(Re)publico aquí un texto que escribiera para "Rubinzal Culzoni" (como "Doctrina Destacada"), hace varias semanas (a fines de diciembre), para dejar más en claro mi posición sobre la "sospecha" y el "escrutinio estricto" con la que la justicia debería tratar los casos de enriquecimiento no justificado de funcionarios públicos, a través del ejercicio de su tarea. Lo hago, simplemente, para dejar en claro que desde un primer momento me interesé por precisar los alcances y límites de mi posición en la materia.
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DOCTRINA DESTACADA | Público Un Derecho
Penal sensible al contexto, históricamente situado y políticamente consciente #Autor: Gargarella, Roberto
Un derecho
penal sensible al contexto, históricamente situado y políticamente consciente
Roberto
Gargarella
Por una
decisión de la mayoría de los jueces del Tribunal Oral Federal número 5, la ex
Presidenta de la Nación, sus hijos y otros empresarios igualmente comprometidos
en la causa Hotesur-Los Sauces, resultaron sobreseídos, el pasado 26 de
Noviembre del corriente año 2021. Al respecto, son muchas las consideraciones
que merecerían hacerse, pero aquí quisiera concentrarme sólo en un aspecto de
los varios sobre los que estamos llamados a reflexionar. Me refiero a la
situación de acostumbrada impunidad de la que gozan quienes están en el poder, y
que se consolida a partir de la intervención de nuestros tribunales, y el modo
en que se interpreta nuestro derecho.
Una situación
estructural. La referencia que aparece en el
párrafo anterior sobre el reforzamiento sistemático de la impunidad no pretende
ser una afirmación retórica. Dicha impunidad es reconocida como un hecho
preocupante y saliente en todos los informes realizados en la materia por
organizaciones nacionales e internacionales, oficiales o de la sociedad civil. Por
ejemplo, el “hecho de la impunidad” se desprende de los reportes preparados en
el marco de la Organización de los Estados Americanos, sobre la Argentina, en
relación con el seguimiento que se realiza de la Convención Interamericana
contra la Corrupción, de la que el país es parte. De la Argentina se detalla
que, pese a la existencia de una normativa apropiada, la impunidad es la regla:
“parecería que ha construido un sistema funcional a la corrupción, sea en forma
deliberada, sea por omisiones o negligencias” -determina el estudio.[1] Esa
disociación entre las ambiciosas normas dictadas, y la orfandad de resultados que
muestra la práctica anti-corrupción habla de una situación estructural
“funcional a la corrupción.” Se trata de una construcción que encuentra como
protagonistas recurrentes a abogados penalistas, doctrinarios y jueces. Por
ello, en lo que sigue quisiera ocuparme de algunos criterios interpretativos
que priman en el área, y que merecerían ser cambiados.
Un derecho (constitucional
y) penal sensible al contexto. Quisiera
comenzar sosteniendo que uno de los problemas legales que existen para
enfrentar la corrupción resulta de los modos en que una parte relevante de
nuestra comunidad jurídica se acerca a, interpreta y aplica, el derecho penal. Por
distintas razones, no todas legítimas, dicha porción de nuestra comunidad
jurídica promueve una lectura del derecho penal no-situada e indiferente a
la historia, que termina tratando a “dramas” particulares y especialmente serios
de nuestro tiempo, como irrelevantes -como si el derecho (penal), finalmente,
mereciera pensarse y aplicarse con independencia del tiempo y lugar en los que
se propone regir. Por el contrario -mantengo aquí- el derecho (incluyendo al
derecho penal) nunca debe activarse desatendiendo esas coordenadas de tiempo y
lugar: cuando así ocurra, debe considerarse que el derecho no está siendo utilizado
de la manera en que él mismo exige.[2] Una
comunidad jurídica que se precie debe organizar sus normas fundamentales (y
garantizar la aplicación de las mismas) de modos que resultan atentos a las
circunstancias propias del tiempo y lugar en que esas normas van a aplicarse.
Para el caso que aquí nos interesa -la corrupción estatal- encontramos un
ejemplo excepcional de la “sensibilidad al tiempo y lugar” aquí propuesto, reconocible
en el artículo 36 de la propia Constitución Argentina de 1994. Por medio
de dicho artículo, y respondiendo a una etapa larga de reconocida corrupción
estructural (acelerada en los tiempos de los programas de privatización
promovidos desde el Estado en los años 90), la Constitución mostró su
“sensibilidad contextual”, y tomó nota de ese “drama histórico” saliente -la corrupción
estatal- que afectaba los fundamentos mismos de la vida en común. Por ello, a
través del artículo 36, la Carta Magna Argentina decidió tratar de modo
paralelo y equivalente a los responsables de las quiebras democráticas/golpes
de estado, y a quienes incurrieran, desde la función pública, en actos de
enriquecimiento ilícito. Fue así que la Constitución, desde 1994, pasó a
considerar que en ambos casos se atenta contra el sistema democrático.[3] Este
tipo de avances normativos, producidos a nivel nacional, son consistentes con
otros compromisos afirmados por el país recientemente, a nivel convencional,
como los relacionados con la Convención Interamericana contra la Corrupción
(1996), o la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (2003).
Principio de
inocencia, cambio de presunciones e interpretación del derecho. En relación con las consideraciones realizadas en el apartado
anterior, quisiera agregar algunas aclaraciones y precisiones particulares. En
primer lugar, los esfuerzos judiciales y refuerzos normativos que puedan ser
necesarios para combatir la corrupción, no deben ser considerados, de ninguna
manera, como implicando la renuncia a criterios fundamentales propios del
derecho penal liberal, como los vinculados, de manera especial, con el principio
de inocencia. El principio de inocencia es y debe seguir siendo considerado
un principio irrenunciable del derecho argentino. Por tanto, ninguna persona
deberá ser condenada nunca, en nuestro país, sin juicio justo, debido proceso,
pruebas suficientes, derecho a la defensa, etc. Aclarado lo anterior, sin
embargo, me interesaría sostener y auspiciar aquí la compatibilidad entre el
principio de inocencia, y la revisión crítica de ciertos criterios
interpretativos, presunciones y cargas a considerar en nuestra práctica penal
por venir. Dichos cambios son exigibles como un modo de honrar los “nuevos”
criterios adoptados por una Constitución como la del 94, más atenta al contexto
y, del mismo modo, los compromisos internacionalmente asumidos, orientados en idéntica
dirección. Piénsese, por caso, en compromisos internacionales como los citados -la
Convención Interamericana contra la Corrupción (art. IX), o la Convención de
las Naciones Unidas contra la Corrupción. En ambos casos, y con el objetivo de
hacer frente al mal radical de la corrupción, se promueve la adopción de
figuras como (y éste es sólo un ejemplo relevante, y de ninguna manera
exhaustivo) el enriquecimiento ilícito. Dicha figura, que pasó a
integrar el derecho argentino a partir de una iniciativa del muy garantista
gobierno de Arturo Illia, en los años 60, incluyó, al momento de su creación,
una “reversión de la carga de la prueba”, que ponía sobre el funcionario
público enriquecido durante el ejercicio de su tarea, la carga de demostrar que
se trataba de un enriquecimiento conseguido lícitamente. Adviértase que no
propongo aquí un método o herramienta particulares a aplicar en los años por
venir. Podríamos optar, o no, por formas tan o más intensas como las implicadas
en su momento por la figura del enriquecimiento ilícito, para el tratamiento de
los casos graves de corrupción en la función pública. Lo que sí afirmo es que no
puede continuar sosteniéndose, como jurídicamente permisible, una
interpretación del derecho penal que ignore los cambios constitucionales y
convencionales operados en nuestra realidad jurídica, en las últimas décadas.
En otros términos: ya no puede seguirse aplicando e interpretando el derecho
penal, como si los pisos más altos de nuestra estructura jurídica no hubieran
sufrido los ajustes que sufrieran en los últimos tiempos, en consonancia con
los renovados males a los que ha reconocido como propios del tiempo. En tal
sentido, las viejas lecturas del derecho penal (insensibles al contexto) no
merecen preservarse bajo la excusa de “mantener el respeto por el liberalismo
penal”, sino que necesitan ser repensadas críticamente como modo de preservar nuestros
compromisos legales fundamentales.
“Erosión
democrática”. Aunque auspicio la adopción de
herramientas legales más eficientes en la lucha contra la corrupción, insistiría
en la idea de que no es el aspecto normativo el que primariamente falla, en
nuestro derecho anti-corrupción: no es allí, en las normas o en la ausencia de
ellas, donde encontramos la principal fuente explicativa de la situación general
de impunidad que impera en nuestra comunidad, desde hace décadas. Como
dijera, muchas de las herramientas necesarias están, y lo que falla
primordialmente es otra cosa: fallan, de un modo muy especial, los criterios jurídicos
interpretativos utilizados por nuestros operados jurídicos. Dichos fracasos
sugieren que muchos de nuestros operadores, en verdad, están dispuestos a
preservar las condiciones jurídicas estructurales que garantizan, desde hace
décadas, la impunidad del poder. En la actualidad, vivimos bajo condiciones
institucionales (que la doctrina internacional ha definido como) de “erosión
democrática”, esto es, situaciones de extrema fragilidad institucional.[4] La
dirigencia local, desde las posiciones de poder que ocupa, o a partir de los
vínculos que establece con dicho poder, hace lo posible para desarticular uno a
uno (a través de pasos en apariencia legales) toda la maquinaria de los “frenos
y contrapesos”. Al final del día, por tanto, nos encontramos con sistemas
institucionales desarticulados y con funcionarios públicos enriquecidos, que
obtienen privilegios inaccesibles para la ciudadanía, y que se protegen
mutuamente, desde secciones diferentes del poder. Agregaría, por tanto, que uno
de los grandes “dramas jurídicos” de nuestro tiempo tiene que ver,
precisamente, con ese contexto de “erosión democrática,” que facilita la
corrupción, y la impunidad del poder. Frente a dicho renovado contexto, y a la
luz de los cambios señalados en nuestros compromisos jurídicos básicos, debemos
empezar a acercarnos a los abusos de poder, los privilegios indebidos, y la
corrupción en la función pública, con parámetros jurídicos diferentes de los
que caracterizaban a nuestro derecho en el siglo xix, o en buena parte del
siglo xx.
Cargas
especiales y “sospechas” frente a los funcionarios públicos enriquecidos. En consideración de la situación institucional, normativa y
política arriba descripta, es que los casos relativos a abusos graves cometidos
desde la función pública, y funcionarios públicos enriquecidos deberían ser
tratados (no como hoy, es decir, con una deferencia especial hacia el funcionario
o exfuncionario público, por su condición sino, al contrario) a través de
parámetros y criterios interpretativos más estrictos. Otra vez, nada de lo
dicho implica librarlos de las protecciones que ofrece el derecho liberal,
léase un juicio justo, debido proceso, prueba suficiente etc. Simplemente, y de
modo especial: los funcionarios públicos imputados por malversación de fondos
deben asumir las cargas especiales que les corresponde, del mismo modo en que
asumen los beneficios y privilegios especiales que nuestro derecho generosamente
les concede. Nuestro derecho, en efecto, otorga a los funcionarios numerosos
cuidados y mercedes especiales, por ejemplo, protecciones adicionales a su
palabra expuesta en el marco de las sesiones parlamentarias, o aún inmunidades
y fueros, destinados a resguardarlos ante el riesgo de persecuciones políticas
indebidas. Sin embargo, y como contracara, nuestro derecho les impone también
cargas especiales, que los funcionarios están obligados a acatar. Así, por
ejemplo, se agravan las penas que reciben frente a la comisión de ciertos
delitos (i.e., en casos de violencia policial); del mismo modo en que el honor
de los funcionarios públicos recibe estándares de protección menores que los
que se aseguran al ciudadano común (según la jurisprudencia nacional e
internacional sobre real malicia); etc. Pues bien, algo similar
corresponde que ocurra en materia de corrupción: dado el tipo particular de
daños que generan los abusos en la función pública, particularmente en esta
época, y a la luz de la normativa vigente y renovada, deben evitarse y
controlarse de modo mucho más estricto. Como aclaración relevante, agregaría
que las referencias hechas en este texto a los abusos cometidos desde la
función pública (i.e., corrupción) como “drama” que toma especial relevancia en
nuestro tiempo, no implica en modo alguna negar la existencia de otro tipo de
abusos de poder también propios de esta era, como los que provienen de las
grandes corporaciones y las organizaciones criminales internacionales (los
“poderes salvajes” de los que habla Luigi Ferrajoli, quien nos ofrece otro buen
ejemplo de un esfuerzo por “contextualizar” la reflexión sobre las normas
penales y los modos en que interpretarlas y aplicarlas).
Presunciones
constitucionales y “escrutinio estricto”. Uno
de los criterios interpretativos más importantes que rigen en el derecho
constitucional moderno es el relativo al “escrutinio estricto”. La Corte
Suprema de los Estados Unidos tornó evidente dicho criterio en el caso United
States v. Carlone Productos, de 1938 (nota al pie 4); que aplicó pionera y
notablemente en el caso Korematsu v. United States, de 1944. Desde
entonces, el derecho comparado adoptó criterios semejantes, que nuestra propia
Corte ha ido incorporando de manera más lenta, pero igualmente progresiva y
contundente. El criterio se ha aplicado de manera muy especial en casos de
discriminación que afectan a “grupos” o “categorías” especiales -mujeres,
extranjeros, minorías raciales- y se habla desde entonces de “categorías” y
“clasificaciones” “sospechosas”. De este modo, correctamente, se vuelve a
advertir de qué manera, el derecho contemporáneo, adopta y suscribe un giro
contextual: el derecho actual pretende mostrar, en ciertas ocasiones al
menos, su especialísima sensibilidad frente a las violaciones de derechos y
abusos más comunes de su tiempo. Dichos casos -por ejemplo, una legislación que
establece distinciones “sospechosas” entre una mayoría (blanca, digamos) y una
minoría racial (Afro-Americanos, digamos)- deben ser analizados, por tanto, a
partir de una presunción especial: una fuerte presunción de invalidez o de
inconstitucionalidad, para quedar sujetos, entonces, al escrutinio judicial
más estricto. Significa lo anterior que la distinción “sospechada,” por
serlo, “pasa a ser” automáticamente inválida o inconstitucional? No, en
absoluto: la discriminación del caso debe ser probada. Significa lo anterior
que quien realizó o aplicó la distinción “sospechosa” va a ser,
automáticamente, considerado como alguien que cometió una acción anti-jurídica?
No, tampoco. Una vez más: nadie debe ser condenado sin el máximo resguardo de
sus garantías, y a través de un debido proceso. Lo que se requiere es otra
cosa, esto es, por un lado, que los jueces se acerquen al caso en cuestión con
consciencia del contexto histórico en el que actúan, con atención al momento al
que viven, con conciencia de las violaciones de derechos predominantes en su
tiempo -finalmente, que interpreten y apliquen el derecho con sensibilidad
contextual. Y, en tal sentido, y por otro lado, se torna exigible que nuestra
justicia no tome a los casos que involucren imputaciones a funcionarios
públicos por abusos cometidos en el ejercicio del cargo, como si los
funcionarios o ex funcionarios merecieran (por serlo o haberlo sido) una
deferencia especial. A tales funcionarios no les corresponde un trato
deferente, y ni siquiera un tratamiento como si fueran lo que no son, esto es,
ciudadanos comunes lidiando con asuntos privados. Se trata de individuos que,
por las responsabilidades públicas que consciente y voluntariamente han
asumido, y por el tipo de poder que manejan -control del presupuesto
estatal, control de los medios de la coerción legítima- merecen ser sujetos
al control público y el escrutinio judicial más estrictos. Corresponde aclarar
que este tipo de cambios tienden a ser resistidos por nuestra elite penal -la
que trabaja para la impunidad del poder- asimilando los conceptos de principio
de inocencia y presunción de inocencia (como si se tratara de
conceptos sinónimos e indistinguibles) y denunciando todo cambio en las cargas
y presunciones como ataques al “sacrosanto” principio de inocencia (cuando es
claro que nada de lo dicho hasta aquí implica socavar dicho principio liberal).
Importa resaltar, también, que la propia Corte Suprema Argentina se ha
acercado al sostén de criterios como los que aquí propongo, por ejemplo, en
casos como López Romero (2016), cuando sostuvo que los sobreseimientos en casos
de corrupción debían analizarse a través de un “escrutinio estricto”.
Del “Juicio a
las juntas” a la “era de la impunidad”. Del formalismo vacuo a una nueva
aproximación sustantiva del derecho. En los párrafos
anteriores sostuve que ya no resulta jurídicamente permisible interpretar y
aplicar nuestra normativa penal ignorando los cambios contextuales, políticos,
constitucionales y convencionales operados en nuestra realidad jurídica en las
últimas décadas. En definitiva (y contra lo que sugieren las autoridades y
doctrinarios penales que, con la excusa de preservar las garantías de “todos”
los individuos de nuestra comunidad, se benefician a través de la defensa de algunos
de sus miembros más poderosos), necesitamos comenzar interpretar y aplicar
nuestra normativa penal de un modo diverso, en línea con los cambios normativos
asumidos por nuestro derecho, y de un modo sensible al contexto en el que dicho
derecho va a aplicarse. Muchos de nosotros hemos sido testigos, sino
protagonistas más o menos directos del “Juicio a las juntas,” seguramente el
hecho jurídico más importante de nuestras vidas, y uno de los pocos
acontecimientos vinculados con el derecho de nuestro país que podemos recordar
y recuperar con pleno orgullo -sin ocultas vergüenzas. Aquel juicio nos
ofreció, también, la ilusión de que una Argentina diferente era posible: un
país sin impunidad, y en donde los más poderosos podían sentarse, un día, en el
banquillo de los acusados y ser llamados a dar cuenta por los crímenes
cometidos. Cuatro décadas después, aquella ilusión ha quedado por completo destruida:
vivimos hoy en una “era de impunidad”, en donde la clase dirigente privatiza
los beneficios colectivos, se arroga privilegios indebidos, y se protege a sí
misma, desde los distintos ámbitos del sistema institucional (y más allá de las
distinciones “oficialismo” y “oposición”), a través de un uso indebido del
aparato del Estado. Dicho sistema institucional favorece, estructuralmente, la
producción de abusos del poder y, correlativamente, la impunidad de quienes
utilizan en beneficio privado los recursos públicos que controlan. Es hora de
que, desde el derecho y la doctrina jurídica desafiemos ese “sistema
institucional funcional a la corrupción” que la propia dirigencia ha creado
para auto-protegerse, y al mismo tiempo, y para ello, abandonemos para siempre una
aproximación burdamente formalista del derecho, que busca vaciarlo de contenido
sustantivo. Esa lectura ultra-formalista del derecho es la que ayuda a convertir
a las normas vigentes, en apariencia apropiadas y suficientes para combatir a
la corrupción, en normas preparadas para tornarla posible y estabilizarla en el
tiempo. Hoy, en los hechos, la misma existencia de normas anti-corrupción aparece
al servicio de la corrupción que dichas normas dicen combatir: su presencia es
la que ayuda a bloquear las críticas que puedan recibirse en la materia, desde
el ámbito jurídico, o a través de organismos internacionales. Mientras tanto,
los tecnicismos a los que apelan los especialistas para dilatar juicios, exigir
nulidades o pedir sobreseimientos -amparados por un derecho innecesariamente
complejo, sobre abundante y contradictorio- sirven para proteger a los
imputados, imposibilitar directamente toda condena sobre lo mismos, disolver la
preocupación pública en la materia y silenciar definitivamente al lego, como si
toda queja pública demostrara burda ignorancia sobre el derecho. Para eso sirve
hoy la dogmática penal, y para eso trabaja hoy nuestra elite de penalistas -la
mejor entrenada en el área. El resultado es manifiesto: tenemos hoy un derecho
penal, y una elite penal al servicio de la impunidad de los más poderosos.
Nuestros compromisos democráticos y constitucionales, en cambio, nos exigen
terminar con esos privilegios, en nombre de los requerimientos de justa
igualdad sobre los cuales nuestro derecho -todo derecho democrático- se funda.
Esos mismos compromisos jurídicos y políticos son los que nos demandan una
práctica penal renovada y diferente a la que hoy predomina: una práctica
jurídica sensible al contexto, históricamente situada y políticamente
consciente.
[1]
Los datos en la
materia escasean -lo cual es parte grave del problema en juego- pero los pocos
que existen en el área son unánimes. Por ejemplo, según una auditoría del
Consejo de la Magistratura en materia de delitos relacionados con la
corrupción, los casos que llegan a ser investigados son sólo el 2% de los que
se inician, mientras que -para agravar la situación- menos del 1% de los
sujetos investigados resultan finalmente condenados. Otro informe, preparado
principalmente por organizaciones de la sociedad civil -incluyendo a ACIJ y
CIPCE- reafirmó la gravedad de la situación existente subrayando, además, la
duración promedio de los casos (de los 21 expedientes de corrupción examinados
en la muestra), que era de 12 años.”
[2]
Piénsese, por
caso, en el derecho norteamericano o sudafricano (post-apartheid) que pretendiera
aplicarse con independencia de siglos de discriminación racial promovida desde
el Estado y con apoyo del poder coercitivo de los distintos gobiernos. O
piénsese en las normas destinadas a evitar o sancionar la discriminación contra
la mujer, que fueran a ser aplicadas desconociendo siglo de discriminación
igualmente auspiciada o apoyada por el Estado. En tales casos, una aproximación
jurídica “ciega a la historia” y a las serias responsabilidades estatales en
dichos asuntos, resultaría obviamente equivocada. En todo caso, y por el
momento, conviene aclara que no estoy aludiendo a ningún método particular de
aplicación del derecho “sensible al contexto”; ni afirmando que los culpables
de hoy deben “pagar” por las faltas cometidas por los (impunes) culpables de
ayer; ni mucho menos diciendo que, en razón de las graves injusticias cometidas
en el pasado, el Estado moderno debe renunciar a los pilares básicos del
derecho penal liberal.
[3]
Artículo 36: Esta Constitución mantendrá su imperio aun cuando se
interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional
y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos. Sus autores
serán pasibles de la sanción prevista en el artículo 29, inhabilitados a
perpetuidad para ocupar cargos públicos y excluidos de los beneficios del
indulto y la conmutación de penas. Tendrán las mismas sanciones quienes, como
consecuencia de estos actos, usurparen funciones previstas para las autoridades
de esta Constitución o las de las provincias, los que responderán civil y
penalmente de sus actos. Las acciones respectivas serán imprescriptibles. Todos
los ciudadanos tienen el derecho de resistencia contra quienes ejecutaren los
actos de fuerza enunciados en este artículo. Atentará asimismo contra el
sistema democrático quien incurriere en grave delito doloso contra el Estado
que conlleve enriquecimiento, quedando inhabilitado por el tiempo que las leyes
determinen para ocupar cargos o empleos públicos. El Congreso sancionará una
ley sobre ética pública para el ejercicio de la función.
[4] Dentro de
dicho marco, ya no encontramos como elemento distintivo una recurrencia de
“golpes de estado” o ruptura institucional, a la vieja usanza -situaciones en
las cuales nuestras democracias morían “súbitamente,” y de un momento a otro.
Ahora, nuestras democracias se diluyen, como dijera el cientista político
Guillermo O’Donnell, de “muerte lenta,” a través de la degradación a que la
someten nuestras clases dirigentes.