LYON
La grieta por donde entra la luz. Había leído de Lyon como ciudad blanca, rica, opulenta, de consumo caro. Algún amigo me la había presentado como burguesa. Otro me dice de la Lyon algo aburrida. Sin embargo, llego, y en la zona de la estación me parece estar en Algeria, o en Turquía, o en Marruecos, o en Gambia, o en Egipto, y eso me interesa. Cuesta dar con un blanco, escuchar gente hablar en francés, ver a la gente consumiendo. Por la tarde, en el centro, sí, me encuentro con el alto consumo esperado, que impresiona, sobre todo en algunos rubros: perfumerías de lujo, una junto a la otra; licorerías de alta gama; cuchillerías y relojerías. Pero a la noche otra vez, detrás del Hotel de la Ville, la “casi-isla” -como se le llama aquí a la ciudad central, que vive entre dos ríos- se extiende y antes de terminar se muestra plena: repleta de todo lo atractivo que no encontraba en el centro. Allí es donde se concentran los jóvenes, donde los expulsados del núcleo opulento alcanzan a pagar los alquileres, donde encuentran refugio el deseo y la creatividad desplazados. Allí es donde la ciudad aparece, por fin, vital y vibrante: brillante, plena. Allí, como diría alguno, está la grieta por donde entra la luz.
La cascada de nombres del Barista. Si bien es cierto que Francia no es la tierra del café de especialidad, me sorprendió la poca cantidad de cafés de calidad que he ido encontrando por el camino. Luego de una caminata de horas, llego a Les Cafetiers y me siento, por fin, relajado: ahí podría reponerme, recargándome, por un buen rato. En confianza ya con el barista, y pretendiendo tener claro el panorama, le pregunto al joven por la falta tan notoria de cafés de calidad. El barista, amabilísimo, campechano, me dice que no, que pas du tout, y ahí mismo busca papel, lapicera, y lápiz rojo. Me anota en pocos minutos una larga lista de cafés de primera, y subraya en rojo a sus favoritos. Entre los buenos están Slake, Dipploid, Fika, Mowgli, Rakwe, y entre los rojos Mill Factory, Tomé, Placid, Anahera, Loutsa, Bon. Por ahora voy por el tercero de la lista y, por alguna razón, mi corazón me acompaña palpitando, excitado.
La ganadora en Cannes, y un cine que nos hace peores personas. Ayer vi, aquí en Lyon, “Triangle of Sadness,” de Ruben Ostlund, ganadora de la Palma de Oro en Cannes, 2022. Me pareció una película oportunista y poco interesante, hecha por alguien que no quiere a sus personajes, ni se preocupa por sus destinos, sino que se ríe de ellos: los usa, estratégicamente, como medio de ganar dinero. Un horror. Como ocurría con otros trabajos de Ostlund (la interesante “Fuerza Mayor” o la insoportable “The Square”), la película vuelve a centrarse en las superficiales de vidas de millonarios caprichosos. En este caso, buscando extremar su ya explorada veta, para explotarle algunos últimos restos, la película de Ostlund hace centro en un viaje en crucero dominado por los ultra-rich rusos, y una pareja de influencers, que vive del mundo del modelaje y la moda. El tema, que en lo personal no me interesa en absoluto, podría haberme interesado -como todos- de haber recibido casi cualquier otro trato. Pero no. Película sobre millonarios caprichosos hecha por millonarios caprichosos, el film busca ganar nuestra atención solazándose en las peores facetas del alma humana, de un modo efectista y descomprometido. La película nos muestra y celebra, con cinismo y pretendida mordacidad, las vidas vacuas de los ultra-ricos (rusos, sobre todo) tratándose mal entre sí (se roban, se traicionan, se desinteresan de sus asuntos y problemas, los unos de l os otros), tratando mal al resto (la millonaria rusa ordenando a los trabajadores -muchos inmigrantes pobres- del yate que se metan en el yacuzzi o se arrojen al agua), abusando del otro cuando pueden (lo mismo los pobres a los ricos, apenas encuentran su chance), en un marco que subraya el mal gusto, lo cutre, lo desagradable, lo pútrido, lo escatológico, lo fétido (pasamos así una media hora de la película entre viendo cómo fluyen y circulan los vómitos y defecaciones de los ultra-ricos). Pareciera, finalmente, lo único que le importa al director es mostrarse como niño malito, como medio para ganar su lugar en el universo cinéfilo. Hay algo ocurre con algunos directores escandinavos contemporáneos (los del Dogma, seguramente, pero mucho más allá: los millonarios del sistema, los hijos del bienestar y la suficiencia) que los lleva a producir en serie estos films sobre la nada, desde la nada, películas calculadas más que pensadas, sin emoción, sin afectos, sin amor, sin alma.
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