Este texto ha sido adaptado de una exposición realizada en el II
Seminario sobre temas polémicos del Derecho Constitucional, “Germán J. Bidart
Campos”, Facultad de
Derecho (UBA), Buenos Aires, 28-8-12.
Aparece en © Le
Monde diplomatique, edición Cono Sur
En la historia latinoamericana se han
producido movimientos de creación y reforma constitucional importantes. En
general, éstos se han destacado como relevantes cuando han sabido identificar
algún gran mal, alguna angustia básica social a la cual enfrentar. Se trata de
una condición necesaria pero no suficiente para tener una buena reforma, ya que
identificar las razones que hacen necesaria una reforma no implica que luego la
reforma efectuada resulte atractiva. Por ejemplo, la primera oleada de reformas
constitucionales en América Latina, estuvo marcada por el drama de la consolidación
de la independencia, y eso trajo en
muchos casos –en particular en las constituciones impulsadas por Simón Bolívar–
constituciones que concentraron la autoridad, bajo la idea bolivariana de que
la única forma de afirmar la independencia era a través del fortalecimiento de
los poderes militares centralizados en las manos de un líder. Se trató, en mi
opinión, de una mala respuesta a una pregunta importante, y frente a un drama
constitucional bien identificado. Una oleada posterior de creación y reforma
constitucional, involucró por ejemplo a Juan Bautista Alberdi, quien también,
con lucidez, identificó una serie de problemas importantes, que se pueden resumir
con la idea del “desierto” y el atraso económico. Se trataba de un drama
importante que justificaba poner en marcha el mecanismo de la reforma, aun
cuando había ideas alternativas más fructíferas, más vinculadas con la
tradición radical republicana (una tradición derrocada, que estuvo presente en
América Latina, pero que careció casi por completo de fuerza dentro de las
Convenciones Constituyentes). Más tarde, las constituciones del nuevo siglo en
América Latina también identificaron un problema importante que tenía que ver
con la crisis gravísima que involucraba a todos los países de la región, una
crisis que había comenzado comenzó en 1890, y que era la crisis del proyecto
del “orden y el progreso.” Ello exigió repensar el aspecto social de la Constitución,
que había sido puesto bajo la alfombra por el pacto liberal-conservador, es
decir el proyecto dominante en la región durante la segunda mitad del siglo
XIX. En consonancia con lo dicho, las reformas constitucionales que se dieron
en América Latina a comienzos del siglo XX, buscaron incorporar aquello que
había sido dejado de lado por el pacto liberal-conservador. Había nuevamente
una buena identificación de un problema crucial, aun cuando la reforma que se llevara
a cabo entonces no resulta tan interesante como podría haberlo sido.
Finalmente, nos encontramos con las
reformas de fin de siglo en América Latina, que aparecieron como necesarias a
la luz de una significativa serie de hechos. En particular, destacaba entonces un
compromiso especial con otra materia que había sido dejada de lado en momentos
anteriores: la cuestión de los derechos humanos. En efecto, las graves
violaciones a los derechos humanos de los años 70 tornaron razonable encarar un
nuevo proceso de reforma, destinado a alinear al nuevo constitucionalismo con
convicciones y compromisos hasta entonces más bien descuidados.
Una Constitución generosa
En la actualidad también nos encontramos
con razones que tornan relevante una reforma constitucional. En particular, la
desigualdad que marca a Argentina y a toda la región amerita una reflexión
nueva sobre cómo salir de ese contexto que viene marcando la vida social de la
región desde hace largas décadas. Lamentablemente, sin embargo, ninguna de las razones
que se han presentado en los discursos dominantes muestran una preocupación
especial por la igualdad, ni justifican en definitiva la necesidad de una
reforma. Todas las razones que se han identificado hasta el momento resultan superficiales
o bobas. Todo lo que se ha dicho hasta ahora con respecto a una reforma
constitucional muestra tener poco sentido. Ello, sobre todo, teniendo en cuenta
la existencia de un marco constitucional que, como bien señaló el presidente de
la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Ricardo Lorenzetti, ya es muy
generosa en cuanto a los derechos que incorpora. Derechos que, por una parte,
reconoce con un lenguaje constitucional que (como el de todas las
constituciones del mundo), resulta un lenguaje vago, amplio y lo suficientemente
abstracto como para incorporar concepciones de bien diferentes, y como para dar
cabida a los matices y modificaciones que pudieron surgir desde 1994 hasta hoy
o que podrán surgir en adelante. (Ello así, además, teniendo en cuenta que la
Constitución, en su art. 33, reconoce la existencia de derechos implícitos; y
en su art. 75 inc. 22 permite la incorporación –sin
necesidad de una reforma constitucional- de nuevos derechos avalados por los
acuerdos internacionales que se den en la materia).
O sea, no sólo nos encontramos con que lo
que la Constitución incorpora en materia de derechos es ya muy significativo,
sino que además el propio lenguaje de la Constitución argentina es lo
suficientemente hospitalario como para incorporar los matices que se quieran
incorporar. Nada de lo que se ha dicho merece un cambio significativo en la Constitución.
Más todavía, destacaría que la Constitución
ya se ha mostrado, en la práctica de estos años, lo suficientemente maleable
como para incorporar todas las reformas económicas que se han querido hacer, y
ha permitido la sanción de las leyes de reforma que se han querido aprobar (por
caso, las de matrimonio igualitario o identidad de género).
En todo caso, si en la actualidad existe un
problema constitucional relevante, el mismo tiene que ver con todo aquello que
el propio poder ejecutivo y el gobierno en general han bloqueado hasta el
momento. El oficialismo, en efecto, ha impedido, obstaculizado u omitido hacer
aquello que debería haber hecho o ha hecho lo que no debía hacer en relación
con institutos constitucionales fundamentales. Y esto se puede comprobar en una
diversidad de casos. Por ejemplo, y en relación con la participación política,
las leyes vigentes lo único que han hecho es bloquear la posibilidad de que los
institutos de participación política reconocidos por la reforma del 94 puedan
ponerse en movimiento. Lo que nos encontramos aquí, entonces, es que los
problemas que hoy advertimos en materia de participación política no se derivan
de la Constitución, sino de una cierta práctica constitucional, y en particular
de la idiosincrasia y la actitud que tiene el gobierno al respecto. Lo mismo sucede
respecto del medio ambiente y de los derechos indígenas. Si uno piensa en el
vínculo entre el gobierno y las empresas megamineras o, por ejemplo, en la
ofensa consistente, permanente, del gobierno nacional y de los gobiernos
provinciales hacia los derechos de los pueblos originarios, se observa que las
cláusulas constitucionales son enormemente generosas mientras que la práctica
constitucional en la materia resulta ofensiva hacia los derechos de los pueblos
originarios.
Del mismo modo, son muchos los casos en
donde no hay obstáculos constitucionales a la concreción de ciertas necesarias
políticas, sino decisiones políticas que impiden que poner en práctica
compromisos ya afirmados constitucionalmente. Por ejemplo en términos de acceso
a la información, el gobierno ha bloqueado la posibilidad de contar con una ley
de acceso a la información. No sólo ha omitido hacer lo que debía, sino que ha
hecho lo que no debía. El ejemplo más obvio en la materia es el que advertimos
en su política en relación con el Instituto Nacional de Estadística y Censos
(INDEC).
Problemas en la parte orgánica de la
Constitución
Como dijera al comienzo, la preocupación
por la desigualdad puede ameritar un cambio constitucional. Dicho cambio, de
todos modos, y contra lo que los diversos oficialismos de la región han
afirmado en las últimas décadas, debieran llevarnos a trabajar sobre el área
que menos ha sido trabajada por los grupos reformistas: la parte orgánica de la
constitución. Sobre esta área que no sólo no se ha estudiado lo suficiente,
sino que lo que se ha hecho, o lo que se amenaza con hacer, es exactamente lo
contrario a lo que debería hacerse si uno quisiera tomarse esa reforma en serio,
en un sentido igualitario.
En efecto, en el siglo XIX, nuestros
“padres fundadores” supieron reconocer que la preocupación particular por
ciertos derechos requería dedicarse a trabajar sobre la parte orgánica de la Constitución.
Esto se advierte bien, por caso, en el esquema alberdiano, por más que muchos
no simpaticemos con el mismo. Allí por ejemplo, se entendió bien que, dado que
existía una preocupación extraordinaria por ciertos derechos –en particular, el
derecho de propiedad- luego debía trabajarse intensamente sobre la parte
orgánica de la Constitución, como modo de asegurar protección especial para
esos derechos. Más específicamente, porque había un interés especial en el
derecho de propiedad, se reconoció lúcidamente que lo que había que hacer no era
quedarse trabajando fundamentalmente con esos derechos, sino ir a la sala de máquinas de la Constitución, y
ponerse a trabajar sobre ella. “Libertades
económicas amplísimas, libertades políticas restringidas:” ésa fue la
respuesta alberdiana a la preocupación dominante en torno al derecho de
propiedad. En otros términos, porque tenían una preocupación especial por el
derecho a la propiedad, se decidió restringir las libertades políticas hasta asegurar
que ese derecho estuviera lo suficientemente garantizado. Se trataba, agregaría
yo, de un proyecto político inatractivo, pero a la vez muy lúcido, en el
sentido del reconocimiento del vínculo existente entre derechos y parte
orgánica.
Lo cierto es que por distintas razones, en
todo el siglo XX, los latinoamericanos hemos olvidado este tipo de consejos, y a
consecuencia de ello los grupos reformistas se han dedicado a trabajar casi
exclusivamente en el área vinculada con los derechos. Entonces con cada nueva
reforma de la Constitución, los reformistas se han volcado a trabajar en esa
área, llenando la Constitución de nuevos derechos. Por supuesto, bienvenidos sean
estos derechos. Lo preocupante, sin embargo, es que en todo este tiempo, al
mismo tiempo, se haya mantenido cerrada la puerta de la sala de máquinas de la
Constitución. Dicha sala de máquinas ha quedado bajo el control de los pocos
grupos de iniciados con acceso al poder, lo que ha determinado que se hayan desarrollado
sistemáticamente, a lo largo de todo el siglo XX, Constituciones que se han ido
expandiendo en el área de los derechos, mientras se mantenían cerradas y
restringidas en materia de redistribución del poder.
Para ponerlo en términos más metafóricos, se
ha democratizado el área de los derechos, y mantenido vertical la organización
del poder –un área que ha sido mantenida tal como estaba presente en los más
proyectos más elitistas de la historia de la región. O sea que la estructura de
poder sigue respondiendo al ideal conservador elitista del siglo XIX, que decía
algo así como que “hay unos pocos iluminados que pueden transformar la
realidad, y los otros que escuchen y aplaudan mientras nosotros hacemos”. Se
trata de una visión antidemocrática y elitista de la vida constitucional. Y, más
allá de calificarla o descalificarla, lo relevante es que dicha visión es
inconsistente con el ánimo, las creencias y las convicciones democráticas actuales.
Condiciones históricas
Entonces, ¿es necesario un cambio en la Constitución?
Sí. Para democratizar la organización del poder, de modo tal de hacer consistente,
como hubieran sugerido nuestros antecesores, la sección de los derechos que hemos democratizado,
con la sección dedicada a la organización del poder. Por tanto, para buscar una
organización más democrática e igualitaria, necesitamos menos discurso y más
práctica, y hay un terreno importante sobre el cual avanzar.
Ahora bien, ¿son estas las mejores
condiciones para llevar a cabo dicha reforma? Entiendo que no. Se trata de condiciones
más bien opuestas a las deseables. En particular, si uno piensa en una reforma
situada en el tiempo, no abstracta sino consciente de las circunstancias
históricas, políticas, sociales en las que la reforma se sitúa. En dicho caso,
lo que hay que ver es con quién es que uno va a tener que trabajar, con quién va a ser posible aliarse. Y lo que uno encuentra
es que sistemáticamente la fuerza política en el gobierno ha contradicho lo que
invocaba en el minuto uno, que era la necesidad de una reforma política, la necesidad
de la transversalidad. El oficialismo ha renunciado a la reforma política al
minuto dos de su llegada al poder y peor aun, ha dado reiteradas muestras de su
resistencia a cooperar y a tender la mano y a trabajar con la oposición a la
hora de hacer reformas institucionales relevantes. Ello así, al punto tal que
las principales reformas institucionales que se han hecho, se han llevado a
cabo para el exclusivo provecho del partido en el poder (algo que, podría
decirse, convierte a tales reformas en reformas constitucionalmente atacables o
constitucionalmente inválidas). Por ejemplo, la reforma a la Ley de partidos
políticos, y la reforma al Consejo de la Magistratura, nos dan muestra de dos
tipos de reformas en donde se trabajó de la peor manera posible, y sólo para
sacar ventajas de cortísimo plazo.
Nadie pide al poder que sea ingenuo, pero
tampoco se le puede permitir que haga cualquier cosa. Entonces no puede
permitirse que el poder haga una reforma a las reglas de juego para
beneficiarse a sí mismo, mientras está jugando el juego y está en posición
dominante. Eso es lo que resulta inaceptable. Entonces, hay muchas razones –por
cómo estamos ubicados social, política e históricamente– para resistir este
tipo de reforma. De algún modo lo decía el propio Carlos Nino cuando analizaba
críticamente parte de los desarrollos que se hicieron en la Constitución del 94.
Él decía, “no me vengan a decir a mí que es necesaria la reforma. Por supuesto
que avalamos la reforma, pero no hagamos cualquier reforma de cualquier
manera.” En otros términos (y retomo un ejemplo que él mismo daba), alguien
puede necesitar ser hospitalizado para una operación del corazón, pero ello no
torna deseable sino indeseable que lo hospitalicen a uno para operarlo de los
pulmones.
Una sociedad igualitaria necesita una nueva
Constitución. Es posible otra Constitución, es deseable otra Constitución, es
imaginable una Constitución igualitaria. Lo que dicha reforma requiere es una
reforma sustantiva de la parte orgánica, en una dirección particular, contraria
a la que hoy se anuncia, se sugiere o aparece presente en la práctica.
4 comentarios:
Leer la editorial de Natanson en esa Revista fue la experiencia más despreciable que pude experimentar en mucho tiempo. En fin. Lamento que alguien de tu talla se haya prestado para legitimar un número dedicado a justificar única y exclusivamente la rere.
de veras? a mi no me parecio mal
Leíste bien el editorial de Natanson!?...el muchacho te lo canta mejor que una sirena, y en todo caso, justifica menos muchos argumentos para la re-re que el propio Gargarella...M.F.
clap, clap, clap.
eso si,que gracioso llamarle a un seminario sobre temas polemicos "German Bidart Campos"...
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