Mi viaje hippie. Comencé, días atrás, un viaje académico que me llevó a Europa, y que está llamado a prolongarse por algunas semanas. La gira se inaugura con un seminario, y algunas presentaciones de mi último libro, sobre “la conversación entre iguales”; se interrumpe luego por unos diez días; para completarse finalmente con una temporada en el Instituto Europeo de Florencia. La idea de los relatos que siguen es la de hacer centro en esa interrupción, a la que llamaré “mi viaje hippie,” y en la que estaré deambulando sin plan ni camino prefijado, entre el final de mis primeras presentaciones del libro (en Oxford y en Londres), y mi llegada a Florencia. Serán unos diez días de trayecto libre, y mi propósito es el comentar algunos eventos, relacionados central, aunque no únicamente, con ese “viaje hippie”.
ESPAÑA
Una mallorquina. Hace largos meses que no vuelvo a Barcelona, y todavía más tiempo sin venir a Viader, en donde desayuno cuando puedo. El mozo me ve, después de no sé hace cuánto, señala el lugar adonde voy a sentarme habitualmente y pide, sonriéndome, y sin que yo haya mencionado palabra, “una Mallorquina para el caballero.” Así vale la pena, pienso. No se trata de creer que “ya me tratan como un local” -nunca ocurrirá. Tampoco se trata de que me comentarios así me hagan sentir que “ya no soy extranjero” -ni en mi patria dejaré de serlo. Se trata de la ilusión de reemplazar, por fin, los prejuicios por los sobreentendidos: “mira, ya está ella, la que se la pasa fumando”; “ahí llega aquel, el que viene a leer al diario”; ya vinieron los otros, los que discuten siempre.” Yo encuadro muy bien ahí, entonces: “aquí estoy yo, el de las dos mallorquinas.”
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Eso me preocupa un poco. Desde la Plaza del Reloj, una de mis favoritas, se escucha el eco de un coro desacompasado: niños y padres parecen estar cantando juntos, impostadamente. Eso me preocupa un poco. Me acerco a ver qué es lo que pasa, y me encuentro con padres bailando de modo frenético, y chicos uniformados, mucho más quietos. Los niños, con barretinas y boinas; las niñas con faldas amplias y mantelinas. Eso me preocupa un poco (me pregunto, y me lo pregunto en serio, si por la mañana los niños habrán pedido vestirse así, como los niños que piden vestirse con el traje del Hombre Araña; si ayer se habrán ido a dormir nerviosos o ansiosos, deseando levantarse para ponerse el traje; si habrán tenido dificultades para reconciliarse con el sueño, imaginándose en la mañana, así disfrazados, deseando que suenen las 8). En un momento, los cantos viran hacia las viejas canciones revolucionarias –siempre en catalán- que los niños repiten sin fervor, o con ya reiterado fervor, lo que no obsta al festejo y la alegría de los padres: “mira lo que canta mi niño”. Eso me preocupa un poco. Ahora, las canciones revolucionarias son trastocadas, para darle lugar, en la rima, a una reivindicación de la lengua, de que todos se expresen en el mismo idioma. Eso me preocupa un poco (tal vez más que otras cosas): que no nos llegue nunca el día en que “en perseguidor se nos convierta el perseguido.”
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