Torino, donde todo comienza. La alegría (que es también conmoción, según diré) de este reencuentro con Italia, llega a través de Torino, que es por donde ingreso esta vez, por autobús, desde Grenoble-Francia. A partir de Torino, puede decirse entonces, comienza todo. Ciudad arquetípica del Piamonte, sus habitantes reivindican ese perfil tan propio, tan del norte italiano: cierta austeridad, cierta elegancia, cierta seriedad, cierta cerrazón, cierta frialdad, cierto racismo. Debo decir, también, que hay demasiado de lo bueno por esta zona. Algún amigo la llama capital cultural, otro la cuna del helado (Marchetti, Grom...); también origen del chocolate (Venchi), o donde nace la gianduia (Gianduiotto), o la ciudad de los cafés más bonitos (Mulassano, Fiorio, Baratti, Elena, Torino: preciosísimos, joyerías del café, todas distintas)...Y ya que estamos, también, ciudad que crea el café Bicerin, el vitel toné, el Bonet, los agnolottis, la Bagna Cauda. Y si a alguien le interesa saberlo, Torino es la inventora del Sambayón (prefiero no hablar del sambayón al marsala que sirven, caliente, en Fiorio o en Marchetti). Para que quede claro: todo vendría a indicar que mucho de lo bueno que hay en el mundo empezó en Torino, que aparentemente ese comienzo estaría relacionado con el Ducado de Saboya y -conforme parece- todavía seguiría por acá, pero sólo en sus mejores versiones.
Gramsci: Lo viejo no termina de morir, lo nuevo no termina de nacer.1 En mis primeros años en el “Grupo Nino”, el fraternal amico Robertino dM me llamaba “Gramsci,” por mi afición al filósofo marxista italiano (marxista que, en buena medida, renovó a la izquierda europea por su enfoque, más que dirigido a la economía o a la política, centrado sobre la cultura, la construcción de consensos, la hegemonía. Por ello, se lo considera antecedente fundamental en la construcción del eurocomunismo europeo, alejado de las formas más ortodoxas del marxismo). En esos años iniciales de mi formación, cuando yo terminaba de estudiar Sociología (donde Gramsci tenía su lugar), tuve la suerte de completar un maravilloso seminario sobre el filósofo italiano, dictado en el subsuelo de la librería Gandhi (que entonces llevaba el negro Tula -con perdón del Inadi- en la calle Montevideo). Lo maravilloso del seminario se debió a que el docente a cargo era el enorme intelectual que fuera José Aricó, quien introducjo, tradujo y divulgó el pensamiento de Gramsci, en América Latina, y que -ayudado por las lecturas de Gramsci- ayudó a recrear una vital socialdemocracia, en la Argentina (la hermosa biblioteca de Aricó se preserva bien -milagros hay- en la Universidad de Córdoba, y constituye una de las pocas grandes perlas de la ciudad). Con Aricó, Portantiero, De Ípola y tantos otros, formé parte también, en ese tiempo, de “La Ciudad Futura” (revista que retoma el nombre de una revista que publicó Gramsci -La Citta Futura- y que pudo circular en un solo número). Vuelvo a Gramsci, a esta altura de mi viaje, por su íntima relación con Torino, donde me encuentro ahora. Nacido en la miseria, en Cerdeña, Gramsci estudió y vivió parte de su corta vida (muere a los 46 años, enfermo, maltratado, y por entonces con arresto domiciliario) en esta ciudad piamontesa, que lo recuerda con sus propios olvidos, y a la que Gramsci supo querer y desear («Partí para Turín como si fuese en estado de sonambulismo. De cien liras recibidas en casa tenía solo 55 liras en la bolsa, ya que había gastado 45 en el viaje en tercera clase»).
1.La frase de Gramsci, que aparece en sus “Cuadernos de la cárcel,” dice: La crisi consiste appunto nel fatto che il vecchio muore e il nuovo non può nascere: in questo interregno si verificano i fenomeni morbosi più svariati.
Menefreguismo radical. Aunque me jacto de ser buen sociólogo, y he andado por acá más de una vez, no alcanzo a comprender bien a cierta parte de la juventud italiana. Jóvenes que, por un lado, se muestran menefreguistas (“non me ne frega niente”, “me ne frega un catzo”), que están hartos de todo, y a los que parece darles lo mismo mucho de lo que les pasa alrededor. Y jóvenes que, a la vez, y por otro lado, son radicales en algunas de sus opciones -políticas, sexuales, de consumo de drogas. Posiblemente, más que las dos caras de la misma moneda, se trate de la misma cara, que todavía no distingo con suficiente claridad. Será el radicalismo de quien piensa que nada -siquiera la propia vida- tiene mucho sentido: todo es una gran merda. Por ahí, tal vez, se encuentra alguna de las puntas del hilo: la fase superior del connsumo, la de quien ya consumió lo más alto, y vio que tampoco eso servía, y aún así, y también por eso, apuesta a ir todavía más allá. Acepta asumir -antes que lucha por conseguir-la opción radical.
Amor y anarquía. Lo que sugiero en el párrafo anterior es algo que se reconoce muy bien en el libro “Amor y anarquía,” de Caparrós (para mí, que no lo he leído todo de él, el libro que más disfruté de los que escribió, junto con “El interior”). “Amor y anarquía” trata de una historia completamente real, que Caparrós documenta bien: la de Soledad Rosas, una joven argentina de 23 años, de Barrio Norte (ocupación: paseadora de perros), que viajó a Italia en junio de 1997, para suicidarse seis meses después (luego del suicidio de su pareja). Eso, mientras cumplía arresto domiciliario, acusada de liderar una banda armada de subversivos ecoterroristas. En seis meses! Seis meses, luego de trabar vínculo con un grupo de okupas y activistas, en Torino. El libro vale al menos ser visto, en su tapa y contratapa. De un lado, Soledad, la paseadora de perros, aparece vestida como colegiala de un Colegio inglés de Barrio Norte. Del otro, la Soledad de apenas seis meses después: rapada, esposada, arrastrada por la policía, haciéndole el gesto de fuck you a los fotógrafos que pretendían retratarla.
El colibrí. Veo “El colibrí,” la película italiana más comentada del año, con grandes actores: Favino, Bérénice Bejo, el propio Nanni Moretti. Película pretenciosa, un supuesto drama sicológico (ay!), organizada en torno a una idea que finalmente está bien. La idea es la que le da el título, la del colibrí, que usa toda su energía -una energía infinita, agotadora, extenuante- para lograr quedarse, para mantenerse siempre en el mismo lugar.
Solo como un perro (como dos perros) en Torino
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