Un texto mío en el excelente nuevo número de la Revista Latinoamericana de Derecho Internacional. Felicitaciones a los coordinadores¡ Link a la revista, acá, y a mi artículo, acá o a continuación
I. ENFOQUES DE INTERFERENCIA EN AMERICA LATINA
Exploremos primero el significado y las implicancias del enfoque de interferencia, el cual parece tener aún una enorme influencia en América Latina. Con el fin de examinar este tema quizás sea importante prestar atención a algunos hechos básicos relativos a los orígenes y el desarrollo del sistema interamericano de derechos humanos en la región.
El sistema interamericano de derechos humanos surgió en 1948 junto con la promulgación de la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA), que dio lugar a la creación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre. La Comisión comenzó a funcionar solo después de haber transcurrido una década (en 1959). La OEA establecería la Corte Interamericana recién en 1978 con el objetivo de hacer cumplir las disposiciones de la Convención Americana de Derechos Humanos.
Desde la década de 1970 y durante muchos años, el sistema interamericano de derechos humanos y la Comisión en particular se presentaron como una respuesta directa a la ola de autoritarismo extremo y crímenes masivos contra los derechos humanos que dominaron la región en esa época (Huneeus 2011).
Los expertos coinciden acerca de cómo organizar y examinar la evolución del sistema. Esta periodización mostraría, primero, un largo período en el que sistema interamericano de derechos humanos estaba fundamentalmente dedicado a responder a la brutalidad de los regímenes militares que prevalecían en la región. Jorge Contesse, por ejemplo, considera que este primer período comenzó en 1978 “con la entrada en vigor de [la Corte Interamericana], y finalizó alrededor de 1990 cuando los regímenes autoritarios de los Estados miembros perdieron poder” (Contesse 2015, 10). Para él, “al hacer frente a los Estados miembros no democráticos, la Corte Interamericana se estableció a sí misma como un medio para la protección de derechos y de la integridad política” (ibíd., ver también Abramovich 2009; Dulitzky 2011; Huneeus 2011). En este período fue decisiva la primera decisión de la Corte, en el caso “Velásquez Rodríguez”, donde la Corte declaró que Honduras había violado varias disposiciones de la Convención Americana como resultado de un acto de desaparición forzada[1].
El punto es de particular importancia, ya que este período inicial definió el perfil y la actitud general de la Corte y el carácter del sistema interamericano de derechos humanos en general. Al contrario de lo que ha sido la regla general en Europa, la Corte y el sistema interamericano en general asumieron desde el principio una posición de interferencia o intervencionista frente a los gobiernos nacionales, en lugar de una deferente. Su misión –se supone– requirió de fuertes intervenciones y declaraciones hacia los regímenes autoritarios, en lugar de una actitud pasiva o complaciente –como la que parecía prevalecer en Europa. Como veremos más adelante, esas actitudes cambiaron parcialmente en los años posteriores, pero la presunción general todavía parece estar muy alineada con este enfoque original.
En efecto, y luego del fin de la ola de autoritarismo político en América Latina, el sistema interamericano de derechos humanos comenzó a ir más allá de los límites fijados durante el primer período. En ese entonces, se dio por sentado que era momento de ir más allá de la mera “protección” de los derechos humanos: ahora era necesario empezar a “promocionar” esos derechos. Poco tiempo después estos compromisos empezaron a expandirse aún más hasta incluir, por ejemplo, la defensa de los grupos minoritarios (habitualmente, miembros de las comunidades indígenas) cuyos derechos no eran debidamente garantizados por las nuevas democracias (Contesse 2015, 11-15; Dulitzky 2011).
Estos cambios políticos graduales exigieron, sin duda alguna, un nuevo perfil y una nueva actitud tanto en la Comisión, como en la Corte: ¿qué rol deben cumplir estas instituciones cuando el contexto político en el que actúan cambia en la forma en que lo hizo? ¿cómo se suponía que debían decidir cuando gobiernos democrático, en lugar de los dictatoriales, caracterizaban el escenario de la región? ¿había llegado el momento –como algunos doctrinarios sugirieron– de que el sistema interamericano de derechos humanos adoptara un enfoque deferente, como el que prevalece en Europa? Estas preguntas están sobre la mesa hoy en día a pesar de que la orientación general del sistema parece seguir estando relacionada con su enfoque original de interferencia.
II. ENFOQUE DEFERENTE: EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD Y LA DOCTRINA DEL MARGEN DE APRECIACION
Permítanme explorar dos enfoques deferentes que parecen ser dominantes dentro del contexto legal europeo, a saber, el principio de subsidiariedad y la doctrina del margen de apreciación. A continuación, introduciré brevemente ambas nociones, me referiré a sus orígenes, sus similitudes y sus diferencias.
Para comenzar, diré que ambos principios hacen frente y responden a las dificultades que aparecen en los sistemas jurídicos internacionales, que son caracterizados por autoridades múltiples y coincidentes situaciones de pluralismo institucional. Ambas proveen una solución similar para tales situaciones: sugieren prima facie un caso de deferencia hacia las autoridades legislativas o judiciales de nivel inferior (normalmente, la autoridad de las instituciones de los Estados miembros), a fin de honrar el valor del federalismo.
El principio de subsidiariedad se ha desarrollado dentro de la Unión Europea. Fue incluido en el Tratado de Maastricht de 1992 y así se convirtió en parte del derecho europeo. Su objetivo era limitar los posibles excesos en el uso de poderes por parte de las instituciones supranacionales –o, en otros términos, para asegurar un espacio adecuado de autonomía para los Estados miembros. Andreas Follesdal ha sintetizado la noción de subsidiariedad en el derecho internacional como una “presunción iuris tantum de lo local”, esto significa que los Estados miembros debe tener una “autorización primafacie” al decidir cuestiones relacionadas con el derecho internacional (Follesdal 1998).
La doctrina del margen de apreciación fue, en cambio, el producto de un miedo extendido de los Estados miembros europeos hacia la centralización de poderes en Europa (Fabbrini 2015). La doctrina básicamente se centra en el ejercicio de la competencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Por lo tanto, mientras que el principio de subsidiariedad parece estar fundamentalmente destinado a las legislaturas, la doctrina del margen de apreciación se refiere principalmente al sistema judicial. Desarrollada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, establece una metodología para el control judicial de las decisiones de las autoridades nacionales. Requiere que los jueces tengan un cierto grado de deferencia hacia las decisiones de las autoridades locales. Conforme a esta lógica, las autoridades nacionales deben gozar de cierta discreción sobre la forma de ejecutar sus obligaciones de derecho internacional[2].
El Tribunal Europeo trazó los contornos de la doctrina del margen de apreciación en el caso “Handyside v. United Kingdom,” (5493/72) [1976] TEDH 5 (7 de diciembre de 1976), al afirmar que:
No es posible encontrar en el derecho interno de los Estados contratantes una concepción uniforme de la moral. El punto de vista adoptado por sus respectivas leyes… varía de vez en cuando y de un lugar a otro. En razón de su contacto directo y continuo con las fuerzas vivas de sus países, las autoridades estatales se encuentran, en principio, en una mejor posición que un juez internacional a la hora de dar una opinión acerca del contenido exacto de estos requisitos, así como acerca de la “necesidad” de una “restricción” o “penalidad” que pretenda satisfacerlos.
El Tribunal sostuvo también que, en sus decisiones sobre el tema, tomaría en cuenta una diversidad de factores, incluyendo la naturaleza del derecho en cuestión, la sensibilidad del asunto, los objetivos perseguidos por la norma y la existencia y evolución de un consenso europeo en la materia[3]. También en “The Sunday Times v. United Kingdom,” no. 6538/74, § 61, CEDH 1979 A30., la Corte señaló que el margen de apreciación requería “un balance equitativo entre la protección de los intereses generales de la comunidad y el debido respeto a los derechos humanos fundamentales dando particular relevancia a este último”.
Al intentar justificar la adopción de esta doctrina el Tribunal ofreció diferentes razones, incluyendo el hecho de que los Estados son principalmente responsables por la protección de los derechos definidos por el sistema europeo y la idea de que, en cuestiones controvertidas relativas a derechos fundamentales, las autoridades locales están mejor posicionadas para tener debidamente en cuenta los factores relevantes y decidir cómo hacer frente a situaciones conflictivas (Iglesias 2013, 7).
III. EL PRINCIPIO DEMOCRATICO: DECISIONES DEMOCRATICAS FUERTES Y DEBILES
En mi opinión, tanto el enfoque deferente como el de interferencia son problemáticos desde una perspectiva democrática. Además, diría que esos enfoques, tal como son concebidos hoy, deberían considerarse poco atractivos desde la visión de los defensores de la democracia que también están preocupados por la protección de los derechos fundamentales. Dado que estas afirmaciones pueden ser polémicas, permítanme aclarar a qué me refiero.
En el contexto de este análisis, por “perspectiva democrática” me refiero a la perspectiva según la cual cada comunidad debe estar principalmente a cargo de determinar cómo enfrentar sus obligaciones fundamentales –es decir, los asuntos que afectan fundamental y significativamente los intereses de sus propios miembros[4].
Cabe señalar asimismo que el compromiso específico y predominante con la democracia que propongo aquí tiene fuertes bases normativas, particularmente en América Latina donde el problema de las democracias inestables ha sido debidamente identificado como una preocupación principal[5]. Si bien la presencia de estos compromisos democráticos se remonta a finales de la década del ‘40 y al nacimiento de la Organización de los Estados Americanos (OEA), el compromiso con la democracia se volvió más explícito en 2011, luego de la adopción de la Carta Democrática Interamericana tendiente a fortalecer las instituciones democráticas de América (Dulizky 2011, 150). En Europa, el compromiso por la democracia también tiene bases significativas, desde el propio Tratado de la Unión Europea que establece que la Unión está basada en los principios de libertad, democracia y respeto por los derechos humanos, hasta el Tratado de Ámsterdam de 1997, el cual reafirma que los objetivos generales de la Comunidad Europea incluyen el “desarrollo y consolidación de la democracia y el Estado de Derecho” (título XX, artículo 177.2).
Es importante reconocer que en mi análisis del término “democracia” no tendré en cuenta un entendimiento “moderado” de democracia, sino más bien una noción algo exigente de la democracia. Suscribo a la concepción deliberativa de democracia, según la cual una decisión puede ser considerada más o menos democrática según el nivel de inclusión y discusión que la caracterizó (Elster 1998). Esto es muy distinto a considerar que una decisión es democrática, por ejemplo, simplemente porque fue adoptada por las autoridades locales de acuerdo con cierto procedimiento establecido, sin importar el hecho que la mayor parte de los miembros de la sociedad no participaron o formaron parte de alguna manera relevante en ese proceso de toma de decisiones (o aún peor, estaban fundamentalmente en contra de la adopción de tal decisión). Llamaré a este tipo de decisiones como decisiones democráticas débiles.
Para poder ilustrar estas decisiones democráticas débiles, puedo mencionar, por ejemplo, los diez decretos que fueron firmados por el ex presidente Carlos Menem, en Argentina, entre octubre de 1989 y diciembre de 1990. A través de estos decretos Menem proporcionó un indulto a más de 1.200 personas –tanto civiles, como oficiales militares– que habían estado involucrados en la comisión de atrocidades masivas y violaciones de derechos humanos durante la última dictadura militar. Muchos de los que fueron indultados, habían sido hallados previamente culpables durante los Juicios a las Juntas promovidos por el Presidente Raúl Alfonsín desde 1983. A su vez, todas las encuestas en ese momento indicaban que la gran mayoría de la sociedad se oponía a tales perdones. Según mi enfoque, esos indultos representan (mal y solo parcialmente, pero al mismo tiempo) un ejemplo de decisiones democráticas débiles.
Por el contrario, una decisión sería democrática en un sentido fuerte, si fuera el resultado de un proceso colectivo de debate amplio e inclusivo. A las decisiones de este tipo las llamaré decisiones democráticas fuertes. Una buena ilustración de una decisión democrática fuerte, sería la ley adoptada en Uruguay que concedía una amnistía a aquellos involucrados en violaciones graves de derechos humanos durante el período militar. La discusión sobre los perdones incluyó no solamente a la gente en las calles, artículos a favor y en contra de la decisión que fueron publicados en los principales diarios, debates en la televisión, sino también –y sobre todo– dos consultas populares directas llevadas a cabo por el gobierno uruguayo. La primera de ellas se realizó en abril de 1989 por un referéndum (como manda el artículo 79, párrafo 2, de la Constitución de Uruguay); y la segunda fue llevada a cabo el 25 de octubre del 2009 a través de un plebiscito general (tal como es descripto en el inciso A del artículo 331 de la Constitución de Uruguay), el cual sometió a votación popular un proyecto de reforma constitucional que habría anulado los artículos 1 al 4 de la Ley de Caducidad.Por supuesto que al decir esto –que la decisión uruguaya de conceder perdones por las violaciones de derechos humanos fue democráticamente fuerte– no me refiero a que tal decisión fue buena o justa, o la mejor decisión moral ante los crímenes masivos que ellos sufrieron. Simplemente, pretendo decir que tal decisión representó una respuesta estatal permisible, que fue el resultado de un fuerte debate democrático. Muchos activistas uruguayos interpretaron la decisión del mismo modo: ellos habrían preferido que su país se ocupe de estos problemas de una forma diferente, pero, al mismo tiempo, reconocieron la fuerza y legitimidad de la decisión democrática que fue adoptada. Por ejemplo, el constitucionalista José Kosterniak, profesor de derecho constitucional y legislador socialista del Frente Amplio, peleó en contra de la Ley de Caducidad por años. No obstante, proclamaría eventualmente (“incluso aunque me duela y vaya en contra de mis emociones”) que la opinión de la ciudadanía tiene que ser respetada porque los cuerpos electorales representan un órgano que está más alto en la jerarquía estatal que las tres ramas de gobierno[6]. De forma similar, el histórico senador del Frente Amplio, Eleuterio Fernández Huidobro (uno de las principales autoridades e ideólogos detrás del Frente Amplio), mantuvo que “no hay subterfugio que pueda eludir las dos montañas gigantescas que fueron las dos consultas populares al máximo órgano de la soberanía imaginable en Uruguay” [7]. Igualmente, el secretario del Presidente Alberto Breccia admitió que aunque “el objetivo de eliminar la Ley de Caducidad es muy importante”, no era tan importante como para justificar que “nosotros mismos infrinjamos nuestro orden constitucional en pos de eliminarla, o incluso, tal vez, tan importante como para considerar ignorar dos votaciones populares”[8].
Sin embargo, entiendo que la historia no termina aquí y que necesitamos decir mucho más sobre este tema. Por ejemplo, muchos podrían objetar una decisión como la adoptada en Uruguay alegando que viola derechos humanos individuales fundamentales. Entiendo el punto, pero también quiero responderlo, por lo menos en principio. El hecho es que, por lo general, nos enfrentamos a situaciones difíciles en relación a cómo entendemos e interpretamos nuestros acuerdos democráticos, los que incluyen, por supuesto, dificultades en relación con cómo interpretar los derechos básicos que nos comprometimos a respetar. Por desgracia, normalmente nuestros acuerdos en relación con tales derechos no incluyen acuerdos “hasta el fondo”. Por ejemplo, podríamos estar de acuerdo en la importancia de proteger la libertad de expresión, pero no estamos de acuerdo acerca de si la pornografía violenta o la publicidad engañosa representan, o no, tipos protegidos de expresión. En tales situaciones –es decir, situaciones donde hay un desacuerdo razonable acerca de cómo interpretar nuestros compromisos fundamentales básicos– no tenemos mejor opción que discutir y decidir colectivamente sobre esos asuntos. Considero que esta es la mejor alternativa disponible en las sociedades democráticas que reconocen el valor moral básico de cada uno de sus miembros: es precisamente este valor moral básico el que hace a la opinión de cada uno igualmente valiosa y digna de respeto (Waldron 1999).
IV. EL PRINCIPIO DEMOCRATICO RECHAZADO
Entiendo que el principio democrático que aquí considero es controversial. De cualquier modo, sostengo que expresa una posición razonable y aquellos que quieran oponerse a él en el contexto de las sociedades democráticas, deben argumentar contra él, en vez de simplemente rechazarlo.
Sin embargo, sorprendentemente o no, ha sido muy común –tanto en Europa, como en América Latina– que los organismos internacionales presten poca atención al enfoque democrático como si este enfoque tuviese poco (o nada importante) que decir sobre los problemas que están aquí bajo examen.
La Corte Interamericana sugirió que prestaría atención a argumentos relacionados con el principio democrático en casos como Yatama c. Nicaragua, 2005, el cual fue el primer caso decidido por la Corte sobre democracia y derechos políticos. El caso, que involucraba la exclusión de candidatos que eran parte de Yatama, un partido político regional indígena, trajo algo de esperanza con respecto al rol que el argumento democrático podía jugar en el razonamiento del tribunal. De hecho, en Yatama, la Corte defendió la importancia del derecho a votar, del derecho a ser elegido, del derecho a participar en los asuntos públicos y enfatizó el deber de todos los Estados americanos de asegurar las condiciones y mecanismos necesarios para el debido ejercicio de tales derechos (especialmente en los párrafos 187-200) [9].
Sin embargo, el hecho es que la Corte Interamericana nunca ha expresado o mostrado algún interés en articular un enfoque más elaborado sobre la cuestión de la democracia, más allá de algunas aisladas referencias a la importancia de la democracia en la toma de decisiones y a pesar del hecho de que desde 2001 la región ha adoptado una Carta Democrática Interamericana (destinada a reforzar los instrumentos regionales ya existentes para la defensa de la democracia representativa), la cual establece en su artículo 1 que “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla” (Dulitzky 2011).
Peor aún, encontramos un planteo displicente frente a la cuestión de la democracia en algunas de las decisiones más significativas de la Corte, incluyendo –notablemente– el caso Gelman. De hecho, en su famosa decisión en Gelman, la Corte no solo invalidó una decisión soberana de Uruguay, sino también desestimó el argumento democrático en términos fuertes[10]. Con respecto a las dos consultas populares llevadas a cabo en Uruguay mantuvo que:
El hecho de que la Ley de Caducidad haya sido aprobada en un régimen democrático y aún ratificada o respaldada por la ciudadanía en dos ocasiones no le concede, automáticamente ni por sí sola, legitimidad ante el Derecho Internacional. La participación de la ciudadanía con respecto a dicha Ley (…) se debe considerar, entonces, como hecho atribuible al Estado y generador, por tanto, de la responsabilidad internacional de aquél (párrafo 238).
Inmediatamente después, en el párrafo 239, la Corte elaboró y aclaró su posición sobre el tema afirmando que:
La sola existencia de un régimen democrático no garantiza, per se, el permanente respeto del Derecho Internacional, incluyendo al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, lo cual ha sido así considerado incluso por la propia Carta Democrática Interamericana. La legitimación democrática de determinados hechos o actos en una sociedad está limitada por las normas y obligaciones internacionales de protección de los derechos humanos reconocidos en tratados como la Convención Americana.
Además, la Corte sostuvo que no iba a considerar “el proceso de adopción” de la norma o “la autoridad que emitió la amnistía”, la cual consideró un aspecto meramente “formal”. La Corte sostuvo que solo se iba a enfocarse en el ratio legis de la norma: “dejar impunes graves violaciones al derecho internacional cometidas” (párrafo 229). Manifestó: “que la Ley de Caducidad haya sido aprobada en un régimen democrático y aún ratificada o respaldada por la ciudadanía en dos ocasiones no le concede, automáticamente ni por sí sola, legitimidad ante el Derecho Internacional”. Para la Corte la incompatibilidad de las leyes de amnistía con la Convención Americana “no deriva de cuestión formal, como su origen”, sino más bien de sus aspectos sustantivos. En otras palabras, para la Corte, tanto la expresión de un Congreso soberano, como la organización por parte de la ciudadanía, primero de un referéndum, y segundo de un plebiscito, representan aspectos meramente formales que poco tienen que ver con la validez sustantiva de la ley.
Similarmente –y esta es mi opinión– el principio democrático no jugó un rol decisivo en la elaboración de la doctrina europea en el área. Recordemos, por ejemplo, el criterio invocado por el Tribunal Europeo para dar contenido a la noción de “margen de apreciación”. El Tribunal sostuvo que era necesario hacer referencia a decisiones de los Estados miembros, considerando su “contacto directo y continuo con las fuerzas vivas de sus países”. Al parecer esta proximidad geográfica pone a las “autoridades estatales… en una mejor posición que al juez internacional para dar una opinión acerca del contenido exacto” de un derecho particular.
Sin embargo, estas afirmaciones parecen implausibles: el “contacto directo y continuo” agrega muy poco al asunto y no tiene nada que ver con el argumento democrático que se defiende aquí. Mi “vecino”, por ejemplo, puede estar en un “contacto directo y continuo” con mi familia y conmigo, pero al mismo tiempo carece de cualquier autoridad con respecto a nuestros intereses más básicos. Las autoridades de gestión de un club de campo o de un condominio donde vivimos pueden tener competencia con respecto a asuntos generales de la administración, pero no deberían tener nada que decir con respecto a los derechos e intereses fundamentales de quienes viven ahí. Todas ellas tienen “contacto directo y continuo” con nosotros; y todos ellos están “en una mejor posición” que muchos otros “para dar una opinión” en asuntos que son fundamentales para nosotros. No obstante, por supuesto, nada se sigue de esos privilegios geográficos: ninguno de los vecinos o de las autoridades involucradas en esos asuntos obtienen autoridad política o jurídica sobre nosotros para decidir en asuntos relacionados con nuestros intereses fundamentales.
En algunas ocasiones, el Tribunal Europeo hizo referencias interesantes, aunque marginales, al principio democrático[11]. Otras consideraciones del Tribunal –incluyendo sus referencias al “interés general de la comunidad”; la existencia de un “consenso” general (europeo) en la materia; etc. – reafirman su falta de preocupación por los requisitos del argumento democrático.
V. NI EL ENFOQUE DE INTERFERENCIA NI EL DEFERENTE: LA PROFUNDIDAD Y AMPLITUD DE LA DEMOCRACIA
En mi opinión, ni el enfoque deferente ni el de interferencia son suficientemente persuasivos: intentan establecer indicaciones fijas para situaciones que merecen normativas diferentes dependiendo de las circunstancias específicas. Por tal razón, sugeriré que el enfoque democrático parece más adecuado. Propone regular situaciones diferentes de manera distinta, prestando particular atención a un factor crucial, a saber, la profundidad y amplitud del acuerdo social democrático que yace detrás de cada uno de los conflictos internacionales en juego. Permítanme aclarar e ilustrar mi afirmación mediante dos ejemplos, uno relacionado con el contexto de América Latina (donde el enfoque de interferencia aún prevalece) y otro relacionado con el contexto europeo (donde el enfoque deferente aún prevalece).
Empezaré con el ejemplo de América Latina. De acuerdo con algunos autores es tiempo de que América Latina cambie su visión dominante en el área y se mueva del predominante enfoque de interferencia –el cual fue apropiado en los tiempos de autoritarismos generalizados– hacia uno más deferente, como el que predomina en Europa. Para Jorge Contesse, por ejemplo, “el principio de subsidiariedad provee tanto un marco teórico, como un fundamento práctico para determinar cuanta autoridad se le debe conceder a un Estado en la regulación de cuestiones relativas a los derechos humanos” (Contesse 2015, 24). Para él, “en un contexto legal y político tan cambiante, puede ser tiempo de reconsiderar la renuencia del sistema hacia la subsidiariedad normativa como principio para la adjudicación internacional” (ibíd., 25).
¿Es ese un consejo apropiado? ¿Debe el principio dominante en el área ser (ya sea de interferencia o no) un enfoque deferente? Para responder estas preguntas, permítanme retomar al caso Gelman por un momento. Lo que hace que la decisión de la Corte Interamericana sea tan objetable en ese caso es la forma en que el tribunal simplemente ignoró la presencia de un acuerdo social profundo y amplio en relación con la cuestión de la Ley de Amnistía. Para aquellos que defienden el fuerte carácter democrático de tal acuerdo, esa ley reflejaba una situación excepcional, digna de un respeto especial: el pueblo uruguayo, de forma colectiva, estableció su visión en un tópico extremadamente difícil, luego de un cuidadoso, detallado y amplio debate. En conclusión, la Corte Interamericana debió haber tomado una decisión diferente en el caso, no porque los países de América Latina, como Uruguay, estaban viviendo en una nueva era post autoritaria y democrática, sino porque la decisión examinada fue el resultado de un fuerte proceso de deliberación democrática. En otras palabras, la Corte Interamericana en función de guiar sus acciones en la nueva era democrática no debería adoptar ahora una regla ciega de deferencia. Por el contrario, debe mantener sus ojos abiertos y prestar especial atención a esas decisiones como la que estaba en discusión en Gelman, donde una comunidad democrática logró producir un acuerdo excepcionalmente democrático.
Veamos ahora el segundo ejemplo que se da en el contexto europeo. Concentrémonos en un caso polémico e importante, el caso Lautsi c. Italia (TEDH, 18 de marzo de 2011). En esa ocasión el Tribunal Europeo determinó que la regulación italiana que establecía la presencia obligatoria de crucifijos en escuelas públicas –una regulación que data de la década de 1920, el período fascista en Italia– no violaba los derechos del Sr. Lautsi de educar a sus hijos conforme a sus convicciones. Entre otros argumentos, el Tribunal sostuvo que, incluso cuando los requisitos de la Convención sobre libertad religiosa prohíben diferentes tipos de adoctrinamientos por parte de los Estados miembros, la presencia de crucifijos en aulas de escuelas estatales no era en sí misma suficiente “para significar un proceso de adoctrinamiento por parte del Estado demandado” y así, representar una violación al artículo 2 del Protocolo N° 1. A su vez, y más importante, el Tribunal se basó en la doctrina del “margen de apreciación” para sostener que la preferencia de Italia por una religión en particular estaba relacionada con las tradiciones y la identidad del país. En este sentido, el Tribunal sostuvo que respetaría la decisión del Estado acerca de la organización del ambiente escolar –incluyendo, por ejemplo, el lugar que reserva para la religión (nuevamente, siempre y cuando esas decisiones no conduzcan a una forma de adoctrinamiento). La presencia de crucifijos en la pared fue así descripta como un “símbolo esencialmente pasivo”.
En contra de lo que el Tribunal Europeo sostuvo en el caso, había muchas razones para impugnar la autoridad de la normativa italiana. Más importante aún es que algunas de esas razones estaban directamente relacionadas con el principio democrático. Por ejemplo, alguien podría razonablemente argumentar –con Marisa Iglesias– que “la regulación italiana (tenía) un débil pedigree democrático… proveniente del período fascista de la década de1920… (no habiendo) sido confirmada por la legislatura, ni evaluada por la Corte Constitucional italiana” (Iglesias 2013, 32). Cuando tenemos en cuenta estos hechos tiene poco sentido invocar la doctrina del “margen de apreciación” –como el Tribunal Europeo hizo– para diferir la autoridad democrática de los Estados miembros. De hecho, el carácter democrático de tal regulación estaba en cuestión en el caso.
En resumen, para ambos casos, el de América Latina y el de Europa, la pregunta es la misma: ¿por qué debemos hacer prevalecer el paradigma deferente en esos contextos? Tendría sentido apoyar ese paradigma en situaciones que se caracterizan por acuerdos democráticos profundos o –para ser más realistas– en casos específicos donde lidiamos con acuerdos democráticos amplios y profundos. Sin embargo, no debemos simplemente asumir que las democracias estables deciden sus problemas fundamentales en modos que son respetuosos –en una forma relevante– de la voluntad democrática de sus miembros. De hecho, uno podría sugerir que lo que tiene a prevalecer, tanto en América Latina, como en Europa es lo opuesto; a saber, acuerdos elitistas, basados en una deliberación pública limitada o ausente.
VI. DOS OBJECIONES, DOS ACLARACIONES
Llegado a este punto, introduciré dos comentarios finales con el fin de aclarar un poco más mi enfoque.
Primero, no propongo tratar todos los diferentes problemas jurídicos de forma similar. En otras palabras, no asumo que todos los problemas jurídicos son del mismo tipo. Por el contrario, considero que hay ciertas cuestiones, que merecen un análisis especial y cuidadoso. Principalmente, pienso en las cuestiones procedimentales –es decir, sobre las cuestiones relacionadas con las “reglas básicas del juego democrático”–, cuestiones relacionadas con la moralidad privada y los interrogantes acerca de la moralidad pública. En principio, mi idea es que el principio democrático nos ayuda a lidiar con cuestiones de moralidad pública. En relación con estas cuestiones, las instituciones controlantes, tales como los tribunales deben, al menos prima facie, adoptar una actitud deferente: no tienen autoridad política, moral o epistémica como para desafiar a las instituciones políticas en ese sentido, es decir respecto a cómo diseñar las políticas públicas o qué contenido darle a esas políticas. La situación debería ser diferente, no obstante, con respecto a los otros dos tipos de cuestiones, a saber las cuestiones procedimentales y las cuestiones de moralidad privada. Como consecuencia, necesitan estar siempre alertas frente al intento de las autoridades por perpetrarse en el poder a través de la manipulación o la violación de las reglas básicas del juego democrático (por ejemplo, modificando las reglas básicas del juego mientras están jugando el juego sin haber obtenido primero un acuerdo amplio con las fuerzas de la oposición); o el intento de las autoridades imperantes de colocar a ciertos individuos o grupos fuera del juego democrático (por ejemplo, restringiendo sus derechos de expresión o asociación, etc.). De modo similar, las instituciones controlantes deben estar listas para hacer cumplir el principio conforme al cual ni las instituciones políticas ni las no políticas deben imponer sus propios puntos de vista acerca de cómo los miembros de la sociedad civil deben lidiar con las cuestiones de moralidad privada. Por el contrario, deben asumir que cada persona debe permanecer soberana en ese sentido.
Segundo, pienso que las mismas razones que nos obligan a ser prudentes en relación con el carácter democrático de las decisiones tomadas por los Estados miembros aplican a los tribunales que quieren analizar esas decisiones democráticas dudosas. Me parece evidente que las credenciales democráticas de los tribunales internacionales son –usualmente– extremadamente débiles. Por un lado, es un hecho que la enorme mayoría de los ciudadanos tiende a no saber quiénes son los miembros de esos tribunales, cómo deciden, cómo esos tribunales funcionan. Por otro lado, y sobre todo, los ciudadanos de los Estados miembros no desempeñan ningún papel significativo en la selección y control de los miembros de tales tribunales internacionales –ellos no tienen ninguna posibilidad de relacionarse con ellos, de hablar con ellos o de impugnar su autoridad en alguna forma significativa.
Decir esto no significa decir que los tribunales internacionales y los jueces carecen de cualquier tipo de legitimidad democrática o que las razones democráticas son las únicas que aplican cuando se tratan ciertos conflictos jurídicos. Sin embargo, sí quiero afirmar que la frágil legitimidad democrática de tales tribunales debería afectar el alcance de su autoridad, y el contenido y la modalidad de sus decisiones.
Tomando en cuenta estas consideraciones me parece evidente que la frágil autoridad democrática de los tribunales internacionales se fortalece cuando dichos tribunales se enfrentan a gobiernos autoritarios como los que prevalecieron en el mundo durante la década de 1970. Por esta razón, por ejemplo, tenemos motivos para aceptar (primafacie) la preponderancia de un paradigma de interferencia en América Latina durante las épocas de autoritarismo político directo. Esta también es la razón por la cual debemos resistir (prima facie) la preponderancia del paradigma de interferencia luego del fin de la ola autoritaria.
La pregunta que resta contestar es la siguiente: ¿cómo deben operar esos tribunales en tiempos democráticos? Pasemos a analizar este último punto con algo de detalle.
VII. PEDIGREE DEMOCRATICO
Tratando de responder la pregunta anterior, mi respuesta sería la siguiente: frente a situaciones de democracia estable los tribunales deberían reconocer, primero, el hecho de que ellos tratan usualmente con decisiones burocráticas, realizadas a través de medios democráticamente débiles y en contextos de intervención popular extremadamente baja (un contexto que, asumo, caracteriza a muchas de las democracias contemporáneas). Sin embargo, en segundo lugar, también deberían estar abiertos a reconocer la presencia de decisiones de una naturaleza diferente, a saber, decisiones democráticas más fuertes, es decir, decisiones que fueron el resultado de una deliberación democrática amplia y profunda.
Esta distinción inicial entre decisiones democráticas “fuertes” y “débiles” es un paralelo de la distinción de Bruce Ackerman entre decisiones que fueron adoptadas en “momentos constitucionales” y decisiones que fueron el resultado de la “vida política normal”. Para Ackerman, las primeras son producto de “momentos constitucionales” raros –tiempos de políticas democráticas “fuertes”, cuando la gente “se alza” y se compromete profundamente con la política de ese momento–; y las decisiones cotidianas, es decir, las decisiones tomadas en tiempo de una vida política “normal” cuando la mayor parte de la gente parece estar totalmente desinteresada en la política (Ackerman 1993).
Mi posición es distinta a la de Ackerman, ya que no estoy interesado en distinguir, tan severamente como él lo hace, entre decisiones que fueron adoptadas en “momentos constitucionales” y decisiones que fueron el resultado de la “vida política normal”. Considero que hay un continuo entre los dos; en otras palabras, entre las decisiones democráticas débiles y las decisiones democráticas fuertes. Por lo tanto, deberíamos estar preparados para enfocarnos en el pedigree democrático de la decisión en juego prestando atención mayormente al nivel de inclusión y discusión que existió detrás de la decisión que se analiza[12].
Debe señalarse que este enfoque afinado se relaciona con el que fue presentado por Robert Spano, juez del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en su artículo “¿Universality or Diversity of Human Rights? Strasbourg in the Age of Subsidiarity” (Spano 2014), el cual fue escrito en respuesta a otro artículo llamado “The Universality of Human Rights”, el cual fue presentado también por un miembro del Tribunal Europeo, Lord Hoffman, en 2009[13]. En su texto inicial Lord Hoffman admitió la importancia de las inquietudes actuales en relación a la débil legitimidad y al déficit democrático de los tribunales internaciones. Tal como él dijo “Si uno acepta… que los derechos humanos son universales en abstracción, pero nacionales en su aplicación, no es fácil ver cómo, en principio, un tribunal internacional llevará a cabo su función de decidir sobre casos individuales, mucho menos por qué se pensaba a el Tribunal de Estrasburgo como un cuerpo adecuado para hacerlo” (Hoffman 2009, 11).
En respuesta a esos temores Spano propone aplicar un “enfoque cualitativo y de mejora de la democracia” en la implementación del principio de subsidiariedad y la doctrina del margen de apreciación (Spano 2014, 497). En apoyo de este enfoque Spano se basa en diferentes casos decididos por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, tales como Animal Defenders International c. Reino Unido[14], donde el Tribunal sostuvo que “La calidad del control parlamentario y judicial de la necesidad de la medida es de particular importancia… incluyendo la operación del margen de apreciación relevante”[15]. Específicamente en el caso Animal Defenders el Tribunal consideró el hecho de que, por ejemplo, la norma bajo análisis había sido objeto de un examen intenso por parte del parlamento: recibió apoyo de diferentes partidos y también pasó por un análisis profundo en los tribunales nacionales.
El juez Spano presenta esta visión como una descripción de un desarrollo gradual del enfoque del Tribunal Europeo en relación con la doctrina del margen de apreciación y del principio de subsidiariedad, y como un argumento determinante en defensa de la legitimidad democrática del Tribunal. Personalmente, no comparto ninguno de estos argumentos, pero sí considero que el “enfoque cualitativo y de mejora de la democracia” es fructífero y está relacionado con la idea que he venido defendiendo en las páginas precedentes.
Equipados con estas ideas y mostrando una preocupación seria por el pedigree democrático de las normas bajo análisis, podemos retomar ahora nuestro estudio de decisiones judiciales. Podríamos sostener, por ejemplo, que casos como Gelman no deberían ser tratados y decididos como si fueran producto de un proceso democrático de toma de decisiones “débiles” o, para expresarlo más contundentemente, no deberían ser tratados como si carecieran del nivel de inclusión social y discusión pública que los caracteriza. En términos más generales, los tribunales internacionales no deberían tomar (lo que parecería ser) decisiones que fueron el resultado de un “momento constitucional”, como si fueran decisiones adoptadas en tiempos de “vida política normal”. De forma similar, las decisiones tomadas en tiempos de “vida política normal” no deberían ser consideradas como si fueran la expresión de un “momento constitucional”.
En consecuencia, frente a una decisión democrática débil que afecta derechos y/o procedimientos predominantes en cierta comunidad, los tribunales internacionales no deberían asumir la deferencia como su enfoque principal[16]. Asimismo, ante una decisión democrática fuerte que afecta los derechos y/o procedimientos preponderantes en cierta comunidad, los tribunales internacionales no deberían adoptar un enfoque de interferencia.
Más precisamente: ¿cómo deben decidir los tribunales internacionales en tales situaciones? En mi opinión, frente a un conflicto serio producido por un Estado miembro en una situación de “política normal”, los tribunales internacionales deberían decidir reconociendo su legitimidad democrática limitada. Desde su punto de vista privilegiado –el cual incluye la formación jurídica de sus miembros, y el hecho significativo de que ellos reciben reclamos de todos aquellos que creen haber sido maltratados por el sistema jurídico dominante– los tribunales internacionales deberían involucrarse en un dialogo transnacional permanente acerca de cómo manejar esos conflictos legales difíciles. Deberían declarar la existencia de una violación de derechos o procedimientos si la ven, en lugar de asumir una actitud pasiva y deferente. Al mismo tiempo, no deberían simplemente tratar de imponer su propia visión sobre el tema –adoptando, así, una actitud de interferencia– como si estuvieran lidiando con países no democráticos. Deberían utilizar los medios a su disposición con el fin de promover, en lugar de socavar o reemplazar la democracia de los diferentes Estados miembros. Deberían trabajar por la adopción acuerdos de (cada vez) más inclusivos y deliberativos en los diferentes Estados miembros[17].
En resumen, un compromiso renovado con el principio democrático debe instar a los tribunales internacionales a pensar sobre su propio rol de forma diferente: no deben adoptar un enfoque deferente ni uno de interferencia. En cambio, deben repensar el alcance, los límites y las modalidades de su intervención, de acuerdo con un principio democrático redefinido.
Foto: obra de Eduardo Navarro
BIBLIOGRAFIA
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[1] Corte IDH. Caso Velásquez Rodríguez Vs. Honduras. Fondo. Sentencia de 29 de julio de 1988. Serie C No. 4
[2] En este sentido, los jueces también reconocen la existencia de una “flexibilidad normativa” preservando, así, “una zona de legalidad importante dentro de la cual los Estados son libres de operar” (Shany 2005, 910)
[3] Ver también Dickson v United Kingdom, no. 44362/04, §78, ECHR 2007-V.: “Donde, no obstante, no hay consenso entre los Estados miembros del Consejo Europeo, ya sea respecto a la importancia relativa de los intereses en juego o acerca de cuál es la mejor forma de protegerlos, el margen será más amplio. Esto es así particularmente cuando los casos plantean asuntos complejos y elecciones de estrategia social… Usualmente también se otorgará un amplio margen si se exige al Estado que mantenga un balance entre los intereses públicos y privados competentes o los derechos de la Convención”.
[4] Similarmente, en su análisis de la democracia en el ámbito internacional, Yuval Shany propone no aplicar el argumento democrático en relación a normas “orientadas al exterior” que regulan la conducta del Estado que se irradia a través de las fronteras nacionales (Shany 2005, 920-1). De este modo, y examinando el llamado “argumento del déficit democrático” Yuval Shary sostuvo: “En el nivel internacional, el argumento del déficit democrático apoyaría principalmente la aplicación de la doctrina del margen de apreciación con respecto a una de las normas internacionales ‘orientadas al interior’ que regulan las condiciones domésticas (por ejemplo, normas de derechos humanos). Esto se debe a que los tribunales internacionales pueden incluso ser menos democráticamente responsables que sus contrapartes domésticas” (…). Sin embargo, debe reconocerse que el argumento del déficit democrático falla en relación con las normas “orientadas al exterior” que regulan la conducta estatal que se irradia a través de las fronteras nacionales (por ejemplo, la prohibición contra el uso de la fuerza). Eso se debe a que el rol de los tribunales internaciones en tales casos es proteger una sociedad de invasiones ilegales contra ella por otra sociedad” (Shany 2005, 920-1).
[5] Décadas atrás esta preocupación desencadenó la adopción de las llamadas “cláusulas democráticas” en el orden jurídico de América Latina –es decir, un compromiso colectivo dirigido a prevenir nuevos intentos de caídas de la democracia (por ejemplo, a través de golpes militares) en la región.
[6]La República, Uruguay, 20 de marzo de 2010.
[7] Disponible en http://www.180.com.uy/articulo/14697
[8]El Espectador, Uruguay, 18 de noviembre de 2010.
[9] En Ricardo Canese c. Paraguay, sobre los derechos de libertad de expresión y de pensamiento de un excandidato presidencial, la Corte ya ha hecho referencia a la importancia crucial de tales derechos en una sociedad democrática. Ver también Dulitzky 2015.
[10] Corte IDH. “Caso Gelman Vs. Uruguay. Fondo y Reparaciones”. Sentencia de 24 de febrero de 2011 Serie C No.221.
[11] Por ejemplo, ver Jaratas c. Turquía [1999] IV TEDH 81, p. 20 (disidencia conjunta de los jueces Wildhaber, Pastor Ridruejo, Costa and Baka): “En la apreciación de si las medidas restrictivas son necesarias en una sociedad democrática, una debida deferencia será concedida al margen de apreciación del Estado: la legitimidad democrática de las medidas tomadas por gobernantes democráticamente electos demanda un grado de autolimitación judicial”.
[12] He presentado esta visión en Gargarella 2012.
[13] Quiero agradecer a Marisa Iglesias y a Oscar Parra Vera por llamar mi atención sobre esas cuestiones.
[14] TEDH Repertorio de sentencias y decisiones de 2013.
[15] Ibíd. párr. 108.
[16] Esta conclusión se refuerza si asumimos, como yo propongo asumir, que las autoridades legislativas tratarán de utilizar mal las normas procedimentales existentes para expandir sus poderes y violar los derechos básicos de las minorías que son el objeto de prejuicios extendidos (Ely 1980).
[17] Esto es consistente con decir que todo el sistema de control judicial dominante, tanto a nivel nacional como a nivel internacional, debe ser revisado de acuerdo a nuestras convicciones democráticas más básicas.
2 comentarios:
rg
muy interesante el artículo
como siempre, estamos todos pavoneando acá con discusiones eternas y estériles en los post, y cuando al tercer día preguntamos por que no opina el admin, nos salta con tremendo art.
una sola cosa/pregunta/inquietud/intranquilidad: la respuesta estatal "permisible", fruto de un debate democrático fuerte e inclusivo de todos los potenciales incididos por la medida, abarca crímenes horrendos?
por supuesto que haces varias reservas al respecto, pero es verdad que todo lo que nos queda es discutir y decidir colectivamente sobre esos asuntos? esos asuntos son cualitativamente todos? no existe verdaderamente ningún coto? no debe considerarse el armado y organización de un plan sistemático de exterminio de seres humanos fuera de lo decidible colectivamente? ocurrido tal plan, dos consensos mayoritarios plebiscitados (donde intervienen múltiples factores, y una opinión pública no pocas veces influenciada por diversos factores de poder real) lo blanquean (utilizando terminología en boga)
Verdaderamente la profundidad y amplitud del acuerdo democrático detrás de los conflictos otorgan ese bill? El cuidadoso, detallado y amplio debate, no es muy difícil de medir? Quiero decir, salvo circunstancias meramente excepcionales (como el ejemplo uruguayo) ese acuerdo se entiende satisfecho -en la generalidad de los casos, y pese a tu posición doctrinaria crítica- con la levantada de brazos en una legislatura ordinaria. Si, ya sé, frente a defectos de legitimidad democrática la solución no es profundizarlos (ej. con instituciones contra, nacionales o internacionales).
En serio sugerís que los tribunales (pienso en los locales) deberían hacer un test de pedigree democrático antes de invalidar una medida gubernamental? (ej. órgano emisor, posición en la burocracia del ejecutivo, sentido de la votación legislativa, intervenciones, réplicas e interrupciones, etc.). Están capacitados para hacerlo? (suponiendo que ese test es algo mas sofisticado que la "ultima ratio")
Desde luego, no pretendo que me contestes estos puntos (que en buena medida lo hacés en el artículo), simplemente comparto un esbozo de zozobra meramente intuitiva que me surge luego de releer tu estudio,
Saludos,
TA
para mi el unico coto es la moral privada, luego, todo a discusion!
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