23 sept 2022

El "discurso de odio" como excusa para capturar la crítica polìtica

 


https://www.lanacion.com.ar/opinion/el-discurso-del-odio-una-excusa-para-anular-la-critica-politica-nid23092022/

La discusión sobre los “discursos de odio,” la posibilidad de regularlos (limitarlos) y la decisión de responsabilizar (sancionar) a sus autores, ha emergido en estos días, en la Argentina, en el marco de una creciente polarización y crispación política. En lo que sigue, quisiera señalar por qué la regulación de “discursos de odio” representa una solución inatractiva y, sobre todo, por qué dicho debate aparece mal motivado, y mal dirigido. 

Comienzo por dejar en claro cuál es el defecto fatal que, en nuestro país (como en otros casos de la región), viene afectando a la conversación pública en materia de “discursos de odio". El defecto que se advierte en la materia es el siguiente: las iniciativas de censura al “discurso de odio” aparecen dirigidas, casi exclusivamente, a incluir dentro de ese tipo de figuras “regulables,” precisamente, al tipo de expresiones que la categoría “discursos de odio” deja de lado. Me refiero a las expresiones de crítica política. En efecto, en casi todo el mundo, los discursos políticos críticos se consideran, antes que blanco posible de limitaciones jurídicas, discursos sujetos a una especialísima sobre-protección. Tal vez por ello (porque reconocen la dificultad de su empresa), los funcionarios públicos más ansiosos por censurar a lo que es más protegido, apelan a una categoría de discursos que, ocasionalmente, ha sido objeto de regulación (los “discursos de odio”) como “último recurso” o excusa para “atrapar,” dentro de esa red de censura, a las expresiones que a ellos más les disgustan (los discursos de quienes los critican).

El hecho es que, desde sus orígenes, la idea de “discurso de odio” aparece orientada a lidiar (no con expresiones políticas, sino) con casos extremos, vinculados con historias de agresiones ejercidas -especial, pero no únicamente, desde el Estado- contra minorías impopulares (grupos contra los que las mayorías muestran persistentes prejuicios). Hablamos así, de forma habitual, de minorías raciales, étnicas, lingüísticas, sexuales o religiosas. Comúnmente, se trata de casos en donde existe una historia de agresiones graves, que los Estados en cuestión quieren impedir que se repitan. Así, y por ejemplo, en Alemania se legisló en contra de las expresiones de “odio”, a la luz del holocausto y del genocidio, y como forma de evitar la reiteración de una historia en la cual el Estado terminó encarnando la persecución y la violencia contra las minorías étnicas y religiosas. En los Estados Unidos, en cambio, las regulaciones sobre “el discurso de odio” (“odio racial,” sobre todo, dirigido contra los afroamericanos) se han discutido de modo ocasional, pero siguen siendo resistidas doctrinaria y judicialmente, con buenas razones. 

Por ejemplo, recientemente, en el caso Matal v. Tam, de 2017, la Suprema Corte de los Estados Unidos rechazó toda iniciativa destinada a limitar los “discursos de odio” bajo un viejo principio (propiciado por el venerado Justice Holmes, a comienzos del siglo xx) según el cual “el derecho de libertad de expresión protege la libertad de expresar el pensamiento que odiamos.” El máximo jurista del siglo XX, Ronald Dworkin, defendió ideas similares, que ejemplificó con el caso de Salman Rushdie, un escritor que fue censurado y perseguido por los fundamentalistas a partir de la “certeza absoluta” (la de los fundamentalistas) de que Rushdie estaba equivocado, y la convicción de que muchas personas se sentirían heridas o insultadas en caso de que se publicaran sus ideas. “Cuidado” -decía Dworkin, citando el ejemplo de la persecución a Rushdie- de los “principios jurídicos que sólo le resultan confiables cuando su aplicación queda en manos de personas que piensan como Usted”. 

A dicha línea de argumentos teóricos o filosóficos contra la regulación de los “discursos de odio” podemos agregar otra, referida a la poca eficacia que suelen mostrar tales regulaciones, en relación con los principales fines que persiguen. La pregunta clave, en este caso, es si los defensores de la “censura al odio” cuentan con datos más o menos confiables que ratifiquen el sentido de adoptar ese tipo de normas, tan riesgosas en términos de libertad de expresión (riesgosas, sobre todo, por la trágica “pendiente resbaladiza” que abren). Existe, por caso, alguna razón para pensar que en Alemania, luego de haber regulado el “discurso de odio”, o prohibido la “negación del holocausto”, ha disminuido el peso de ese tipo de discursos? O es que más bien tenemos datos que nos sugieren lo contrario? Han servido para algo semejantes normas prohibitivas o -en cambio, y tal como parece- han ayudado más bien a alentar o tornar atractivo al tipo de discursos que pretendían desincentivar? (Adviértase, por lo demás, que la no-limitación de los “discursos de odio" es obviamente compatible con la investigación, prevención y sanción de todo daño efectivo producido contra cualquier figura pública) En definitiva, no contamos, hasta hoy, con razones públicas conclusivas para confiar en el valor y la efectividad de tales normas de censura. 

Ahora bien, si la defensa de las regulaciones contra los “discursos de odio” es de por sí ya difícil, la misma resulta directamente imposible cuando -como en la Argentina- se pretende extender tal censura hasta abarcar, de manera central, a las expresiones de crítica política. Estas expresiones, como adelantara, no sólo no se consideran parte habitual de los “discursos de odio” -no sólo no suelen ser limitadas en el derecho comparado- sino que más bien, y por el contrario, resultan de forma habitual expresiones ultra-protegidas por la legislación. En efecto, en materia de libertad de expresión, los discursos de crítica política se encuentran en el nivel más alto dentro de los discursos protegidos. Allí no hay enojo, cinismo o virulencia que sirva como excusa. Más bien lo contrario (sobre todo, desde fallos como New York Times v. Sullivan -un fallo que, en la Argentina, hemos invocado reiteradamente para solicitar protección a la protesta política desarrollada en las calles). Desde hace décadas, resulta un principio asentado en el derecho internacional que los debates públicos pueden (como suelen) incluir “ataques vehementes, cáusticos y, a veces, desagradablemente agudos contra el gobierno y los funcionarios públicos". Mucho más que eso: desde entonces, resulta claro que la crítica a quienes ocupan posiciones de poder debe prevalecer frente a cualquier invocación al “derecho el honor” que pueda hacer el funcionario de turno; y también (notablemente) que el derecho a la crítica ampara aún a las informaciones falsas, si es que las mismas no fueron introducidas con “real malicia” (“malicia” que debe probar el agraviado).

Concluiría esta breve introducción crítica a un tema vastísimo, con una pequeña observación política, referida al elitismo y la soberbia que caracteriza a los defensores de la censura. Resulta curioso advertir de qué modo, quienes propician limitaciones a los “discursos de odio” (“odio político”, en particular) se ven a sí mismos como por completo inmunes frente a las provocaciones y fake news frente a las cuales parte de la población caería hipnotizada (al punto de animarse a cometer un magnicidio, si es que así lo sugieren, subliminalmente, los grandes medios). Un argumento semejante (que asume que parte de la ciudadanía se comporta como zombie frente a lo que dicen los medios) requeriría limitar el sufragio sólo a los propios: cómo permitirles el voto a personas susceptibles de ser obnubiladas por discursos falsos u odiosos -esos discursos que necesitamos, imperiosamente, impedir que ellos escuchen!



19 sept 2022

Variaciones sobre un mismo tema: Chile y el "desapruebo" constitucional

 


Variaciones sobre un mismo tema: Chile y el "deapruebo" constitucional

Publicado hoy acá: https://www.clarin.com/opinion/nueva-constitucion_0_lYJt7U4ckK.html

Leo con cierta perplejidad los análisis que siguieron al plebiscito chileno del pasado 4 de septiembre, cuando se le dijo “no” al proyecto propuesto para el cambio constitucional. Encuentro, en la mayoría de tales estudios, reflexiones algo cómodas, en donde los analistas del caso derivan de los resultados obtenidos, básicamente, aquello que desde un principio tenían intenciones de derivar de los mismos.


Se trata de una actitud favorecida por este tipo particular de consultas al pueblo, que plantean cientos de temas diferentes al ciudadano (en este caso, casi 400 artículos sobre temas muy diversos), frente a los cuales sólo se le permite a cada uno dar una sola respuesta (por sí o por no). La herramienta en cuestión (el “plebiscito de salida”) es tan mala, que cualquier reconstrucción posterior del resultado parece posible, aunque resulte finalmente caprichosa y arbitraria.


Con total liviandad (y cito testimonios que efectivamente he escuchado en estos días), alguien puede aventurar que el pueblo votó “no” para castigar a los intelectuales de izquierda; el de al lado puede decir que, en verdad, se trató de sancionar a los Convencionales Constituyentes; otro más puede asegurarnos que fue para reprochar la inclusión de nuevos derechos; otro decir que, en realidad, lo que pasó tuvo que ver con el rechazo a la pluriculturalidad y los derechos indígenas; otro que fue por las pocas protecciones a la propiedad; otro más puede referirse a la supuesta supresión del Senado; y el último de la fila puede citar la inseguridad, y por qué no los inmigrantes que entran por el Norte y, ya que estamos, por qué no agregar una mención sobre los mapuches en el Sur. Todo esto se ha repetido estos días: quiero decir, ha sido posible alegar cualquier cosa.


Mi impresión es otra. Propongo leer lo ocurrido de otra forma, que no ignora, sino que busca dar sentido al cualunquismo anterior. Entiendo que, frente a pregunta tan complejas y diversas como las que plantean este tipo de plebiscitos, los ciudadanos terminan concurriendo a las urnas para responder algo distinto, mucho más concreto y preciso.


Típicamente, los ciudadanos utilizan la oportunidad que la consulta les abre, para expresarse políticamente, de forma tal de castigar o dar su aprobación al gobierno de turno. Si se encuentran en un momento de simpatía hacia el gobierno, buscarán favorecerlo con su voto, y de lo contrario, aprovecharán la posibilidad que se les ofrece para castigarlo.


Este elemental planteo nos ayuda a explicar por qué muchos plebiscitos constitucionales han sido aprobados (cuando fueron convocados por presidentes en tiempos de creciente popularidad, como Chávez o Morales); y por qué -en cambio- se votó en contra de otras consultas, en apariencia populares, pero puestas en marcha por gobiernos que atravesaban una situación de impopularidad (así en el voto a favor del Brexit, como modo de castigar a Cameron; o la votación en contra del Acuerdo de Paz en Colombia, como forma de castigar a Santos). La lógica anterior explica perfectamente la votación casi unánime en favor del cambio constitucional en Chile (cuando la popularidad de Boric estaba en ascenso), y la derrota estruendosa sufrida por la nueva Constitución, apenas meses después (cuando la popularidad de Boric se encontraba en descenso). Tan sencillo como eso.


Esta explicación nos ayuda a dejar atrás las críticas entusiastas de los sectores más conservadores, que aprovechan la oportunidad que hoy encuentran para despacharse contra sus adversarios de siempre (donde cada uno escoge a su blanco favorito: indígenas; cuestiones de género; impuestos; Estado grande, lo que sea). Y, a la vez, dicho esquema nos permite escapar de las defensas y consuelos a los que se aferran, también torpemente, algunos sectores de izquierda (sectores que, como suele ocurrir, denuncian a las fake news y a los “grandes medios,” como si el pueblo al que reivindican en sus discursos fuera susceptible de caer hipnotizado frente a discursos engañosos -discursos ante los cuales sus voceros y representantes resultarían obviamente inmunes).


Finalmente, el planteo que sugiero no pretende ser complaciente con el proyecto constitucional rechazado, sino que busca impedir una “distribución de culpas” a partir de caprichos.


El proyecto hoy rechazado (lo sostuve innumerables veces en los meses pasados) mejoraba a la Constitución vigente, al alinear al constitucionalismo chileno con el constitucionalismo contemporáneo del que se había alejado (alejado, sobre todo, por su resistencia a incorporar nuevos derechos económicos y sociales; hablar de la igualdad de género; reconocer a los pueblos indígenas; etc.).


Sin embargo, el mismo mostraba fallas sustantivas importantes, al repetir el “viejo error” constitucional latinoamericano (el error de la “sala de máquinas”), este es, el de renovar y expandir las declaraciones de derechos (derechos estilo “siglo xxi”), mientras mantenía una organización del poder cerrada, concentrada y vetusta, propia del siglo xviii (por tomar un ejemplo, piénsese que la innovación más revolucionaria del proyecto, en materia de justicia, fue la creación de un “consejo de la magistratura”). Y algo más, en términos procedimentales: fue un error (y parece un error llamado a repetirse) “cerrar” la Convención Constituyente, eliminando o no construyendo puentes entre la ciudadanía y los convencionales, durante los debates.


La “conversación pública” sobre la Constitución debe darse precisamente en esa instancia, en lugar de quedar relegada a un sí o no distante y final. Esta peculiar opción plebiscitaria deshonra, en lugar de homenajear como debiera, al diálogo democrático.


6 sept 2022

El plebiscito de salida como error constituyente


En el blog de la Asociación Internacional de Constitucionalistas, acá:

https://blog-iacl-aidc.org/new-blog-3/2022/9/6/plebiscito-salida-error-constituyente


El “plebiscito de salida” como error constituyente

Horas atrás concluyó el “plebiscito de salida,” en Chile, con una contundente derrota para quienes defendíamos (aún con reservas) el “apruebo”, y con ello el conjunto de la propuesta constitucional elaborada, durante más de un año, por la Convención Constitucional. Aunque son muchos los temas que merecen ser abordados, en esta instancia, voy a detenerme sólo en algunas consideraciones procedimentales, referidas al “plebiscito de salida”. 

Hace dos años, y pensando en la discusión constitucional que comenzaba en Chile (https://nuso.org/articulo/diez-puntos-sobre-el-cambio-constitucional-en-chile/), me referí, entre otros temas, a lo que llamaba el problema de la “extorsión electoral”.  A través de dicho concepto quería aludir a una dificultad que parece propia de ciertos procesos eleccionarios, y que típicamente generan los plebiscitos, sobre todo cuando se refieren a temas complejos. De manera habitual, en ese tipo de elecciones se nos propone una opción binaria e instantánea (responder por “sí” o “no”) para responder a cuestiones vastas, complicadas y de largo alcance (así, por ejemplo, como ocurriera en los casos del “Acuerdo de paz” en Colombia o el “Brexit”, en Gran Bretaña). Esa sola situación nos coloca en una posición muy poco atractiva, como ciudadanos, ya que como tales tenemos el derecho de pensar y decir mucho más sobre tal tipo de cuestiones (las consultas populares, por lo demás, suelen ser excepcionales, por lo que tienden a quedar reservadas a temas de primera importancia pública).

Esos plebiscitos no sólo no le permiten a la ciudadanía “matizar” alguna propuesta, desechar alguna cláusula particular, o agregar alguna cuestión que el conjunto considera fundamental, sino que la colocan en una situación “extorsiva”. En tales casos, y por dar algún que otro ejemplo, se obliga a los ciudadanos a votar en favor de una nueva reelección presidencial, para permitir la consagración de nuevos derechos sociales; o se los compromete con un sistema judicial a la vieja usanza, seduciéndolos con la inclusión de un nuevo listado de derechos humanos. En estas comunes ocasiones, el ciudadano termina viéndose obligado a apoyar lo que enfáticamente repudia, para poder avanzar lo que realmente suscribe.

Para cualquier persona, y cualquiera sea el modo en que ella entienda la democracia (desde una noción minimalista y poco exigente a otras más robustas y demandantes), situaciones como las anteriores deben ser consideradas, razonablemente, como muy problemáticas. Para quienes -como es mi caso- entendemos a la democracia como una “conversación entre iguales” -como un proceso de deliberación inclusiva, donde “todos los afectados” tienen el derecho de intervenir en pie de igualdad- tal tipo de resultados resultan simplemente inaceptables: lo contrario a lo que la “conversación entre iguales” requiere. En tales procesos plebiscitarios, la consulta desplaza a la conversación, cuestiones complejas son reducidas a opciones binarias, y temas con decenas de aristas relevantes son forzados a un tratamiento superficial y a una resolución instantánea. Es lo que suele ocurrir con los “plebiscitos de salida”.

Años atrás, célebremente, el reconocido cientista social Jon Elster reivindicó el uso de este tipo de instrumentos legales -aquí, los “plebiscitos de salida”- en una serie de trabajos referidos al “diseño óptimo” de los procesos constituyentes.  En tales escritos, Elster revisitó la idea de pensar el proceso de creación constitucional en la forma de un “reloj de arena” (hourglass): i) amplio en su punto de partida (por ejemplo, a través de un proceso de movilización social o consulta previa); ii) delgado en el centro (por ejemplo, a través de una Convención Constituyente como la norteamericana, centrada en el trabajo de delegados que trabajan de manera aislada del debate colectivo y los reclamos populares); y iii) ancho otra vez en su base (por ejemplo, a través de un “plebiscito de salida”). De este modo -pensaba Elster- podía combinarse la participación popular, con formas de reflexión y argumentación pública más sofisticados, y en control de especialistas o expertos.  De forma más o menos directa, el esquema de “reloj de arena” sugerido por Elster terminó siendo adoptado en Chile, a través de un modelo que i) se inició con una consulta popular (en donde, por más del 80%, se rechazó la Constitución de Pinochet), ii) se continuó con un debate entre delegados que (tal vez a pesar de ellos mismos, y por razones diversas) terminó actuando sin una interacción fuerte y continua con la sociedad civil, y iii) concluyó con el reciente “plebiscito de salida”.

El esquema constituyente del “reloj de arena”, según entiendo, falla en todas sus distintas etapas, en relación con los diversos objetivos que se propone. Ello así, porque los procesos de discusión “entre pocos, aislados de la sociedad”, tienden a perder legitimidad, al “alienarse” de, o “romper los puentes” con la sociedad civil a la que pretende representar o responder. Es, me parece, lo que terminó ocurriendo en Chile, con delegados que, a pesar de haber surgido de un proceso de alta movilización social, terminaron actuando y decidiendo demasiado lejos de la sociedad a la que querían hablarle. Desafortunadamente, la Convención de Chile no consiguió restaurar o construir esos necesarios “puentes” con la base social de la que había surgido. Ello así, a pesar de algunos ejemplos notables y cercanos -pienso, en particular, en el caso de Irlanda y las Asambleas Ciudadanas de comienzos este siglo- que podrían haber ayudado a pensar esas formas de articulación entre “constituyentes” y sociedad civil. Ausente este vínculo (o muy debilitado), la Convención resulta afectada en su legitimidad democrática. Lamentablemente, ese problema de legitimidad no se remedia con una pregunta de un día, a responderse con un “sí” o un “no”. 

En tal sentido, los “plebiscitos de salida” resultan una pésima herramienta. Ello así, por un lado, porque no están en condiciones de cumplir con su principal promesa, cual es la de dotar de legitimidad democrática a una Convención que no la tiene o que la ha perdido. Por otro lado, y lo que es mucho peor, los “plebiscitos” de este tipo acaban -más que resolviendo un problema- creando otro mayúsculo: la ciudadanía termina utilizando esa solitaria oportunidad expresiva que tiene, no para hablar de la Constitución (ya que, razonablemente, reconoce que no puede explayarse ni decir nada sensato al respecto), sino para evaluar a la autoridad o entidad convocante (típicamente, al Presidente o Primer Ministro de turno). La consulta se convierte entonces en algo diferente: un modo de premiar o castigar al gobierno de turno.




5 sept 2022

El problema de la "autoría mediata": del Juicio a las Juntas a la Causa Vialidad



El artículo que copio abajo fue publicado el viernes, en Clarín. Desde entonces se lo ha discutido un poco, pero de modo muy insatisfactorio: el problema al que el texto refiere se mantiene intacto. Este es: cuando tenemos delitos cometidos por un colectivo jerarquizado -causas con "autoría mediata"- al derecho le cuesta encontrar razones contundentes para responsabilizar a la cúpula a cargo. Lo ha hecho en algunos casos -como en el Juicio a la Junta- finalmente, a través del recurso a discutibles teorías -en nuestro caso, doctrina penal germánica, como las que hoy cita Luciani en su apoyo. En lo personal, defiendo para todos los casos que menciono el recurso a concepciones teóricas, que nos vienen a ayudar a "completar" lo que las normas jurídicas no parecen capaces de definir por sí solas. Al mismo tiempo, señalo que -en todos los casos- el recurso a teorías como las que refiero nos deja frente a soluciones necesarias, urgentes, pero también imperfectas. Me importa señalar, sí, que esas "supuestas imperfecciones" son comunes a los juicios citados (con independencia de su importancia o dimensión), y no -como quieren señalar algunos- privativas de la Causa Vialidad. Y hablo de "supuestas imperfecciones" porque el derecho siempre necesita, para ponerse en marcha, del apoyo de teorías/doctrinas: lo relevante entonces es si las teorías/doctrinas del caso son plausibles o no (a mí, en lo personal, la dogmática alemana, citada en el juicio a Eichmann, el Juicio a las Juntas o ahora, no me resulta particularmente persuasiva, y por eso tiendo a pensar en la forma de "activar" la categoría "asociación ilícita" que sí figura en nuestra normativa penal). Transcribo ahora el artículo en cuestión:

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En lo que sigue, examinaré un problema jurídico tan importante como complejo, que ocupó un lugar central en el Juicio a las Juntas, y vuelve a ocupar un lugar prominente hoy, en la Causa Vialidad. Me refiero al “problema de autoría mediata”, que aparece cuando quienes ejecutan un delito (i.e., la tortura o el robo), no son los mismos que quienes ordenan tales delitos, o se benefician de ellos. Como veremos, en el Juicio a las Juntas se “resolvió” dicho problema de modo imperfecto, y hoy el fiscal Luciani procura resolverlo, entre otros medios, a través de la figura de la “asociación ilícita” (figura penal dirigida contra los miembros de una organización estable, orientada a cometer delitos).

Comenzaría sugiriendo algunas precisiones frente a una afirmación hecha recientemente por el director de El Cohete a la Luna, quien procuró aclarar cómo se resolvió el “problema de la autoría mediata” durante el Juicio a las Juntas, señalando que “Lo que la fiscalía adoptó entonces fue la teoría del autor de escritorio formulada por el penalista alemán Klaus Roxin para responsabilizar a quienes matan por medio de un aparato organizado de poder, donde los subordinados que matan con sus manos, son engranajes fungibles de una maquinaria que otros conducen.”

Frente a tales dicho cabe aclarar, en primer lugar, que la teoría que se utilizó entonces fue la “teoría del control de los actos” de Hans Welzel, y no de Klaus Roxin. Segundo, debe decirse que el empleo de dicha doctrina germánica no resuelve ni responde al problema que hoy enfrentamos (como si en el Juicio se hubiera recurrido a herramientas jurídicas sólidas, que ahora se eluden o de las que hoy se carecen). Por el contrario, lo agrava: resultó decisiva, entonces, una doctrina foránea que -a diferencia de la asociación ilícita- no está receptada en el Código Penal, y resulta ajena, obviamente, a nuestra Constitución. Tercero, la teoría de Welzel es demasiado controvertible (Carlos Nino sostuvo, por caso, que la Cámara se equivocó al usar “la extremadamente vaga teoría alemana del control del acto”). Tanto es así que la Corte Suprema rechazó y dejó de lado a la misma en su condena a los comandantes, para optar en su lugar por la figura de la “instigación” (Nino, en cambio, consideró a los comandantes, directamente, “coautores” de los delitos en cuestión. Para él no había interrupción de la cadena causal por un acto voluntario ulterior del subordinado). 

Señalado lo anterior, podemos hacer algunas consideraciones sobre el uso de la asociación ilícita como herramienta (alternativa a la doctrina de Welzel) para resolver el “problema de la autoría mediata”. Ante todo, alguna aclaración adicional frente a lo señalado por algunos defensores de la ex Presidenta, que se apresuraron a descalificar a la figura de la asociación ilícita afirmando que ella no se utilizó en el Juicio a las Juntas. Claramente, el problema no es ése (si la figura de la asociación ilícita se aplicó entonces o no), sino cómo resolver una dificultad importante que enfrentamos (el “problema de la autoría mediata”), y que en el Juicio se resolvió de modo imperfecto. En todo caso, y para quienes duden, cabe subrayar que la asociación ilícita sí se usó en algunas sentencias por crímenes de lesa humanidad, y que muy pocos años atrás (agosto del 2015) el propio CELS -una institución en general cuidadosa en el uso del derecho- alegó en el juicio por delitos de lesa humanidad vinculados con el Plan Cóndor, fundando enteramente su posición a partir de la figura de la asociación ilícita. Es decir, el CELS entendió que no representaba un serio problema (como hoy se alega) “probar” la existencia de la asociación ilícita siquiera en un caso de la magnitud del citado, que exigía demostrar la existencia de una asociación ilícita vinculada no con un gobierno, sino con el gobierno de varios países. Valga lo dicho contra lo sostenido por algunos políticos, como Pichetto (preocupados por distanciarse de todo rastro de asociación ilícita durante el kirchnerismo): la asociación no requiere, para verificarse, que todos los miembros de la organización (un gobierno, un país) intervengan: basta con que unos pocos lo hagan, desde posiciones decisivas. Valga lo dicho, también, contra lo señalado sorprendentemente por parte de la izquierda, que pretendió descalificar el uso de la asociación ilícita, aludiendo a sus orígenes controvertidos (la persecución de anarquistas), y ocultando su presente más luminoso, al servicio de la causa de los derechos humanos.

Buscando precisar el significado de la asociación ilícita, la Corte Suprema todavía no nos sirve de ayuda. Ella no sólo no cuenta con una “jurisprudencia firme” o una “línea de precedentes” consolidada en la materia, sino que habló (en contra) de ella sólo una vez, en la época de Menem, en un fallo (“Stancanelli”) escandalosamente político (el contrabando de armas a Croacia y Ecuador). Dicho fallo fue firmado por la repudiable “mayoría automática”, a favor de Emir Yoma, y con la digna disidencia de Petracchi y Bossert. Por ello, quienes  hoy quieran citar ese fallo deberán aclararnos antes por qué es que ocultan la pobreza de su contenido y el vergonzoso contexto del mismo.

Para concluir: la “Causa Vialidad” se sostiene a través de dos pilares legales, “administración fraudulenta” y “asociación ilícita”. Aquí me interesó decir que la controvertida figura de la asociación ilícita no merece las impugnaciones que recibe (por su origen, por su uso en la Corte, por su mayor o menor peso en el Juicio a las Juntas, por su dificultad probatoria). El derecho está acostumbrado a lidiar con figuras que no “vemos” (una sociedad comercial, una asociación de hecho). Finalmente, no estamos buscando la “metafísica” de la asociación ilícita, sino simples y comunes hechos que nos ayuden a verificar su existencia. Se trata de un modo promisorio de resolver un problema importantísimo, que hace décadas nos interesa y necesitamos resolver: el “problema de la autoría mediata”.


4 sept 2022

Sí al apruebo! (pero...)



Rogando para que salga bien el plebiscito de salida, en Chile. Pero recordando, también, que desde un primer momento rogamos para que esta salida plebiscitaria (que, obviamente, no se originó en los propios convencionales, ya que la decisión fue previa a la Convención) se eliminara. Primero, porque, a pesar de las apariencias, no es una alternativa que sirve a la democracia: si uno tiene frente a sí a 400 artículos, y un solo voto, queda encerrado en una situación en que no puede matizar ni siquiera un "todo esto sí, pero al menos esto no". En ese contexto, la consulta no termina por expresar la voluntad mayoritaria, sino haciéndola imposible, frustrándola. Se trata de otro nuevo caso de "extorsión electoral", en donde para apoyar lo que más quiero (i.e., derechos sociales), me obligan a comprometerme con lo que repudio (i.e., reelección presidencial; un poder judicial rancio). Segundo, la consulta de salida no es buena porque, cuando la ciudadanía advierte que ella no la ayuda bien a expresarse, usa ese solo voto que tiene, para otros fines. Típicamente, para castigar (o eventualmente premiar) al gobierno de turno (como pasó con el Brexit en Inglaterra, el Acuerdo de Paz en Colombia, y tantos otros plebiscitos). En todo caso, ya "condenados" a este esquema, volvemos al ruego: Sí al apruebo por favor!

2 sept 2022

Obviamente, total repudio al atentado contra la Vicepresidenta

 Terminar con la violencia por favor! De todos lados, por cualquier razón: no se justifica!