http://www.lanacion.com.ar/1798188-el-hombre-que-se-atrevio-a-pensar-distinto-sobre-el-delito
Pocos
días atrás falleció el notable profesor noruego Nils Christie, una de las
personas que más ayudaron a renovar el pensamiento criminológico moderno, y
alguien que pasó a convertirse -a su pesar tal vez- en símbolo de una doctrina
hoy por muchos repudiada: el abolicionismo. Una razón adicional, entonces, para
lamentar su pérdida, ya que bastaba escucharlo para desarmar todos los
prejuicios y reconocer en él -y a partir de él, en las doctrinas que
propiciaba- la fuerza de un pensamiento humanista y reflexivo. Christie fue una
hermosa persona que participó en algunos de los debates más difíciles,
divisivos e irritantes de su disciplina acompañado siempre de las mejores
armas: empatía, inocencia, afecto. Permítase introducir brevemente su
pensamiento, a partir de un hecho de su biografía, y un dato o tipo de datos que
él acostumbra citar.
El
hecho biográfico al que me refiero le ocurrió tempranamente, cuando era apenas
un veinteañero, y Noruega buscaba superar el trauma del nazismo. El joven
Christie, yendo a contramano de lo que hacían y pensaban la mayoría de sus
conciudadanos, decidió finalizar sus estudios en derecho yendo a escuchar a los
colaboracionistas nazis, esto es decir, a aquellos a los que su sociedad
señalaba como los peores criminales jamás habidos en el país. Entrevistó
entonces a una cuarentena de carceleros alineados con el nazismo durante la
guerra, y acusados de muertes y maltratos físicos sobre sus detenidos, en el
extremo norte de su país. Y fue allí donde Christie aprendió la lección de su
vida. Dijo entonces –y lo repetiría desde allí una y otra vez, luego de
recorrer las cárceles más peligrosas del mundo- “hablé con todos aquellos que
eran descriptos como los peores monstruos que había creado el país, pero lo
cierto es que no encontré a ningún monstruo, sino a gente común y corriente.” A
nuestro pesar, todos tendemos a ser –agregaría luego- demasiado parecidos los
unos con los otros. “De qué lado hubiera quedado yo” –se preguntaba- “a los 17
años, si hubiera estado trabajando como carcelero allí arriba, en esa época,
con un arma en la mano” (permítanme agregar que este humanista radical noruego
se hizo similares preguntas, en sus numerosas visitas al país, y frente a los
crímenes cometidos por los peores criminales del Proceso). Esto es lo que nos
propone Christie: no se trata de un ejercicio de alegre irresponsabilidad, sino
de otro por completo contrario: un doloroso esfuerzo de empatía.
Entre
los datos que Christie citaba a menudo se encontraba el siguiente: durante años
Finlandia, alineada con la Unión Soviética, compartió con esta última y con los
Estados Unidos las peores tasas mundiales de encarcelamiento (en Estados
Unidos, unas 730 personas presas por cada 100.000, frente a 37 de Islandia o 62
de Noruega). Separada de la Unión Soviética poco tiempo después, y ya más en
línea con los demás países escandinavos, Finlandia pasó a tener la
segunda tasa de encarcelamiento más baja de Europa, y una de las más bajas del
mundo. Qué había pasado? No es que los finlandeses se habían vuelto más
inocentes –no eran ahora santos los que antes eran criminales- sino que los
criterios sobre qué se consideraba delito, tanto como las respuestas elegidas
por el Estado, frente al delito, había cambiado (para ilustrar lo dicho con un
caso fácil: si un día empezamos a encarcelar a los jóvenes que se copian en los
exámenes o a los que adultos que insultan a sus pares en la calle, tendremos
mucho más presos que antes, pero esto será por una decisión propia, y no porque
tengamos ahora un brote de delincuencia).
Contra
aquellos que tienen preparadas respuestas contundentes y brutales frente a
todo, Christie nos fuerza a pensar con detenimiento, dentro de un territorio
especialmente difícil. Christie no nos dice “el crimen no importa,” “el dolor
no existe,” “la cárcel debe ser ya mismo abolida.” Más que “abolicionistas”, sus
enseñanzas se inscriben dentro de lo que se conoce como la “justicia
restaurativa”. De lo que se trata (y a ello nos remite el término “restaurar,”
con raíces nórdicas) es de “volver a reconstruir la casa” o, más poéticamente,
“levantar los leños caídos”. En ocasiones, lo más importante (no lo único que
se debe hacer, por supuesto) es reparar el vidrio roto, conocer la verdad,
restaurar el dinero robado. Dicho esto, y para no escapar a las cuestiones más
complicadas, podemos preguntarle a Christie, a renglón seguido, y más
específicamente: qué hacer frente al responsable del daño cometido –un daño que
puede ser grave, irreparable, intolerable para la víctima o sus familiares?
Otra vez, Christie no ofrece una respuesta fácil, sino que nos obliga a plantearnos
la cuestión de un modo más completo.
Con
sus buenas maneras de siempre, Christie nos preguntaba: es que resulta la
cárcel, frente a esas situaciones terribles, la mejor respuesta que podemos
ofrecer, o al menos una respuesta atractiva? Cuando los padres envían a sus
hijos a la escuela –agregaba enseguida- lo hacen para que esos jóvenes se
rodeen de buenos profesores, para que sus hijos encuentren compañeros que
puedan ser sus amigos toda la vida. Podemos pensar, entonces: qué esperamos que
ocurra, cuando enviamos a alguien a la cárcel? No resulta claro que, de ese
modo, iniciamos o reforzamos un proceso de “capacitación para el crimen”? No es
eso lo que los hechos nos ratifican? No es lo esperable que ocurra, cuando
separamos a alguien de la sociedad, y la rodeamos de aquellos a quienes hemos
identificado como los peores criminales? Tenemos derecho a sorprendernos, luego,
cuando el “culpable” no se “reforma,” el preso se “reeduca” en el crimen, o el
“liberado” reincide?
Las
cárceles, nos dice Christie, nos ofrecen un excelente diagnóstico sobre el país
en el que vivimos: ellas nos permiten entender qué tipo de sociedad es la
nuestra: cómo es que nuestras autoridades responden frente a los casos
difíciles; cómo se comportan cuando no las vemos; contra quiénes impone su
fuerza y a quiénes se esfuerza por mantener a salvo (la respuesta es tan triste
como elocuente cuando tratamos de dar cuenta de esa pregunta para nuestro país,
y vemos lo que ella nos dice sobre quienes nos gobiernan: quiénes son los que permanecen
siempre impunes? quiénes son habitualmente sancionados? qué tipo de sanciones
–y torturas- han aceptado como prácticas habituales?).
En
definitiva, para un país, el nuestro, que como tantos, se ha venido moviendo
irresponsablemente entre el “garantismo bobo” y el irracionalismo de “mano
dura”, la muerte de un autor como Christie representa una mala noticia: se ha
ido quien nos ayudaba a hacernos las preguntas incómodas; ya no está con
nosotros aquel que pensaba con claridad y hablaba con calma en un terreno en el
que suelen decirse groserías improvisadas y a los gritos.
4 comentarios:
Qué buena nota Roberto. Lo conocí personalmente en el Congreso de Penal que se hizo en Córdoba en el 2003 y tuvo allí una actitud puntual que lo pintaba de cuerpo entero. Durante una de las últimas sesiones de ese Congreso exponía Jesús Silva Sánchez acerca de las pretendidas "bondades" del uso del proceso como sustitutivo funcional de la pena. Ante una tesis semejante, Christie se levantó de su silla, fue al escenario rápidamente, pidió la palabra y comenzó a cuestionar duramente semejantes modos de pensar la cuestión. Nunca había visto a nadie defender de ese modo sus convicciones.
Junto con eso y para sorpresa de muchos, en ese Congreso se autoproclamó como un minimalista.
En fin. Un voz que, junto con la de Hulsman, nos hará mucha falta...
Un abrazo,
JLFN
que buena historia¡
Excelente y emocionante, gracias Roberto. También tuve la suerte de conocerlo y era una persona magnífica.
Saludos
Aplausos para los dos.
Un abrazo.
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