La discusión sobre los “discursos de odio,” la posibilidad de regularlos (limitarlos) y la decisión de responsabilizar (sancionar) a sus autores, ha emergido en estos días, en la Argentina, en el marco de una creciente polarización y crispación política. En lo que sigue, quisiera señalar por qué la regulación de “discursos de odio” representa una solución inatractiva y, sobre todo, por qué dicho debate aparece mal motivado, y mal dirigido.
Comienzo por dejar en claro cuál es el defecto fatal que, en nuestro país (como en otros casos de la región), viene afectando a la conversación pública en materia de “discursos de odio". El defecto que se advierte en la materia es el siguiente: las iniciativas de censura al “discurso de odio” aparecen dirigidas, casi exclusivamente, a incluir dentro de ese tipo de figuras “regulables,” precisamente, al tipo de expresiones que la categoría “discursos de odio” deja de lado. Me refiero a las expresiones de crítica política. En efecto, en casi todo el mundo, los discursos políticos críticos se consideran, antes que blanco posible de limitaciones jurídicas, discursos sujetos a una especialísima sobre-protección. Tal vez por ello (porque reconocen la dificultad de su empresa), los funcionarios públicos más ansiosos por censurar a lo que es más protegido, apelan a una categoría de discursos que, ocasionalmente, ha sido objeto de regulación (los “discursos de odio”) como “último recurso” o excusa para “atrapar,” dentro de esa red de censura, a las expresiones que a ellos más les disgustan (los discursos de quienes los critican).
El hecho es que, desde sus orígenes, la idea de “discurso de odio” aparece orientada a lidiar (no con expresiones políticas, sino) con casos extremos, vinculados con historias de agresiones ejercidas -especial, pero no únicamente, desde el Estado- contra minorías impopulares (grupos contra los que las mayorías muestran persistentes prejuicios). Hablamos así, de forma habitual, de minorías raciales, étnicas, lingüísticas, sexuales o religiosas. Comúnmente, se trata de casos en donde existe una historia de agresiones graves, que los Estados en cuestión quieren impedir que se repitan. Así, y por ejemplo, en Alemania se legisló en contra de las expresiones de “odio”, a la luz del holocausto y del genocidio, y como forma de evitar la reiteración de una historia en la cual el Estado terminó encarnando la persecución y la violencia contra las minorías étnicas y religiosas. En los Estados Unidos, en cambio, las regulaciones sobre “el discurso de odio” (“odio racial,” sobre todo, dirigido contra los afroamericanos) se han discutido de modo ocasional, pero siguen siendo resistidas doctrinaria y judicialmente, con buenas razones.
Por ejemplo, recientemente, en el caso Matal v. Tam, de 2017, la Suprema Corte de los Estados Unidos rechazó toda iniciativa destinada a limitar los “discursos de odio” bajo un viejo principio (propiciado por el venerado Justice Holmes, a comienzos del siglo xx) según el cual “el derecho de libertad de expresión protege la libertad de expresar el pensamiento que odiamos.” El máximo jurista del siglo XX, Ronald Dworkin, defendió ideas similares, que ejemplificó con el caso de Salman Rushdie, un escritor que fue censurado y perseguido por los fundamentalistas a partir de la “certeza absoluta” (la de los fundamentalistas) de que Rushdie estaba equivocado, y la convicción de que muchas personas se sentirían heridas o insultadas en caso de que se publicaran sus ideas. “Cuidado” -decía Dworkin, citando el ejemplo de la persecución a Rushdie- de los “principios jurídicos que sólo le resultan confiables cuando su aplicación queda en manos de personas que piensan como Usted”.
A dicha línea de argumentos teóricos o filosóficos contra la regulación de los “discursos de odio” podemos agregar otra, referida a la poca eficacia que suelen mostrar tales regulaciones, en relación con los principales fines que persiguen. La pregunta clave, en este caso, es si los defensores de la “censura al odio” cuentan con datos más o menos confiables que ratifiquen el sentido de adoptar ese tipo de normas, tan riesgosas en términos de libertad de expresión (riesgosas, sobre todo, por la trágica “pendiente resbaladiza” que abren). Existe, por caso, alguna razón para pensar que en Alemania, luego de haber regulado el “discurso de odio”, o prohibido la “negación del holocausto”, ha disminuido el peso de ese tipo de discursos? O es que más bien tenemos datos que nos sugieren lo contrario? Han servido para algo semejantes normas prohibitivas o -en cambio, y tal como parece- han ayudado más bien a alentar o tornar atractivo al tipo de discursos que pretendían desincentivar? (Adviértase, por lo demás, que la no-limitación de los “discursos de odio" es obviamente compatible con la investigación, prevención y sanción de todo daño efectivo producido contra cualquier figura pública) En definitiva, no contamos, hasta hoy, con razones públicas conclusivas para confiar en el valor y la efectividad de tales normas de censura.
Ahora bien, si la defensa de las regulaciones contra los “discursos de odio” es de por sí ya difícil, la misma resulta directamente imposible cuando -como en la Argentina- se pretende extender tal censura hasta abarcar, de manera central, a las expresiones de crítica política. Estas expresiones, como adelantara, no sólo no se consideran parte habitual de los “discursos de odio” -no sólo no suelen ser limitadas en el derecho comparado- sino que más bien, y por el contrario, resultan de forma habitual expresiones ultra-protegidas por la legislación. En efecto, en materia de libertad de expresión, los discursos de crítica política se encuentran en el nivel más alto dentro de los discursos protegidos. Allí no hay enojo, cinismo o virulencia que sirva como excusa. Más bien lo contrario (sobre todo, desde fallos como New York Times v. Sullivan -un fallo que, en la Argentina, hemos invocado reiteradamente para solicitar protección a la protesta política desarrollada en las calles). Desde hace décadas, resulta un principio asentado en el derecho internacional que los debates públicos pueden (como suelen) incluir “ataques vehementes, cáusticos y, a veces, desagradablemente agudos contra el gobierno y los funcionarios públicos". Mucho más que eso: desde entonces, resulta claro que la crítica a quienes ocupan posiciones de poder debe prevalecer frente a cualquier invocación al “derecho el honor” que pueda hacer el funcionario de turno; y también (notablemente) que el derecho a la crítica ampara aún a las informaciones falsas, si es que las mismas no fueron introducidas con “real malicia” (“malicia” que debe probar el agraviado).
Concluiría esta breve introducción crítica a un tema vastísimo, con una pequeña observación política, referida al elitismo y la soberbia que caracteriza a los defensores de la censura. Resulta curioso advertir de qué modo, quienes propician limitaciones a los “discursos de odio” (“odio político”, en particular) se ven a sí mismos como por completo inmunes frente a las provocaciones y fake news frente a las cuales parte de la población caería hipnotizada (al punto de animarse a cometer un magnicidio, si es que así lo sugieren, subliminalmente, los grandes medios). Un argumento semejante (que asume que parte de la ciudadanía se comporta como zombie frente a lo que dicen los medios) requeriría limitar el sufragio sólo a los propios: cómo permitirles el voto a personas susceptibles de ser obnubiladas por discursos falsos u odiosos -esos discursos que necesitamos, imperiosamente, impedir que ellos escuchen!