18 may 2022

Reformar las instituciones, pero no de cualquier modo, no en cualquier dirección



 https://www.clarin.com/opinion/reformar-instituciones-cualquier-modo_0_M0XxTxo8YU.html


No hay dudas de que nuestra dirigencia política, en su casi totalidad, es parte importante de la crisis en la vida pública que afecta a nuestro país desde hace décadas. Sin negarlo, en este texto quisiera dar un paso atrás para mirar con más atención a los elementos institucionales que dan marco a las acciones de nuestra dirigencia, desalentando la cooperación, incentivando conductas indeseadas, o poniendo obstáculos a comportamientos más fraternales. Mencionaré a continuación, brevemente, varios rasgos defectuosos de nuestro sistema institucional. Algunas de las características que citaré pueden considerarse como “errores” de nuestros “padres fundadores” (pienso, en particular, y si se me permite, en los “errores” de Juan B. Alberdi); otros criterios pueden ser vistos como “malas” opciones de diseño institucional (por ser criterios que hoy tenderíamos a repudiar); y algunas otras elecciones pueden definirse como “vetustas”, luego de más de 200 años de adoptadas.

Comienzo por un rasgo tan relevante como poco examinado. Pensando en una Constitución nueva para el país, Alberdi propuso, para la Argentina, la adopción de una Constitución como la de los Estados Unidos, que tenía en su centro un sistema de “equilibrios y frenos” (una Cámara de Diputados que se “balanceaba” con la de Senadores; poderes políticos “equilibrados” por un Poder Judicial no elegido directamente por la política; etc.). Sin embargo, para tratar de “adaptar” a las peculiaridades nacionales un modelo que fundamentalmente se “importaba” de afuera, Alberdi sugirió combinar la Constitución norteamericana con (otra influencia “importada”) la de Chile, para fortalecer los poderes del presidente y permitirle al Ejecutivo que “asum(a) las facultades de un rey en el instante que la anarquía le desobedece como presidente republicano.” Aquí es donde se advierte el “error” alberdiano, derivado del razonable esfuerzo por adaptar lo foráneo a lo local: ahora, y con una mano, nuestra Constitución consagraba un delicadísimo sistema de “equilibrio de poderes” (basado en la regla estricta de que ninguna rama del poder fuera más poderosa que las demás), mientras que con la otra negaba, vaciaba de sentido, y finalmente pulverizaba dicho equilibro, a través de un Ejecutivo con poderes afines a los “de un rey”.

Otros “defectos” derivados de dicho “momento fundacional” resultan del modo en que los “liberales” y “conservadores” que participaron de la Convención de 1853 “acomodaron” sus diferencias. Procurando que ninguna facción se impusiera, y que ambas obtuvieran algo de (o casi todo) lo que pretendían, liberales y conservadores plagaron a nuestra Constitución de cláusulas contradictorias. Por ejemplo, el art. 14 consagró la libertad de cultos (como pedían los liberales) mientras que, al mismo tiempo, el art. 2 impuso al catolicismo como religión nacional (demanda de los conservadores). Asimismo, el art. 19 afirmó una defensa ultra-liberal de las “acciones privadas” en su primera línea, que directamente contradijo en la segunda línea de su texto (a partir de la demanda conservadora de no afectar “en modo alguno” ala “moral pública”).

Otras dificultades tienen que ver con visiones propias de nuestros “padres fundadores”, que hoy (mayoritariamente) tenderíamos a rechazar. Es lo que ocurre con los rasgos más aristocráticos que democráticos con los que se diseñó al Poder Judicial; la concepción de la representación política como “independencia de” (y no como “vínculo con”) los electores; un modelo que desalienta la participación colectiva de la comunidad; la radical desconfianza en la ciudadanía que permea a toda la Constitución de 1853; etc.

Finalmente, aludiría a los múltiples problemas derivados de una Constitución escrita -en sus rasgos centrales- hace casi 200 años, y pensada -por tanto- para una sociedad que ya no existe. Por mencionar sólo un caso importante: todo nuestro sistema representativo fue pensado teniendo en mente una comunidad relativamente poco numerosa, dividida en pocos grupos (comerciantes, propietarios, etc.), internamente homogéneos, y compuestos por sujetos egoístas (por eso, se asumía que con un Congreso que incluyera a algunos pocos representantes de cada grupo, “toda” la sociedad quedaba representada, y cada sector bien defendido). Hoy, nuestra sociedad no tiene nada que ver con aquella entonces imaginada: la de hoy se distingue por su pluralidad, su multiculturalismo, y el carácter heterogéneo de sus infinitos grupos componentes. No puede sorprender, ante tales cambios, la radical incapacidad de nuestras instituciones “representativas” para “captar” la diversidad propia de la actual sociedad -hecho en buena medida responsable de los déficits de representación que obviamente hoy exhibe nuestro sistema político.

Breves y provisionales conclusiones. Primera: no sólo necesitamos de mejores representantes, sino también de mejores instituciones. Segunda: por supuesto que necesitamos cambiar nuestras instituciones, pero no de cualquier modo (las reformas deben ser acordadas, antes que impuestas a las trompadas), ni en cualquier dirección. No se trata de “cambiar por cambiar,” ni (mucho menos) de “cambiar porque así le va mal a mi grupo”. Se trata de optar por instituciones que, a diferencia de las actuales (“capturadas” por elites partidarias y oligarquías corporativas), que dificultan la representación, la cooperación, la inclusión social y el debate público, se dirijan a favorecer algo diferente: una conversación colectiva, inclusiva, democrática, transparente, abierta, inacabada.




16 may 2022

De Waldron sobre Raz: "El gigante gentil de la filosofía"


 Muy lindo texto, acá

https://www.newstatesman.com/ideas/2022/05/philosophys-gentle-giant

Joseph Raz, a commanding figure in modern legal philosophy, died in London on 2 May aged 83. He was one of three or four philosophers who made towering contributions to our theoretical understanding of law. The others were Hans Kelsen (1881-1973), HLA Hart (1907-92) and Ronald Dworkin (1931-2013). They are all gone now. Analytic jurisprudence – and, in Raz’s case, the philosophy of law washing over into the study of practical reason generally – is their legacy.



Raz, born in Haifa in 1939, was a graduate of the Hebrew University in Jerusalem. After getting his law degree, he went to Oxford to do graduate work under Hart’s supervision. Then, having returned for a few years to Jerusalem following the completion of his doctorate, he came back to Oxford in 1972 to take up a fellowship at Balliol College. There he remained, in one capacity or another – tutorial fellow, professor of the philosophy of law, research professor – until his retirement from Oxford in 2009. But his work continued. He taught at Columbia Law School in New York City from 2002 until 2019 and at King’s College, London until his death. Over the years he also held visiting positions at places such as Berkeley Law, the Australian National University, the University of Toronto, and Yale Law School.


At each institution, Raz was a loving colleague and mentor to students, lecturers, and younger professors – intimidating them no doubt with the rigour of his analysis, but at the same time keeping them close, inspiring them with his example of how much could be achieved by trusting one’s own disciplined pathways of thought. Raz had an immense influence on the two or three generations of analytic legal philosophers who followed him. There is hardly a man or woman in the field who does not owe a debt to his friendship. He took on more than his share of graduate students and (as this writer knows) he took pains, too, to reach out to those for whom he was not formally responsible as a supervisor. Softly spoken, Raz was unpretentious, generous and sociable. He introduced scores of us to each other. I think he made us all better people.


Intellectually, what sort of influence did he have? As a student of HLA Hart, in 1994 he edited with his partner Penny Bulloch the second edition of Hart’s 1961 masterpiece The Concept of Law. That edition included a “Postscript” in which Hart defended his approach to jurisprudence against Ronald Dworkin; the “Postscript” was not complete at Hart’s death, but the editors helped piece it together from notes that Hart had left. Hart was a legal positivist. He didn’t believe that lawyers or judges needed to engage in moral thinking to find out what the law was or how to apply it. Raz believed this too, but he refined the position in a number of ways. Though he maintained that law was a matter of social facts about the exercise of power, Raz thought it was perfectly consistent to say that the question of what the law is, is a morally significant question. He explored some of that significance in his writing on the rule of law, for which he received the Tang Prize for the Rule of Law in 2018.


In analytic legal philosophy, we argue endlessly about what law is and whether positivism is true. Raz held his own in such conversations, but he was also interested in what all this conceptual analysis amounted to and why we engage in it. It’s an effort at self-understanding, he thought, since law is such a presence in our social environment.


His substantive contribution to these debates was striking and counter-intuitive. For Raz, positivism did not arise – as it did for Kelsen, and as it sometimes seemed to do for Hart – out of a difference in status between law and morality, with morality being the more subjective of the two. On the contrary, Raz thought morality ought to pervade all human decision-making. Everyone is subject to moral reasons, and it is incumbent on them – on judges as well as others – to figure those reasons out the best way they can. We have laws, however, when – for some reason – we want to displace that background role for morality and subject our decision-making to some particular control. (We may do this, for example, when moral disagreement is likely to lead to chaos or failures of coordination.) So moral reasoning is the default position; law operates in a minority of cases to block it, which is why finding out what the law is must be possible without engaging in the very reasoning that it is the law’s function to supersede. This is a typical Raz line of argument. It is hard to follow because its trajectory is unexpected. But it turns the table on the anti-positivist, assigning morality an initially greater role rather than a lesser one.


Another way of putting all this is to say that law claims authority, and the point of authority is that it is sometimes better for me to pay attention to someone else’s reasoning – better for the reasons that apply to me, including moral reasons – than to try to work things out on my own. Now, if law claims authority, it must be the sort of thing that can have authority of that kind, which, again, would not be possible if accessing law required one to make the very moral judgements that authority is supposed to supersede. Raz’s position remains controversial. Dworkin, for example, argued that Raz’s exclusive positivism was far too demanding: he said there is scarcely a legal provision in US constitutional law that can be applied without any trace of moral reasoning.


These points about authority illustrate the way in which, in Raz’s hands, technical arguments in jurisprudence overlapped with and illuminated issues in political philosophy. Authority had never received a convincing analysis in political philosophy – “deserves to be obeyed” is about as close as we got – until Raz turned his attention to it. And once he produced his analysis, drawing on deeper arguments about the reasons I might sometimes have for not acting on the balance of reasons as it appears to me, it was never the same again.


Sometimes the connections between Raz’s jurisprudence and his work in political philosophy were incidental, as in his theory of rights; his critique of the idea of equality, in which he basically argued that what was at stake was not numerical equality as such but uniform application of the same rules; and his 1990 essay on nationhood and cultural community with Avishai Margalit.


In other cases, however, the connections were deep and systematic. Raz’s greatest accomplishment was his book The Morality of Freedom (1986). The first section was devoted to his analysis of authority which, as we have seen, was important for his jurisprudence. But mostly the book was about personal autonomy and about autonomy’s role in people’s lives. It’s a lovely juxtaposition because authority is usually seen as a problem for autonomy and vice versa. Raz, however, offered a new account that did justice to both concepts and explain how they might work together in practical reasoning.


Still, his account of autonomy was disconcerting. Raz was a critic of Dworkin-style liberal neutrality about values and about the definition of the good life. He thought autonomy – the self-authorship of a person’s life – was worth nurturing only in the service of genuine values and worth respecting only in a life dedicated to the pursuit of what really mattered. In the 1980s we called this “liberal perfectionism”, and Neil MacCormick (another name to reckon with in jurisprudence) didn’t seem to be exaggerating when he wrote in a TLS review that Raz’s bookwas “as significant a new statement of liberal principles as anything since John Stuart Mill’s On Liberty”.


For philosophers working in areas other than jurisprudence, Practical Reason and Norms (1975) was the most influential of Raz’s early writings, partly because it introduced a sophisticated conceptual scheme for understanding how reasons work in a person’s practical deliberations. The idea of second-order reasons was particularly important, most notably exclusionary reasons – that is, reasons for not paying attention to other reasons. Raz’s work on the different levels at which reasons operate, and the way their operation reflected and helped to constitute values, enabled him to make decisive contributions in moral philosophy, and those contributions continued throughout his life, culminating in a last collection of essays, The Roots of Normativity, published in February this year. His work in these fields of often quite technical philosophy was relentlessly challenging and is highly respected by his peers.


It is hard to convey this in a short compass, but Raz’s legacy is a body of work united by dense and detailed tissues of understanding, spun between jurisprudence, political philosophy, ethics, and practical reasoning. Thumbing through The Roots of Normativity, where Raz is figuring out what matters in life – “Well-being consists in a wholehearted and successful pursuit of valuable relationships and goals” – I hear echoes of the later chapters of the English analytic philosopher GE Moore’s Principia Ethica, written more than a hundred years earlier in 1903. I mean that as praise. We look on Moore these days as fussy and unworldly – shocked, for example, to find that others didn’t have the intellectual interests he had. “Do you know, my dear,” said Moore to Mrs Moore in 1951 when he returned from his investment with the Order of Merit at Buckingham Palace: “The King had never heard of Wittgenstein?” Raz was a bit like that, a gentle giant, otherworldly. But he was grounded in an array of friendships, and grounded too by his family and by his camera (Joseph was a very talented photographer). We miss him. He is survived by his son Noam, by his long-time partner Penelope Bulloch, and by the intellectual community, now in mourning, that he nourished and sustained.

9 may 2022

La degradación a la que ha llegado nuestra conversación pública


Publicado hoy, acá: https://www.lanacion.com.ar/opinion/la-degradacion-a-la-que-ha-llegado-nuestra-conversacion-publica-nid09052022/

Resulta obvio, a esta altura, reconocer que todo lo ocurrido en torno al fallo reciente de la Corte Suprema sobre el Consejo de la Magistratura (CM) -antes, durante, y sobre todo después de la decisión del máximo tribunal- expresa la degradación a la que ha llegado nuestra conversación pública. Procurando resistir un poco tal degradación, presentaré a continuación tres argumentos en torno a tal conflicto jurídico: i) uno sobre la representación de minorías en el CM; ii) el segundo, sobre la decisión de la Corte de invalidar una ley “reviviendo” la ley que regía con anterioridad; y iii) el tercero sobre la salvaguarda (judicial) que merecen los procedimientos del diálogo constitucional.

Comienzo por el primer argumento. Si nuestro derecho exige que en la composición del CM (u otros organismos similares) haya “equilibrio”, o se garantice la presencia de mayorías y minorías, o se asegure que todos los “bloques legislativos” principales queden representados en el organismo, ello no se debe a su mera preocupación por “completar las sillas vacías” u “ocupar todas las vacantes”. En absoluto: se trata de un valioso esfuerzo destinado a resguardar la diversidad propia de una sociedad plural, naturalmente compuesta por personas que piensan distinto. Por ello mismo (y como ejemplo hipotético), si en una sociedad fragmentada entre religiones diversas -pongamos, anglicanos, católicos, protestantes- el “bloque mayoritario anglicano,” se auto-dividiera en tres y reclamara ocupar los cargos que le corresponden a la primera, segunda y tercera minoría, dicha acción no debería verse como una demostración de la “pericia política” de los vencedores, sino como una monstruosa demostración del modo en que dicha mayoría arrasa con los derechos de quienes piensan distinto. Lo mismo si la Constitución de ese país imaginario quisiera asegurar el cuidado de los principales grupos raciales -pongamos, “blancos”, “afroamericanos” e “hispanos”- y el grupo mayoritario de los “blancos” se dividiera en dos, de forma de terminar ocupando todos los cargos disponibles. Otra vez, en dicho caso no estaríamos frente a una “avivada” demostrativa de la “genialidad política” de la mayoría blanca, sino ante una afrenta que revela su desprecio hacia los que no aceptan someterse a sus designios.

Que el oficialismo haya festejado y tratado de justificar la “picardía” de la ex Presidenta, admitiendo la comisión de una “trampa”, porque se trató de “una trampa que ya hizo antes la oposición,” habla del estado moral de nuestra elite política -una tristeza a la que (casi todos ellos) nos tenían acostumbrados. Ahora bien, que la comunidad jurídica no reaccione debidamente frente a lo ocurrido, alude al estado por completo descorazonador de nuestra conversación pública. Hoy, los grupos políticos dominantes tratan al resto de la ciudadanía como si todos estuviéramos escupiéndonos y maltratándonos mutuamente, y nos viéramos conminados a aceptar, por tanto, que “o somos culpables hoy, o fuimos culpables antes”. La vida constitucional del país no puede quedar de este modo sometida al cinismo de la elite dirigente, ni condenada a ser testigo de sus caprichos. Y algo más: el derecho no debe tolerar, sino invalidar de raíz tales “avivadas”. Es lo que hace y ha hecho históricamente el derecho, frente a “trampas” semejantes (el “gerrymandering”, la discriminación “oculta,” etc.): las fulmina sin miramientos ni contemplaciones de ningún tipo. Representan el paradigma de lo que nunca debe concedérsele al poder de turno. 

Significa lo anterior que la decisión de la Corte en el caso del CM fue impecable, o al menos jurídicamente irreprochable? No, en absoluto. No somos ingenuos, y sabemos dónde vivimos y de dónde venimos: la historia nos ha entrenado en el espanto. Que la justicia haya demorado 15 años en definir los destinos de ley 26.080, o que la Corte haya desempolvado dicho expediente 6 años luego de haberlo recibido, resulta muy preocupante, aunque forme ya parte de nuestra "rutina" de horrores. No se trata de que la Corte quiso “tomarse en serio” el asunto, o actuar de modo sensible al contexto: se trata de que subordina el resguardo de derechos cívicos, al resguardo de los intereses propios.

Dicho lo anterior, paso al segundo argumento. La pregunta es: en una democracia con división de poderes, no resulta una aberración (o un “golpe de estado”, como increíblemente reclamó el oficialismo) que, frente a una ley impugnada, la Corte le ponga “plazos” al legislativo para que dicte una nueva norma; y -ante la omisión de éste- anule la ley en cuestión, “reviviendo” así la ley que regía previamente? Respuesta: no, en absoluto. Se trata de un curso de acción justificable en ciertos casos, y muy común entre algunas de las mejores Cortes del mundo. Para empezar por esto último: apenas días atrás (el 21 de abril del 2022) la mejor y más respetada Corte latinoamericana, la Corte Constitucional de Colombia (ejemplo y caso de estudio a nivel mundial) invalidó, por razones procesales, al Código Nacional Electoral, y estableció además que hasta que el Congreso dicte un nuevo Código, las elecciones se desarrollarían conforme al Código viejo. Escándalo jurídico nacional? Vergüenza mundial? Por el contrario: aplausos doctrinarios y cívicos, casi unánimes, por decenas de razones. Señalo las mías: a) en una mayoría de casos los jueces deben verse impedidos de actuar (no deberían hacer casi nada de lo que normalmente hacen), pero -a cambio- los magistrados deben ser “activísimos” frente a violaciones procedimentales (como el árbitro de fútbol, el juez no debe impugnar o cambiar el resultado que no les gusta, pero sí, y sin duda alguna, invalidar el gol hecho con la mano); b) la peculiar “separación de poderes” que establecieron nuestras Constituciones (el “sistema de frenos y contrapesos”) no impide sino que exige la mutua “interferencia” entre las ramas de gobierno (se distingue así del sistema alternativo que nuestros constituyentes rechazaron: el sistema de la “separación estricta” entre ramas); c) la democracia no se ve afectada si los tribunales (en los pocos casos en que deben intervenir) actúan exigiendo al Congreso que tome una decisión en cierto tiempo (sólo como ejemplo: la jurisprudencia colombiana acaba de dictar un “exhorto vinculante”, para pedirle al legislativo que en dos años legisle en materia de unión de parejas homosexuales), y abiertos a que (i.e., frente a una “ley que revive”) el Congreso vuelva a legislar. Actuando de este modo (justificado), los jueces dejan que la ciudadanía o sus representantes mantengan la “última palabra” normativa. No invoco aquí, como algunos de nuestros doctrinarios, un simple “argumento de autoridad” del tipo, “lo hecho está bien, porque ya lo hizo la Corte argentina” (caso “Uriarte”); o “está bien porque ya lo hacen otros tribunales” (Colombia, Costa Rica). Se trata de que hay buenas razones, democráticas y constitucionales, para justificar dicho (limitado) papel para los tribunales.

El último argumento que quiero mencionar refiere a los procedimientos del diálogo, y su significado. Desde hace años, algunos juristas abogamos por una lectura de la Constitución como “manual de reglas para el diálogo democrático”, y hoy -afortunadamente- dicha lectura se ha extendido universalmente (de hecho, en el citado caso del Código Electoral, el magistrado ponente, Alejandro Linares, alegó la invalidez de dicho Código en razón de la “ausencia de un debate amplio, trascendente y participativo” en torno al mismo). Tomar en serio al diálogo nos exige, hoy, precisar “por qué, constitucionalmente, nos importa el diálogo”: no se trata de invocar al diálogo, meramente,  como nuevo talismán para calificar o descalificar lo que se nos viene en gana. Ocurre que en una sociedad multicultural, marcada por los desacuerdos razonables, la coerción estatal (la que impone impuestos o define las principales a ser aplicadas, etc.) no puede ejercerse legítimamente sin un profundo acuerdo entre todas las partes. Por eso nuestro sistema constitucional exige del diálogo igualitario, establece reglas para garantizarlo (i.e., asegurar la presencia de mayorías y minorías), y requiere invalidar cualquier medida que tome el poder de turno, destinado a hacerlo imposible.












4 may 2022

Covid: Vete de míiii

 



Tú que llenas todo de alegría y juventud
Y ves fantasmas en la luna de trasluz
Y oyes el canto perfumado del azul
Vete de mí...
No te detengas a mirar
Las ramas viejas del rosal
Que se marchitan sin dar flor
Mirá el paisaje del amor
Que es la razón para soñar
Y amar
Yo que ya he luchado contra toda la maldad
Tengo las manos tan deshechas de apretar
Que ni te puedo sujetar
Vete de mí...
Seré en tu vida lo mejor
De la neblina del ayer
Cuando me llegues a olvidar
Como es mejor el verso aquel
Que no podemos recordar
Vete de mí...
Seré en tu vida lo mejor
De la neblina del ayer
Cuando me llegues a olvidar
Como es mejor el verso aquel
Que no podemos recordar

Compositores: Virgilio Exposito / Homero Exposito

Memoria feliz con Joseph Raz (1939-2022)

                                                                                 


 


El 2 de mayo falleció, en Londres, el extraordinario filósofo Joseph Raz. Tuve la suerte de conocerlo en 1994, luego de que él aceptara asumir como supervisor de mis estudios post-doctorales, en el Balliol College de la Universidad de Oxford. Carlos Nino me había recomendado ir a trabajar con él, poco antes de morir, y Raz aceptó gustoso esa invitación, en buena medida como gesto de amistad hacia Nino. Mi tiempo en Oxford resultó muy feliz: había terminado mi doctorado en la Universidad de Chicago, unos meses antes, y -apenas luego de aprobar mi tesis- había dictado un primer curso como Profesor Visitante en la Universitat Pompeu Fabra, de Barcelona, por lo que llegaba a Oxford libre de cargas y obligaciones. Sólo quería seguir algunos cursos, y sentarme a leer y escribir. En ese tiempo, tomaría alguna clase con Raz, cursaría activamente una materia con Ronald Dworkin, asistiría a dos coloquios fuera de serie, irrepetibles (uno coordinado por Gerald Cohen y Ronald Dworkin, y otro -apoteótico show- liderado por Bernard Williams y Ronald Dworkin), pero sobre todo ocuparía mis estudios discutiendo con (aprendiendo de) el marxista Gerald Cohen. Tal vez por eso -porque no buscaba nada de Raz, porque sólo necesitaba conversar con él de tanto en tanto- trabé con él una relación muy diferente de la que la mayoría de sus discípulos y estudiantes establecieron con ese ogro bueno.

En efecto, escuché en estos días posteriores a su muerte unánimes relatos de experiencias difíciles y sufrientes, de (hoy agradecidos) estudiantes y profesores que llegaban temblando hasta su oficina para que él, amigable pero implacablemente, les explicara -de forma inevitable y contundente- por qué todo lo que decían estaba mal: en la forma, en el fondo, en los supuestos, en cada paso del razonamiento que presentaban. En mi caso, todo resultó muy diferente. Siempre que me reuní con él, para discutir textos o ideas, tuve encuentros felices, de los que me retiré gratificado. Salíamos a caminar por los jardines internos del Balliol College, cerca de su torre de marfil, conversábamos y nos reíamos, aunque él no dejaba de tomar en serio todo lo que le decía (en ese tiempo, yo estaba detrás de un proyecto afín al analytical marxism, que finalmente era la corriente de pensamiento que me había llevado primero a Chicago y luego a Oxford). De esos días recuerdo una enseñanza que guardo, que él me transmitió con convicción (una enseñanza que cultivo y transmito pero que, curiosamente, él no parecía aplicar sobre su propia escritura): que escribiera pensando en un lector que no sabía lo mismo que yo, que no tenía mis mismas lecturas, pero que era inteligente y estaba bien dispuesto a entender.

Durante un tiempo, pensé que la amabilidad persistente de Raz resultaba un tributo a la memoria de Nino, o un resultado de mi andar relajado por allí. Pero los años pasaron, y luego de un cuarto de siglo de amistad (¡!) el balance siguió siendo el mismo: encuentros distendidos, en donde comenzábamos hablando de academia, y terminábamos riéndonos de cualquier otra cosa (Releo uno de los mails que intercambiamos en los Estados Unidos, luego de una caminata juntos, luego de asistir a El Coloquio de Dworkin-Nagel en NYU, y de escuchar sus críticas durísimas sobre lo dicho por Dworkin en el evento. En el mail, Raz vuelve sobre el recuerdo que conservo de nuestras conversaciones. Me dice “It was lovely chatting with you today. looking forward to next time”, y luego me comenta que, por la noche, había disfrutado viendo un match tenístico entre Nadal y Murray, quien había jugado mucho mejor de lo que él había esperado. Agrega que se retractaba, entonces, de sus dichos, y que Murray había superado a Nadal en “court coverage, acute angles, serve action and more”).

A diferencia de otros colegas (y lo digo sin jactarme de ello), recuerdo a Raz en su actitud algo hippie, informal hasta la brutalidad o el mal gusto, tal vez por una decisión de marcar que, aún o sobre todo en el contexto de Oxford, alguien podía ser a la vez riguroso, serio y enemigo de las formas de manera exagerada. Lo recuerdo en verdad, medio hippie, levantando la clase más de una vez, para seguirla “afuera”, porque afuera había sol (eso sí: no me gustaba, de sus clases, cuando él se ponía a leer en un inglés bajito e incomprensible un texto complejísimo que nos hubiera podido anticipar para digerirlo tranquilos!). Tengo un recuerdo especialmente cariñoso de hace pocos años (cuando pasé una temporada con mi compañera, becado en Londres) y él vino a cenar pasta, a nuestro departamento (nosotros preocupadísimos porque teníamos una caldera a punto de estallar, y no queríamos ser responsables de la muerte insólita de un gran filósofo), y nos pidió permiso para sacarse la camisa, acalorado, para pasar luego toda la noche riendo, en musculosa (recuerdo lo gracioso de aquella escena: estar los tres parados ahí, mirando extasiados la caldera, con las manos en la cintura -Raz todavía en musculosa- sin la mínima idea de qué hacer para repararla). Lo recuerdo de ese tiempo, él ya viviendo en Londres, genuinamente preocupado y muy desencantado con la filosofía que encontraba a su alrededor, a cargo de jóvenes muy profesionales, ansiosos por publicar, y con poco interesante para decir y pensar. Él era bien consciente de que pertenecía a una generación única e irrepetible, y que ya casi toda se había ido (Williams, Dworkin, Parfit, Cohen, Griffin). Recordaré siempre a ese Raz severo e irónico, que conocí a través de los pequeños estallidos de su risa escondida y burlona, que se desplegaba en su cara de león despeinado.

Y recordaré a Raz, sobre todo, por las muchas caminatas que hicimos, sacando fotos (todavía lucen en mi casa dos de sus imágenes). En particular, queda conmigo una travesía que duró casi el día entero, en el marco de un seminario en Misiones, Argentina, que de algún modo él gestionó por las ganas que tenía de fotografiar las cataratas (recuerdo también que había que tenerle infinita paciencia, por el tiempo que podía tardarse para colocar los filtros necesarios antes de tomar una foto!). Raz sacaba fotos mientras se burlaba traviesamente de todos quienes lo rodeaban. Dentro de este mismo rubro, el de las fotos, recuerdo un encuentro cerca de la Universidad de Columbia, en su oficina, cuando me preguntó a qué lugar iría a tomar fotografías por la zona. Yo le contesté que sin dudas iría al “puente ferroviario de la 125”, y ahí me desplegó algunas de las fotos que él había tomado ahí mismo adonde yo le aconsejaba ir. Nos alegró a ambos la coincidencia. Finalmente, el universo que Raz abrió, a través de sus imágenes, está en perfecta sintonía con la profundidad y originalidad de su pensamiento filosófico, como si en ambos ámbitos él buscara y encontrara lo mismo: una luz que aparece de improviso y se distribuye de modo inesperado, formas complejas que se manifiestan de pronto sobre materias simples, una riqueza enorme que yace entre los oscuros enigmas de los detalles invisibles, rincones que de pronto quedan iluminados, se abren ante nosotros, y sugieren algo que hasta entonces no imaginábamos. Sus escritos, sus conversaciones y sus imágenes, quedan entonces unidas por ese lazo idéntico: un haz de claridad que de repente atraviesa la sala, se posa por instantes sobre algún misterio, y nos revela las capas múltiples que componen un tema, cuestión u objeto que ante nuestros ojos, y durante años, se mostraba asequible y sencillo.

 

(las dos fotos en blanco y negro son las que don Raz me regaló, luego de una caminata oxoniense, y conservo conmigo)