Adelanto del nuevo libro que estamos publicando con textos de Nino, a cargo de don G. Maurino, y desde Igualitaria/Siglo XXI, agrego el prólogo que escribí para el volumen, en homenaje al maestro (la presentación, este miércoles, a las 1930, en SADAF[ Bulnes 642)
I
Al momento de ofrecerme la redacción de este prólogo, los editores del
libro me incitaron a comentar la experiencia que tuve, junto con otros
estimados colegas, trabajando con Carlos Nino durante casi una década, primero en
la Facultad de Derecho, luego en el Consejo de la Consolidación de la
Democracia, y finalmente en el Centro de Estudios Institucionales. Aceptando la
invitación, en lo que sigue haré referencia a ese fructífero período –utilizando,
por lo general, una voz colectiva- pero sólo a los fines de trazar un mejor perfil
de quien fuera nuestro maestro y amigo.
Lo primero que diría es que, para todos los que colaboramos
con él, Carlos Nino fue -y siguió siendo- una referencia crucial para nuestras
propias vidas. Su proyecto nos resultaba excepcional, en el sentido estricto
del término. Desde el punto de vista profesional,
veíamos con cierto asombro el hecho de que -a pesar de las oportunidades que se
le abrían en el ejercicio de la abogacía- Nino hubiera dejado de lado la
profesión para dedicarse enteramente a la vida académica. Si la opción de vivir
exclusivamente de la investigación y la docencia parecía difícil, en general,
lo era aún más para quienes veníamos del derecho, ámbito en el cual la opción por
una carrera académica de tiempo completo resultaba simplemente insólita.
Por otra parte, y en lo relativo a su carácter de teórico del derecho, la trayectoria de
Nino llamaba nuestra atención, como estudiantes de la filosofía del derecho que
éramos, por el valor que le otorgábamos al hecho de que él –junto con algunos
otros pocos miembros del llamado “grupo Gioja”-[1]
hubiese optado por vincular a dicha rama de la filosofía con problemas propios
de la vida política cotidiana. En efecto, Nino fue de los más destacados
miembros del grupo que eligió abrirse de los estudios de lógica jurídica
entonces predominantes, para empezar a especializarse en cuestiones relacionadas
con la ética práctica, la filosofía moral y la filosofía política. Tal
decisión, que implicó una escisión significativa dentro del grupo de los
estudiosos de la filosofía analítica, conllevó también una apuesta importante a
nivel político. El país vivía por entonces momentos de dictadura y represión,
que daban un sentido y un valor especial a la opción que ellos tomaban, y que
implicaba aprovechar el instrumental y la potencia analítica de la filosofía
jurídica para reflexionar críticamente sobre temas de interés público.
Con el final de la
dictadura y la llegada de la democracia, una parte importante de entre los
miembros del grupo de “los filósofos” tradujo dicha opción teórica en otra de
carácter directamente político. Varios de aquellos filósofos, entonces, establecieron
lazos estrechos con el nuevo gobierno democrático, y en particular con quien
pronto se convertiría en el nuevo Presidente argentino, el recordado Raúl
Alfonsín. Ya con Alfonsín en el poder, Genaro Carrió comenzó a desempeñarse como
presidente de la Corte Suprema; Eduardo Rabossi pasó a trabajar en la
Secretaría de Derechos Humanos; mientras que Jaime Malamud y Carlos Nino se
convirtieron en decisivos asesores de Alfonsín en todo lo relativo al
juzgamiento de los líderes militares comprometidos con la comisión de abusos
gravísimos. De esta colaboración resultaría el famoso “Juicio a las Juntas,”
tal vez el legado más extraordinario que la Argentina dejó a la historia
contemporánea.
En este terreno más propiamente
político, la trayectoria de Nino
también nos resultó sumamente atractiva. Y es que, a pesar de la obvia
inexperiencia –o torpeza- que uno pudo atribuirle a Nino en su paso por las
cercanías de la política, lo cierto es que su actuación en este terreno nos ayudó
a ver, y a reconocer como necesaria, una dimensión moral fundamental que la
política debía asegurar en todos los casos. La política no tenía por qué ser
–como algunos la describían, como algunos todavía la viven- un ámbito en donde
se suceden meras disputas de poder; un espacio distinguido por los intercambios
de favores, la compra y venta de decisiones y votos, caracterizado por el engaño
y traición. No. La política también podía relacionarse con hacer justicia,
pensar la igualdad, y defender las libertades más básicas.
De manera notable, Nino
mostró, en su paso por la función pública, una actuación consistente con sus
ideales teóricos. El Consejo para la Consolidación de la Democracia se
convirtió, bajo su dirección, en un órgano deliberativo, en donde se convocaba
a puntos de vista muy distintos para discutir sobre temas de interés común.
Luego, se procuraba llevar las discusiones más importantes al resto del país,
en donde se volvían a poner a prueba los frágiles acuerdos a los que se había
llegado puertas adentro. Nino fue, durante toda su gestión, un funcionario
público de puertas abiertas, al que cualquiera podía acceder. Uno puede
recordar entonces las convocatorias deliberativas que se hacían, al interior
del Consejo, y que llevaban a que todos –todos- los integrantes del mismo,
desde Consejeros Superiores hasta el personal de limpieza, se reunieran en la
sala principal a escuchar y opinar sobre la marcha, posibilidades y
dificultades que afrontaba el Consejo.
Finalmente, creo que
quienes trabajamos con él valoramos, sobre todo, las capacidades y actitudes de
Nino como profesor y maestro. Rememoramos
sus clases riquísimas, complejas, interminables, que inequívocamente excedían
la hora de término fijada por la Facultad. Celebramos, todavía, el modo mágico
en que transformaba (tal vez sin saberlo) una pregunta mala o meramente
obsecuente en un argumento poderoso, agudísimo. En la Universidad especialmente,
Nino ponía en plena acción al docente-filósofo convencido del valor supremo del
diálogo. Para quienes lo acompañábamos en sus clases era fascinante escucharlo,
entonces, comprometido en una discusión, nunca dispuesto a soltar el argumento,
siempre decidido a seguir la discusión hasta el final, hasta que su
contrincante –otro profesor de su categoría o un estudiante recién ingresado en
la carrera, daba lo mismo- se declaraba vencido, quedaba persuadido por la
retórica de Nino, o se rendía simplemente agotado.
De modo muy especial, todos nosotros veneramos
–hasta llevarlo a la categoría de mito- al famoso “Seminario de los Viernes,”
repetido año tras año tras año. Se trataba de un encuentro de puertas abiertas,
que organizábamos en el Instituto Gioja de la Facultad de Derecho, y en donde
leíamos y discutíamos, sedientos de conocimiento y curiosidad, los textos que
Nino traía fotocopiados, como inmensos tesoros, luego de sus largos viajes por
el exterior. En el mítico seminario, cualquiera podía entrar y participar
libremente. Nino iniciaba cada sesión con extensos y complejos resúmenes del
texto asignado, y luego todos pasábamos a discutirlo.
Nino era para nosotros,
entonces, un abogado que no ejercía la profesión, sino que se dedicaba a reflexionar
sobre el derecho; un filósofo analítico que había abandonando la lógica
jurídica a favor de la filosofía práctica; un asesor político cuya misión no
había sido la de promover, como tantos, una política de amigos-enemigos, sino
la de abrir para las teorías de la justicia un lugar en la política.
Esa posibilidad de
vincular a la propia vida con la vida de los demás –esta posibilidad de
vincular lo personal con lo político- resultaba para muchos de nosotros
extraordinaria. Nino era la promesa de una vida posible, en donde el lugar de trabajo
no iba a pasar a ser el sitio de la degradación y alienación que Marx
describiera en sus escritos tempranos, sino justamente lo contrario, un lugar
de realización personal, en donde podíamos encontrar, o al menos creer, que lo
que hacíamos tenía sentido, encerraba un valor público, resultaba relevante
para la propia vida y la de los demás.
II
Uno de los hechos que más valoramos, del haber estudiado y colaborado con Nino,
fue el de poder reconocer la cantidad de puentes que existían entre aquello que
leíamos y discutíamos, y la política que entonces nos rodeaba. A través del
estudio de la filosofía contractualista
de John Rawls aprendimos, por caso, que la política debía pensarse desde “el
punto de vista de los más desfavorecidos” (una frase notable que, notablemente
también, el presidente Alfonsín terminó repitiendo de modo insistente en sus
discursos de barricada). En su “Teoría de la Justicia,” Rawls nos enseñaba que
no había razones para considerar “justo” a un acuerdo que sólo fuera reflejo de
la correlación de fuerzas dominante en un determinado momento –reflexión de
enorme importancia, en nuestros años 80. Estudiamos entonces, también, teoría
democrática, y desde allí entendimos que las normas no podían reclamar
“validez” a partir de su mera “vigencia,” o por el mero hecho de contar con el
respaldo de la fuerza. Las normas, para ser válidas, debían ser el resultado de
una discusión entre iguales, y en la medida en que no lo fueran –y cuanto menos
lo fueran- perdían valor democrático. A
partir de tales estudios aprendimos a reconocer el sentido de la deliberación
pública; aprendimos que democracia era mucho más que votar; que para hacer
leyes (válidas) no bastaba, meramente con que unas cuantas personas electas
popularmente alzaran la mano al mismo tiempo; aprendimos que la participación
política tenía un valor y un sentido que no eran meramente simbólicos o
expresivos: aprendimos que la participación política no era un hecho meramente deseable,
sino directamente una condición de la validez de las leyes dictadas. Por eso,
también, desconfiamos de la ciencia política “realista” que le otorgaba el
honorífico título de “democrática” a cualquier sociedad en donde se votara y se
respetaran a grandes rasgos algún manojo de derechos básicos.
De modo significativo, aquella misma línea teórica
–vinculada con la compleja idea de una “concepción epistemológica de la
democracia”- fue, de manera no sorpresiva, la que utilizó Nino, y luego el
Congreso de la Nación, para considerar directamente nula la autoamnistía dictada
por el general de la dictadura Bignone -amnistía con la que se quiso favorecer
a quienes habían cometido los peores abusos sobre los derechos humanos de la
población. Otra vez, para todos nosotros, la teoría que estudiábamos ganaba
vida y sentido. Teníamos la sensación de que hacíamos filosofía no por deporte
o mero profesionalismo: hacer filosofía seguía siendo una manera de cambiar el
mundo.
Luego el igualitarismo. Todos
los que trabajamos largo tiempo con Nino terminamos comprometidos con el
igualitarismo político que conocimos leyendo a Ronald Dworkin o a Gerald Cohen.
Vimos, entonces, de qué modo esa postura igualitaria era consistente con una
teoría de la justicia como la de Rawls; a la vez que aparecía como precondición
de la teoría democrática que pregonábamos. Cuál era el sentido, sino, de pensar
en actores comprometidos con la deliberación, si ellos no tenían lo suficiente
siquiera para subsistir? Cómo podíamos defender la centralidad del diálogo público,
si no contábamos con ciudadanos que estuvieran de pie por sí mismos, en
condiciones vitales, sanitarias, motivacionales, apropiadas, que los ayudaran e
inspiraran a entrar en política?
Estudiamos con cuidado la
teoría consensualista de la pena elaborada por el propio Nino -una teoría enmarcada
por principios básicos de justicia- y con ella empezamos a imaginar cuáles eran
las formas de reproche que correspondían para quienes había actuado en
violación grave de los derechos de los demás. Fueron este tipo de lecturas las
que nos ayudaron a pensar y concebir el derecho como un medio por el cual aún
el más poderoso podía verse en la obligación de sentarse en el banquillo de los
acusados, como uno más, como cualquiera de todos nosotros.
Y finalmente, y sobre todo (al menos éste fue mi
caso) estudiamos Ética y derechos
humanos, un libro que resumió como ninguno de sus otros trabajos, lo mejor
de las reflexiones de Nino sobre derecho, moral y política. Escrita en torno al
principio de la autonomía personal, esta obra nos proveyó de defensas firmes
contra las corrientes perfeccionistas y autoritarias tan comunes en el mundo
académico, tan habituales en la historia constitucional latinoamericana, y tan
propias de la vida política argentina. Desde entonces, nunca volvimos a
discutir de la misma manera temas como los vinculados con la igualdad de
género, los derechos de los homosexuales, o la defensa de las minorías
culturales.
Se trataba, en definitiva,
de un cuerpo teórico robusto, consistente, con partes que parecían articularse
sólidamente unas con otras, piezas que encajaban entre sí de modo casi
perfecto. Porque defendíamos la igual dignidad de las personas y la autonomía
personal, rechazábamos el perfeccionismo moral y el elitismo político. Desde
allí montábamos una defensa particular de la democracia, basada en la confianza
sobre las capacidades de la ciudadanía y la discusión pública. A la vez, la teoría
democrática que propiciábamos demandaba precondiciones sociales muy exigentes,
que nos llevaban a pensar en teorías de justicia distributiva también robustas.
Como último recurso, considerábamos una teoría penal que no tenía como
paradigmas al miedo y a la represión, sino a la reflexión y el convencimiento
de aquel que era objeto del reproche colectivo.
La buena noticia es que
hoy, luego de varios años de la muerte de Carlos Nino, somos muchos los que
seguimos convencidos de que en aquellas enseñanzas había núcleos de verdad imperecederos. Por eso
seguimos pensando que la política no es pura negociación a escondidas; que la
democracia no es sólo votar; que la justicia penal no tiene que ver con “meter
presa” a más gente; que la justicia social de ningún modo queda satisfecha
cuando se distribuyen derechos como si fueran privilegios o dádivas.
Llegados a este punto, me pregunto, solamente,
cómo podremos reconocerle, alguna vez, lo que aprendimos de su trayectoria como
filósofo, como asesor político, como docente? En qué currículum podremos citar las
conversaciones que teníamos en el Consejo para la Consolidación de la
Democracia, o en el Centro de Estudios Institucionales, alrededor de la misma
mesa, comiendo facturas, muertos de risa? No tengo dudas de que ninguno de
nosotros, graduados aquí y en el exterior, con diplomas de esto y aquello,
aprendió tanto sobre la moral, el derecho y la política como en aquellos días
de discusiones irreverentes, interminables, inolvidables.
[1] Me refiero al grupo de filósofos del derecho que participó del siempre
recordado seminario de Ambrosio Gioja, en la Facultad de Derecho de la UBA.
3 comentarios:
r. emocionante! y la verdad es que da envidia haber conocido así a Nino!
Felicitaciones a Maurino, también, por ser una vez más quien nos trae a Nino a los libros!
Tenes idea donde se pueden conseguir las actas del COnsejo de Consolidacion de la democracia?
gracias
Apio, en su momento habían editado dos volúmenes que contenían trabajos respecto de los ejes temáticos que se habían discutido. Yo, en su momento, los consulté en la biblioteca del Congreso. En la Corte estimo que también estarán pero en Congreso seguro.
saludos, m.
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