2 SOBRE LES MARCHÉS DE LA VILLE
1) Elle n'est pas mal comme ca, la vie. Hubiera sido desafortunado despedirme de Lyon, apenas después de llegar, cuando ella me recibió distante, desigual, multitudinaria y anodina: pensé entonces en volver a partir, sin conocerla y -también, por tanto- decepcionado. Agradezco entonces que la despedida fuera así, tan distinta, como hoy, feliz y colorida, en el mercado. Salgo de mi cuarto, bien temprano. Voy a caminar, junto al río, y veo que en ese momento comienza a despertarse, poco a poco, el mercado. Enseguida quedo atrapado allí: no puedo (quiero) salir y yo solo me enredo en lo que resulta un festival de rostros, voces y colores. El sol transforma el evento en una fiesta temprana y ya rotunda, que me toma por dentro y en la que quedo envuelto, entre calabazas del color de la furia; deliciosas peras y manzanas, que invitan la cidra; unos árabes que ofrecen cus-cus, y un africano que le habla a nadie mientras prepara la viande; el imprescindible paisano de fabulosos moustaches; una inglesa que frunce la nariz diciendo que todo es too expensive; un gordo conservador, tres elegant, que señala al horizonte mientras, como en un secreto, le dice al otro que todo fue gracias al General De Gaulle; limones y naranjas que reclaman venir de Sicilia; los salames con los que Lyon se identifica; un francés ricachón que se aparece con saco, corbata, pelada, y amenazante perro (aunque asegura no muerde); una pareja que vende hermosas bolsas de castañas (y es como si en las bolsas hubieran buscado ubicar armoniosamente, en un lugar asignado, a cada castaña); olivas que vienen del sur; dos americanos que comen ostras a primera hora de la mañana; una vieja sindicalista, combativa y agria, de las que quedan pocas; flores diversas que llegan de Provence, acercando sus cuerpos y dormitando; un flaco que corta el pescado muy concentrado, como cumpliendo una ceremonia; un niño que admira y ayuda a sus padres, entre salchichas y cortes de carne que cuelgan a su costado; una mujer que es como una efigie, y que vende sus cerámicas muy pintadas (su puesto se encuentra apartado de los restantes, junto al puente de Napoleón, y ella mira al agua, aquejada por una pena que no alcanzo a desentrañar); un charcutero que, en soledad, hace lo suyo, con radical compromiso, mientras reflexiona en voz alta (filosofía del salame, según pienso); un viejo normando, sin mentón y sin dientes, y que tampoco tendrá, esta mañana, cliente alguno; dos amigos que se la pasan de bromas: más que a vender vienen a divertirse un rato. Pero es el panadero el que me define el día, o la vida: son las 9 y 30 de la mañana; el sol ilumina justo el espacio donde ha instalado su puesto; el aire es fresco y perfumado; el agua del río, que extraña al Rhone, refleja sólo colores; una anciana señala una baguette crocante, crujiente, dorada; y todo eso, todo eso mientras él le alcanza el pan, y canta -le canta- Elle n`est pas mal comme ca, la vie; elle n` est pas mal. Claro que sí. No está nada mal la vida, cuando es así, no está nada mal.
2) Ser el hombre de los mostachos. Llegué a Annecy impulsado, sobre todo, por el deseo de ver la feria de los domingos. Me habían dicho que los mercados de fin de semana de aquí (en verdad, martes, viernes y domingo) estaban muy buenos, pero no imaginé qué era lo que iba a encontrarme en el pueblo: más que el mercado de Annecy del domingo, di con un mercado que incluía a Annecy en el fin de semana. Ya comenté en extenso sobre la felicidad en el mercado de Lyon, así que ahora me concentraré sólo en un detalle de éste. El detalle es el siguiente: si pudiera pedir un deseo, para mi próxima vida, sería la de ser el hombre de los mostachos, en algún mercado de frutas y verdudas en Francia. Sería algo así como Astérix o, mejor, alguien con el porte de sindicalistas como José Bové o Philippe Martinez, con la voz bien grave y risa de navidades. Me levantaría bien temprano esos domingos, mucho antes de que comenzara la feria (aquí abre a las 7), prepararía mis cajones de frutas desde -digamos- las 5 de la mañana; pondría en un termo alguna bebida caliente, si es que hace frío, y saldría antes de tiempo hacia la plaza, seguramente acompañado por alguno de mis hijos (un dato que me resultó notable, en los mercados que vi hasta ahora, fue la activa participación de los hijos -montados en algún banquito, detrás del mostrador improvisado, mirando con atención a sus padres, admirados- tratando de ayudar y aprender de ellos el oficio de la venta). Apenas llegado a mi lugar habitual, bajaría los cajones de frutas (seguramente, peras y manzanas, pero también tomates, que se ven muy buenos), y comenzaría a saludar a los compañeros de al lado. Comment ca va? Tout va bien? Tout tranquille, responderían, y lo mismo yo. Me gustaría decir “Salut Marcel! y también “Salut Camile! Salut Jeanette!” Con alguno de los que no veo hace un tiempo, en cambio (tal vez alguno que estuvo enfermo), me acercaría y nos daríamos un abrazo fuerte, estómago contra estómago, los dos riendo, los dos bien robustos, los dos con bastante cerveza encima -mis manos enormes sobre su espalda, sus dedos bien gordos sobre mis brazos. Me retorcería el bigote, de tanto en tanto; haría bromas algo fuera de tono, con las primeras clientas; le guiñaría el ojo a los maridos, mientras tanto; le agregaría alguna manzana de más, a la bolsa de las más viejas; le gritaría con mi vozarrón alguna gracia, a los marroquíes que están enfrente, estacionados: “eh, Marruecos, pero si ese mismo cus-cus es el que te sobró la semana pasada” (el me respondería sonriendo, por ejemplo, algo así como: “tais toi, petit cochon”). Sobre el mediodía, daría unos pasos atrás, y fumaría el primero de varios cigarros, mientras me dedico a burlarme de de mis vecinos que siguen trabajando. Los invitaría a beber algo conmigo en la pausa; comeríamos un poco del queso y salame de la región, que son tan buenos; y ya por la noche, con el cierre de la feria, brindaríamos por la excelente jornada, sin pensar en política ni en deudas ni en dolores del alma: simplemente, chocaríamos los vasos extenuados, afónicos, alegres, distendidos.
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