciativa presidencial, y sometidas a la autoridad
del Ejecutivo. Pasamos entonces del “sistema de equilibrios y balances”
deseado, a uno diferente, caracterizado por el sometimiento o, eventualmente,
la confrontación entre poderes.
Resultó diferente, en cambio, la suerte
que corrió la otra parte de nuestras Constituciones, esto es, la sección relacionada
con las declaraciones de derechos. Dicha sección resultó sustantivamente
reformada en toda América Latina, en el siglo veinte, a partir de la Revolución
Mexicana y la Constitución de México de 1917: desde aquellos años, todas
nuestras Constituciones han adoptado declaraciones de derechos comprometidas
con lo “social”, recuperando así preocupaciones que los “padres fundadores” del
constitucionalismo latinoamericano (incluyendo a figuras como Alberdi o
Sarmiento) habían dejado de lado. Así, nuestras Constituciones empezaron a
hacer referencia a los derechos de los trabajadores, de los sindicatos, de las
familias, de los menores de edad. Ellas comenzaron a hablar del “salario
mínimo, vital y móvil”; del derecho a una vivienda digna; del derecho a
condiciones dignas y equitativas de labor. Más todavía: si las Constituciones
de la primera mitad del siglo veinte reflejaron, en su estructura de derechos, la
llegada de la “clase trabajadora” a la Constitución (expresado esto en la
adopción de amplios derechos sindicales y laborales), las Constituciones
escritas en la década 1990-2000 expandieron tales compromisos, y se mostraron más
receptivas en relación, por ejemplo, con derechos indígenas y multiculturales,
que hasta entonces aparecían marginados.
En resumen, estas “Constituciones con dos
almas” muestran declaraciones de derechos crecientemente amplias, generosas y
comprometidas en materia social (“estilo siglo veintiuno”), a la vez que una
organización del poder tan cerrada y verticalista como lo fuera en sus
comienzos (“estilo siglo diecinueve”). Alguien podría decir, frente a estas
Constituciones bifrontes: “hemos avanzado mucho, desde la independencia hasta
hoy: contamos en la actualidad, al menos, con declaraciones de derechos
modernas, poderosas. Sólo nos falta terminar de modernizar la organización del
poder de modo acorde.” La mala noticia es que las dos partes de la Constitución
no son autónomas, no pueden vivir independientemente la una de la otra: se
necesitan e influyen mutuamente. Peor todavía: la organización del poder
encierra la “sala de máquinas de la Constitución”, ya que es allí donde se
ubican las principales “palancas del poder.” Si fallamos en este aspecto, toda
la Constitución queda bajo amenaza. Y esto es lo que, en definitiva, nos
sucede, y lo que ha caracterizado la historia del constitucionalismo en América
Latina (aún –sino especialmente- en la última década, marcada por la presencia
de gobiernos en apariencia “de avanzada”, en toda la región). Así, de modo
demasiado habitual, cuando la ciudadanía ha querido poner en marcha algunos de
los derechos más importantes reconocidos en las nuevas Constituciones, se han
encontrado con que, desde el centro del poder político, se ponían obstáculos
frente a la implementación de los mismos. Ha ocurrido en Colombia, cuando las comunidades
locales han demandado un efectivo “derecho a la consulta,” frente a amenazantes
proyectos mineros. Ha ocurrido en la Argentina, cuando los grupos indígenas han
exigido ser tomados en cuenta, frente a proyectos legislativos que ponían en
riesgo sus derechos. Ha ocurrido en Ecuador, cuando los ciudadanos han querido
hacer efectivo su derecho constitucional a decidir directamente sobre los
asuntos públicos que más les interesaban. Ha ocurrido en Bolivia, cuando se
requirió un respeto genuino al derecho a participar en la elección de los
propios jueces. Una y otra vez, Presidentes con retórica encendida, pero
temerosos de la participación directa y autónoma de la ciudadanía, han usado el
poder concentrado que la Constitución les aseguraba, para bloquear los robustos
derechos que esas mismas Constituciones prometían. En síntesis: los ciudadanos
de América Latina han conseguido “entrar” en la Constitución, de múltiples
formas, a partir de los derechos que les han sido reconocidos. Es hora, por
tanto, de que consigan ingresar adonde verdaderamente importa, esto es, en la
“sala de máquinas” de la Constitución, que todavía hoy mantiene sus puertas
cerradas frente a ellos.
5 comentarios:
Roberto por lo que he visto por arriba en ee uu se da un debate entre quienes defienden un sistema republicano de pesos y contrapesos como lo hacés vos (ackerman) y quienes defienden la concentración de poder en manos del ejecutivo (postner/vermeule). En qué argumentos se apoyan estos últimos?
no es que difieren infinitamente. los ultimos hablan de las necesidades propias de los tiempos, urgencias de decision, nivel de los riesgos. en mi ultimo libro (ahora saldria la version castellana) dedico parte de un cap. a eso
rg a qué último libro te referís y cuándo es que va a salir?
latin american constitucionalism (oup 2013) que sale en castellano...en breve, no se cuan breve pero breve
En mi humilde opinión desde la cotidianeidad del hombre cuidadoso cuando delego poder en otro q decidirá sobre asuntos delicados p todos será mejor NO seguir dejando una discrecionalidad enorme, oscura y q dá lugar a la arbitrariedad y capricho conocido y reeditado en dichos nichos de poder delegado a la antigua (sin ser minuciosos en reglar las facultades). En la base pareciera haber una confianza inadecuada dada la experiencia mundial. Se cree y c fe ciega, parece, q los órganos actuarán de muy buena fe y sin errores en ese ejercicio de funciones públicas. Suena a q se les sigue confiando como a los padres la dirección de nuestras vidas cuando somos infantes....p paliar esto de alguna manera se ha empezado a exigir a los candidatos firmen una carta compromiso de lo q van a realizar como plan asi no se olvidan una vez en el poder ! Saludos ... siempre los sigo c sumo interés !
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