
(Publicado en Jurisp. Argentina, de este mes. Va sin notas al pie)
Introducción.
La Corte Suprema Argentina acaba de decidir el caso Perfil contra Gobierno Nacional, retomando temas y argumentos que tratara en otro caso relativamente reciente, Editorial Río Negro contra la Provincia del Neuquén, resuelto en el 2007. Ambas decisiones son muy importantes, particularmente dado el peculiar momento institucional que vive el país, y sirven como claro mensaje acerca de los límites que la justicia está dispuesta a imponer sobre el poder político. Con la excusa de revisar estos recientes fallos, en lo que sigue voy a realizar una reflexión crítica en torno al desarrollo del derecho constitucional a la libertad de expresión en la Argentina. Voy a detenerme, en especial, en algunos pocos pero cruciales asuntos relacionados con este derecho, para mostrar lo mucho que se ha avanzado, y lo mucho que todavía puede y debe avanzarse en el área.
La historia legal de la libertad de expresión ha seguido de cerca a la historia política argentina. Esta área del derecho, como otras, ha estado atravesada por temas, preocupaciones y problemas que se advierten en toda la historia del país. En todo caso, la evaluación de ese desarrollo depende de criterios que son independientes del mero análisis histórico. Por ello mismo, resulta indispensable que dejemos en claro cuál es la teoría normativa con la que vamos a examinar y evaluar este aspecto del derecho.
En lo que sigue, voy a tomar en cuenta tres teorías vinculadas con la interpretación constitucional, que, de modo más o menos explícito, han estado presentes en torno a nuestra doctrina y jurisprudencia, a la hora de definir los alcances y límites posibles del derecho constitucional a la libre expresión. Me referiré, fundamentalmente, a la teoría integrista o conservadora, y a la teoría liberal anti-estatista. Sobre el final de este texto, me detendré en una tercera concepción, a la que denominaré teoría igualitaria o deliberativa. La primera teoría, integrista, tiende a hacer a libertad de expresión dependiente de la preservación de ciertos valores y tradiciones –finalmente, de la preservación de una cierta concepción del bien: la libre expresión merece sostenerse en tanto y en cuanto esté puesta al servicio de tales bienes (Egaña 1969). La segunda teoría, de origen liberal, contradice a la primera a partir de su pretensión de considerar a la libre expresión como un derecho incondicional. Aquí, se reconoce al Estado como enemigo principal, habitual, de la libre expresión (Mill 1975). Finalmente, la tercera teoría, igualitaria, piensa a la libertad de expresión a partir de la igual dignidad de las personas, y considera que, colectivamente, realizar el ideal de la libre expresión requiere de un debate robusto entre iguales. Esta teoría rechaza a la visión integrista, por el carácter elitista y no-igualitario que atribuye a la misma; a la vez que desafía al liberalismo a partir de la presunción de que el Estado puede convertirse en aliado necesario –y no sólo en enemigo posible, como piensa el liberalismo- de la libertad de expresión (Fiss 1996, 1997; Nino 1992)
Haré entonces, a continuación, un repaso de estas teorías a la luz de algunos de los temas principales que impactaron sobre la historia de la libertad de expresión en nuestro país. Los temas sobre los que me concentraré son el lugar de la religión; el tratamiento al enemigo político; el uso del dinero en politica (área en la cual ubicaría los casos Río Negro y Perfil); y el problema de la exclusión social. Como puede apreciarse, la elección de estos temas no es azaroza: ellos nos refieren a algunos de los temas más divisivos de nuestra sociedad, a lo largo de su vida independiente.
Libre expresión y religión
Durante los años fundacionales del constitucionalismo argentino y latinoamericano, la religión ocupó un lugar central en el modo de pensar de nuestros juristas. Muchos de ellos consideraron que el constitucionalismo debía ayudar a la consolidación del pensamiento religioso, que veían amenazado tanto por tradiciones no-cristianas presentes en el país; como por la creciente influencia de ideales políticos directametne anti-hispanistas, que asociaban con el pensamiento de la Revolución Francesa. Numerosas Constituciones, entonces, aparecieron dirigidas, fundamentalmente, a impedir el deterioro de los valores religiosos instalados durante la época de la Colonia. La Constitución del Ecuador, de 1869, condicionó el otorgamiento de derechos de ciudadanía a la previa condición de ser católico. La de Chile, 1823, se acompañó de un Código Moral destinado a regular las conductas más personales (desde las relaciones intra-familiares, hasta el consumo de alcohol o el juego), conforme con los dictados del catolicismo. Varias de ellas declararon a la religión católica como religión “oficial”, condenando a las demás religiones a una situación de ilegalidad, o forzándolas a refugiarse en el ámbito privado.
Obviamente, iniciativas semejantes tuvieron enorme impacto a la hora de definir los contornos de la libertad de expresión. Típicamente, lo que se sostuvo entonces es que los derechos expresivos debían resultar condicionados al sostenimiento de los valores religiosos afirmados desde el Estado. El constitucionalista chileno Juan Egaña –que tuviera una enorme influencia sobre los argentinos Juan B. Alberdi y Domingo F. Sarmiento- afirmó entonces, por ejemplo: “Es un error permitir toda clase de calumnia e insulto, y que se ataquen los principios más sagrados e inviolables de la religión y la moral, con la expectativa de castigar después a sus autores…La suma de los males que produce la libertad de imprenta en la religión, la moral, la mutua concordia interior de los ciudadanos, y aun el crédito exterior de la nación, es mucho mayor que sus bienes.” Puede advertirse una actitud semejante en la Constitución ecuatoriana de 1869, y el modo en que, por ejemplo, tornaba dependientes a los derechos civiles más básicos al debido respeto a “la religión, la moral y el orden público” (Gargarella 2010).
Aún en Constituciones más abiertas, como la de Argentina de 1853, la operación de los defensores de esta postura conservadora fue la misma: relativizar todos los reclamos de sus opositores en pos del establecimiento de derechos intangibles, para mostrar la prioridad de los derechos relacionados con el respeto de la religión católica. En nuestro país y gracias a la presión de los conservadores, las discusiones legales que culminaron en la Constitución de 1853 giraron casi exclusivamente en torno al tema de la religión. Convencionales como Ferré, Leiva, Zapata o Zenteno pretendieron condicionar las principales libertades constitucionales –aún la de trabajar- al requisito previo de ser católico: el Estado –decía el Convencional Zenteno- no podía ser indiferente al mal, ni aceptar la propagación de ideas que, finalmente, iban a alterar la paz pública. Aunque en dicha oportunidad la suerte de los conservadores no fue mayor –ya que debieron ceder en muchos de sus reclamos- su impacto sobre la Constitución fue mayúsculo, logrando comprometer al Estado con la defensa privilegiada del culto católico (art. 2 CN); o condicionar el respeto a las “acciones privadas de las personas” a la no ofensa a Dios ni a la “moral pública” (art. 19 CN). Ellos consiguieron, por lo demás, asegurar la exigencia de pertenecer a dicha religión como pre-requisito para acceder a la presidencia; o establecer la obligación de evangelizar a las poblaciones nativas, no-catolicas.
En una crónica lineal, evolutiva, del pensamiento constitucional argentino, resultaría cómodo relegar este pensamiento religioso y conservador al momento fundacional de la república. Sin embargo, lo cierto es que esta forma de pensar los derechos, en general, y el derecho a la libre expresión, en particular, siguió ejerciendo enorme influencia, desde entonces y hasta la actualidad. Ocurre que buena parte de la doctrina, como parte significativa de nuestro personal judicial, ha estado y sigue estando muy marcado por formas de pensamiento conservadoras, y siguen considerando a los derechos constitucionales como derechos condicionados, y al servicio de la preservación de ciertos valores y tradiciones. Piénsese, por ejemplo, en fallos relativamente contemporáneos, como los referidos a la circulación de publicaciones consideradas “obscenas”; casos como Ekmedjián, relacionado con críticas públicas a valores propios de la religión católica; o incluso el caso C.H.A., que incluía reflexiones sobre el derecho de los grupos homosexuales a defender públicamente su condición sexual. O piénsese, de modo más reciente, en la discusión política y judicial que se suscitara en torno a la exposición del artista plástico León Ferrari, de una muestra que incluía motivos anti-religiosos. Todos estos casos dejan en claro el peso que ha tenido y sigue teniendo el pensamiento conservador, a la hora de interpretar la Constitución argentina en materia de libertad de expresión. Esta aproximación a la interpretación constitucional ha sugerido que el texto magno argentino sea leído de modo tal de asegurar la prevalencia de la religión mayoritaria. Por ello mismo, y conforme con esta visión, el Estado debía ser autorizado a limitar las expresiones que implicaran ofensas, críticas agresivas, desafíos o cuestionamientos a los valores religiosos que se asumían como dominantes.

Por supuesto, decir lo anterior es compatible con afirmar que en la doctrina y la jurisprudencia argentina han estado presentes, también, otros modos de leer la Constitución que, en muchos casos, han terminado por imponerse frente a la lectura más conservadora o integrista. En particular, la historia del país se ha visto recorrida por una corriente liberal que ha tendido a disputar, palmo a palmo, artículo por artículo, el predominio del pensamiento conservador. La presencia del liberalismo político se advierte, claramente, en el mismo seno de la Convención Constituyente de 1853, en la que participaron numerosos representantes de las doctrinas libearales. Estos representantes son los que lograron “equilibrar” la Constitución, compensando, por caso, el art. 2 (de sostén al culto católico), con el art. 14 (que consagra las libertades de expresión y religión); o las referencias del art. 19 a la moral y el orden público, con otras destinadas a consagrar una visión milleana, de resguardo de la privacidad. Esta misma forma de “compensación” puede reconocerse en nuestra jurisprudencia, que ha alternado numerosas decisiones conservadoras relacionadas con la expresión y la religión -como las citadas- con otras destinadas a limitar su alcance o negar su desarrollo (piénsese, por caso, en fallos como Allit –un fallo que puede leerse como contrapartida de C.H.A.; o en la línea de decisiones que siguieron a Campillay, Morales Solá o Triacca, y que vinieron a garantizar márgenes cada vez más amplios, cada vez menos condicionados, para la expresión y la crítica). En todo caso, la mención de este tipo de fallos nos llevan a la próxima sección, en donde vamos a concentrarnos en otra muestra de la disputa interpretativa entre liberales y conservadores, y que tuvo lugar en relación con los modos de tratar a los individuos considerados como “enemigos políticos.”
Libre expresión y el trato al “enemigo”
En la sección anterior, pusimos nuestra atención en la cuestión religiosa, como terreno en donde se desarrolló una disputa de interpretación constitucional entre jueces y doctrinarios conservadores y liberales. En esta sección, vamos a ver de qué modo se continuó esa misma controversia en otra área de primer interés público: el tratamiento de (los individuos considerados como) “enemigos” en política.
La historia de libertad de expresión se encuentra, en efecto, muy marcada por el modo en que el derecho decidió tratar a los más férreos opositores al gobierno de turno. Otra vez, nos encontramos aquí con numerosos jueces y doctrinarios para quienes la libertad de expresión no puede tolerar la presencia –el discurso- de enemigos extremos. Típicamente, en el derecho comparado al menos, dicha postura restrictiva ha aparecido, en situaciones de guerra, y frente al “enemigo exterior” (y en particular, claramente, frente a sus defensores locales); o en situaciones menos dramáticas, frente al “enemigo interior” a quien se atribuyen posiciones extremas frente al gobierno de turno.
Piénsese, por caso, en los primeros desarrollos de la doctrina de la libertad de expresión, en los Estados Unidos, en situaciones de tensión bélica, o frente a la “amenaza” presentada por discursos “socialistas” o “anarquistas”, que desafiaban al orden establecido. Nos encontramos aquí con numerosas decisiones del máximo tribunal norteamericano, orientadas a “silenciar” a los opositores, bajo la excusa de que su discurso generaba un “peligro claro y actual” (clear and present danger), tan inaceptable como el que se produciría si alguien “gritase fuego en un teatro lleno” (conforme a la célebre expresión del Juez O.Holmes, luego devenido en símbolo del pensamiento liberal en esta materia). Podemos recordar, en este sentido, fallos como Shaffer v. United States, según el cual el discurso bajo examen era pasible de sanciones si se determinaba que la “tendencia natural” del mismo era producir un “mal,” y si quien lo pronunciaba había intentado producirlo; o Masses Publishing Co. v. Patten, donde también se optó por censurar al mensaje del caso, si es que el mismo incluía explícitamente palabras destinadas a incitar la violencia; o Gitlow v. New York, en donde se avalaron restricciones sobre una publicación de izquierda que promovía el derrocamiento del gobierno a través de medios violentos. Todos esta línea de fallos inaugurada en 1919 –sólo unos pocos ejemplos dentro de una larga lista de decisiones restrictivas- da muestra de la que fuera la posición dominante dentro de la Corte norteamericana, durante décadas. Ello así, al menos, durante 50 años, y hasta 1969 y la llegada de Brandenburg v. Ohio” . En este caso, por primera vez, la mayoría de la Corte hizo propia una interpretación constitucional diferente, liberal, e híper-protectiva de la expresión de los críticos (una posición elaborada lenta y progresivamente por los jueces Holmes y Brandeis, en una extraordinaria serie de disidencias). Recién entonces, el liberalismo judicial ganó fuerza en los Estados Unidos, para instalar, en el área de la libertad expresiva, el principio según el cual el poder debía acostumbrarse a “tolerar (aún) la idea que odiamos.”
En países como la Argentina, la jurisprudencia en la materia también registra una trayectoria complicada, y en muchos casos muy restrictiva. De hecho, la persecución pública de las opiniones disidentes llegó a cristalizar en una significativa lista de decisiones judiciales condenatorias de los denominados “partidos antisistema,” esto es, partidos opuestos al sistema democrático. En algunos de estos casos, además, resultó notable el tipo de argumentación alegado por el tribunal. En el fallo Partido Obrero, por ejemplo, la Corte confirmó la denegación de personería jurídica a dicho partido, por entender que el mismo presentaba un “programa ficticio” con el mero objetivo de obtener su reconocimiento legal cuando, en su opinión, resultaba evidente que “el programa real y verdadero, aunque oculto” del mismo, demostraba que se trataba de una organización subversiva. Según la opinión de la Corte, el sistema democrático debía contar con medios para garantizar su subsistencia, como el constituido por su poder de rechazar a aquellos partidos políticos a los que considerara “antisistema.”
En casos como Bertotto, de 1933, la Corte avaló la negativa del jefe de correos de Rosario a distribuir el diario “Democracia,” por entender que las ideas en él incluidas constituían una apología del delito. La Corte sostuvo entonces que la libertad de prensa no era absoluta, y que por tanto no podía ser utilizada con “fines contrarios a la organización política argentina, a la moral pública, y a las buenas costumbres.” En fallos más recientes, como Servini de Cubría, la Corte ratificó una línea de argumentación poco comprometida con la robustez del debate público. En la opinión de los jueces Nazareno y Moliné O’ Connor, la Corte sostuvo que no toda la expresión de opiniones “goza del amparo otorgado por la prohibición de la censura previa, sino [sólo] aquello que por su contenido encuadra en la noción de información o difusión de ideas.” El juez Barra llegó a defender entonces ciertas formas de censura judicial previa, si ellas iban dirigidas a impedir que “el daño al honor o la intimidad pueda adquirir graves proporciones y no se estime suficiente su reparación por otros medios.” Estos casos –agregó- “nada tienen que ver con la promoción de un debate de ideas necesario para que los miembros de una sociedad autogobernada puedan decidir y vivir mejor.”
Contra dicha tendencia –enormemente sensible frente a las pretensiones de quienes pretenden restringir las opiniones políticas críticas- en el citado, imperfecto pero finalmente muy influyente caso Campillay, la Corte argentina volvió a mostrar su compromiso con un pensamiento más liberal en la materia. Se pretendió, desde entonces, dejar en claro que el Estado iba a abandonar su habitual predisposición a perseguir o limitar opiniones, en razón de su contenido. En tal sentido, en Campillay, el máximo tribunal fijó algunas condiciones objetivas tendientes a liberar a la prensa de cualquier demanda de responsabilidad por el contenido de sus publicaciones, y a partir del cual se imputara a alguien la comisión de algún hecho de resonancia criminal (la información sobre la que no se tenía certeza debía publicarse utilizando los verbos en tiempo potencial, o atribuyendo directamente su contenido a la fuente correspondiente, o dejando en resera la identidad de los implicados en el hecho ilícito). Sin embargo, estos mismos requisitos fijados por la Corte sufrieron una nueva vuelta de tuerca en casos como Espinosa, donde el máximo tribunal sostuvo que la mención de la fuente no eximía de responsabilidad al medio en cuestión (debido a que se realizaba una imputación delictiva al sujeto en cuestión, no incluida en la fuente original de la noticia). De modo más grave, en Menem, Eduardo, el tribunal sostuvo que si había indicios racionales de falsedad evidente en los datos transmitidos por la fuente, no era suficiente siquiera cumplir con las exigencias de Campillay, ya que la empresa periodística en cuestión debía encarar una investigación independiente por cuenta propia, o simplemente no publicar la información del caso. Más seriamente todavía, en casos como Spacarstel c. El Día, del 2002, la Corte sostuvo que “el ejercicio del derecho de la libertad de expresión de ideas no puede extenderse en detrimento de la necesaria armonía con los restantes derechos constitucinales, entre los que se encuentran el de la integridad moral y el honor de las personas.” Aquí, la Corte abrió la puerta a la posibilidad de desplazar el valor de la discusión de ideas en favor de consideraciones de carácter vago, o derechos personales que, de acuerdo con el caso que se trate, bien pueden ser desplazados.
En todo caso, resulta claro que el liberalismo ha hecho un esfuerzo importante por defender una interpretación diferente del derecho constitucional –una más claramente abierta y tolerante frente a las opiniones disidentes. En dicho camino, de manera habitual, el liberalismo dio fundamento a una postura anti-estatista, de un modo decidido. Y es que, finalmente, y a partir de la polémica influencia del conservadurismo dentro de la jurisprudencia local, el liberalismo había aprendido que el Estado representaba la principal amenaza contra el derecho a la libertad expresiva. Era el Estado, en definitiva, el que había censurado, el que había perseguido a los disidentes, el que había procesado a los opositores, el que se había animado a encarcelar a los críticos más extremos del gobierno.
Por supuesto, la disputa entre visiones interpretativas más liberales y más conservadoras no está cerrada. Y los dos fallos recientes, citados al comienzo de este trabajo - Perfil contra Gobierno Nacional, y Editorial Río Negro contra la Provincia del Neuquén- muestran el peso ganado por las corrientes liberales en el seno del máximo tribunal argentino, a partir del nuevo siglo, y la renovación de sus integrantes. Vamos a ocuparnos de estos fallos recientes, en la sección que sigue.
Libre expresión, dinero y política
En la primera sección de este trabajo, examinamos las diferencias existentes entre dos concepciones interpretativas muy influyentes, dentro de la jurisprudencia y doctrina argentinas –las concepciones conserrvadora y liberal- en torno a un área clave dentro de nuestra historia jurídica: la referida al lugar de la religión. En la segunda sección, vimos cómo dicha disputa mantenía su continuidad en relación con otro tema clave dentro de nuestra historia legal, esto es, el tratamiento debido frente a los “enemigos”, disidentes, opositores y críticos. En esta tercera sección, vamos a ocuparnos de un tercer tema clave, a la hora de pensar la libertad de expresión, y que tiene que ver, finalmente, con el uso del dinero en la vida pública, y muy particularmente con la relación entre dinero y política.
El problema en cuestión –crucial, en nuestro tiempo, a la hora de reflexionar sobre el derecho a la libre expresión- registra numerosas variables, pero aquí vamos a concentrarnos fundamentalmente en una. El tema en el que pienso tiene su origen en el hecho de que, cada vez más, la circulación de opiniones –y, en especial, la circulación de opiniones políticas- depende de la disponibilidad de recursos económicos. La situación parece diferir radicalmente de aquella que era sugerida por metáforas como la del ágora ateniense, en donde el pueblo podía reunirse libremente a discutir sobre sus asuntos; la de la plaza pública, por donde toda la comunidad circulaba; o la del orador de la esquina que de pie sobre un banco de madera dejaba en conocimiento de los habitantes de su pueblo sus puntos de vista disidentes. Hoy, como sostuviera Carlos Nino alguna vez, una imagen como la del ágora ateniense debe trocarse, más bien, por otra que nos remite un teatro o un estadio cerrado, en donde es necesario pagar una entrada para poder tener acceso. En síntesis: para comunicar ideas se hace cada vez más indispensable contar con recursos económicos que lo hagan posible.
Lo dicho, según entiendo, encuentra un claro reflejo en la práctica cotidiana que todos nosotros bien conocemos. Todos sabemos que quienes poseen una radio, una emisora televisiva, un periódico, los propietarios de algún otro medio de alcance masivo, quedan en condiciones excepcionales para hacer conocer sus puntos de vista. Ello va de la mano, obviamente, de las dificultades que encuentran amplios sectores de la población para expresar sus demandas en público. Esto es decir: el dinero aparece como un soporte indispensable para hacer conocer las propias ideas, y la falta de dinero representa, por lo mismo, una dificultad excepcional para expresarse en la escena pública.
La cuestión referida presenta, en estos tiempos, una seria complicación adicional. Y es que en épocas de crisis, el respaldo económico que puede aportarse desde el Estado, a los medios particulares, se torna decisivo. El tema es sencillo: el Estado tiene la vocación y el deber de comunicar sus acciones; y hacerlo (particularmente en economías mixtas) requiere, de manera común, invertir en publicidad oficial en medios de comunicación de distinto tipo –medios capaces de llegar a mucho público, y a público diferente. En momentos de crisis o recesión económica, donde los medios privados encuentran cada vez mayores dificultades para obtener respaldo económico (típicamente, avisadores) para sus empresas, el apoyo monetario que puede llegar desde el Estado resulta simplemente indispensable. Contar o no contar con “avisos oficiales” puede determinar, directamente, la subsistencia o el cierre de un determinado medio. De allí que se torne prioritario asegurar que el Estado utilice de manera ecuánime los recursos de que dispone para comunicar su labor.
Esperablemente, sin embargo, distintas administraciones se han sienten tentadas a hacer un empleo discrecional de tales recursos, y el riesgo o amenaza previsible ha terminado por concretarse repetidamente. Así, los medios de comunicación más afines al gobierno terminan recibiendo un fuerte respaldo económico por parte del Estado, mientras que los medios con posiciones menos amigables o más hostiles, tienden a ser desalentados o directamente castigados con la restricción de recursos estatales.
Justamente contra dicha discrecionalidad es que la Corte Suprema Argentina pronunció, recientemente, las dos importantes opiniones arriba citadas –Río Negro, Perfil. Sin lugar a dudas, ambas decisiones vinieron a reforzar los aspectos más interesantes del liberalismo que alguna vez supo afirmar el propio tribunal. De acuerdo con la interpretación liberal del ideal constitucional de la libertad de expresión, la idea es la de asegurar el control del poder, limitando su capacidad para tomar decisiones arbitrarias, y re-estableciendo un sistema de “equilibrios” ostensiblemente dañado. En la primera de estas decisiones –Río Negro- la Corte condenó al gobierno de Río Negro por incurrir en conductas discrecionales en el manejo de la pauta oficial, aparentemente en reacción frente a expresiones críticas a la administración provincial, aparecidas en el diario Río Negro. Sostuvo entonces que el comportamiento del gobierno provincial “configura un supuesto de presión que lejos de preservar la integridad del debate público lo puso en riesgo, afectando injustificadamente, de un modo indirecto, la libertad de prensa”. Y en línea con lo afirmado por la Relatoría para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, agregó también que, si bien “no hay un derecho por parte de los medios a obtener una determinada cantidad de publicidad oficial”, sí existe un derecho “contra la asignación arbitraria o la violación indirecta de la libertad de prensa por medios económicos”. Finalmente, la Corte agregó que los gobiernos “deben evitar las acciones que intencional o exclusivamente estén orientadas a limitar el ejercicio de la libertad de prensa y también aquellas que lleguen indirectamente a ese resultado” y que, para acreditar ese hecho, no es necesario probar “la asfixia económica o el quiebre del diario”.
Poco después, en Perfil, la Corte volvió a fallar –de modo unánime- en contra de la autoridad ejecutiva, en este caso nacional, por el manejo discrecional de las pautas publicitarias. Para sostener esta decisión, que nacionaliza lo sostenido en Río Negro, la Corte se remitió a lo que ya había expresado en el fallo anterior, y a la vez respaldó el argumento dado por la sala IV de la Cámara en lo Contencioso Administrativo Federal, cuando dijera que el Estado “no puede asignar los recursos disponibles de manera arbitraria, en base a criterios irrazonables.” Al mismo tiempo, exhortó al Congreso a adoptar una ley que reduzca la discrecionalidad y asegure la transparencia y el control en el manejo de los fondos públicos en lo relativo a las pautas publicitarias del Estado.
Lo alcanzado y lo no comenzado. Libertad de expresión, igualitarismo, y voces excluidas
Si prestamos atención al relato anterior podemos reconocer algo de la complejidad que ha caracterizado a la historia de la libertad de expresión, en la Argentina. Se trata, según hemos visto, de una historia que ha tenido idas y vueltas, y muchos puntos oscuros, y que todavía debe seguir definiendo y afirmando sus contornos.
A duras penas, pero también de manera inequívoca, el liberalismo se ha ido afirmando frente a las tendencias interpretativas más conservadoras, que una y otra vez ganaron lugar en nuestra historia. Sin asumir que lo obtenido ha sido obtenido para siempre (la historia anterior niega sistemáticamente dicha posibilidad), sí podemos decir que el liberalismo ha ido afirmando su lugar frente a dos amenazas principales. La primera –la que marcó buena parte de nuestra historia constitucional en la materia- nos refiere a la batalla frente la censura directa; mientras que la segunda nos refiere a la mucho más reciente disputa contra la censura indirecta (en donde el Estado no bloquea directamente la circulación de ciertas expresiones, pero consigue fines parecidos a través de otros medios, menos directos, como por caso restando financiamiento a las opiniones con las que no comulga). En tal sentido, podría decirse, la interpretación conservadora, o al menos la de cierta versión del conservadurismo, resultó derrotada, en ambas confrontaciones, al menos temporalmente.

En relación con la primera cuestión –la censura directa- el conservadurismo había querido afirmar el poder del Estado para desalentar las expresiones que socavasen las “bases morales de la sociedad” (como expresara, célebremente y citando la famosa postura de Lord Devlin, el juez Boggiano en su opinión en C.H.A.). Contra dicho criterio, hoy por hoy, y en la Argentina, tiende a primar (aunque sea de modo todavía imperfecto) el criterio según el cual el Estado debe ser neutral frente a las distintas concepciones del bien existentes. En otros términos, nuestra jurisprudencia asume hoy que el Estado no debe comprometerse o “tomar partido” por una visión particular, para luego hacer uso de los medios coercitivos de que dispone, en contra de las visiones (políticas, filosóficas, religiosas) con las que no se identifica. Afortundamente, y desde hace ya muchos años, el país ha ido consolidando una posición protectiva de las opiniones diversas, y hostil frente a las diversas formas de la censura directa.
En relación con la segunda cuestión –la censura indirecta- cierta versión del conservadurismo (que se advierte, por caso, en la justificación dada por el gobierno kirchnerista, en su favor, en casos como Río Negro o Perfil), pudo sostener a la misma como modo de asegurar la más plena libertad de acción del Poder Ejecutivo (los abogados gubernamentales sostuvieron, por caso, en Perfil, que la distribución de la pauta oficial se realizaba conforme a criterios discrecionales pero no irrazonables, ya que las desigualdades del caso se explicaban teniendo en cuenta, entre otros aspectos, el “público consumidor” de los distintos medios de difusión existentes, y los “objetivos” del mensaje en juego). Contra dicho criterio, hoy, en la Argentina, parece primar uno opuesto, que exige de parte del Estado pautas claras, no-discriminatorias: el Estado no puede, simplemente, “dar” o “retirar” publicidad a un medio, sin contar con una justificación contundente que avale su acto. En este terreno, la jurisprudencia acaba de marcar un rumbo interesante, a seguir, frente a un poder político que todavía se muestra hostil a dar cumplimiento a tal tipo de directivas.
Estos avances parciales, incompletos, frágiles, resultan de enorme importancia, pero dejan ver, al mismo tiempo, un enorme espacio vacío, referido a cuestiones sobre las que aún no se ha trabajado lo suficiente, y en relación con las cuales queda demasiado por hacerse.
Es en este punto en donde quisiera referirme a la tercera de las concepciones interpretativas referidas al comienzo del trabajo, en torno a cómo fijar fijar los alcances y límites del derecho a la libertad de expresión. Me refiero a la concepción igualitaria o deliberativa. La concepción igualitaria coincide en muchos aspectos con el pensamiento liberal. Así, sobre todo, en su rechazo frente a todo tipo de censuras, directas o indirectas, y en su defensa consistente de la tolerancia (estatal sobre todo) frente a “la idea que odiamos.” Sin embargo, al mismo tiempo, ella muestra diferencias significativas con el liberalismo. Aquí me detendré especialmente en una, que se vincula con su certeza de que la libertad de expresión puede violarse no sólo a través de acciones, sino también a través de omisiones. Ello, en razón de que el igualitarismo vincula al derecho a la libre expresión, con la existencia de un debate público amplio, en el que deben poder participar todos los que pueden ser afectados por el derecho.
Cuando prestamos atención a tal idea de “debate público” (una idea con la cual nuestra Constitución argentina se muestra directa y repetidamente comprometida), podemos reconocer las razones de las diferencias entre el liberalismo y el igualitarismo. Y es que, para el liberalismo, el derecho constitucional a la libertad de expresión se encuentra fundamentalmente satisfecho cuando el Estado no persigue a sus opositores, no anula voces críticas, no censura a nadie –ni directa ni indirectamente. Para el liberalismo, la no-censura pareciera constituirse en razón necesaria y suficiente para hablar de libertad de expresión. En cambio, para el igualitarismo, la no-censura puede ser, en todo caso, una condición necesaria pero en absoluto suficiente para asegurar el derecho a la libre expresión que requeriría, para considerarse satisfecho, de varios otros componentes. Principalmente dos: la discusión pública; y la inclusión, en ese debate, de todas las diversas voces existentes.
Podemos reconocer la dimensión de tales diferencias con una observación sencilla: si el gobierno nacional acatase fallos como Río Negro o Perfil, y siguiera manteniéndose al margen de toda forma de censura directa, el liberalismo podría celebrar la plena vigencia de la libertad de expresión en el país. Para el igualitarismo, en cambio, el balance sería diferente. El igualitarismo, según dijera, interpreta la Constitución de otro modo, y por lo mismo, estaría muy lejos de celebrar, en la situación citada, el “triunfo” de la libertad de expresión. En dicho contexto, el igualitarismo seguiría diciendo que el país se encuentra en una situación gravemente deficitaria, en materia de libertad de expresión. Ello, sobre todo, en razón de los dos puntos arriba citados. Sintéticamente, diría que la Argentina sigue deshonorando el compromiso constitucional con la libertad de expresión, dada la cantidad de voces fundamentalmente ausentes del foro público; lo cual se vería agravado, por lo demás, a partir de la ausencia de compromiso estatal con la promoción de debates públicos.
Para el igualitarismo, la libertad de expresión resulta violada cuando –como ocurre en nuestro país- sectores importantes de la población (particularmente, los grupos más desventajados) encuentran dificultades extraordinarias para hacer conocer a los demás sus quejas y demandas, muchas veces vinculadas con las graves violaciones que sufren, en sus derechos constitucionales -tanto por parte del Estado como por parte de particulares. La libertad de expresión resultaría violada, también, cuando la influencia del dinero resultara tal que la escena pública apareciera fundamentalmente dominada por ciertas voces o puntos de vista ya sea relacionados con el gobierno, ya sea relacionados con grupos privados (Dworkin 1985). La libertad de expresión resultaría violada, asimismo, cuando, como suele ocurrir en diversas provincias del país, las voces opositoras no resultan censuradas, pero existe sólo un medio (o muy pocos medios) controlado(s) por el gobierno de turno, o por algún particular, negándose así, en los hechos, el ideal del debate colectivo. La libertad de expresión podría resultar violada, entonces, tanto por las acciones concretas del Estado que censura o persigue; como por sus indebidas omisiones, que podrían determinar que sólo se escuchen ciertas voces; que algunas voces resulten sistemáticamente ausentes de la escena pública; o aún que ciertos temas queden persistentemente excluidos de la agenda de la discusión social.
Como conclusión, entonces, podríamos decir que fallos recientes, como los citados (Río Negro, Perfil), representan pasos adelante muy importantes en la consolidación del liberalismo político a nivel jurisprudencial. Sin embargo, al mismo tiempo, puede decirse que el terreno por recorrer es enorme, al menos si es que interpretamos la Constitución –como creo que debiéramos hacerlo- con criterios más afines al igualitarismo político.
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