Publicado en LN, acá https://www.lanacion.com.ar/ideas/la-metrica-de-las-penas-y-el-derecho-a-una-segunda-oportunidad-nid11022023/
En las líneas que siguen, quisiera dejar asentadas algunas reflexiones en torno a un caso que nos ha conmovido a todos, recientemente. Me refiero al “caso de los rugbiers,” en donde una patota de jóvenes ultimó a golpes a un joven como ellos, por completo indefenso. Me interesa realizar algunas consideraciones sobre los modos en que el Estado respondió y debiera responder, frente a un horror semejante.
Antes de involucrarme en la tarea anunciada, sin embargo, quisiera dejar en claro lo que debiera ser obvio: que los matices que pueda implicar mi posición, respecto de las concepciones hoy predominantes en la materia, de ningún modo deben entenderse como una forma de minimizar la bestialidad de lo ocurrido. Conviene tenerlo en mente desde un principio: no existe algo así como un “juego de suma cero” entre los derechos de las víctimas, y los derechos que sus agresores (como todos los seres humanos, aún los peores) preservan. Es y debe ser posible meditar sobre todos esos derechos -los de uno y otro lado- sin tener que involucrarse en la ingrata tarea de aventar inaceptables sospechas: como si quien reflexionara sobre los derechos de los victimarios tuviera que aclarar a cada paso que no simpatiza con ellos. En lo personal, y en este caso concreto, me siento por completo identificado con la víctima y sus allegados; y considero que el Estado debe responder de modo inmediato y urgente, en la materia (aunque ello no implique considerar que el Estado deba asumir, como propia, la tarea de satisfacer las demandas o aspiraciones de las víctimas). Al Estado le corresponde actuar conforme a las reglas que lo sujetan.
Cuáles son, entonces, las reglas a las que se encuentra atado el Estado? Obviamente, las que regulan el derecho de nuestro país, empezando por la Constitución. Al respecto, comenzaría aclarando lo siguiente: lo que nuestro derecho ordena, no es “disponible” (“lo hacemos cuando nos gusta,” “lo cumplimos cuando nos conviene”, “lo acatamos si es que estamos de acuerdo”). La Constitución es obligatoria, y nos exige algunas cosas, a la vez que nos prohíbe otras. Por suerte, agregaría, tenemos una Constitución muy decente en la materia -una Constitución que, sobre la cuestión penal, abraza un interesante “liberalismo-conservador”, desde el siglo xix. En tal sentido, nuestra Constitución, en materia penal, dice pocas cosas, pero importantes. Entre ellas: ordena que las cárceles sean “sanas y limpias”, y que sirvan “para seguridad y no para castigo de los reos”; y define, además, que “toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificar” (a los presos) “más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice”. Nos guste o no, ése es nuestro derecho, y estamos obligados a obedecerlo. A raíz de lo cual, proclamas comunes en la esfera pública (proclamas que se escucharon tanto estos días), del tipo “que se pudran en la cárcel”; o “ahora les toca sufrir a ellos por lo que hicieron”, deben considerarse como propuestas por completo ajenas a nuestro derecho.
Mencioné recién algunas cuestiones que nuestro derecho resiste en el área (y que sugieren que las cárceles insanas, sucias y mortificantes que tenemos resultan inconstitucionales). Quisiera concentrarme ahora en un par de consideraciones adicionales, derivadas también del texto constitucional, pero referidas, específicamente, a las penas altas (“perpetua para todos”) demandadas, para el caso en cuestión, por la sociedad civil, o fijadas por los tribunales. Lo primero que diría es que debemos dejar de medir la justicia de las decisiones judiciales, con la métrica de la pena. Como en todo el mundo, la exigencia constitucional de hacer justicia debe ser entendida con independencia del nivel (alto o bajo) de penas que se establezca. Para decirlo más claro: la Constitución rechaza la idea de que “más justicia” implica “más pena” (recordemos, en estos días, la común afirmación de que “no se hizo completa justicia, porque no todos los acusados recibieron condena perpetua”). Países como Colombia, Sudáfrica o tantos otros, enfrentados a crímenes masivos, indescriptibles, nos sirven de ejemplo: los objetivos del Estado de Derecho, frente a las atrocidades sufridas, pueden requerir penas altas o bajas, penas efectivas o ausencia de penas: lo que importa es otra cosa (lograr la paz, conocer la verdad, por ejemplo) En Colombia, se intercambiaron penas más bajas por Paz (“renuncia a las armas”); como en Sudáfrica se habían intercambiado amnistías por Verdad (i.e., información acerca de dónde estaban enterrados los muertos). Es decir, la pena (y mucho más, la pena perpetua) es y debe ser un instrumento disponible de la Justicia: su adopción y su nivel de dureza depende de si sirve o no, y de qué modo, a los principios y fines que se propone el Estado. Hacer justicia, en términos constitucionales, no “exige” penas altas (muchísimo menos perpetua).
Me concentro ahora en lo que es el punto más importante de los que quería presentar en estos párrafos. Me refiero a un argumento que es constitucional y moral, contra las penas altas (ni qué decir, contra la “prisión perpetua”). En su moderado liberalismo penal, y en su notable humanismo (que contrasta con el “brutalismo” que campea hoy, en parte de los medios y la opinión pública), nuestro derecho mira con sospecha esas “altas” condenas. Y ello, por una razón obvia: tenemos el derecho a que se nos conceda una segunda oportunidad. El “contrato entre iguales” que implica una Constitución requiere que se nos reconozca ese derecho. Pensando en nuestros hijos, sobre todo, ninguno de nosotros hubiera aceptado firmar un contrato que no reconociera eso. Obviamente exigimos, de modo prioritario, que el derecho proteja a nuestros hijos. Pero demandamos también que, si ellos llegaran a equivocarse (por ejemplo, buscando -irracionalmente- integrarse o “quedar bien” con su grupo de amigos), y cometieran así el “error de su vida” (un acto atroz), no se los deje para siempre afuera: por fuera del “contrato” que nos une a todos; “expulsados de la tierra común”; condenados para siempre al “infierno” que son nuestras cárceles. Entiéndase bien: esto no quiere decir, en absoluto, que el Estado deba perdonar o minimizar el terror impuesto por alguno (quizás, por alguno de nuestros hijos); y es compatible con sostener que cualquiera que cometa una falta gravísima debe recibir un fuerte reproche penal, por parte del Estado. Sin embargo, en nuestro país, como en casi todo el mundo civilizado, resulta obvio que las penas desmesuradas en el tiempo resultan inhumanas, moralmente inaceptables, pero también ilegales. Después de pagar por nuestras culpas, tenemos que tener la posibilidad de arrepentirnos, pedir perdón, y rehacer nuestras vidas: todos tenemos el derecho constitucional a que se nos conceda una segunda oportunidad en nuestras vidas.