The New York Review of Books
Ronald Dworkin
Una elección fatídica
Elegir a McCain como presidente sería un desastre para nuestra Constitución. Los conservadores han trabajado durante décadas para ocupar la Corte Suprema con una inquebrantable mayoría que con toda seguridad, en cada caso concreto, sería puesta al servicio de su ortodoxia económica, religiosa y cultural. Ese objetivo, hasta ahora, no ha sido conseguido.
Aunque los presidentes republicanos han nominado a siete de los nueve magistrados que actualmente integran la Corte Suprema, sólo cuatro de ellos (John Roberts, Antonin Scalia, Clarence Thomas y Samuel Alito) son conservadores inflexibles. Otros cuatro magistrados, dos nominados también por presidentes republicanos (John Paul Stevens y David Souter) y otros dos nominados por presidentes demócratas (Ruth Bader Guinsburg y Stephen Breyer), han votado de manera constante a favor de interpretaciones más liberales de la Constitución. El noveno magistrado (Anthony Kennedy ) es quien actualmente tiene el crucial voto de quiebre [“swing” vote] que ha sido determinante para decidir casos de gran importancia, algunas veces con los conservadores y otras con los liberales.
En las últimas décadas otra magistrada (Sandra Day O’Connor) había sido la magistrada de quiebre [“swing” justice], pero renunció en 2005 y Bush la reemplazó por Alito. Nuestro derecho constitucional sería muy diferente si O’Connor y Kennedy fueran ideólogos conservadores del tipo que McCain ha prometido nominar.
Estos dos magistrados se unieron a los liberales, por ejemplo, para evitar que se dejara sin efecto el precedente establecido en Roe vs. Wade y, en consecuencia, que se acabara con la protección constitucional del derecho al aborto, para rechazar la pena de muerte en niños menores de 18 años y para proteger a los homosexuales de leyes que pretendían convertir sus relaciones sexuales en un delito. O’Connor se unió a los liberales y proveyó una mayoría de 5 a 4 que salvó los programas de admisión a escuelas profesionales estatales que tienen en cuenta el factor racial, una decisión crucial que, de haber sido en sentido contrario, habría finiquitado algo que ha probado ser una estrategia indispensable para reducir la falta de proporción racial en el ámbito profesional.
Cuando O’Connor renunció el voto de Kennedy se volvió aún más decisivo, ya que se unió a los conservadores en algunas peligrosas decisiones de 5 contra 4 en las cuales la Corte aprobó una ley que prohibía los así llamados abortos de “nacimientos parciales” [“partial birth” abortions], invalidó programas caracterizados por su alta sensibilidad social y por ser no-discriminatorios que tenían como fin reducir el aislamiento racial en las escuelas públicas, y declaró que la Segunda Enmienda de la Constitución otorga a los ciudadanos particulares un derecho constitucionalmente protegido a tener armas de fuego. Con todo, la posición mayoritaria en estos casos fue más bien cautelosa debido a que los conservadores necesitaban su voto, por lo que tuvieron que realizar matizaciones en sus argumentos para asegurarlo. En otros casos recientes, Kennedy votó con los liberales para restringir la pena de muerte y –el que fue probablemente su voto más importante– para impedir la espantosa pretensión de Bush de que cualquier extranjero declarado enemigo ilegal de Estados Unidos pudiera ser detenido indefinidamente sin poder acudir a control judicial de constitucionalidad alguno.
Sin embargo, si McCain gana las elecciones el voto de Kennedy probablemente se tornaría irrelevante, y su influencia insignificante, porque la primera nominación de McCain factiblemente crearía una mayoría conservadora pétrea y avasalladora para una o más generaciones, teniendo en cuenta las edades de los otros magistrados (Stevens tiene 88 años, Souter 69 y Ginsburg, Kennedy y Breyer están en sus 70). No podemos pronosticar todas las cuestiones constitucionales importantes que surgirían en ese largo período, pero parece probable que una sólida mayoría ultra-conservadora acabará finalmente por abolir toda la protección constitucional dispensada al aborto, que es lo que Scalia y Thomas repetidamente han apoyado con sus votos. Tal mayoría permitiría también que se le otorgara un papel significativamente mayor a la religión en las escuelas públicas, así como en los actos públicos, efectivamente le pondría fin a cualquier forma de discriminación positiva en el empleo o en la educación, recortaría las garantías a los criminales acusados, y ampliaría de nuevo el alcance de la pena de muerte.
Pero lo más atemorizador de todo es que probablemente acogería las extravagantes exigencias de mayor poder presidencial de la Administración Bush, me refiero a la así llamada doctrina del ejecutivo unitario que Garry Wills describe más adelante en esta misma sección, y que supone otorgar al presidente poderes dictatoriales sobre todas las funciones ejecutivas, incluyendo el poder de realizar la guerra, de espiar a los ciudadanos y de detener y torturar prisioneros, ignorando cualquier restricción del Congreso.
Obama representa una promesa proporcionalmente tan grande a la amenaza que representa McCain. Su raza y sus orígenes contrarrestarían las acusaciones de arrogancia racial en Estados Unidos que han contribuido a reclutar a muchos terroristas furiosos. Su llamativa y, aparentemente, casi unánime atracción en el extranjero (la cual desprecian los aislados republicanos) inmediatamente ayudaría a redimir nuestra denigrada reputación internacional. Obama tiene una inteligencia notoria y profunda, así como el don de combinar en sus escritos y discursos la claridad con un fuerte sentimentalismo, y utiliza estas cualidades para exponer y explicar la complejidad de las cosas antes que para enterrarlas bajo eslóganes. Se dice que carece de experiencia, pero por el contrario sólo él, entre los políticos más prominentes, posee la experiencia que más cuenta en un mundo denso y amenazadoramente interdependiente: la experiencia crucial de la empatía. Ha vivido, y sido pobre, tanto en el mundo nacional como en el extranjero, los cuales pocos políticos locales pueden incluso llegar a imaginar.
Necesitamos desesperadamente, más que todo, un renacimiento del orden y del derecho internacionales. La Administración Bush ha estado a punto de destruir el derecho internacional, ya que ha dilapidado nuestro capital moral así como el financiero. Los Estados Unidos no pueden enfrentar de manera efectiva la creciente amenaza terrorista o el igualmente amenazante terror de la degradación climática, a menos que el mundo cree nuevas instituciones y concepciones del derecho internacional con poder y autoridad genuinos. Ese es un objetivo extremadamente difícil de conseguir, pero no imposible teniendo en cuenta que los otros grandes poderes mundiales tienen ahora los mismos incentivos que nosotros para llevar de nuevo la legalidad al ámbito internacional.
No obstante, este proyecto no puede ni siquiera empezar sin un cambio radical en los esquemas mentales de los norteamericanos, quienes deben entender que no somos más los legisladores del mundo [“we are no longer law-givers dictating to the world”], sino un miembro más que tiene que aceptar compromisos y riesgos tal como lo hacen los otros. De lo contrario, seremos empujados a la última fila de la historia. Como quedó claro desde el primer debate entre los dos candidatos, McCain encarna la ilusión nacional de un poder autosuficiente que puede seguir por sí solo [“self-sufficient go-it-alone power”]. Necesitamos un presidente que tenga la inteligencia, la claridad y la pasión suficientes para disipar esa ilusión. La elocuencia de Obama se encuentra entre sus cualidades más importantes, a pesar de que los republicanos se mofen de él por ello, porque demuestra que puede proporcionar la motivación necesaria para el cambio de mentalidad que las democracias más necesitan, precisamente en tiempos de crisis (eso fue precisamente lo que Lincoln nos dio en Cooper Union y en Gettysburg, y lo que nos dio Roosevelt al poner fin a la parálisis económica y al aislacionismo).
Estas razones sobre por qué Obama debe ser presidente, hacen que lo que está en juego en esta elección sea incluso mayor. Nuestra economía bordea la catástrofe y continúa empeorando, el desempleo y los procedimientos ejecutivos hipotecarios están creciendo, nuestra política exterior, así como la militar, es desastrosa, y el presidente republicano es ridiculizado y despreciado, mientras el candidato republicano lanza golpes bajos y miente. Incluso un candidato demócrata mediocre debería ganar con facilidad, y si uno extraordinariamente distinguido como Obama pierde, sólo puede suceder por una razón: nosotros los norteamericanos podemos hacer algo grandioso el 4 de noviembre o podemos hacer algo absolutamente terrible y, en consecuencia, vivir con la culpa de nuestro estúpido y autodestructivo prejuicio racial durante otra generación más.
(dejamos la versión en inglés, por las dudas)
John McCain's election would be a disaster for our Constitution. Conservatives have worked for decades to capture the Supreme Court with an unbreakable majority that would, in every case, reliably serve their cultural, religious, and economic orthodoxies. That goal has so far escaped them. Though Republican presidents have appointed seven of the nine justices now serving, only four of them—John Roberts, Antonin Scalia, Clarence Thomas, and Samuel Alito—are dependably rigid conservatives. Four other justices—two other Republican appointees, John Paul Stevens and David Souter, and the Democratic appointees Ruth Bader Ginsburg and Stephen Breyer—have voted consistently in favor of more liberal interpretations of the Consti-tution. The ninth justice—Anthony Kennedy—holds the crucial "swing" vote that has decided cases of capital importance, sometimes with the conservatives and sometimes with the liberals.
In recent decades another justice, Sandra Day O'Connor, was also a "swing" justice. (She resigned in 2005 and Bush replaced her with Alito.) Our constitutional law would be very different if O'Connor and Kennedy had been conservative ideologues of the kind McCain has promised to appoint. They joined liberals, for example, in refusing to overrule Roe v. Wade and end constitutional protection for abortion rights, in preventing capital punishment of children under eighteen, and in protecting homosexuals against laws making sex between them a crime. O'Connor joined liberals to provide a 5–4 majority that saved race-sensitive admissions programs in state professional schools, a crucial decision that, had it gone the other way, would have ended what has proved an indispensable strategy for reducing racial imbalance in the professions.
When O'Connor resigned, Kennedy's vote became even more crucial. He joined conservatives in some dangerous 5–4 decisions: approving a law banning so-called "partial birth" abortions, striking down sensible and nondiscriminatory plans to reduce racial isolation in public schools, and declaring that the Constitution's Second Amendment gives private citizens a constitutional right to own handguns. Still, the opinions in these cases were all somewhat guarded because the conservatives needed his vote and had to make qualifications to secure it. In other recent cases he voted with the liberals to restrict capital punishment and—in probably his most important vote—to deny Bush's appalling claim that any foreigner he designated an unlawful enemy of America could be held indefinitely without any form of judicial review.
If McCain wins, however, Kennedy's vote would probably be irrelevant and his influence negligible because Mc-Cain's first appointment would probably create an unstoppable rock-solid conservative majority for a generation or more. (Stevens is eighty-eight, Souter sixty-nine, and Ginsburg, Kennedy, and Breyer in their seventies.) We cannot predict all the important constitutional issues that might arise in that long period. But it seems likely that a solid ultra-conservative majority would finally wipe away all constitutional protection for abortion, which Scalia and Thomas have repeatedly vowed to do. Such a majority would also allow a significantly greater role for religion in public schools and public displays and occasions; effectively end any form of affirmative action in employment or education; cut back on protections for accused criminals; and again broaden the scope of capital punishment.
Most frightening of all, it would likely embrace the Bush administration's most extravagant claims of presidential power: the so-called unitary executive doctrine Garry Wills describes below, which allows the president dictatorial powers over all executive functions, including the power to wage war, spy on citizens, and detain and torture prisoners, ignoring any congressional constraint.
bama's promise is as great as McCain's threat. His race and background would refute the charges of American racial arrogance that have helped recruit many angry terrorists. His remarkable and apparently near-unanimous appeal abroad—an appeal the insular Republicans scorn—would immediately help redeem our soiled international reputation. He has a striking, deep intelligence, and a gift for combining clarity and strong feeling in his writing and speeches; and he uses these qualities to expose and explain complexity rather than bury it under slogans. It is said that he lacks experience. On the contrary, he alone among prominent politicians has the experience that counts most in a threatening and densely interdependent world: the crucial experience of empathy. He has lived, and been poor, in both domestic and foreign worlds that few national politicians can even imagine.
We desperately need, most of all, a renaissance of international law and order. The Bush administration has nearly destroyed international law; it has debased our moral as well as our fiscal currency. America cannot face the growing terrorist threat effec- tively, or the equally menacing ter- rors of climate degradation, unless the world creates new institutions and doctrines of international law with genuine power and authority. That is an extremely difficult goal, but not impossible since the other great powers now have the same incentives we have to bring law back to the international realm.
The project cannot even begin, however, without a radical change in the mind-set of Americans, who should understand that we are no longer law-givers dictating to the world but partners who must accept compromise and risk as others do. Otherwise we will be pushed to history's back benches. As the first debate made plain, McCain embodies the national illusion of self-sufficient go-it-alone power. We need a president who has the intelligence, clarity, and passion to dispel that illusion. Obama's eloquence is among his most important qualifications, though Republicans mock him for it, because he can provide the mind-changing inspiration that democracies most need in times of crisis—what Lincoln gave us at Cooper Union and Gettysburg, and Roosevelt gave us in ending economic and then isolationist paralysis.
These reasons why Obama should be president make the stakes in this election even greater. Our economy is near catastrophic and worsening, unemployment and foreclosures are increasing, our foreign and military policies are disastrous, the Republican president is ridiculed and despised, the Republican candidate flails and lies. Even a mediocre Democratic candidate should win easily. If a remarkably distinguished candidate like Obama loses, this can be for only one reason. We Americans can do something great in November. Or we can do something absolutely terrible and then live with the shame of our stupid, self-destructive racial prejudice for yet another generation.