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http://www.clarin.com/opinion/Buscan-democratizar-Justicia-someterla_0_831516938.html
El debate sobre el Poder Judicial y “la
dificultad contramayoritaria” es tan viejo como la democracia
constitucional. Para señalar un momento, podría decirse que el mismo
nació con las prime
ras discusiones constitucionales en los Estados Unidos
, cuando los grupos más democráticos y federalistas mostraron sus
resquemores ante la posibilidad de contar con una Corte Suprema
“nacional” capaz de interferir con las decisiones que se tomaran al
nivel de los distintos estados. Estos grupos
temían que, por ejemplo,
un fallo de la justicia “nacional” viniera a invalidar, en el futuro
inmediato, las decisiones de las “mayorías” locales.
Este tipo
de temores, por lo demás, eran incentivados por una justicia que se
había mostrado muy dura contra los numerosos ciudadanos que, luego de la
guerra de la independencia, habían quedado empobrecidos y endeudados.
Es decir,
se contaba entonces con una justicia que era vista con desconfianza tanto por los más pobres, como por las provincias intimidadas frente a los poderes crecientes del Estado central.
Tempranamente, Alexander Hamilton respondió a aquellas críticas, en un texto tan lúcido como breve, al que conocemos como
El Federalista Número 78 . Hamilton advirtió entonces, como ningún otro, que
en la crítica que aparecía contra el incipiente sistema judicial existía un germen potencialmente muy destructivo.
Se trataba de una crítica importante -advirtió- que debía ser sofocada
de inmediato. Para calmar estos retos, Hamilton les hizo saber a sus
críticos que ellos no tenían nada de qué asustarse. Por un lado
-sostuvo-
la justicia era “el poder más débil”, ya que no tenía ni
“la bolsa” (el dinero, el presupuesto, que eran manejados por el
Congreso), ni “la espada” (las armas, el ejército, que eran manejados
por el Ejecutivo) .
Por otro lado, agregó que
no debía verse a la justicia como enemiga del pueblo . Lo que la justicia iba a hacer, desde entonces, no era ir contra el pueblo representado en las legislaturas, sino ir
a favor del pueblo representado en la Constitución.
La respuesta de Hamilton resultó muy eficaz, entonces, y sirvió para
calmar las ansiedades existentes. Ello así, al punto que terminó por
convertirse en doctrina y jurisprudencia dominantes, sobre todo a partir
del famoso fallo Marbury vs. Madison (1803), tal vez el más importante
en la historia del Poder Judicial (un fallo que “dio nacimiento”
efectivo al
control de constitucionalidad de las leyes ).
Ahora
bien, más allá del éxito político obtenido por Hamilton, era claro que,
jurídicamente, sus argumentos eran más persuasivos retóricamente que
sustantivamente interesantes. Por lo tanto, la llamada “dificultad
contramayoritaria” tendió a mantenerse viva, ganando fuerza luego de
cada ocasión en que la justicia invalidaba genuinas aspiraciones
colectivas.
Otra vez, alguien podía decir, frente a tal situación y
reviviendo a Hamilton: “¿y cuál es el problema de que esto ocurra, si
es que el Poder Judicial detecta que la ley del caso está en
contradicción con la Constitución aprobada por el pueblo?”. El problema
es que, como sabemos,
el derecho no es transparente, sino que debe ser interpretado
. Puede ocurrir entonces que el Poder Judicial sostenga que una
determinada ley es contraria a la Constitución, cuando en realidad ello
no se deriva obviamente de lo que el texto de la Constitución
evidentemente dice (¿quién sabe qué es lo que la Constitución
“realmente” dice, sobre el aborto, sobre el uso de estupefacientes, o
sobre el divorcio, cuando en verdad la Constitución no menciona nunca
ninguno de tales términos?).
Para decirlo en breve:
la viejísima disputa entre “justicia” vs. “pueblo” no se ha disipado aún,
y por ello recurrentemente renace -como hoy, en nuestro país, a través
de la discusión sobre la “democratización de la justicia”- montada sobre
la idea de que el Poder Judicial vive “de espaldas al pueblo”, al que
puede derrotar a través del control de constitucionalidad de las leyes.
No hay nada malo en revivir ese viejo debate, pero conviene entonces no hacer trampa con el argumento:
en la disputa “justicia” vs. “pueblo”, la idea de “pueblo” no es sinónimo de “Presidente” ni tampoco de “Congreso”
. Si es cierto que el sistema judicial se encuentra indebidamente
distante de la ciudadanía, más cierto es todavía que el sistema político
-el que más sensible debiera ser a los pareceres populares- h
ace tiempo que ha cortado amarras con el pueblo .
En
algunos países y momentos, dicha separación resulta todavía más grave:
las masivas manifestaciones cívicas y obreras, del 8N y 20N, no hicieron
más que recordárnoslo.
En síntesis:
democratizar la justicia no significa –como algunos parecen sugerir- someter la justicia al poder político , y
democratizar la política no significa autonomizarla aún más , sino por el contrario reforzar los poderes de control y decisión ciudadanos sobre la clase política.