15 feb 2023

El derecho a una segunda oportunidad

 


Publicado en LN, acá https://www.lanacion.com.ar/ideas/la-metrica-de-las-penas-y-el-derecho-a-una-segunda-oportunidad-nid11022023/

En las líneas que siguen, quisiera dejar asentadas algunas reflexiones en torno a un caso que nos ha conmovido a todos, recientemente. Me refiero al “caso de los rugbiers,” en donde una patota de jóvenes ultimó a golpes a un joven como ellos, por completo indefenso. Me interesa realizar algunas consideraciones sobre los modos en que el Estado respondió y debiera responder, frente a un horror semejante. 

Antes de involucrarme en la tarea anunciada, sin embargo, quisiera dejar en claro lo que debiera ser obvio: que los matices que pueda implicar mi posición, respecto de las concepciones hoy predominantes en la materia, de ningún modo deben entenderse como una forma de minimizar la bestialidad de lo ocurrido. Conviene tenerlo en mente desde un principio: no existe algo así como un “juego de suma cero” entre los derechos de las víctimas, y los derechos que sus agresores (como todos los seres humanos, aún los peores) preservan. Es y debe ser posible meditar sobre todos esos derechos -los de uno y otro lado- sin tener que involucrarse en la ingrata tarea de aventar inaceptables sospechas: como si quien reflexionara sobre los derechos de los victimarios tuviera que aclarar a cada paso que no simpatiza con ellos. En lo personal, y en este caso concreto, me siento por completo identificado con la víctima y sus allegados; y considero que el Estado debe responder de modo inmediato y urgente, en la materia (aunque ello no implique considerar que el Estado deba asumir, como propia, la tarea de satisfacer las demandas o aspiraciones de las víctimas). Al Estado le corresponde actuar conforme a las reglas que lo sujetan. 

Cuáles son, entonces, las reglas a las que se encuentra atado el Estado? Obviamente, las que regulan el derecho de nuestro país, empezando por la Constitución. Al respecto, comenzaría aclarando lo siguiente: lo que nuestro derecho ordena, no es “disponible” (“lo hacemos cuando nos gusta,” “lo cumplimos cuando nos conviene”, “lo acatamos si es que estamos de acuerdo”). La Constitución es obligatoria, y nos exige algunas cosas, a la vez que nos prohíbe otras. Por suerte, agregaría, tenemos una Constitución muy decente en la materia -una Constitución que, sobre la cuestión penal, abraza un interesante “liberalismo-conservador”, desde el siglo xix. En tal sentido, nuestra Constitución, en materia penal, dice pocas cosas, pero importantes. Entre ellas: ordena que las cárceles sean “sanas y limpias”, y que sirvan “para seguridad y no para castigo de los reos”; y define, además, que “toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificar” (a los presos) “más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice”. Nos guste o no, ése es nuestro derecho, y estamos obligados a obedecerlo. A raíz de lo cual, proclamas comunes en la esfera pública (proclamas que se escucharon tanto estos días), del tipo “que se pudran en la cárcel”; o “ahora les toca sufrir a ellos por lo que hicieron”, deben considerarse como propuestas por completo ajenas a nuestro derecho. 

Mencioné recién algunas cuestiones que nuestro derecho resiste en el área (y que sugieren que las cárceles insanas, sucias y mortificantes que tenemos resultan inconstitucionales). Quisiera concentrarme ahora en un par de consideraciones adicionales, derivadas también del texto constitucional, pero referidas, específicamente, a las penas altas (“perpetua para todos”) demandadas, para el caso en cuestión, por la sociedad civil, o fijadas por los tribunales. Lo primero que diría es que debemos dejar de medir la justicia de las decisiones judiciales, con la métrica de la pena. Como en todo el mundo, la exigencia constitucional de hacer justicia debe ser entendida con independencia del nivel (alto o bajo) de penas que se establezca. Para decirlo más claro: la Constitución rechaza la idea de que “más justicia” implica “más pena” (recordemos, en estos días, la común afirmación de que “no se hizo completa justicia, porque no todos los acusados recibieron condena perpetua”). Países como Colombia, Sudáfrica o tantos otros, enfrentados a crímenes masivos, indescriptibles, nos sirven de ejemplo: los objetivos del Estado de Derecho, frente a las atrocidades sufridas, pueden requerir penas altas o bajas, penas efectivas o ausencia de penas: lo que importa es otra cosa (lograr la paz, conocer la verdad, por ejemplo) En Colombia, se intercambiaron penas más bajas por Paz (“renuncia a las armas”); como en Sudáfrica se habían intercambiado amnistías por Verdad (i.e., información acerca de dónde estaban enterrados los muertos). Es decir, la pena (y mucho más, la pena perpetua) es y debe ser un instrumento disponible de la Justicia: su adopción y su nivel de dureza depende de si sirve o no, y de qué modo, a los principios y fines que se propone el Estado. Hacer justicia, en términos constitucionales, no “exige” penas altas (muchísimo menos perpetua).

Me concentro ahora en lo que es el punto más importante de los que quería presentar en estos párrafos. Me refiero a un argumento que es constitucional y moral, contra las penas altas (ni qué decir, contra la “prisión perpetua”). En su moderado liberalismo penal, y en su notable humanismo (que contrasta con el “brutalismo” que campea hoy, en parte de los medios y la opinión pública), nuestro derecho mira con sospecha esas “altas” condenas. Y ello, por una razón obvia: tenemos el derecho a que se nos conceda una segunda oportunidad. El “contrato entre iguales” que implica una Constitución requiere que se nos reconozca ese derecho. Pensando en nuestros hijos, sobre todo, ninguno de nosotros hubiera aceptado firmar un contrato que no reconociera eso. Obviamente exigimos, de modo prioritario, que el derecho proteja a nuestros hijos. Pero demandamos también que, si ellos llegaran a equivocarse (por ejemplo, buscando -irracionalmente- integrarse o “quedar bien” con su grupo de amigos), y cometieran así el “error de su vida” (un acto atroz), no se los deje para siempre afuera: por fuera del “contrato” que nos une a todos; “expulsados de la tierra común”; condenados para siempre al “infierno” que son nuestras cárceles. Entiéndase bien: esto no quiere decir, en absoluto, que el Estado deba perdonar o minimizar el terror impuesto por alguno (quizás, por alguno de nuestros hijos); y es compatible con sostener que cualquiera que cometa una falta gravísima debe recibir un fuerte reproche penal, por parte del Estado. Sin embargo, en nuestro país, como en casi todo el mundo civilizado, resulta obvio que las penas desmesuradas en el tiempo resultan inhumanas, moralmente inaceptables, pero también ilegales. Después de pagar por nuestras culpas, tenemos que tener la posibilidad de arrepentirnos, pedir perdón, y rehacer nuestras vidas: todos tenemos el derecho constitucional a que se nos conceda una segunda oportunidad en nuestras vidas.












6 feb 2023

Cuando más justicia no significa más pena



Todos hemos quedado conmovidos, en estas últimas semanas, a partir de los juicios desarrollados en torno a algunos crímenes brutales. Pienso, en particular, en la muerte de un joven, provocada por los golpes que le impusiera una patota de otros jóvenes rugbiers. Crímenes como éstos, y sus detalles, nos han generado, a todos, dolor y daño en exceso. Quisiera, sin embargo, tomar la oportunidad que nos ofrece este momento de duelo colectivo, para plantear algunas preguntas y dudas -para mí difíciles de responder- relacionadas con las respuestas altamente “punitivistas” que hoy, ligeramente, se ofrecen ante dichos casos. El objetivo del texto no es el de generar controversias innecesarias, sino el de reflexionar críticamente sobre temas tan tristes como complejos.

Más justicia, más pena? Comienzo planteando una perplejidad propia de las demandas por penas “severas” o “de por vida”. De modo habitual, se nos dice que, de ese modo (con “penas muy altas”) se busca “hacer justicia”. Ello así, vinculando -incomprensiblemente- al nivel de “justicia” de la respuesta estatal, con la métrica de los “años de cárcel” (resultó trágico, en estos días, oír el desfile de declaraciones de nuestra clase dirigente, festejando las “condenas de por vida” porque “finalmente se hizo justicia”). En la Argentina, nos hemos acostumbrado a este tipo de asociaciones, desde los años de los juicios ante los crímenes de la dictadura: sólo cuando se escuchaban condenas a perpetuidad se decía: “por fin se hizo justicia!” Sin embargo, para todos los casos, y aún o especialmente frente a los crímenes más terribles, no hay nada obvio en dicha asimilación entre “más justicia” y “penas más altas”. En la Colombia de hoy, después de décadas de “conflicto armado,” el Estado busca “Justicia y Paz”, con independencia de si ello requiere más o menos “penas”. Algo similar ocurrió en la Sud-África post-Apartheid: lo que importaban eran otras cosas -saber la “Verdad” de lo ocurrido, por ejemplo- más que imponer los castigos más severos.  Es decir: la asimilación entre “justicia” y “penas más severas” no es obvia, ni parece sensata, ni resulta necesariamente provechosa, en ningún sentido.

Qué finalidad buscamos, a través de un duro castigo? Una vez que nos queda en claro que “hacer justicia” no es lo mismo que “condenar con más penas,” resurge la pregunta sobre qué es lo que en realidad buscamos, cuando demandamos castigos severos. Ofrezco aquí algunas respuestas muy comunes, adelantando el problema que veo en ellas: ellas parecen apuntar a lugares muy distintos, muchas veces en tensión entre sí. La pregunta es: Qué es lo que queremos, cuando proponemos “las penas más altas,” en estos casos? Queremos que “la sociedad aprenda” qué es lo que pasa, cuando alguien comete un crimen aberrante? (queremos “infundirle miedo” al resto de la sociedad, tomando a los culpables como “meros medios”?). Queremos, exclusiva o fundamentalmente, “darle su merecido” a los asesinos del caso? Queremos que ellos no tengan la oportunidad de volver a cometer un crimen semejante? Queremos “reformar” a esos criminales, para luego intentar reintegrarlos? Queremos buscar su arrepentimiento y enmienda? Una vez más: necesitamos aclarar(nos) qué es lo que buscamos, a través del castigo severo, porque muchas de las respuestas anteriores parecen incompatibles entre sí (se dirigen a sujetos distintos; buscan objetivos diversos; se satisfacen con medios opuestos; etc.).

Respuestas internamente muy frágiles. Una vez que definimos qué es lo que efectivamente perseguimos, a través del “castigo severo” (“disuadir al resto”; darle a alguien su “merecido”; “reformar y reintegrar” a los criminales) necesitamos reflexionar sobre la racionalidad y razonabilidad del objetivo específico que elegimos -cualquiera sea- y sobre los medios por los que optamos para logar tales objetivos. Mi impresión es que no pensamos o no queremos pensar demasiado sobre la cuestión, porque intuimos las dificultades que vamos a encontrarnos en el camino. No digo esto con el ánimo de “complicar las cosas”, sino con el genuino objetivo de pensar mejor sobre lo que es difícil. Veamos: si proponemos la imposición de “penas ejemplares” (“altísimas”) para disuadir a potenciales criminales (“que nadie más se anime a cometer un acto así”), deberemos tomar conciencia de que la disuasión no parece estar funcionando bien en ninguna parte (el criminal habitualmente asume que “a él” no lo encontrarán; los niveles de criminalidad parecen depender de otras variables ajenas a los niveles de pena que establecemos; etc.); y reconocer también que otras políticas (preventivas) pueden resultar más humanas y más eficientes para la disuasión que buscamos (más allá de que nos evitan la inmoralidad de tomar a los condenados como “meros medios” para conseguir los fines que nos proponemos). Por el contrario, si lo que más nos importa, cuando castigamos, es que el criminal “cambie” o “se reforme”, para después poder “reintegrarlo”, tenemos que advertir que nos dirigimos a un fracaso seguro si, para lograrlo, confinamos al criminal un antro de maltrato y violencia (nuestras cárceles); lo rodeamos de los peores criminales que hemos encontrado; y lo aislamos del resto de la sociedad (de su familia y de sus afectos). Lo que “aprenderá” el criminal, a través de esa “escuela” que le impusimos, es a ser todavía más violento: de allí saldrá, cuando salga, mucho peor de como había ingresado, pero ese resultado será ahora, en parte, responsabilidad nuestra. Se tratará del “producto esperable” de la “educación en el crimen” que le hemos dado. Finalmente, si lo que buscamos, a través de penas “altísimas” es darle a alguien “su merecido” (digamos, una especie de impermisible venganza a manos del Estado que tiene el monopolio de la violencia), convendrá que nos aclaremos, previamente, cómo vamos a “medir” ese “merecimiento” (Qué “merece” una persona que comete un crimen, como el de los rugbiers? Que la torturen? Que le arranquen un pie? Que la condenen a muerte?). Y, más allá de esa insoluble dificultad para precisar qué es lo que alguien “realmente merece”, luego de un crimen grave, convendrá reflexionar, también, sobre la clase de sociedad que somos o en la que nos convertimos, condenando de ese modo extremo. Supongo (aunque, por ahora, no lo afirmo, sólo lo planteo como duda), que alguno de esos criminales (digamos, alguno de los rugbiers citados) cometió, sin pensarlo mucho, el error de su vida, y hoy está profundamente arrepentido de lo que hizo. Si esto es cierto, esa sola posibilidad debiera ocupar un lugar importante a la hora de ofrecer respuestas, desde el Estado. Tal vez, más que arrojar al infierno a ese joven criminal, y desentendernos del mismo (que es lo que haremos), podríamos apostar a recuperar o reconstruir la parte de humanidad que aún preserva (hablamos, finalmente, de adolescentes, casi niños). No se trata de que seamos ingenuos (han hecho algo terrible), pero tampoco de cerrar los ojos (nosotros, el Estado) frente a las consecuencias (desastrosas) de las respuestas que damos. Si se me permite la herejía: ninguno de nosotros está exento de cometer un error imperdonable.

La Constitución no permite “cualquier” respuesta. Algunos eventuales lectores, seguramente, no se sentirán en absoluto interpelados o persuadidos por nada lo que he dicho hasta aquí. Ellos -seguramente, y en parte se entiende- se encuentran por completo convencidos del valor y necesidad de las penas “más duras” (“que se pudran en la cárcel”). Pues bien, quienes quieran mantenerse, obstinadamente, en ese lugar (el del híper-punitivismo) deberán tomar nota, al menos, de que nuestra Constitución no permite, cualquier respuesta en la materia (sobre todo, respuestas híper-punitivas, como las que ellos invocan). En efecto, la vieja Constitución de 1853, con su modesto liberalismo humanitario, condena y prohíbe ciertas (comunes) respuestas penales. Simplemente cito la frase crucial que dedica el art. 18 de la CN, a la cuestión de las penas, recordando que se trata de un “mandato” obligatorio, para todos, y no de una mera “recomendación” que podemos cumplir si tenemos ganas. Dice la CN: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice.” Esa frase nos confirma que la mayor parte de las cosas que hacemos en el área (las cárceles que tenemos, los castigos que damos, el tipo de penas que imponemos) son, directamente, contrarias a derecho: “mortificamos” a través de la pena; “castigamos” a través de la privación de libertad; mantenemos cárceles “insanas y sucias”. Todo lo cual puede ser irrelevante para periodistas y propagandistas en el área, pero no puede serlo para los funcionarios que tienen la obligación de aplicar el derecho. En definitiva: nos encontramos frente a un tema doloroso y arduo de tratar. Sin embargo, el hecho de que tengamos enormes dificultades para reconocer, frente a estos terribles casos, cuál es la mejor respuesta de la que disponemos -en términos legales, políticos y morales- no habilita cualquier respuesta alternativa, que impulsiva o irreflexivamente ofrezcamos.