(publicado hoy en LN, acá)
Hace tiempo que el oficialismo tiene
dificultades para justificar una mayoría de sus políticas. Entre quienes
todavía intentan hacerlo, tienden a primar dos estrategias. La primera de ellas
se vincula con la construcción de un adversario a medida –uno caracterizado por
ser políticamente inepto e ideológicamente reaccionario: se ha cimentado en tal
sentido un torpe rival al que denominan “republicano.” La segunda estrategia no
se relaciona, en cambio, con la caricaturización del opositor, sino con la afirmación
del pragmatismo político como programa. El pragmatismo que hoy distingue al
gobierno (antes que el “populismo”) se basa en la invocación de fines valiosos
como respaldo a medios de cualquier tipo. Se trata, se nos dice, del “precio a
pagar” por conseguir aquellos fines. Me detendré a continuación en el examen de
estas dos estrategias.
La primera de las estrategias mencionadas
se refiere a la creación de un opositor-muñeco de paja: el rival “republicano”.
El republicano del caso, curiosamente, no tiene nada que ver con el que se
estudia en filosofía política: se trata de un republicano bobo, hecho a medida,
que vive de ideales abstractos; que no entiende nada de la política “real”; que
no sabe que la política nueva se hace con la vieja (“el rancho se hace hasta con bosta”). Este
extraño republicano habla como un zombie del “equilibrio de poderes” y cree que
se puede hacer política sólo con principios, porque nunca se ha mezclado con el
“barro” de la política verdadera –“no camina el territorio”. Dicho republicano,
por lo demás, pide “acuerdos” y defiende el diálogo, repitiendo como un mantra
el ejemplo del “pacto de la Moncloa.”
La construcción del caso resulta, en
muchos sentidos, notable, porque el republicanismo que se estudia en la
filosofía política nos refiere a una teoría que se organiza en torno al ideal del
autogobierno colectivo; que predica, sobre todo, la participación ciudadana;
que se preocupa por la “virtud cívica” (entendida como la disposición de la
ciudadanía a intervenir directamente en la decisión y control de los asuntos
públicos); que reivindica el compromiso con lo público del mismo modo en que
repudia la “corrupción” de quien confunde la gestión pública con el beneficio
privado. Es decir, cuando la filosofía habla de “republicanismo” no refiere, en
absoluto, a ninguna de las tonterías que el kirchnerismo le atribuye a su rival
republicano. Esta disonancia denota una falla seria en la crítica oficial: o se
trata de mala fe, o se trata de ignorancia teórica. Suponemos que usualmente se
trata de las dos cosas.
De todos modos, y más allá del debate
sobre la filosofía política republicana, lo cierto es que, en la vida real, es
difícil encontrar críticos del gobierno tan torpes como los que expresa ese opositor
imaginario (aunque haya opositores al gobierno que invoquen, con irresponsable
ligereza, los ideales republicanos): ningún “republicano” mínimamente
consciente de lo que dicha concepción significa dice ninguna de las sandeces que
se le atribuyen a ese “enemigo perfecto”. El republicanismo fue y sigue siendo
una alternativa política con un fuerte contenido propositivo, y que a la vez –como
toda teoría política de interés- nos ayuda a delimitar los contornos y límites
que la política no debiera atravesar nunca.
El kirchnerismo, sin embargo, no sólo
rechaza este tipo de limitaciones teóricas, sino que las repudia. La renuncia a abrazar una
filosofía política articulada –cualquiera sea ella: llámese republicana,
liberal, cristiana, marxista o lo que fuese- le abre la puerta al sostenimiento
de políticas pragmáticas que se confunden demasiado habitualmente con el oportunismo
y el auto-interés (curiosamente: las mismas disposiciones políticas que el
republicanismo combate). El problema con este modo de pensar la política no
reside sólo en el pragmatismo –que merece ser visto como un problema- sino sobre
todo en la carencia de herramientas conceptuales a partir de las cuales
bloquear, incondicionalmente, ciertas acciones y decisiones. Finalmente, para
el oficialismo, todo es posible: cualquier medida puede ser aceptable (llámese,
espiar a opositores; nombrar como Jefe del Ejército a un general acusado de
crímenes de lesa humanidad; dictar una ley antiterrorista; pactar con
dirigencias provinciales nefastas; gobernar de la mano de los servicios de
inteligencia). Todo vale si es posible presentar a la acción del caso como un medio
necesario para alcanzar un fin lejano que se considera valioso (llámese
justicia social, derechos humanos, o políticas “nacionales”). Adviértase, por
el contrario, de qué modo cualquier ideología no tomada superficialmente,
impondría sus límites al actual pragmatismo del “todo vale.” Por dar algunos
ejemplos: el republicanismo no aceptaría nunca una política que no se dirija
primariamente a fortalecer el autogobierno o que esté basada en la decisión
discrecional de uno solo; el cristianismo rechazaría incondicionalmente toda
política capaz de convivir con mecanismos estructurales de corrupción; el liberalismo
no aceptaría nunca el uso de los recursos públicos para la construcción de
monopolios propios; el marxismo repudiaría en todos los casos formas de concentración
y extranjerización de la economía como las que hoy imperan. En definitiva: las
ideologías importan. Y no porque uno deba someterse a ellas ciega o
dogmáticamente, sino porque las mismas nos dan pautas sobre lo que debe hacerse
y -sobre todo, agregaría- definen reglas estrictas respecto de lo que no
deberíamos aceptar nunca.
No es un dato menor, en dicho contexto,
que el credo pragmático del oficialismo sea compatible con todo. En tal
sentido, el concepto de “populismo” con que a veces se quiere describir la
ideología del gobierno resulta impertinente (más allá de que se trate de un
concepto habitualmente impreciso): lo que tenemos enfrente tiene que ver con un
pragmatismo cualunquista, que no tiene reparos en suscribir o apoyar políticas
de ningún tipo. Por eso es que no debe sorprendernos que, a pesar de la
invocación del ideal de la “no represión,” Berni comande, desde hace años, las
políticas de seguridad; o que las referencias permanentes a los derechos
humanos aparezcan como perfectamente compatibles con Milani al frente del
ejército; o que el discurso de pensar primero en el pueblo (“la patria es el
otro”) ampare alianzas de décadas con los más cuestionables “barones del
conurbano” y caudillos provinciales opresores de minorías: todo vale. Se trata
–se nos dice- del “precio a pagar” para alcanzar una Argentina nueva.
Lo peor de todo esto es que ese
pragmatismo sin principios no describe, simplemente, a las caras más visibles
del oficialismo, sino que se propaga como fuego hacia militantes y simpatizantes
prominentes, que se han especializado, ellos también, y contra su historia, en
justificarlo todo. Nos encontramos entonces con analistas que lideraron la
crítica a la corrupción menemista, pero que desde hace años optaron por hacer la
vista ciega frente a la corrupción estructural del gobierno: se trataría del
“precio a pagar” por sostener la política de derechos humanos. Escuchamos a prestigiosos
juristas que, sin problema alguno, pasan por alto la sistemática utilización de
los servicios de inteligencia para presionar a jueces y fiscales: se trataría del
“precio a pagar” en el camino de la reforma de la justicia. Vemos a renombrados
economistas que hoy callan frente a la firma de acuerdos infames (acuerdos que,
de tan vergonzosos, el gobierno no se anima siquiera a hacer públicos): se
trataría del “precio a pagar” por una economía recuperada.
A ellos deberíamos preguntarles: pero, cuál
es la conexión que existe entre la defensa de ciertas políticas “preferidas” (juicios
a los militares; jubilaciones extendidas; ProCrear etc.) con cualquiera de las políticas
gravísimas que defienden o calladamente amparan (espionaje interno; Proyecto X;
ley antiterrorista; uso del poder del Estado para el enriquecimiento privado)?
En qué sentido el encubrimiento u ocultamiento de la corrupción estructural ayuda,
en lugar de perjudicar, al sostenimiento de la política de derechos humanos? Y por
qué razón el amparo a acuerdos infames, secretos, podría ser necesario para
mantener la AUH? (Para seguir con el ejemplo: el sostenimiento de la AUH es
posible aún con restricciones económicas, del mismo modo en que la expansión económica
no requiere de acuerdos secretos: la AUH necesita más una ley que la respalde,
que la firma de un tratado vano).
En definitiva, ni es cierto que los
rivales del gobierno asuman o estén obligados a asumir posiciones tan burdas
como las que el gobierno les atribuye (un “republicanismo” de cartón); ni es
cierto que las más disputadas políticas del gobierno resulten un medio
necesario (“el precio a pagar”) para el logro de fines que cualquiera
defendería. Se trata de políticas en todos los casos injustificables, que no
están amparadas ni por las ideologías que repudian, ni por los ideales que invocan.