https://www.clarin.com/opinion/reformar-instituciones-cualquier-modo_0_M0XxTxo8YU.html
No hay dudas de que nuestra dirigencia política, en su casi totalidad, es parte importante de la crisis en la vida pública que afecta a nuestro país desde hace décadas. Sin negarlo, en este texto quisiera dar un paso atrás para mirar con más atención a los elementos institucionales que dan marco a las acciones de nuestra dirigencia, desalentando la cooperación, incentivando conductas indeseadas, o poniendo obstáculos a comportamientos más fraternales. Mencionaré a continuación, brevemente, varios rasgos defectuosos de nuestro sistema institucional. Algunas de las características que citaré pueden considerarse como “errores” de nuestros “padres fundadores” (pienso, en particular, y si se me permite, en los “errores” de Juan B. Alberdi); otros criterios pueden ser vistos como “malas” opciones de diseño institucional (por ser criterios que hoy tenderíamos a repudiar); y algunas otras elecciones pueden definirse como “vetustas”, luego de más de 200 años de adoptadas.
Comienzo por un rasgo tan relevante como poco examinado. Pensando en una Constitución nueva para el país, Alberdi propuso, para la Argentina, la adopción de una Constitución como la de los Estados Unidos, que tenía en su centro un sistema de “equilibrios y frenos” (una Cámara de Diputados que se “balanceaba” con la de Senadores; poderes políticos “equilibrados” por un Poder Judicial no elegido directamente por la política; etc.). Sin embargo, para tratar de “adaptar” a las peculiaridades nacionales un modelo que fundamentalmente se “importaba” de afuera, Alberdi sugirió combinar la Constitución norteamericana con (otra influencia “importada”) la de Chile, para fortalecer los poderes del presidente y permitirle al Ejecutivo que “asum(a) las facultades de un rey en el instante que la anarquía le desobedece como presidente republicano.” Aquí es donde se advierte el “error” alberdiano, derivado del razonable esfuerzo por adaptar lo foráneo a lo local: ahora, y con una mano, nuestra Constitución consagraba un delicadísimo sistema de “equilibrio de poderes” (basado en la regla estricta de que ninguna rama del poder fuera más poderosa que las demás), mientras que con la otra negaba, vaciaba de sentido, y finalmente pulverizaba dicho equilibro, a través de un Ejecutivo con poderes afines a los “de un rey”.
Otros “defectos” derivados de dicho “momento fundacional” resultan del modo en que los “liberales” y “conservadores” que participaron de la Convención de 1853 “acomodaron” sus diferencias. Procurando que ninguna facción se impusiera, y que ambas obtuvieran algo de (o casi todo) lo que pretendían, liberales y conservadores plagaron a nuestra Constitución de cláusulas contradictorias. Por ejemplo, el art. 14 consagró la libertad de cultos (como pedían los liberales) mientras que, al mismo tiempo, el art. 2 impuso al catolicismo como religión nacional (demanda de los conservadores). Asimismo, el art. 19 afirmó una defensa ultra-liberal de las “acciones privadas” en su primera línea, que directamente contradijo en la segunda línea de su texto (a partir de la demanda conservadora de no afectar “en modo alguno” ala “moral pública”).
Otras dificultades tienen que ver con visiones propias de nuestros “padres fundadores”, que hoy (mayoritariamente) tenderíamos a rechazar. Es lo que ocurre con los rasgos más aristocráticos que democráticos con los que se diseñó al Poder Judicial; la concepción de la representación política como “independencia de” (y no como “vínculo con”) los electores; un modelo que desalienta la participación colectiva de la comunidad; la radical desconfianza en la ciudadanía que permea a toda la Constitución de 1853; etc.
Finalmente, aludiría a los múltiples problemas derivados de una Constitución escrita -en sus rasgos centrales- hace casi 200 años, y pensada -por tanto- para una sociedad que ya no existe. Por mencionar sólo un caso importante: todo nuestro sistema representativo fue pensado teniendo en mente una comunidad relativamente poco numerosa, dividida en pocos grupos (comerciantes, propietarios, etc.), internamente homogéneos, y compuestos por sujetos egoístas (por eso, se asumía que con un Congreso que incluyera a algunos pocos representantes de cada grupo, “toda” la sociedad quedaba representada, y cada sector bien defendido). Hoy, nuestra sociedad no tiene nada que ver con aquella entonces imaginada: la de hoy se distingue por su pluralidad, su multiculturalismo, y el carácter heterogéneo de sus infinitos grupos componentes. No puede sorprender, ante tales cambios, la radical incapacidad de nuestras instituciones “representativas” para “captar” la diversidad propia de la actual sociedad -hecho en buena medida responsable de los déficits de representación que obviamente hoy exhibe nuestro sistema político.
Breves y provisionales conclusiones. Primera: no sólo necesitamos de mejores representantes, sino también de mejores instituciones. Segunda: por supuesto que necesitamos cambiar nuestras instituciones, pero no de cualquier modo (las reformas deben ser acordadas, antes que impuestas a las trompadas), ni en cualquier dirección. No se trata de “cambiar por cambiar,” ni (mucho menos) de “cambiar porque así le va mal a mi grupo”. Se trata de optar por instituciones que, a diferencia de las actuales (“capturadas” por elites partidarias y oligarquías corporativas), que dificultan la representación, la cooperación, la inclusión social y el debate público, se dirijan a favorecer algo diferente: una conversación colectiva, inclusiva, democrática, transparente, abierta, inacabada.