LA INTERVENCION PENAL PARA RESOLVER UN PROBLEMA SOCIAL
En general, especialmente en nuestra época desde los años 1980, cada vez que hay un problema social se acude al sistema penal y se decide crear un delito para combatir la conducta que no nos gusta. En otras ocasiones si el comportamiento ya está en el código penal, se elevan las penas como si ello fuera a solucionar el problema.
Esta forma de actuar por parte de los políticos es en cierta medida paradójica porque en opinión de los expertos criminólogos en general el aumento de penas nunca ha demostrado ser eficaz respecto de la reducción de delitos .
Además de las discusiones genéricas sobre la ineficacia de la severidad de la pena debe añadirse una reflexión relativa a los delitos de violencia doméstica aportada por Stangeland (2005): en los casos más dramáticos que acaban con el homicidio de la mujer, la pena es de 15 años y a pesar de esto en numerosas ocasiones la persona llama a la policía para entregarse, o se suicida. En estos ejemplos puede verse que la amenaza de la pena no representa disuasión alguna.
Si intentamos valorar la efectividad de la intervención penal por su impacto en la disminución del número de mujeres muertas por su pareja parece evidente que ésta no ha producido ninguna correlativa disminución de homicidios. El gráfico actual sería el siguiente
Si algo destaca en este cuadro es que a la elevación de penas producida en el año 2003, cuando todo maltrato se transformó en delito, le siguió un aumento de mujeres muertas que no parece disminuya a fines del año 2006, a los dieciocho meses de la entrada en vigor de la tutela penal de la ley de protección integral.
Evidentemente la afirmación anterior se presta a numerosos matices, no siendo el menor de ellos que las cifras expuestas pueden reflejar distintos modos de contabilizar o de definir lo que constituye homicidio en la pareja o violencia de género (Stangeland, 2005).
Exigir, alentar o aceptar mayores penas sabiendo que éstas no contribuyen a disminuir las dimensiones del problema es un ejemplo de populismo punitivo, decir lo (que se cree) que las víctimas quieren oír, y no decir, sobre todo cuando se está en la oposición, lo que uno racionalmente cree: que la violencia es un problema complejo, que debe ser abordado con leyes integrales, pero que un ulterior aumento de penas no consigue reducir de forma significativa los delitos.
Según las propias cifras del CGPJ de las mujeres muertas en 2005 sólo un 19,8% habían denunciado previamente alguna agresión. De las diez mujeres restantes que habían denunciado, cinco de las que murieron tenían una orden de protección.
Si se analizan estos datos la primera impresión que obtiene es que un número muy elevado de mujeres no contempla el sistema penal como un recurso que puede ayudarlas en su situación. Averiguar los motivos por lo que ello sucede y cómo hacer frente a ello es sin duda dificultoso. Pero desde luego no creo que una solución congruente para aumentar la confianza en el sistema penal sea elevar las penas.
Debido a la celeridad con la que se han sucedido las reformas es evidente que no sabemos en concreto qué era ineficaz de las leyes anteriores. Como observa Carmena (2005) no se evalúan las leyes, por lo que se promulga una tras otra sin saber en qué estaba fallando la anterior y en concreto qué ajustes son necesarios para aplicar la nueva.
En conclusión, elevar las penas cuando quizás los problemas más acentuados que impiden una protección adecuada a las mujeres víctimas de violencia son la insuficiencia de canales alternativos o intermedios al sistema penal, los incompletos mecanismos de protección previos a la condena o posteriores a la condena, la carencia de programas dirigidos a colectivos específicos de mujeres, la falta de respuesta a demandas concretas o un largo etcétera, es pretender encontrar la solución cuando aún desconocemos exactamente el problema.
2.1. Las exigencias punitivas de algunos grupos feministas.
Es conveniente indagar a continuación cuál es la posición de las diversas asociaciones feministas, para intentar rebatir la imagen de ‘las’ feministas como grupo homogéneamente punitivo. Al margen de este estilo de feminismo punitivo existen numerosos colectivos feministas de base que trabajan directamente con las mujeres maltratadas, los cuales tienen una actitud profundamente ambivalente respecto de la intervención penal y son conscientes de los riesgos y costes de recurrir al sistema penal. En consecuencia las campañas del feminismo oficial exigiendo penas más severas han tropezado con las críticas de los propios grupos feministas, quienes advierten que el recurso al sistema penal debe ser excepcional y que cuando se acude a éste las mujeres están más interesadas en la protección que en el castigo.
Es ciertamente difícil para el movimiento feminista sustraerse del rol asignado al derecho penal. Como ha sido repetidamente observado, en nuestras sociedades la criminalización de un problema es el indicador de su gravedad social. En esta línea todo movimiento social, y desde luego no sólo el feminista, pretende, para poner de manifiesto la importancia de su reivindicación, conseguir que ésta se incluya en el código penal. Que hay otras formas de mostrar el rechazo social es evidente, pero en nuestras sociedades el derecho penal se ha convertido en el símbolo de la jerarquía de los problemas sociales (Pitch,1985), o expresado con otros términos, la importancia de un problema social viene determinada por su nivel de castigo (McDermott-Garofalo, 2004:1262).
Hasta el momento he señalado que a mi juicio hay una tendencia feminista punitiva que coexiste con otras opiniones feministas, las cuales, no confían en el sistema penal para resolver los problemas sociales. La existencia de estas diversas corrientes feministas es desconsiderada cada vez que se recurre al estereotipo de ‘las’ feministas, las cuales son presentadas como un bloque homogéneo.
Además es inexacto responsabilizar al feminismo de la inflación punitiva de las últimas décadas. Dentro de los grupos progresistas también SOS Racismo por ejemplo recurre al derecho penal pidiendo que se castigue a quien incita al odio, a quien discrimina, a quien se beneficia del tráfico de inmigrantes, a quien contrata a un inmigrante, a quien lesiona a un inmigrante, y ello a pesar de ser plenamente conscientes de que el peso de la persecución penal suele recaer más sobre las personas pobres y excluidas que sobre los responsables de que exista la discriminación estructural. En consecuencia, todo movimiento progresista está atrapado en la misma paradoja de apelar al derecho penal para proteger a un colectivo que finalmente acabará siendo penalizado por el instrumento llamado a protegerlo .
Es necesario asimismo introducir una última reflexión que ayude a explicar la creciente criminalización del problema de violencia doméstica porque es fácil culpar a las feministas olvidando que la mayor ampliación de los tipos penales no ha sido obra de ellas, ni en general de los grupos progresistas que denuncian una situación, sino de los políticos conservadores de uno u otro signo.
En efecto, se ha destacado que vivimos en tiempos de populismo punitivo (Bottoms,1995; Garland,2001). En esta fase, cuyo inicio acostumbra a situarse en la década de 1980, los gobiernos en vez de promover el Estado social tienden a afrontar los problemas sociales con el recurso al sistema penal en lo que ha sido certeramente descrito como ‘gobernar por medio del delito’ (Simon,1997).
Es evidente que también en el tema de mujeres el Estado está adoptando la misma política. Existe poca inversión en todo lo que pueda cambiar la pobreza, dependencia y precariedad de las mujeres, pero existen numerosas leyes penales para proteger a la mujer (Coker,2001).
De la misma manera es conveniente reflexionar por qué en concreto el problema de la violencia doméstica es tan atractivo para el populista punitivo y ha sido por ello el problema social iluminado, ya que, como es conocido en criminología, no todos los problemas sociales llegan a convertirse en delitos, ni todos los delitos llegan a convertirse en problemas sociales.
Al respecto se ha afirmado que el delito de violencia doméstica es un delito en que el enemigo está claro, la mayoría de la población simpatiza con las víctimas y es un comportamiento cuya criminalización permite quedar bien con todos (Jacobs-Potter,1998:67; Felson,2002:31). Lo cual es sin duda conveniente pues
Con tantas cuestiones emotivas y divisorias como el aborto, la igualdad de salarios, las guarderías públicas, la discriminación positiva, los legisladores finalmente encontraron una ‘cosa de mujeres’ en la que todos, conservadores y liberales, podían estar de acuerdo: Pegar a las mujeres está mal. (Activista del movimiento de violencia doméstica, cit. por Cocker, 2001: 803, nota 7).
Tampoco hay que descartar que en estos tiempos de conservadurismo político vincular la imagen de delincuente fundamentalmente a la del maltratador, suministra un argumento adicional para desvincular la delincuencia de los temas clásicos de pobreza y exclusión social (Medina, 2006).
Resumiendo: existen tendencias feministas punitivas pero creo que la doctrina penalista no debiera presentarlas como si fueran las únicas responsables del aumento punitivo; más bien deberíamos concentrarnos en discutir cómo conseguir un derecho penal mínimo y eficaz. Es absurdo culpar al feminismo de la ampliación del derecho penal cuando es una especial forma de gobernar a través del delito lo que ha auspiciado el crecimiento de un feminismo oficial. Por su parte, a mi juicio, los grupos feministas críticos con el sistema penal pueden apuntar la gravedad de los problemas y falta de igualdad en la protección que brinda el derecho penal, pero deberían renunciar a un uso expansivo del mismo.
2.2. La discusión en torno a la eficacia de la intervención penal.
Por último vale la pena insistir en que quien ofrece una ley que contiene una agravación de las penas para disminuir la violencia contra las mujeres, debería ser juzgado también por la efectividad en la consecución de este objetivo y apuntar además qué criterios adicionales sugiere para evaluarla.
En esta línea sería importante que se propiciase la realización de encuestas de victimización rigurosas que permitan un seguimiento de las cifras de mujeres que actualmente son objeto de malos tratos, esto es, de violencia continua de baja intensidad, que es el objeto que la ley integral persigue reducir.
El adjetivo de rigurosas pretende advertir en contra de la utilidad de encuestas que no siguen los cánones científicos internacionales y concluyen que dos millones de mujeres españolas son ‘técnicamente’ maltratadas en base, entre otros errores, a agrupar en la misma categoría indicadores como ‘te empuja o golpea’ y ‘no valora el trabajo que realizas’ (Medina, 2002:116-117) .
La realización de estudios precisos no disminuye la gravedad del problema. Así puede observarse en la investigación realizada por Medina-Barberet (2003:310) quienes siguiendo modelos internacionales homologados obtienen, en la encuesta que realizaron en 1999, un porcentaje de abuso psicológico grave del 15,21%; abuso físico grave 4,89%; y agresión sexual o violación conyugal 4,70%.
Estos resultados reflejan más abuso psicológico y violencia sexual que la encuesta de victimización efectuada el mismo año por el Instituto de la Mujer, que sólo recoge un 12,4% de abuso psicológico y nada detecta respecto de la violencia sexual (Medina,2002:115).
La investigación empírica seria dota de credibilidad a las denuncias feministas acerca de la extensión del problema y debería ser por ello estimulada desde los organismos oficiales como un medio relevante para conocer la dimensión, las características del problema y la efectividad de la ley.
En cualquier caso no debería caerse en la trampa de estimar positivamente la ley por el hecho de que aumenten el número de denuncias o las ordenes de protección dictadas.
Como aseveran Sherman-Strang (1996)
Cualquier medida que defina el éxito por cómo se incrementa el tamaño del problema no puede tener ningún valor a largo término.
Debe repetirse una vez más que el objetivo es disminuir la violencia contra las mujeres, no aumentar el número de denuncias penales (Hoyle-Sanders, 2000).
De la misma manera debería examinarse además de su efectividad (grado de consecución de los objetivos propuestos) su eficacia (grado de cumplimiento) pues ya que se ha insistido en el acierto de la LOVG por su carácter integral, sería muy conveniente hacer público cómo se han activado los recursos sociales, por ejemplo, el número de mujeres beneficiarias de la asistencia económica, o cuántas mujeres maltratadas han tenido acceso a viviendas protegidas. Ello nos daría un indicio de si la ley ‘empodera’ a las mujeres.
Y cumpliría además la función de rebatir el mito del aprovechamiento de las denuncias. Pues el tópico por ejemplo de que las inmigrantes denuncian para obtener la regularización se podría rebatir sabiendo no sólo cuántas han sido expulsadas , sino cuántas realmente se han beneficiado, esto es, cuántas han obtenido su regularización gracias a la denuncia de malos tratos, para efectivamente comprobar las ‘grandes’ ventajas que conlleva acudir al sistema penal y denunciar.
También sería conveniente introducir criterios adicionales en la evaluación apuntados por autoras feministas acerca de si las mujeres se sienten tratadas de forma justa (Osthoff, 2002:1541, nota 10) y aumenta la legitimidad del sistema penal y consiguientemente su confianza en éste.
Finalmente este examen podría servir para controlar las inversiones que se realizan, pues cuando la LOVG entró en vigor estaba vigente el Plan Integral contra la Violencia Doméstica (2000-2004) del cual no sabemos
(...) el resultado de la inversión de los 1.883 millones de pesetas en aquellas acciones de sensibilización, parecidas a las que ahora se pretendería poner en marcha (Carmena, 2005:34).
Es inaudito que el primer sitio al cual se dirige a las mujeres sea el juzgado de guardia ‘porque es el único que está abierto todo el día’, o que se requiera interponer una denuncia para acceder a los recursos previstos para mujeres maltratadas, en vez de orientar a todas las mujeres por ejemplo a centros de atención a la víctima, a los grupos de apoyo de las propias mujeres o a los servicios sociales de los ayuntamientos.
Es necesario reflexionar sobre que nos indica el dato de que el 80,2% de mujeres que han sido matadas por su pareja en el año 2005 no habían interpuesto una denuncia penal con anterioridad. En numerosas conferencias me he visto obligada a rebatir el argumento de que estas muertes podían haberse evitado si se hubiera denunciado y que debe continuarse insistiendo pues ‘aún no se denuncia suficientemente’.
Para las acérrimas creyentes en el sistema penal este dato puede indicar la necesidad de intensificar las campañas de promoción de denuncias, en la creencia de que si estas mujeres hubieran denunciado no hubieran muerto. De acuerdo con esta posición las mujeres que no denuncian lo hacen por desconocimiento, no porque hayan calibrado las diversas alternativas y llegado a una opción más adecuada para ellas.
Para las personas escépticas en el sistema penal esta cifra es un indicio de que el mensaje debe diversificarse, esto es, hay mujeres maltratadas que no acuden al sistema penal y desde luego no sólo por desconocimiento, pues no todas las personas estamos dispuestas a someter nuestra vida a escrutinio público. Hay infinidad de motivos para no ir al sistema penal que seguro comprendemos si hacemos un poco de introspección en nuestra propia vida. Pretender una denuncia en todo caso es esperar un ‘standard de heroicidad’ de otras mujeres que no nos exigimos a nosotras mismas.
Sea cual sea la interpretación más acertada, desconocimiento u opción, dirigir un mensaje indiferenciado a todas las mujeres para que acudan al sistema penal presenta riesgos. Para sintetizar una vez más: muchas mujeres acuden desinformadas de lo que el sistema penal representa; dirigirlas previamente a un centro de atención a las víctimas, a los grupos de mujeres o a los servicios sociales del Ayuntamiento, puede ayudarlas a comprender lo que implica poner en funcionamiento el sistema penal .
Existe además el problema de que denunciar el maltrato exacerbe y aumente la violencia de la pareja por lo que vías intermedias pueden ser una mejor aproximación en algunos casos; asimismo hay el riesgo de que el sistema penal acabe criminalizando a la mujer que ha iniciado un proceso de cambio y que acude a éste sin estar muy informada de lo que representa; y finalmente, conducir a todas las mujeres al sistema penal hace creer que sus recursos son infinitos cuando no lo son, pues por ejemplo no hay sistema que pueda controlar cerca de 30.000 ordenes de protección anuales (Sáez,2004).
Es preciso apoyar, reafirmar y fortalecer la intervención de las instancias intermedias, en especial grupos de mujeres de base, servicios sociales de los Ayuntamientos y centros de asistencia a la víctima, que pueden ayudar a la mujer a resolver sus necesidades y a que ésta inicie una vida autónoma y libre de violencia. Por tanto a todas las mujeres víctimas se les debe ofrecer la posibilidad de conseguir su protección sin necesidad de verse sometidas a las exigencias de una denuncia y de un proceso penal.
De la misma manera en el viraje a la protección de las mujeres debería recalcarse la trascendencia de prestar atención a aquellos grupos de mujeres que presentan un mayor riesgo de ser víctimas o que tienen unas necesidades específicas. Los colectivos de mujeres con problemas de drogodependencia, las mujeres con discapacidades, las trabajadoras sexuales y las mujeres inmigrantes sin papeles son grupos especialmente vulnerables.
En este sentido debe vigilarse que estos colectivos puedan acceder a los recursos que prevé la ley, evitando las dificultades que en ocasiones se encuentran por ejemplo las trabajadoras sexuales para acceder a una casa refugio y las mujeres inmigrantes sin papeles para conseguir que la tramitación de una orden de protección no conlleve paralelamente la de una orden de expulsión.
Debería también investigarse si hay un aumento de intervención penal contra las mujeres, lo cual puede ser visible a través de algunos indicadores.
Un indicador es si se ha elevado el número de denuncias contra mujeres, por ‘agresiones mutuas’, desde que la LO11/2003 consideró que todo maltrato (por ejemplo un empujón, arañazo o insulto en el curso de la discusión) es delito. Existe la sospecha, extraída de la lectura de numerosas sentencias, de que la mujer quizás se encuentra más veces ahora en la posición de denunciada y de este modo se equipara su patada con el puñetazo que requiere una primera asistencia facultativa.
También puede analizarse si existe un mayo número de mujeres detenidas. García-Perez (2005:80) detectan que de 268 mujeres detenidas en el año 2003 se ha pasado a 1.377 en el año 2004, representando las detenciones de mujeres un 5% del total de las detenciones. Menores como son las cifras comparativamente, debe remarcarse que ello representa un incremento de un 60% más de detenciones de mujeres en un año.
Existe por último la certidumbre de que la represión penal en el delito de malos tratos sigue recayendo exclusivamente sobre los grupos sociales más pobres de la sociedad. Los malos tratos quizás afectan a todas las clases sociales, pero la represión penal no. Quienes acaban en la cárcel son los de siempre : los excluidos sociales, los pobres, los inmigrantes que carecen de papeles, los sin abogado, los agobiados por múltiples problemas.
Esta criminalización de los pobres es especialmente grave en el caso de que los autores sean personas inmigrantes sin papeles pues, desde la LO 11/2003, la pena por el mal trato del art.153 no es de 3 meses a un año de prisión, sino que con carácter generalmente obligatorio el castigo previsto es la expulsión (art.89 del código penal) .
Finalmente por lo que respecta a la reforma de las leyes penales entiendo que sería conveniente meditar acerca de los siguientes aspectos:
La excesiva ampliación producida por la LO 11/2003 que ha transformado todos los comportamientos de falta en delito ha llevado a los jueces a realizar una interpretación que distingue la gravedad en función de la finalidad. Esta solución puede ser incorrecta pero muestra un problema real: la necesidad de diferenciar cuando menos entre violencia de baja intensidad como el denominado técnicamente maltrato de obra (por ejemplo un empujón) y una lesión que requiere una primera asistencia facultativa, reservando la calificación de delito para este último.
La protección penal reforzada y diferente de las mujeres pareja, la cual es constitucional como ha afirmado el Tribunal Constitucional (STC 59/2008 de 14 de mayo), y puede defenderse con el arsenal teórico tradicional del derecho penal, pero debería pensarse si por los costes que ello conlleva no sería una mejor opción la elaboración de tipos penales redactados de forma neutra pero que incorporen la experiencia, necesidades y perspectiva de las mujeres.
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