(Texto de Leonardo GJ, nuestro corresponsal colombiano)
El Rector de la Universidad Nacional de Colombia, Moisés Wasserman fue víctima el viernes pasado de una retención al interior de su vehículo, por casi 6 horas, motivada por una multitud de estudiantes (y otras personas ajenas a la Universidad, tal como pudo comprobarse por fotos y filmaciones periodísticas) quienes le exigían discutir la situación financiera de la Universidad.
Uno de los puntos hoy de debate en Colombia tiene que ver con la denominación, con la tipificación, de “secuestro” de la protesta de los estudiantes y las demás personas que retuvieron al Rector. La primera pregunta que debe responderse es, entonces, si se configura la actuación penal, si el tipo penal se adecua a la actuación que se examina. Quien retenga a una persona (sin su consentimiento, obviamente) incurrirá en prisión y en multa. Secuestrar implica conforme a nuestro ordenamiento, entonces, retener indebidamente a una persona. ¿Wasserman estuvo retenido? Si la respuesta es sí, Wasserman estuvo secuestrado.
Una pregunta que surge después es si la norma penal, no obstante adecuarse a la conducta examinada, encuentra en el caso concreto argumentos para derrotarse (como se dice dentro del neoconstitucionalismo), es decir, si no obstante encontrarse probada la actuación contraria a derecho en el contexto particular, se puede dejar de aplicar la pena prevista o se puede aplicar una menor. Que el acto haya desembocado en una incursión por parte de la fuerza pública en el Universidad para liberar al Rector, es una cuestión que debe mirarse por separado ¿siempre y en todos los casos de violación de algún derecho (como el de locomoción del Rector, por aludir al que no admite discusión aquí) al interior de un recinto académico puede ingresar la fuerza pública? “Brutal e intimidatorio acto contra la integridad física del rector Wasserman” lo llamó el diario El Tiempo, lo cual puede matizarse al considerar que la camioneta es blindada. Cierto. Pero que estuvo retenido, no está en discusión.
Defiendo la protesta, he presentado conferencias y publicado artículos sobre el tema, participé en las protestas por la penalización de la dosis personal, la restricción de derechos para la población LGTB, las víctimas de las Farc y las víctimas de crímenes de Estado (no fumo ni cigarrillo, no soy gay y no he sido víctima indirecta de crimen de la guerrilla o del Estado). Pero el que se cite a Gargarella, a Rawls y a Dworkin para justificar cualquier protesta, cobijando en todos los casos todo tipo de actos, es decir, dotando a la protesta de un contenido (retener a un rector) que no amerita ser revisado debido supuestamente a la legitimidad del fin (discutir la situación financiera de la U.), no lo considero admisible. Va incluso en contra de la idea de protesta.
Las continuas manifestaciones públicas que se registran en todo el mundo, a las que se les conoce genéricamente como “protestas”, son una buena prueba de las injusticias que se cometen en contextos particulares. Se constituyen por tanto en un termómetro apropiado para medir el grado en el cual los estados sociales de derecho están honrando tal modelo ideológico que los apremia a realizar los derechos de forma que se protejan los fundamentales mientras se garanticen los sociales, tales como la educación. La protesta, también, al evidenciar la existencia de graves deficiencias en un sistema que se muestra incapaz de corregir los males existentes, puede concebirse en este sentido como una caja de resonancia para que se escuchen las demandas de quienes no cuentan con otros medios para hacerse oír. El que existan grupos excluidos de forma sistemática del disfrute de derechos es un indicio de las falencias en los procedimientos políticos existentes. No es entonces un asunto menor dentro de las características actuales de nuestras democracias y no es por ello fortuito que una de sus manifestaciones más elocuentes, como la huelga, se hubiera consagrado en Colombia como un derecho fundamental en la Constitución de 1991.
La cuestión del derecho a la protesta es un blanco fácil de tratar legalmente pero extremadamente difícil política, e incluso, jurídicamente ya que a partir de una interpretación literal y restringida de la ley penal quienes cometen actos de protesta sencillamente son merecedores del rigor de la ley. Gargarella lo presenta de sin igual forma: analizar una protesta con el código penal en la mano o con la Constitución en la mano. De un lado muchos actos de protesta son sencillamente actuaciones punibles que deben ser sometidos por la fuerza pública y castigados bajo el régimen penal, pero del otro debido a la motivación que lleva a las personas a protestar, se pone de presente que la protesta es uno de los mejores ejemplos que pueden encontrarse para ejemplificar desde nuestros contextos, casos difíciles en los que se contraponen e incluso se enfrentan leyes penales y principios constitucionales. Esto no se encuentra en el caso de Wasserman.
Desconocer la transmisión de mensajes políticos por otros medios y enfocarse exclusivamente en la sanción de tales actos, es darle la espalda a una parte crucial del asunto en la medida en que tales actos que alteran el transcurrir normal de la sociedad son en su mayoría recursos desesperados que tienen como objetivo llamar la atención al resto de la sociedad en general, y las autoridades públicas en particular, sobre una cuestión importante para un amplio sector que ha sido descuidada y, por tanto, vulnerada. En los casos de protestas hay que reflexionar entonces sobre las oportunidades de los grupos desfavorecidos de las sociedades que cuentan con menores posibilidades de acceder a espacios que les permitan presentar sus reclamos. “En muchos casos, el medio puede ser bien el mensaje”, como se dijo en una sentencia se la Corte Suprema de EEUU.
Y esto me conduce a otro punto, ya que nos referimos a la defensa de la protesta respecto de casos concretos: el Rector Wasserman se ha caracterizado por, digamos, un deliberativismo y una actuación mucho más de cara a los estudiantes y demás estamentos universitarios que otros rectores, por lo que ni siquiera la dificultad de transmitir mensajes constituye en este caso una legitimación del acto.
Al distorsionar la realidad del otro, del que protesta, para encasillarla y reducirla a actuación criminal, no se hace más que cometer una injusticia. En la protesta por los crímenes de Estado un asesor del Presidente la condenó como una marcha a favor de la guerrilla. El derecho a la protesta debe respaldarse porque también en el disenso se apoya la democracia. Pero incluso ante un garantismo por las formas de exteriorización de la protesta, el fin claramente no justifica cualquier medio. Y así Wasserman no hubiere sido un comprometido con la deliberación estamentaria, retenerlo también hubiere sido en tal caso desproporcionado.
Si bien es difícil distinguir entre expresiones de un grupo movido por intereses legítimos y quienes se aprovechan de las protestas para delinquir, debe preservarse en la medida de lo posible el “componente expresivo” de estas acciones e individualizar las conductas criminales. Qué decir en un caso como este en el que el acto mismo fue de toda la gravedad, más que tomarse una vía o atarse a la puerta de una institución pública impidiendo el ingreso de los funcionarios. Cuando vienen presidentes estadounidenses siempre se registran protestas, pero la que se vivió en la carrera Jiménez de Bogotá cuando vino Bush no tenía precedentes por los daños y saqueos. En este caso lo constitucionalmente debido es individualizar las conductas delincuenciales en lugar de criminalizar la protesta en general. Estimo distinto el caso de la retención de Wasserman porque el caso mismo comportó una restricción de sus derechos que se puede considerar gravísima. No sucedió como en el primer caso que acontecieron actos, aunque delincuenciales, aislados, sino que el acto mismo, la protesta, fue retener(secuestrar) al Rector. Distinto hubiere sido si por la protesta se obstruye una vía en la que resulta retenido el Rector.
En muchos casos la respuesta usual del derecho es siempre la criminalización y, de la opinión pública, la condena. Tradicionalmente se ha tendido a reducir las protestas a actos punibles cualquiera que deben ser sometidos y juzgados como tales. El grado de marginación del debate público que padece un grupo, debe ser proporcional a la sensibilidad con la cual se juzgan las protestas que llevan adelante dichos grupos por sus demandas, sustenta Gargarella. Después de admitir la posibilidad de contar con protestas al interior de las democracias, se debería considerar si las demandas sociales expresadas por medio de la protesta merecen protección constitucional.
Si quienes protestan defienden sus actuaciones, cualquiera sean, por los fines que persiguen, la idea misma de protesta y su respaldo institucional y social, particularmente social, se desvanece, se desnaturaliza, por lo tanto hay que enfatizar que la protesta, como cualquier derecho, no es absoluto y tienen que observarse en cada caso las actuaciones y los fines, no sólo éstos. La proporcionalidad es un rasero para condenar en ciertos casos también la protesta, incluso allí donde los fines son legítimos.
Las teorías contemporáneas de la desobediencia civil, y así de la protesta, no pueden entenderse como defensas de la violencia, por muy legítimos que sean los fines: el medio, el acto de protesta, tiene que ser ponderado. La legitimidad de la desobediencia civil radica en que se trate de un acto no violento porque “herir y lastimar es incompatible con la desobediencia civil como un modo de proceder” (Rawls) en la medida en que se interferiría con las libertades civiles y se oscurecería la “calidad de civilmente desobediente” la cual, aunque “puede advertir y amonestar, no es en sí misma una amenaza”. ¿Tiene que ver esto en algo con el caso Wasserman?
La protesta revela con diafanidad cortedades y precariedades de nuestros sistemas institucional y democrático. En tal sentido, quisiera concluir glosando una aleccionadora frase de Robert Jackson: “Quienes comienzan por eliminar por la fuerza la discrepancia, terminan pronto por eliminar por la fuerza a los discrepantes. La unificación obligatoria del pensamiento y de la opinión sólo obtiene unanimidad en los cementerios (…) Si hay alguna estrella inamovible en nuestro firmamento constitucional es que ninguna autoridad pública, tenga la jerarquía que tenga, puede prescribir lo ortodoxo en política, religión, nacionalismo u otros posibles ámbitos de la opinión de los ciudadanos, ni obligarles en forma alguna a manifestar su fe o creencia en dicha ortodoxia. No conocemos ninguna circunstancia que pueda ser considerada una excepción a esta regla”. (West Virginia Board of Education vs. Barnette, 319, U.S. 624 (1943). Trad. propia)
9 sept 2009
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1 comentario:
Faltaba el fascismo...
ahora resulta que si me quedo atrapado en el baño, se debe condenar por secuestro al cerrajero...
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