21 oct 2022

III. CRÓNICAS DE UN VIAJE: España 3






Gracia. Mañana podrá ser un día insignificante para casi todos -uno más tal vez para tantos, seguramente, no lo sé- pero estoy seguro de que será emotivo para mí. Ocurre esto: vengo a Barcelona muy seguido, desde hace casi 30 años, y siempre que llego me instalo en la misma área, siempre en el barrio de Gracia, siempre tomando como eje al Cine Verdi, la Plaza Rovira, la Plaza de la Revolución. Y mañana me tocará hablar, durante la Bienal del Pensamiento que organiza la ciudad, por primera vez, en una plaza: y será en una plaza de mi barrio adoptivo, del barrio de Gracia. Qué emoción poder saludar y agradecer a mi barrio de extranjero –agradecer por tantas alegrías calmas- desde una tarima, rodeado por algunos vecinos!






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Hablando en las plazas de mi viejo barrio. Hoy fue la presentación en la Placa de les Dones del 36, una plaza renovada y nueva, que no conocía. Comencé con un comentario que confesé demagógico, sobre mis días felices en Gracia –algunos de los más felices que tuve- y la emoción que me provocaba estar allí. Aunque era mediodía de domingo, y hacía mucho calor (la luz hermosa como siempre, encaramándose entre ventanas y rejas; las paredes brillantes, viejas, coloridas, casi mexicanas; las caras de colores y expresiones distintas, entre tantas iguales), nos siguieron unas 60/70 personas, amontonadas en la sombra que quedaba. También un niño en bicicleta, que se estacionó un buen rato frente al palco, buscando entender o descifrar algo –no se si se lo permitimos, aunque lo intentamos. 






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El chino cordobés. Terminada la conversación, fuimos a tomar algo a la Plaza del Diamante, con algunos de los amigos que habían venido a escuchar. Nos atendió un mozo chino –Ryan- con un humor excepcional. Luego, advirtiendo que uno de nosotros estaba todavía parado –la plaza estaba repleta- se ofreció presuroso a ir a buscar dentro otra silla. Y cuando alguien agregó si ya que estaba podía traer unas olivas, Ryan volvió a la carga y respondió: “la silla vaya y pase, pero además las olivas…” Era una gracia detrás de la otra. Le preguntamos por su nombre, y nos dice que adivinemos, que es el de una aerolínea, pero no “Lufthansa o British Airways”. Le mencionamos lo gracioso que era y apunta, al instante, “lo mío es humor amarillo.” Para mí que era un chino de Córdoba. Digo que tenía humor cordobés no sólo porque uno advierte en tantos cordobeses argentinos esa misma tonalidad de humor: rapidísima, repentina, ingeniosa. Lo digo, sobre todo, porque allí encuentro –como no he encontrado en ningún otro lado- un humor irreverente, con el cual quien aparece socialmente “abajo” (el chofer de taxi, el mozo, el empleado de la gasolinera, y así), le deja en claro al otro –típicamente, el cliente- que son iguales, o más, que el empleado tiene mucho más resto que quien se le acerca (Esa noción –la forma común en que, finalmente, en muchos lugares del país se opta por una actitud de desafío antes que de sometimiento a la autoridad, dio lugar a un conocido y hermoso texto de Guillermo O’Donnell. En él, el autor comparaba una frase, que tomaba por extendida en Brasil, en el diálogo entre desiguales - "Você sabe com quem está falando?”- con una respuesta que consideraba muy habitual en la Argentina “Y a mí qué mierda me importa”). 


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Helados Anita. Más tarde, y como autopremio, fui a tomar un helado en la heladería israelí Anita –con sede en la Plaza del Reloj. Debo confesarlo –y es una confesión de peso, dado quien soy- que se trata de uno de los mejores helados que comí en mi vida (lo dice un militante de los helados, hijo de un padre que fuera eximio heladero). Nunca pensé que esto me ocurriría en España, que hasta hace poco tiempo (cuando no había recibido una última oleada de inmigración económica) era tierra infértil de muchos de los productos que buscaba (buen café, buenas pizzas, buenas boulangeries, buen helado).

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Jonás Trueba. De estos brevísimos días de Barcelona me llevo también una buena pila de films, que vi ya en el cine, ya en el ordenador. Alguna que me generó menos admiración que rechazo (Peter von Kant, de Ozon); otra que me interesó más de lo que esperaba (Fuego, de Claire Denis); un corto de limitada duración y atractivo (Cerdita, de la que en estos días se estrenó un exitoso largo); un meritorio paneo sobre las frustradas relaciones amorosas de una joven ilusionada (Girasoles silvestres, de Jaime Rosales); y la última del prolífico Jonás Trueba (Tienen que venir a verla), que comienza con un breve concierto del gran pianista Chano Domínguez. De Jonás he visto casi todo, y su cine me complace muchísimo, a pesar de (o en razón de) su minimalismo algo rohmeriano. Me gusta encontrarme con esos jóvenes que uno puede imaginar como amigos de uno, que deambulan, hablan poco o bajo, cruzan miradas, se sonríen, homenajean la amistad de manera calma, y tienen apenas conflictos. En el cine de Jonás no suele haber conflictos sociales, tampoco grandes dilemas personales (más allá de algunas dudas amorosas). Creo que siquiera he visto un acto maldad en sus películas: su territorio fílmico está sólo poblado por buenas personas. Me pregunto cómo será habitar un territorio semejante, ya que lo filmado parece apelar al mundo vital propio del director: sus amigos, sus estudiantes, sus compañeros de trabajo. Me pregunto también por qué disfruto tanto un cine de este tipo, basado en anécdotas ínfimas. Serán mis deseos de vivir en un mundo así? Será por “la nostalgia peor,” la de aquello que “nunca jamás existió”? Serán las ganas de un cine que ayude a sanar las propias heridas (en lugar de servir para ahondarlas, sublimarlas, hacerlas olvidar por un rato)?




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