3 may 2024
Llegan (en Junio) los Apuntes Italianos! Ojo ahí!
22 abr 2024
Corte Suprema 2: Sobre cómo debe actuar la Corte, frente a la crisis democrática (o, sobre el significado y valor del constitucionalismo dialógico)
https://www.lanacion.com.ar/opinion/como-debe-actuar-la-corte-frente-a-la-crisis-democratica-nid22042024/
La llegada al poder de un nuevo gobierno plantea interrogantes serios sobre el comportamiento que le corresponde asumir a la Corte Suprema, frente al mismo. En particular, cuando la nueva administración propone, como es el caso actual de la Argentina, reformas muy agresivas, en sus contenidos y formas. ¿Debe la Corte acompañar o ser deferente ante tales iniciativas? ¿Debe asumir una actitud más vigilante y activa? ¿Hasta dónde? ¿Sólo frente a “errores claros y manifiestos” (James Thayer)?
A través de sus acciones (y, sobre todo, omisiones) y también por medio de las declaraciones de su actual presidente, el máximo tribunal argentino ha ido dejando en claro cuál es la actitud que va a asumir como propia ante la administración entrante (una actitud que no difiere demasiado de la que adaptó frente a gobiernos anteriores): resguardo de los procedimientos establecidos por la Constitución, atención especial sobre las reglas de juego, deferencia frente a los poderes políticos. Se trata de una concepción fundamentalmente “procedimentalista” del control de constitucionalidad, que busca honrar la división de poderes, resistiendo el riesgo de la “judicialización de la política”.
A pesar de los méritos propios de los criterios que suscribe la Corte, los modos con que los desarrolla, y parte de sus contenidos deben ser rechazados. Merecen impugnarse, ante todo, sus tiempos deliberadamente lentos, su pasividad y deferencia extremas, sus engorrosos cálculos (autointeresados y estratégicos) sobre el impacto de sus fallos, la prioridad que otorga a su propia preservación institucional (y a su propia vida interna) y, sobre todo, la desatención y descuido que muestra frente a su primer deber de servicio: revigorizar el principio democrático, hoy erosionado y puesto en cuestión desde la cúspide del Poder Ejecutivo.
La Corte reclama para así (y se jacta de ello) un modo de actuar prudente y respetuoso de la división de poderes. Sin embargo, una vez más, si el concepto es correcto, la concepción es desacertada. Porque el resguardo de la división de poderes –su respeto– no implica ni nunca implicó, en la historia constitucional latinoamericana, un principio general de inacción y “espera” frente a los poderes políticos. Nuestros países rechazaron, desde el momento de su independencia, el modelo de la separación estricta de los poderes (separación destinada a impedir toda “injerencia” de unos poderes sobre otros), para adoptar, en cambio, un modelo de checks and balances, que no sólo permitía sino que exigía la permanente injerencia entre los poderes (sus mutuos controles). En este sentido, es un error pensar que a la Corte le corresponde una actitud de paciente espera frente a los poderes políticos (espera hasta el momento en que las acciones indebidas de la política se traduzcan en daños graves, o espera hasta que todas las demás instancias se hayan expresado primero). En otros términos, que la Corte tenga el carácter de “última instancia” no significa que ella debe ser la última en hablar, sino que no hay instancia superior a ella.
La función activa que le corresponde a la Corte en la preservación y el reforzamiento democrático es consistente con los compromisos republicanos de la Constitución y con la historia y las tradiciones de un tribunal que ha reclamado siempre ser un órgano clave en el sostén de la democracia. Para quienes entendemos el constitucionalismo en términos dialógicos, se trata de una exigencia “natural”, más bien obvia. Ha pasado demasiado tiempo ya, desde la independencia: no estamos más en los fines del siglo XVIII, o comienzos del siglo XIX, cuando podía entenderse el sistema de “frenos y balances” como podía hacerlo James Madison, es decir, dentro de una lógica más propia de la guerra, con ramas del poder preparadas para “defenderse” y “atacar”, respondiendo a “las seguras invasiones de las demás.” La lógica que debe distinguir hoy el comportamiento de las distintas ramas de gobierno es la de la cooperación y la ayuda mutua, orientada a asegurar el resguardo de los derechos y la participación democrática. En tal sentido –debe aclararse– ayudar a los otros poderes no implica simplemente aceptar o (peor aún) contribuir a blindar cualquier iniciativa de los poderes políticos, sino cooperar con ellos en la misión común, cual es la de trabajar para la preservación y el fortalecimiento del constitucionalismo democrático.
Por supuesto, si tuviéramos fuertes desacuerdos con la Corte sobre lo que significa preservar y fortalecer el sistema democrático, estaríamos en problemas. Sin embargo, afortunadamente, nuestro problema no se aloja allí, en absoluto. De hecho, estamos fundamentalmente de acuerdo en la necesidad de que la Corte ponga un foco especial en la custodia de los procedimientos constitucionales. Más aún, coincidimos en muchas de las implicaciones concretas que la justicia ha derivado ya, desde dicho principio. Por ejemplo, entendemos que el ideal de la “democratización de la Justicia” no puede convertirse en excusa para someter al Poder Judicial a los designios del poder político; sabemos que los DNU no son constitucionales, cuando –como ocurre hoy– pueden seguirse “los trámites ordinarios previstos por la Constitución para la sanción de las leyes”; aceptamos que no deben manipularse las reglas para elegir los representantes del Congreso en el Consejo de la Magistratura; suscribimos la idea según la cual la Nación no puede modificar discrecionalmente los fondos coparticipados que envía a CABA u a otras provincias.
La buena noticia, entonces, es que ya tenemos lo que parecía más difícil: es posible coincidir con la Corte en cuanto al criterio procedimentalista por el que opta, y que incluye un principio general de deferencia hacia la política. Más que eso: podemos coincidir, también, en muchas de las implicaciones que ella deriva de criterios tales, a la hora de decidir muchos casos concretos. La mala noticia es que aparecen diferencias muy significativas, también, sobre los modos en que actúa la Corte: la forma en que implementa su modelo, sus tiempos, su ritmo, la intensidad de los escrutinios que propone; el seguimiento que hace de sus propios fallos una vez decididos, y los muchos casos graves en que directamente omite fallar, cuando debiera hacerlo. El problema serio lo constituye todo ese núcleo: a la hora de decidir, la Corte prefiere calcular el modo en que sus decisiones impactan sobre su propio prestigio, antes que responsabilizarse por los daños que sus demoras y omisiones causan sobre el sistema democrático.
Por supuesto, como un equipo médico ante cualquier urgencia, la Corte debe actuar con cuidado y respeto, siguiendo todos sus protocolos. Pero ante los casos graves, y en caso de dudas (¿debo actuar ahora, si no me han llamado?, ¿ debo optar por intervenciones minimalistas o estructurales?), no debe primar su cálculo estratégico (“tal vez tal sector quiera resistir el fallo”) o su prestigio (evitar críticas ante respuestas drásticas), sino el juramento (hipocrático) que han hecho, al asumir sus cargos. Su misión primordial es la de salvaguardar la Constitución (y eso, cabe afirmarlo, ya representa un “caso”: el más importante de todos). En definitiva, no podemos especular –más precisamente, la Corte no debe especular nunca– frente a una Constitución a la que se agrede: se nos juega la democracia en situaciones tales, y se nos va la vida en eso.
Corte Suprema 1: En contra de su primera decisión sobre el DNU de Milei
7 abr 2024
La Argentina, y el peligroso experimento de Milei/ A Letter from Buenos Aires
31 mar 2024
20 mar 2024
Periodismo de Milei: Un nuevo desamparo
Hoy en ElDiarioAr.com 20 de marzo de 2024
https://www.eldiarioar.com/opinion/periodismo-milei-nuevo-desamparo_129_11226958.html
Una de las peores heridas que dejó el kirchnerismo, sobre muchos de nosotros, tuvo que ver con el renacer de un miedo que había resultado dominante en los años violentos: el miedo al desamparo frente al poder, en medio de injusticias y arbitrariedades sin freno. Hablo de los miedos que de un modo u otro padecimos en los 70, y que fuimos disipando, de a poco, esperanzada e ingenuamente, durante los años de la transición democrática. Entonces, nos ilusionamos pensando que, con el fin de la dictadura y la llegada de la primavera democrática, tomaban fuerza ciertas certezas compartidas, que ambiciosamente podríamos asociar con el Nunca Más. Pienso en ciertos acuerdos muy básicos que –podía creerse– habían pasado a formar parte del acervo común: una malla de contención frente a ciertos males generados por el Estado. Me refiero, ante todo, a deberes vinculados con el respeto de los derechos humanos o, para decirlo de un modo ambicioso, con las reglas morales del juego democrático.
Con el kirchnerismo, muchos advertimos que los límites que habíamos imaginado, no funcionaban. Y ello era así, no porque se repitieran entonces aquellos horrores extremos que –uno piensa– sólo ocurren con las dictaduras (la tortura cotidiana, la desaparición de personas). Lo que muchos sentimos en esa época fue que resultaban posibles (estaban allí nomás, detrás de la puerta) comportamientos que uno consideraba vedados: comportamientos que se situaban más allá de los límites colectivamente acordados. Resultó posible entonces, que el poder de turno cometiera arbitrariedades o injusticias gravísimas (por ejemplo, convirtiendo al aparato del Estado en una maquinaria para la corrupción; o extorsionando a funcionarios de la justicia a través de los servicios de inteligencia), y que un ejército de comunicadores (en los medios públicos, en las redes) saliera a encubrir o directamente a justificar tales atrocidades. Seguíamos solos, y sin el tipo de protecciones que podía facilitarnos un periodismo más o menos independiente.
La desilusión fue peor y más grave de lo que pensamos. Ante todo –ya lo he dicho– veíamos que no se activaban aquellos acuerdos relacionados con los derechos humanos (el periodismo oficial pudo responder, ante el asesinato de un fiscal que acusaba a la presidencia, presentando informes que hablaban de la vida disipada que llevaba el muerto). Sin embargo, la apuesta por el camino del infierno aparecía redoblada: al consenso de los derechos humanos habíamos sumado, en los años previos, otro acuerdo fundamental, derivado de los años menemistas. Conocimos todos la temible corrupción menemista (capaz de volar un pueblo entero para encubrir un negociado), a través de un periodismo de denuncia que –por modo propio– había elegido como su bandera la de la denuncia y la lucha contra la corrupción estatal. Y muchos pensamos que, desde la oposición al poder desbordado, híper-corrupto, se había construida una muralla (otra, una nueva) sólida y bien fundada. Pero no. Lo supimos enseguida: ni el pacto del Nunca Más se activaba, ni se veían los rastros de la supuesta muralla erigida contra la corrupción menemista. La batalla anti-corrupción que se había librado célebremente, desde el periodismo (batalla que habían liderado Página 12 y algunos de sus periodistas insignes), parecía terminada: las tropas ya no estaban. De pronto, los mismos medios, los mismos periodistas, que nos habían educado en el periodismo de denuncia contra el poder corrupto, nos señalaba burlonamente cuando hablábamos de corrupción. “¿Corrupción? ¿De qué corrupción me hablan?”, nos decían. Esos medios y esos periodistas habían pasado, subrepticia, inesperadamente, a la vereda contraria, y se reían a carcajadas de quienes osábamos hablar del tema: “honestistas”, “republicanos,” nos insultaban.
La síntesis hegeliana, la “fase superior” y más célebre de esa traición en marcha, la representó, como sabemos, el programa 6,7,8. Allí, se despedazaba en público, cada día, al que se animaba a pensar distinto; se lo humillaba frente a todo el resto, sin derecho de réplica. Inolvidable: bullying en manada y con risas de fondo. Cada día y en horario central. La nueva claque del poder instauró entonces dos medidas que convirtió en marcas de su propia práctica. Primero: no puede invitarse a ninguna figura de la oposición, ni discutirse con ella (asumiendo que cualquier disidencia puede poner en crisis a todo el sistema). Segundo: la voz de los disidentes debe presentarse, pero en su ausencia, y para ser humillada.
El punto de crisis que marcó ese periodismo del régimen fue tan bajo que, por ello mismo, otra vez, terminó por generar en muchos de nosotros una modesta esperanza: la de un periodismo que había aprendido la lección del fanatismo, el ocultamiento y el maltrato. La razón de esa modesta esperanza residía en que ahora (frente a un nuevo gobierno que a muchos de nosotros nos parece temible) pasaban a ocupar el centro de la escena pública muchos periodistas que habían sido abochornados, en los años previos, por sus pares (escupidas sus fotos en las paredes). Ahora, los humillados y ofendidos del kirchnerismo iban a tener la posibilidad de hacer docencia. Pero no. No fue así, sino lo contrario.
Por tercera vez, uno se equivocaba, y de manera exagerada. La muralla de contención que –pudimos pensar– luego de años de escarnio hacia opositores, se había formado –una muralla republicana, digamos– tampoco estaba. Por ello mismo, volvemos a encontrarnos hoy, para desgracia de todos, con un periodismo fanático, desatado, sin principios, dispuesto a ejecutar en patota sus linchamientos, pero con rostro humano, con la voz mejor modulada. La sustancia es igual: otra vez el bullying en el aire; y otra vez a burlarse del que habló mal del Presidente, y a mostrar sus faltas, y a buscar sus errores, y a ridiculizarlo en masa, y a castigarlo en público, y a reírse en coro, sin derecho a réplica. Los anticuerpos republicanos no funcionaron, al punto que –para sorpresa de muchos– volvieron a restaurarse (con signo invertido) las peores prácticas del fanatismo comunicacional establecidas en los años kirchneristas: sólo se convoca a los partidarios del gobierno; y a los críticos sólo se los invoca para humillarlos. Sin piedad, sin matices.
La tragedia del tiempo no tiene que ver (o no tiene que ver, exclusivamente) con la presencia de dinero e intereses controlando los contenidos de lo que se expresa en los principales medios: eso ya lo sabíamos. La tragedia es que se trate sólo o fundamentalmente de eso. Lo que asusta es que no haya límites: ni los que atribuimos al pacto por los derechos humanos; ni los de la denuncia frente a la corrupción de Estado; ni los propios de un básico republicanismo interesado en los “frenos y contrapesos”. Se trata de una desgracia que me animaría a calificar como histórica: las patologías de ayer (el escarnio, la parcialidad sin matices, la agresión en masa), que atribuíamos a una banda de exaltados a sueldo, se ha convertido, de pronto, en la normalidad propia de cada nueva jornada. Seguimos solos, sin resguardos, a merced del poder descarnado: desamparados.
13 mar 2024
Por qué el DNU debe ser jurídicamente rechazado
Escribimos junto con Laura Clérico, Raúl Gustavo Ferreyra y Andrés Gil Domínguez
El DNU 70/2023 debe ser rechazado por el Congreso
El DNU 70/2023 emitido por el Presidente, en acuerdo con sus ministros, debe ser rechazado por el Congreso por su manifiesta nulidad constitucional absoluta e insanable en el marco del control político ulterior previsto por el art. 99 inciso 3 de la Constitución.
La Corte Suprema de Justicia sostiene que “la Constitución Nacional no habilita a elegir discrecionalmente entre la sanción de una ley o la imposición más rápida de ciertos contenidos materiales por medio de un decreto” (Fallos 333: 633).
El Poder Ejecutivo tiene prohibido constitucionalmente "emitir disposiciones de carácter legislativo" y no puede acudir a un DNU porque no tiene mayoría en el Congreso. El DNU 70/2023 es un instrumento que se ha dictado por fuera de las “circunstancias excepcionales” admitidas en forma restrictiva por la Constitución. Corresponde subrayarlo una vez más: la Constitución autoriza el dictado excepcional de un DNU “solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes.” Y éste no es el caso, ya que el Congreso se encuentra funcionando.
Asimismo, al modificar o derogar de manera definitiva 81 normas, desnaturaliza las atribuciones del Congreso como órgano que titulariza la tarea constitucional de diseñar la legislación. Tal accionar comporta la ruptura de la separación de poderes del Estado, y favorece la concesión de la suma del poder público al Ejecutivo, algo expresamente prohibido por el art. 29 de la Constitución. Las facultades extraordinarias que se arroga el presidente permiten que los derechos y bienes de las personas queden a su merced: las libertades que se “conceden” un día desde el poder, a través de una medida discrecional, pueden ser “removidas” al día siguiente, a través de otra medida discrecional.
El Congreso tiene la obligación de evitar que se consolide el mecanismo que propone el DNU 70/2023 mediante el cual el Poder Ejecutivo puede elegir discrecionalmente entre dictar un decreto de necesidad y urgencia o someterse al trámite ordinario previsto por la Constitución para la sanción de las leyes.
Laura Clérico
Raúl Gustavo Ferreyra
Roberto Gargarella
Andrés Gil Domínguez
Ciudad de Buenos Aires, 13 de marzo de 2024
29 feb 2024
Qué podría decirle John Rawls a este gobierno
Publicado hoy, acá
https://www.clarin.com/opinion/dialogo-imaginario-milei-john-rawls_0_DSD93sTFv8.html
En las líneas que siguen, quisiera recurrir a la ayuda de la filosofía política contemporánea para reflexionar desde allí sobre el nuevo gobierno argentino. Me interesa pensar qué es lo que podríamos aprender de dicha filosofía. Me referiré, en particular, a John Rawls, quien fuera -junto con Jurgen Habermas- uno de los más importantes e influyentes filósofos políticos del siglo xx -quien cambiara el curso contemporáneo de la disciplina, involucrándola otra vez en los asuntos de la política (en términos de Rawls: “política, no metafísica”).
Según Rawls, la tarea principal de la filosofía política debía ser el estudio sobre el uso legítimo de la coerción. Como el Presidente, Rawls también se planteó, ante todo, la pregunta sobre cuándo es legítimo el uso de la fuerza estatal. Sin embargo, él lo hizo a partir de supuestos completamente distintos de los del Presidente. Para Rawls, la intervención estatal es imprescindible porque nadie se “merece” haber nacido pobre o rico; ni dotado de buena o mala salud; ni con un color de piel o de ojos o un sexo tal o cual. En todo caso -agrega Rawls- que uno haya resultado afortunado o perjudicado por “la lotería de la naturaleza” no es un problema: el problema es que el Estado respalde con su fuerza a esos hechos “moralmente arbitrarios” (si impide, como impidió, que las mujeres voten; o que las personas de color accedan a la escuela; o que los más pobres se eduquen). La justicia -dice Rawls- debe ser la primera virtud de las instituciones. En tal sentido, las afirmaciones presidenciales al respecto (del tipo “el Estado es criminal”) resultan, más que equivocadas, absurdas. Ello, entre otras razones, porque, así como -obviamente- un Estado que abusa, tortura o “roba” es injusto; también lo es el Estado que “no hace nada,” y de ese modo permite que algunos (digamos, los más afortunados o los más violentos) abusen de todo el resto. Para Rawls, los derechos de las personas pueden violarse tanto por la acción estatal (ie., cuando el Estado tortura), como por sus omisiones (por ejemplo, cuando no interviene y deja a los más jóvenes sin educación, y a los más viejos sin atención médica). Rawls acuñó una idea que luego (a través de Carlos Nino) el ex Presidente Raúl Alfonsín convirtió en frase propia: necesitamos mirar a la sociedad desde el punto de vista de los más desaventajados.
El Presidente podría replicar: la sola creación del Estado ya desata abusos e injusticias irrefrenables! El Estado nunca podrá actuar de modo justo! Sin embargo, en este punto, aún los anarco-capitalistas que el Presidente invoca defienden la intervención del Estado: ellos requieren (como Nozick, por ejemplo, rival teórico de Rawls), un “estado mínimo” que asegure, por ejemplo, defensa y justicia (ie, que proteja la propiedad privada; que cuide las fronteras; que persiga al narcotráfico). Y es aquí donde los libertarios tienen un problema irresoluble: ellos piden Estado, justamente, para el ejercicio de algunas de sus funciones más amenazantes (seguridad, defensa). Luego, la sugerencia de que “nosotros conseguiremos que el Estado llegue sólo hasta allí (ie, brinde seguridad, pero que no se exceda)” resulta contradictoria con la propia lógica de su furiosa crítica anti-Estatal (e incompatible con la idea presidencial sobre la eliminación del Estado).
Otra preocupación que expresaría Rawls, frente al Presidente, refiere a la necesidad de dotar de estabilidad a las políticas escogidas. Rawls le diría: de nada sirve definir un “rumbo correcto”, si la decisión del caso no va a poder sostenerse en el tiempo. Por eso mismo, resulta muy serio que las políticas se impongan a través de decretos (un DNU que hoy nos “concede” -sic- libertades puede ser eliminado mañana, con un chasquido de dedos); como que no obtengan el respaldo de los representantes en el Congreso; o (mucho peor) que no se “construya” cuidadosamente el respaldo democrático a tales políticas. Rawls considera irracional decidir las políticas pensando en “cuán lejos llegaríamos, si todo saliera perfecto” (llama a ésta, estrategia de “maximax”). Propone lo contrario: preguntarnos cómo quedaríamos parados, si la apuesta nos saliera mal (“minimax”). Qué pasaría, por caso, si por error o desgracia (“las diez plagas de Egipto”) nuestra principal política se frustrara? Nos mantendríamos de pie, gracias al respaldo democrático conseguido, o nos hundiríamos en el abismo, bajo la aquiescencia de todos aquellos a los que, en el camino, insultamos y despreciamos? (“son la casta,” “son ratas”).
Rawls dedicó la última, larga etapa de su vida a reflexionar sobre los problemas de tomar decisiones en el contexto de sociedades plurales, multiculturales y diversas, marcadas por el desacuerdo. Su amigo y colega Thomas Scanlon publicó un libro sobre el tema: “Lo que nos debemos los unos a los otros” (What we Owe to Each Other). La respuesta: nos debemos respeto, y por tanto tolerancia, y por tanto cuidado, y por tanto -y sobre todo- un enorme esfuerzo para explicar y justificar las decisiones que tomamos. Necesitamos convencer a todos de que las políticas que impulsamos son políticas razonables. Es decir, lo contrario a simplemente imponerlas, insultarnos, tomar al que piensa distinto como enemigo: degradamos así la vida pública. Y ninguno de nosotros se merece el maltrato.
20 feb 2024
Reglas de juego para la polarización
En lo que sigue,
procuraré explicar la preocupante situación política que atravesamos hoy, en la
Argentina, sin dar mayor relevancia a algunos de los factores que habitualmente
se mencionan para ello. En tal sentido, eludiré las explicaciones que apelan,
por ejemplo, a un cambio ideológico generalizado (“el país ha girado a la
derecha”); o que refieren a una súbita modificación de actitudes y preferencias
(“la gente ahora es más individualista”); o que refieren al impacto que
estarían ejerciendo las tecnologías modernas en la producción de nuevas formas
de comportamiento (“la culpa es de las redes sociales”). Sin descartar la
influencia de factores tales (cambios culturales y tecnológicos), procuraré
mostrar que este preocupante momento que vivimos en el país se debe (no
solamente, pero también) a unas reglas de juego establecidas, muy
cuestionables, que favorecen una polarización que impulsan los representantes
(“es todo o nada”), a la vez que dificulta o invisibiliza que emerjan y se
conozcan los cuidadosos matices que está dispuesta a reconocer la ciudadanía
(“que se haga de esto, bastante, pero nunca aquello”).
Conforme a lo anticipado,
tomaré como supuesto, en lo que sigue, que la Argentina atraviesa una etapa
políticamente “trágica”. Permítanme respaldar muy brevemente este aserto, antes
de concentrarme en el objeto principal de mi trabajo. Hablo de una “tragedia
política nacional”, porque en un momento de crisis radical como el que vivimos
(crisis económica, con tensión social, inseguridad, niveles de desigualdad
crecientes -situaciones todas que demandan enormes esfuerzos de comprensión y
ayuda mutuas), tenemos a la principal dirigencia caminando exactamente hacia el
lado contrario que necesitamos. Desde el poder no se busca y posibilita la
conversación política, sino que se la sabotea; no se ayuda a la conciliación,
sino al enfrentamiento; no se tratan de sanar las heridas sociales, sino que se
las atiza con fuego. Ninguno de nosotros se merece esto: ni ahora, ni antes, ni
nunca. No es éste el trato que nos debemos. Por humanidad; por respeto al otro;
por la legitimidad de las decisiones que se toman; por el hecho básico e
irremovible de que vivimos en sociedades marcadas por el desacuerdo. Insisto:
cualesquiera sean las broncas o las necesidades políticas del momento, nadie se
merece vivir rodeado de insultos y de maltrato. Y no porque seamos “almas
sensibles” o “bellas”, sino porque compartimos la igualdad dignidad moral de
ser humanos.
Pero entonces -yendo a la
pregunta central de este trabajo- por qué es que nos encontramos con dirigentes
que juegan con fuego, que persisten en presentar a la política pública en una
clave más propia de los videojuegos violentos? Sugeriré aquí que una causa de
ello (no la única, y tal vez no la principal), reside en las “reglas del
juego.” Se trata de reglas que, a pesar de sus muchos méritos, encierran
problemas de origen; se han deteriorado con el paso de los años; y en los
últimos tiempos han quedado bajo el control de quienes abusan de ellas (el
fenómeno de la llamada “erosión democrática”). Para comenzar con un punto que
reúne bastante acuerdo, señalaré que, desde hace décadas, en la Ciencia
Política, se estudia de qué modo algunas reglas constitucionales han ayudado a
socavar o limitar a los gobiernos democráticos. Ejemplos relativamente claros
de esas imperfectas reglas, son los siguientes: la institución del Colegio
Electoral (que, afortunadamente, la nueva Constitución Argentina dejó de lado),
y que permite la elección como Presidente de candidatos que, en los números, resultaron
derrotados (hasta por algún millón de votos, como en el caso de Trump, en los
Estados Unidos); el Senado, que es una institución cuyos miembros tampoco
tienen un origen directamente mayoritario; los miembros del Poder Judicial (el
poder “contramayoritario” por excelencia), que se compone de personas electas
por representantes de los otros dos poderes “minoritarios” (la Presidencia y el
Senado). Esto le ha permitido a Steven Levitsky (autor del principal “best
seller” político de nuestro tiempo, Cómo mueren las democracias?),
hablar, en su último libro, de la “Tiranía de la minoría”. De este modo,
autores como Levitsky simplemente retoman, profundizan y expanden lo que ya
señalara, décadas atrás, el “decano” de la Ciencia Política contemporánea, el
notable Robert Dahl -quien críticamente se preguntara, en uno de sus últimos
libros, “cuán democrática era” la Constitución de su país.
En lo personal, suscribo
plenamente objeciones como las de Dahl o Levitsky, pero también quiero ir
bastante más allá de ellas. Y ello así, no solamente por el afán de profundizar
en sus críticas, sino por convencimiento: la certeza de que la idea de democracia
debe leerse de un modo más exigente. En efecto, Dahl o Levitsky, entre tantos,
parten de una idea “mayoritaria” (“estadística”, al decir de Borges) de la
democracia (básicamente: “democracia como regla de la mayoría”), y a partir de
allí, y con acierto, muestran de qué modo las propias “reglas del juego” pueden
impedir hasta lo más obvio, esto es, que el poder se distribuya con prioridad
hacia los más votados (así, puede ocurrir, como en USA, que el Ejecutivo, el
Senado y la Corte, queden en manos del partido menos votado -el Republicano).
Hasta tales extremos llegamos. Sin embargo, muchos pensamos que la democracia requiere
ir más allá de la “regla de la mayoría”. Ella exige también, y por caso, que
las decisiones sean el producto de un debate inclusivo, abierto, inacabado. Me
anticipo: definir a la democracia de este modo no implica una mera
sofisticación abstracta (“jactancia de los intelectuales”) sino afirmar algo clave.
Permítanme ilustrar lo que digo con un caso, relacionado con el actual
gobierno.
Apenas un mes después de
haber llegado al poder, algunas encuestas llamaron la atención sobre algo finalmente
obvio, esto es, que el gobierno que gracias al ballotage había alcanzado un 56%
de los votos, no recogía -en absoluto- porcentajes de apoyo similares, en
relación con la mayoría de medidas que proponía. De hecho, preguntados sobre
los detalles de tales medidas, una mayoría de los encuestados manifestaba
diferencias con ellas, o se pronunciaba en contra de las mismas. La cuestión es
ésta: las personas pueden (todos nosotros podemos) discernir bastante bien
entre medidas diferentes. Podemos respaldar algunas medidas ampliamente (i.e.,
modificación de la ley de alquileres), mientras a otras las rechazamos de plano
(i.e., ajuste sobre los jubilados). Sin embargo, nuestras reglas
institucionales no ayudan a que emerjan tales lúcidas distinciones, y ni
siquiera favorecen que las conozcamos. Todo lo contrario: ellas alientan las
respuestas contundentes, espectaculares (las del “todo o nada”), mientras que
invisibilizan los cuidadosos matices que mostramos. A resultas de ello, puede
ocurrir que el Presidente actúe como si todavía contara con un respaldo
mayoritario y sin fisuras -como si la sociedad siguiera acordando en todo con
el Presidente (en la versión más exagerada de su motosierra).
En definitiva, lejos de
ocurrir, simplemente -y como sugieren algunos- que “la sociedad se derechizó”,
“se corrió a los extremos”, o “quedó a la merced de las redes sociales”; lo que
vemos es que -de un modo decisivo- el insoportable extremismo de los
representantes no expresa la sensatez de una sociedad que puede discernir y
matizar muy bien, si es que las reglas institucionales la ayudan a hacerlo, si
es que la política le permite demostrarlo.
5 feb 2024
La Constitución de la Igualdad (o por qué puede hablarse de un constitucionalismo de izquierda)
Publicado hoy en Clarín
https://www.clarin.com/opinion/exigencias-sociales-constitucion_0_7ZrydEJ7PW.html
A fines del siglo xvii, el liberal John Locke escribió su Tratado sobre el Gobierno, y en él incluyó sus célebres páginas en defensa del derecho a la propiedad. Es probable que, dados sus vínculos con la elite británica, Locke quisiera, antes que nada, justificar la apropiación privada de tierras “libres” que llevaban adelante sus amigos. Sin embargo, no pudo hacerlo: reconoció que su tarea justificativa le requería, antes que nada, expresarse en el lenguaje de la igualdad. Habló entonces de un derecho (universal, de todos y cada uno) a la propiedad, y defendió la apropiación de tierras sólo si se trataba de tierras “libres” (de propiedad de “nadie”, y que uno trabajaba), y en la medida en que se dejara “tanto y tan bueno para los demás”. De otro modo -debió admitirlo- la apropiación de tierras no se justificaba.
A fines del siglo xviii, James Madison, junto con un grupo de lúcidos dirigentes, en su mayoría propietarios de esclavos, escribieron la todavía vigente Constitución de los Estados Unidos. Posiblemente, en ese momento, nada les interesó más, desde la posición aventajada que ocupaban, que resguardar la propiedad de esclavos, y así dar respaldo jurídico a sus propios privilegios. Sin embargo, no pudieron hacerlo: un documento así no sería aprobado por nadie. Hablaron, entonces de la igualdad ante la ley, de los derechos de petición y asamblea (desde la Primera Enmienda), y no dijeron una sola palabra en apoyo de la esclavitud.
A mediados del siglo xix, cuando Juan Bautista Alberdi concibió a nuestra Constitución, lo hizo a partir de ideas informadas por el pensamiento de autores libertarios. Sin embargo, el texto final de la Constitución Argentina quedó definido por normas de otro contenido: cláusulas igualitarias, que consagraron el fin de los privilegios y prerrogativas de sangre; abolieron la esclavitud y de los títulos de nobleza; establecieron a la igualdad como “base del impuesto y de las cargas públicas;” y reconocieron los mismos derechos e inmunidades para todos los habitantes del país. Mucho más que eso, la Constitución permitió las protestas; afirmó el derecho de asamblea, el de peticionar a las autoridades y el de criticarlas sin censuras de ningún tipo. Más todavía: la Constitución se comprometió con un “garantismo” radical; exigió cárceles “sanas y limpias”; prohibió los tormentos, e hizo responsables a los jueces por cualquier medida capaz de “mortificar” a los detenidos. Los constituyentes advirtieron que una Constitución de otro tipo no iba a ser aceptada.
Las ilustraciones anteriores nos ayudan a reconocer una realidad -llamémosla, la “belleza del derecho”- que nos dice que, una sociedad democrática, el derecho sólo puede hablar un idioma: el idioma de la igualdad. El derecho no puede hablar un lenguaje distinto del de la igualdad, si es que pretende -como necesita hacerlo, imperiosamente- ganar legitimidad, ser reconocido y aceptado por todos. (Alguno exclamará: “Qué hipocresía!” Pero habrá que responderle con la máxima de La Rochefoucauld: “La hipocresía es el homenaje que el vicio le rinde a la virtud”. El derecho no tiene otra salida).
Por lo dicho, hay una mala noticia para quienes hoy quieren comprometer al derecho con desigualdades y privilegios que el derecho rechaza; o quieren ponerlo al servicio de una concentración de poder que el derecho niega. Lo que “dice” o “exige” una Constitución no depende de las intenciones de quienes la idearon o escribieron. Nosotros, como ciudadanos, no estamos obligados por “lo que quería Madison” o “lo que deseaba Alberdi”: nuestros derechos y deberes dependen de lo que está escrito en la Constitución, y no de las intenciones o deseos íntimos de sus autores.
Hay una noticia todavía peor, para quienes hoy quieren imponer reformas drásticas por decreto; o idean programas “de ajuste” que afectan, sobre todo, a los más débiles. Y es que la Constitución hoy vigente ya no puede considerarse, siquiera, la Constitución que Alberdi soñara: la nuestra es una Constitución que (como todas las latinoamericanas) fue reformada hasta adquirir un perfil social y democrático mucho más exigente que el que insinuaba hace dos siglos. Ahora, nuestra Constitución se muestra comprometida con la democracia; rechaza inequívocamente la concentración de poderes en el Ejecutivo (podría decirse que la Constitución del 94 fue escrita “contra” el Ejecutivo que legisla); define exigentes derechos sociales y económicos; toma enfático partido por los derechos de los trabajadores (“participación en las ganancias”; “control en la producción”; “colaboración en la dirección”); y garantiza la adopción de “acciones positivas” en favor de las mujeres. Allí se advierte, entonces, la mala noticia: no hablamos de fantasías ni de aspiraciones utópicas, sino del derecho vigente y exigible, hoy, en nuestro país. Por lo tanto, ningún programa económico resulta válido, si no se ajusta a las exigencias sociales de la Constitución. Ninguna reforma fiscal resulta permisible, si requiere violaciones de derechos hoy, en nombre de un paraíso que llegará mañana, o en quince años.
Roberto Gargarella acaba de publicar “Manifiesto por un Derecho de Izquierda” (2023, Editorial Siglo XXI).
17 ene 2024
Presentación del Manifiesto por un Derecho de Izquierda
Dos paginitas que leí ayer, en la presentación de Il Manifesto (luego publicado por Perfil, acá: https://www.perfil.com/noticias/opinion/manifiesto-por-un-derecho-de-izquierda.phtml )
Reclamar al derecho vigente, en la Argentina de aquí y ahora, como un “derecho de izquierda”, no debiera verse como una provocación ni como un exotismo extemporáneo. No se trata de una bravuconada, sino de una certeza derivada del texto de una Constitución como la nuestra, a la que cualquiera accede, que cualquiera puede leer. No se trata, tampoco, de una rareza, ni de una demanda fuera del tiempo, sino de una descripción de lo que nuestro derecho exige, en el opaco momento histórico en el que nos toca vivir. Ocurre que nuestro derecho constitucional tiene una impronta igualitaria muy fuerte que, además, no puede dejar de tener. El derecho lo sabe, como lo supo siempre: de otro modo, no consigue lo que necesita, esto es, legitimidad democrática, esto es, ser aceptado por todos. Por ello, inequívocamente toda Constitución representa, antes que nada, un pacto entre iguales. Ése es el We the People al que alude cualquier Constitución, en su primera línea; ése es el “gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo” del que hablaba Abraham Lincoln en su lucha anti-discriminatoria. El derecho habla y necesita hablar el idioma de la igualdad: no conoce otra lengua que ésa.
Por lo dicho, ninguna lectura de la Constitución resulta adecuada si concibe a los derechos constitucionales como exclusivos de un sector o como preferentes para alguna clase. Es que se trata de lo contrario: los derechos son universales, incondicionales, irremovibles. Los derechos son iguales para todos: ningún sector social puede quedar privado de sus derechos básicos, siquiera por un solo día.
Alguno dirá: hablamos entonces de fantasías, de una Constitución despistada, porque cuando miramos alrededor, no nos encontramos en absoluto con ese derecho igualitario al que aquí se apela. Gran error: cuando nació nuestro constitucionalismo, si mirábamos a los costados lo que encontrábamos eran esclavos, pero eso no significaba que la Constitución debía avalar la esclavitud, ni que, por negarla, se convertía entonces en una mera quimera: una Constitución de fantasía. La Constitución, por suerte, hizo entonces lo que debía hacer: consagró derechos, afirmó que en la Argentina no había más esclavos, y sostuvo que nadie tenía el derecho de esclavizar a los otros. La Constitución -insisto- hizo lo que tenía que hacer: marcó un horizonte igualitario e irrenunciable.
La impronta inequívocamente igualitaria de la que hablo es propia de cualquier Constitución, por serlo. Pero además, en casos como el de la Argentina, se trata de una marca de identidad incorporada en el propio texto de la misma, desde su nacimiento. Y ello, porque los delegados de antaño, los apocados liberales y conservadores de hace doscientos años, reconocieron al igualitarismo -a la igual libertad- como una opción ineludible. Por eso aludieron a la “noble igualdad”, por eso escribieron, en el corazón de la Constitución, que “La Nación Argentina no admite…fueros personales ni títulos de nobleza”; por eso afirmaron el principio de la igualdad ante la ley; y por eso, a lo largo de todo el texto de la Constitución, asumieron compromisos que harían empalidecer a los liberales y conservadores de hoy. Doy sólo un ejemplo adicional, para que empalidezcan un poco quienes critican hoy al garantismo, y consideran al término como si fuera un insulto. Dice la Constitución (como lo pensaba el ahora venerado Alberdi): “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice.” Noble garantismo radical, del siglo xix, que deja en claro los modos reaccionarios en que piensan los penalistas del presente.
Mucho más que eso, por supuesto. Y es que la Constitución Argentina adquirió, con el paso del tiempo, un perfil, un carácter igualitario mucho más definido. Así, y desde hace casi un siglo, la Constitución comenzó a utilizar un lenguaje reformista, radicalizado, que otras disciplinas -todavía hoy- ni se animan a ensayar. La Constitución habló, por ejemplo, de la igual remuneración por igual tarea; de la organización sindical libre y democrática; del derecho de huelga; de la participación de los trabajadores (cito) “en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección”. Todo ello, entre muchos otros reclamos absolutamente relevantes en el tiempo presente: reclamos vinculados con el derecho a la protesta; con el derecho a la vivienda digna; con el derecho a una crítica radical sobre los funcionarios públicos, políticos o judiciales.
Para quienes escuchan con sorna estas afirmaciones, pensando que tenemos un derecho meramente retórico o declamativo, hay malas noticias. La Constitución no incorpora esos compromisos igualitarios como mera poesía, o como espejos de colores. Por el contrario: lo hace para definir cuál es derecho vigente, y qué acciones pueden considerarse violatorias de ese derecho. Por eso, los incumplimientos constitucionales no pueden ser tratados como cuestiones de detalles, como descuidos que trataremos de resolver la próxima vez. Por eso también, la Constitución no puede ser vista -como parecen entenderla nuestros frívolos economistas, de hoy o de ayer- como un listado de objetivos vagos y generales, que debe ajustarse a los programas económicos que ellos definen sin consultarnos, pero a nuestro nombre. Es exactamente al revés: ningún programa económico pasa el test constitucional, si no es capaz de acomodar los exigentes derechos sociales y económicos que la Constitución determina. Ningún programa económico puede, por ejemplo, consagrar violaciones de derechos hoy, con la promesa de remediarlos en el futuro -digamos, en quince años. La igual libertad que establece nuestra Constitución no permite tomar a ninguna persona -y menos, a los grupos más débiles- como meros medios, sacrificables en nombre de los nobles o innobles objetivos del gobierno -se llame una moneda sana, se llame la emisión cero.
Quiero terminar citando a un socialista impensado y convencido, un artista íntegro y brillante: el genial Charles Chaplin. En el monólogo final de la obra maestra que fue “El gran dictador”, Chaplin enunció lo que parecía su propio programa de gobierno, un programa alejado de la realidad de discriminación, exclusiones, insultos y maltratos que hoy -todavía- también en nuestro país conocemos. Se trata de un programa, debo decirlo, perfectamente en línea con lo que el derecho de izquierda requiere: así, en su carácter inclusivo, en su estilo respetuoso de las diferencias, en su perfil democrático e igualitario.
Dijo Chaplin, en 1940 (¡!): “(De lo que se trata es) de ayudar a todos: blancos o negros, judíos o gentiles… los seres humanos somos así…No queremos odiar ni despreciar a nadie. En este mundo hay sitio para todos y la buena tierra es rica y puede alimentar a todos. El camino de la vida puede ser libre y hermoso, pero lo hemos perdido. Hemos progresado muy de prisa, pero nos hemos encarcelado a nosotros mismos. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Necesitamos más bondad, más gentileza. En nombre de la democracia…luchemos por un mundo nuevo, digno y noble que garantice el trabajo, a la juventud un futuro y a la vejez seguridad. Luchemos para hacer realidad lo prometido. Todos a luchar para liberar al mundo. Para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia. En nombre de la democracia, unámonos.”
15 ene 2024
8 ene 2024
Mileismo como contracara del Kirchnerismo
https://www.clarin.com/opinion/mileismo-cara-kirchnerismo_0_6E6dEF7ela.html
Apenas conocidos los contenidos del Decreto de Necesidad y Urgencia 70/23, emitido por el nuevo gobierno, muchos advertimos que estábamos frente a un hecho gravísimo, dentro de la ya extraordinaria historia jurídica argentina. Lo llamativo, en este caso, no tenía que ver sólo con la dimensión del decreto (366 artículos), ni con su extensión (83 páginas), ni tampoco, exclusivamente, con su descomunal ambición (terminar con las regulaciones de la medicina prepaga; cambiar las reglas para los despidos; modificar la normativa sobre alquileres; desregular el sector aerocomercial;, etc.). Lo extraordinario era la ligereza -irresponsable o cínica- con que el decreto se ponía a derogar normas (unas 300 normas vigentes) incluyendo decenas de leyes (unas 40 leyes), hasta colocarse por encima del Código Civil, como si tal cosa. Parecía una broma que movía a risa, si no fuera porque todos sabemos de actos arbitrarios similares, que terminaron siempre de modo trágico: el Presidente y sus asesores, jugando alegremente al juego del poder absoluto.
Recuperados de la sorpresa, muchos tratamos de encontrar la racionalidad (ya que no la justificación) de un decreto tan desmedido y aparatoso, que chocaba de modo abierto con la letra explícita de la Constitución (el art. 99 inc. 3 afirma que las decisiones legislativas del Ejecutivo son “nulas de nulidad absoluta” y condiciona a los Decretos de Emergencia a que “circunstancias excepcionales hicieran imposible”). Se trataba de una genialidad que no sabíamos descifrar? La propuesta era “fingir locura” -una instancia del “pedir 100, para obtener 50”? Nada de eso: a los pocos días, advertimos que no había genialidad alguna, sino improvisación absoluta; no había estrategia legal, sino desconocimiento y desdén sobre el derecho. El texto derogaba artículos inexistentes; consideraba “necesario” que los jueces usaran toga y martillo; y entendía “urgente” que los clubes de fútbol pasaran a ser sociedades anónimas. Mucho peor que eso: examinado en detalle, el DNU revelaba numerosos “injertos” añadidos por funcionarios y empresarios amigos, que buscaron aprovechar el “río revuelto” con el objeto de favorecerse a sí mismos.
Tal vez haya un beneficio posible, en todo ese estropicio: Quizás, el acto mesiánico que presenciamos ayer, adquiera hoy una contracara virtuosa, si es que el mismo nos ayuda a reafirmar el valor democrático del derecho. Y es que son esas razones -las que el DNU nos negara- las mismas que la Constitución toma en cuenta cuando exige, para el momento de legislar, de acuerdos democráticos amplísimos. Ahora tal vez lo veamos más claro: nadie es lo suficientemente “genial” como para poder cambiar cientos de normas en un día; requerimos del debate público para que los demás nos corrijan, pongan a nuestro alcance la información de la que carecemos, o reparen nuestros olvidos; y necesitamos, sobre todo, de los que piensan diferente, para que nos digan en qué nos equivocamos, o qué derecho fundamental afectamos, cuando proponemos lo que proponemos. Por eso, cuanto más radical sea la reforma del caso, más profundo debe ser el acuerdo democrático que alcancemos: mayores son las chances de equivocarse; mayores los riesgos de violar derechos; mayor es la posibilidad de que, en la discrecionalidad, se “colen” los intereses de los amigos. De todo lo dicho, por lo demás, se deriva el carácter inaceptable de lo sostenido por el Presidente, cuando colocó a sus opositores fuera del grupo de los “argentinos de bien”. De allí también lo alarmante de lo sostenido por Rodolfo Barra (primer abogado del Estado) cuando (emulando al jurista del nazismo, Carl Schmitt) presentó al Congreso como un mero obstáculo (una pérdida de tiempo), colonizado (según sus términos) por los “intereses creados de los que maman de la teta del Estado prebendario”. De allí, asimismo, lo frívolo y superficial de lo sostenido por Federico Sturzenegger (ideólogo principal del decreto) cuando -en línea con lo que sostuvieran los economistas de Chicago, en tiempos de dictaduras- calificó a las objeciones jurídicas a su decreto como “meras formalidades”, basadas seguramente en la defensa de “privilegios”. Paradojas del destino 1: si algo puede contribuir hoy a la preservación de un DNU indefendible jurídicamente, es la impresentable Ley 26122, inventada por Cristina Kirchner para facilitarle a su marido la posibilidad de gobernar por decreto (de acuerdo con dicha ley, con que una sola Cámara no se pronuncie en su contra, un decreto inválido puede quedar vigente). Paradojas del destino 2: si algo nos da esperanza hoy, a quienes peleamos por la derogación del decreto, son las cautelares que viene dictando la justicia, y que el kirchnerismo combatiera durante años, arropado bajo su bandera de guerra “contra la patria cautelar”. Quizás, finalmente, estos nuevos indicios nos confirmen que el Kirchnerismo y el Mileismo son poco más que las caras opuestas de nuestro mismo problema.
6 ene 2024
Contra 3 defensas oficialistas del DNU
Paso a concentrarme, entonces, en la defensa del decreto que hiciera Sturzenegger. En su alegato, Sturzenegger mantuvo que el DNU se justificaba porque la situación que atravesamos es excepcional; consideró que las objeciones basadas en el derecho (la inconstitucionalidad del DNU) referían a meras “formalidades” (“no nos enganchemos con formalidades” -sostuvo); sugirió que todos los gobiernos anteriores, y sobre todo el kirchnerismo, “gobernaron por decreto”; y acusó a sus críticos de usar a la Constitución como excusa, asumiendo que “en verdad lo que les molesta es el contenido”. Frente a sus dichos, bastaría con decir que, nos guste o no, tenemos una Constitución; que la Constitución no habla de “excepcionalidad” en un sentido subjetivo (“creo que la situación es excepcional”) sino objetivo (excepcional es la situación en que el Congreso está imposibilitado de legislar con normalidad); y que ella establece de modo clarísimo (en su art. 99 inc.3) que si el Congreso está funcionando, el DNU es inadmisible: fin de la historia. Desde el punto de vista de la Constitución, no hay dudas: el DNU es inválido.
Sturzenegger puede contradecirnos, señalando a los tantos DNU vigentes, dictados por gobiernos anteriores. Es cierto: se pueden hacer trampas para “mantener vivo” a un DNU inconstitucional -trampas como las que inventó el kirchnerismo, con la ley 26122, destinada a hacerle casi imposible, al Congreso, invalidar un DNU (por esa ley, las dos Cámaras deben pronunciarse en contra del decreto para invalidarlo -es decir, con la mera inacción de una Cámara, el DNU puede mantener vigencia). Pero esas trampas no convierten en constitucional lo que no lo es. No confundamos la vigencia de la norma con su validez. Por eso mismo (porque los DNU, como regla, son inválidos) es que la Corte, de modo reiterado y consistente, consideró inconstitucionales a los DNU que analizó desde el 94 (casos “Verrocchi” 1999, “Consumidores A,” 2010; “Pino, S.”, 2021). Me detendré ahora, en todo caso, en otros detalles de la argumentación de Sturzenegger.
Lo que más me interesa resistir, del discurso de Sturzengger, es la idea de que los asuntos económicos deben resolverse con independencia de las “trabas” y molestias impuestas por el constitucionalismo. Se trata de un enfoque demasiado habitual entre economistas (En particular, los que el gobierno identificara como sus “próceres”. Difícil no recordar, por caso, la insistente defensa que hiciera Friedrich Hayek del programa económico de Pinochet: las reformas económicas debían imponerse, más allá de las “formas”). Para Sturzengger, también, los límites legales aparecen como molestos “obstáculos” frente a la decisión presidencial. Tal como lo describió en la primera larga entrevista televisiva que se le hiciera sobre el decreto, el derecho aparece como “papelerío” burocrático; que se impone desde la Capital; que no sirve para nada importante; y que permite que algunos “vivos” inventen un “curro” o “kiosko” para empezar a cobrar, a cambio de permisos o excepciones. Lamentablemente, lo que Sturzenegger califica como “formalidades” molestas, no es otra cosa que lo la civilización occidental reconoce como división de poderes: la esencia misma del constitucionalismo democrático. Se trata de la principal invención de la humanidad, en reacción frente al poder discrecional del monarca absoluto. Es el recurso al que apelamos para construir soluciones comunes, en sociedades caracterizadas por el desacuerdo: un modo destinado a forjar consenso entre personas que piensan diferente, y que a la vez nos ayuda a eludir errores gravísimos, irreparables. Por caso, una decisión como la de ir a la guerra por Malvinas la tomó una sola persona, y de manera rapidísima: sin dilaciones. Pero los costos en vida y en deuda los seguimos pagando entre todos, desde entonces. Es decir, frente a las decisiones más importantes, la rapidez y la discrecionalidad no nos sirven. Pareciera, sin embargo, que los economistas de los 90 siguen pensando a las reformas como iniciativas que deben decidirse entre pocos, y aplicarse rápidamente y sin controles. Habrá que insistir frente a ellos, entonces, que es al revés: no se trata de impulsar una reforma económica de espaldas a la Constitución (“después se verá cómo se acomodan los derechos”). Se trata de que las políticas sociales y económicas sólo son permisibles si se acomodan a las obligaciones que la Constitución impone (i.e., “jubilaciones y pensiones móviles”; “igual remuneración por igual tarea”). Los derechos constitucionales no son poesía, ni parte del folklore latino: son deberes que obligan a todos, y que limitan estrictamente lo que nuestros funcionarios públicos pueden hacer y dejar de hacer.
Me detengo ahora, brevemente, en las razones ofrecidas por Rodolfo Barra, en defensa del DNU. Como anticipara, Barra combinó, peligrosamente, dos ideas de raíz autoritaria, derivadas de las que enunciara Carl Schmitt (el jurista del nazismo) frente a la República de Weimar. Por un lado, sostuvo que la figura del Presidente es “análoga a la del Rey” (Schmitt hablaba del líder del Ejecutivo como Fuhrer), y por otro, mantuvo que el Congreso traba todo el proceso decisorio, dada la presencia de “intereses creados” (de modo idéntico, Schmitt sostuvo que el Congreso de Weimar ya no era un órgano deliberativo, porque había sido capturado por intereses). Como conclusión, Barra afirmó la importancia de que la reforma se hiciera por decreto, agregando -en contraste- que el Congreso se demoraría “años” para tratar un DNU como el presentado (por las mismas razones, Schmitt justificó una política “decisionista” que girara en torno de la voluntad absoluta del líder).
Corresponde repetirlo: esta línea de argumentación enfrenta un problema grave, y ese problema es que vivimos en democracia. En una democracia constitucional, la prioridad no es la de decidir rápido, sino la de resguardar derechos. El objetivo principal del constitucionalismo democrático es impedir que el poder se extralimite y abuse. Y ello no requiere inacción ni inmovilismo: se puede legislar, se pueden tomar múltiples decisiones importantísimas, en perfecto resguardo de los procedimientos (como le dijera Washington a Jefferson: necesitamos “enfriar” el proceso legislativo, para evitar el riesgo de tomar decisiones “en caliente”). Para los apurados: el poder concentrado ofrece atajos veloces. Y peligrosísimos.
Finalmente: nada de lo anterior implica negar que nuestras instituciones funcionan muy mal, ni desconocer que contra ellas tenemos razonables quejas, de todo tipo. Sin embargo, frente a tales reclamos, podemos argumentar lo mismo que pudiera argumentarse hace décadas, contra Carl Schmitt. Si nuestro punto de partida es la democracia, y nuestro objetivo es el respeto de los derechos, luego, el mal funcionamiento de nuestras instituciones no debe llevarnos nunca a cerrar el Congreso (como pidiera Schmitt, como ya sugiriera Barra), ni mucho menos a reclamar la primacía del poder concentrado (la llegada del Fuhrer que exigiera Schmitt, la presencia del Rey que satisfaría a Barra). La solución debe ser siempre la contraria: menos discrecionalidad, más derechos y más democracia.