Quisiera escribir algo sobre el momento-Obama y por eso, primero, voy a escribir algo sobre el momento-Alfonsín. Son muchas las historias que cualquiera de nosotros podría contar de esos días de enorme euforia y emoción colectivas (euforia y emoción aún para mí, que no había votado por el ganador, y que desde entonces nunca gané, con mi voto, ninguna elección presidencial), pero elegiría referirme sólo a la siguiente. Todavía recuerdo el impacto que me causaran cantidad de lecturas que hiciera por aquel tiempo, cuando recién empezaba a estudiar la carrera de Sociología. Se había escrito mucho, por entonces, como se seguiría escribiendo luego, sobre los efectos que había generado o sin dudas generaría la dictadura, sobre la ciudadanía. Se hablaba del “anestesiamiento” de la sociedad; de los modos en que la dictadura había inoculado el miedo sobre los miembros de la sociedad civil; de las formas brutales e imperceptibles en que se había moldeado a un ciudadano pasivo, resistente frente a todo compromiso público; de la victoria cultural de la dictadura, a pesar de su derrota política. El triunfo de la dictadura quedaba manifiesto en la creación de una civilidad aterrorizada, volcada hacia el interior de su hogar, desconfiada de la política. La dictadura se había infiltrado –se nos decía- en los vasos capilares de una comunidad ya muy distinta a aquella existente al momento del golpe militar.
Se decía todo esto, y sin embargo…Sin embargo, desde los primeros indicios de que la dictadura perdía poder, y a partir de las primeras evidencias que dejaban en claro lo que había sido su plan sistemático de torturas y muertes, la gente salió masivamente a las calles para hacerse escuchar. Hubo entonces cotidianas marchas de protesta, reclamos, actos políticos por doquier. Los padres comenzaron a demostrar su disgusto, de la mano de sus hijos, sumándose a los reclamos colectivos por la restauración de la democracia. Literalmente millones de personas se afiliaron a los partidos políticos, comenzaron a militar en pequeños locales barriales, discutieron de política en bares y plazas. Como sabemos, este clima de euforia duraría un buen tiempo, en una verdadera “embriaguez colectiva” de democracia, hasta que el desencanto propio de la “democracia real” volvió a depositar a la ciudadanía en sus casas, invitándola (invitándonos) a desarrollar vidas distintas, fundamentalmente privadas, otra vez de espaldas al compromiso público.
De aquella anécdota quisiera quedarme por ahora, simplemente, con el recuerdo de un discurso público inundado de juicios apresurados, gracias a periodistas, cientistas sociales y agoreros de distinto tipo, que pronosticaban males imposibles de curar para la democracia, males que venían de la mano de cataclismos sociales irrefrenables, insuperables. La realidad, por suerte, se apresuró a demostrar que buena parte de aquellos juicios contundentes resultaban simplemente juicios bobos, infundados: Los largos años de dictadura no habían transformado al ciudadano vital de los 70 en un ciudadano pasivo; y el terror difundido día tras día por la dictadura no había impedido el surgimiento de una juventud activista, interesada en política, militante, aguerrida.
Dicho esto, ahora sí, quisiera complementar brevemente esta referencia al momento-Alfonsín (que debe encontrar paralelos obvios en la recuperación democrática en España o Portugal, por ejemplo), con el otro momento más reciente, referido al triunfo de Barack Obama en los Estados Unidos.
La elección de Obama tuvo, para mí como para tantos de mi generación, ecos que claramente me retrotrajeron al 83 -ecos que alcanzan de modo bastante obvio a la anécdota recién relatada. Refiriéndose a los Estados Unidos también, aunque a partir de razones diferentes, cantidad de periodistas y cientistas sociales hablaron y describieron la situación reinante como extrema y propia de un país desafectado de la política partidaria; poblado de gente plenamente desinteresada por la vida pública; compuesto por un pueblo hastiado de dos partidos que parecían repartirse alternativamente el poder. El estadounidense era habitualmente descrito como el prototípico ciudadano políticamente apático, representado en el hombre vencido sobre su sillón, frente al televisor, acompañado de un “pack” de latas de cerveza (una imagen que, por lo demás, y no casualmente, ocupó un lugar central durante la campaña electoral que precedió al triunfo de Obama).
Lo cierto es que (con absoluta independencia de lo que el candidato Obama, ya electo, vaya a hacer o dejar de hacer como presidente), el discurso del presidente Obama provocó una extraordinaria convulsión cívica en su país, y trajo consigo significativos, renovados, asombrosos, hechos sociales. Ocurrió a partir de entonces que, como por magia, cientos de miles de personas se trasladaron de un estado a otro para reclutar a nuevos votantes; millones de individuos recurrieron a los medios electrónicos para dar su apoyo al candidato y conseguir nuevos adherentes a su causa; padres e hijos se movilizaron como nunca antes, en pos de obtener más inscriptos para la elección. Militantes inesperados salieron en busca de nuevos votos para Obama, estado a estado, barrio a barrio, puerta a puerta. Y todo esto ocurría, nada más ni nada menos que en lo que parecía ser el territorio vedado para la política, la residencia oficial del ciudadano auto-interesado, egoísta, volcado a la vida privada.
Ahora en los Estados Unidos, como antes en la Argentina, uno podía comprobar la inútil, indeseada presencia de infortunadas consignas y relatos de pretensión sociológica. Otra vez, quedábamos enfrentados a un discurso público plagado de juicios apresurados o demasiado imperfectos sobre las causas de la no-participación, sobre la falta de compromisos políticos en el pueblo, sobre los motivos de la apatía ciudadana. Ante tales despropósitos, tiene sentido empezar, otra vez, a reconocer la presencia de conexiones causales proclamadas pero inexistentes; descontados efectos que no eran tales; referencias a lo que era meramente circunstancial y que era presentado como absolutamente necesario. El problema de todo esto, uno entre varios, es que estas distorsiones –este describir mal los fenómenos con los que nos encontramos- impactan habitualmente sobre nuestras evaluaciones y, por supuesto, nuestras pretensiones de re-pensar las instituciones con las que interactuamos. Uno se pregunta entonces quién promueve tales juicios contundentes y a causa de qué, y a beneficio de quién. Uno se pregunta si se trata de desidia, de superficialidad, de falta de seriedad investigativa, o de puro interés por afirmar que aquí nadie participa, que aquí nadie se interesa por la vida pública, que aquí la política no sirve, sino sólo para el propio interés. En todo caso, para mí, queda claro que lo mejor de Obama es lo que ya pasó: su triunfo sirvió para esto, es decir, para dejar desnudo al rey. Su triunfo nos ayuda a librarnos de tanta grave, nociva bobada. Nos permite ver que lo que se nos presentaba como ideal completamente imposible, en términos de vigor cívico, estaba dormitando apenas, a pocos metros de nuestra vida de todos los días.
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