El lunes pasado, invitado por el Senado, estuve presentando algunas críticas sobre los proyectos de reforma en la Procuración (MPF). Acá va una síntesis de lo que expuse.
I. Con el objeto de analizar los proyectos de reforma que me fueran enviados, quisiera comenzar por el principio. Y digo comenzar por el principio, porque entiendo que los proyectos bajo estudio tienden a comenzar por el final, esto es decir, ellos señalan qué es lo que pretenden reformar de la organización del Ministerio Público, pero sin aclarar, primero, cuáles son los fines que persiguen, y las razones públicas que los justifican. Lamentablemente, si no sabemos por qué emprendemos una cierta búsqueda, lo más probable es que terminemos perdidos, sin razones para ir hacia ningún lado. Por lo demás, distintos fines requieren y definen distintos medios. Por ejemplo, si la razón que motiva la reforma fuera dar estabilidad a ciertas políticas criminales, podrían justificarse los cargos vitalicios; si lo que nos interesara fuera la rotación permanente en las posiciones públicas, podríamos pensar en la renovación anual del cargo de Procurador. En definitiva, nuestra discusión no puede comenzar por el final, esto es decir, por la discusión de reformas particulares, sin tener claridad sobre qué es lo que pretendemos con ellas. Mi primera sugerencia, en tal sentido, sería la siguiente: los proyectos deben ser replanteados, luego de que sus abogados dejen en claro, ante sus representados y mandatarios, es decir, ante el pueblo de la Nación Argentina, los principios que los guían y las justificaciones que sostienen a sus propuestas, de modo tal de aventar dudas y sospechas y asegurar que tales iniciativas aparezcan debidamente fundadas en razones públicas y no en motivos privados. Y -demás está decirlo- en respeto a ese mismo pueblo al que se debe enteramente la tarea legislativa, toda reforma que afecte las reglas básicas que organizan nuestra vida en común, debe tener como origen el reclamo popular (y no se si éste el caso), y basarse en el más profundo acuerdo, en particular con quienes piensen diferente. El paciente tejido de la compleja trama social -ahí reside el valor, según entiendo, de la tarea legislativa.
II. Aclarado lo anterior, mi segundo punto sería el siguiente: no se trata de escoger, como si fuera una excusa o una formalidad a cumplir velozmente, cualquier razón general, destinada simplemente a habilitar el proyecto que uno ya tenía definido de antemano. Los márgenes de acción de que se dispone, en estos delicados asuntos de procedimientos legales, son más bien estrechos, porque se encuentran definidos ya, de modo bastante estricto, por la Constitución. Nuestro punto de partida y guía debe ser siempre, entonces, la Constitución. Comenzando desde allí podríamos preguntarnos, entonces: de qué manera honramos mejor los principios jurídicos que rigen en la materia, expresados, de modo particular, por el artículo 120 de nuestra Constitución? O, de forma más directa: cuál es el mejor modo de asegurar que el Ministerio Público defienda, en materia penal, “la legalidad de los intereses generales de la sociedad en coordinación con las demás autoridades de la República”? Como afirmara, en su momento, el convencional Juan Carlos Maqueda (aclararía, en consonancia con lo que sostiene, en buena medida, el derecho comparado), de lo que se trata es de garantizar la independencia política, la autonomía funcional y la autarquía financiera del Ministerio Público, asegurando que el mismo quede -sigo citando a Maqueda- fuera de la esfera del Poder Ejecutivo y fuera de la esfera del Poder Judicial. En lo personal, coincido plenamente con esta aproximación, aunque -como diré más adelante- yo lea -a la Constitución en general, y al art. 120 en particular- desde un cierto entendimiento dialógico de la democracia, que me lleva a vincular íntimamente la tarea del Procurador con un debate público, que debe tener su centro en el pueblo de la Nación, que -en el marco de un país federal- no debe quedar centrado en la Capital Federal ni mucho menos concentrarse en un solo órgano, y que debe orientarse a definir colectivamente, y a partir de la conversación común, las pautas de la política criminal.
III. Dejo por ahora de lado mi propia interpretación de la Constitución, para quedarme con una lectura muy básica y austera de dicho texto (como, por ejemplo, la que expresara Maqueda), y presentar desde ahí mi tercera observación. Lo que diría es que aún una interpretación modesta o poco exigente de la Constitución no resulta vacía de sentido, en la materia que nos ocupa. Dicho de modo más directo, la Constitución no es compatible con cualquier cosa -con proyectos legislativos de cualquier tipo. La Constitución puede admitir varias alternativas posibles de organización del Ministerio Público pero -sin dudas- ella también fulmina o repudia otras posibilidades de reforma. En tal sentido, creo que algunos de los proyectos hoy bajo estudio aparecen, más que en tensión con nuestro texto madre, llamativa, provocativa o exageradamente opuestos a la Constitución. Algunos de tales proyectos -según parece- innovan directamente en la historia del constitucionalismo comparado, sugiriéndonos que las casi universalmente proclamadas finalidades de independencia política, autonomía funcional y autarquía financiera, son compatibles con la posibilidad de que el gobierno de turno controle, en los hechos, la designación y a la vez -subrayo, a la vez- la remoción del Procurador y los fiscales. Tal tipo de iniciativas resultan verdaderamente notables para la historia del derecho. Más todavía, agregaría que, desde los orígenes del constitucionalismo moderno -allá por el siglo xviii- y para preservar el compromiso con la independencia de ciertos funcionarios -típicamente, los jueces- James Madison sugirió que la intervención, de las ramas políticas en la designación de los jueces fuera acompañada y compensada con la estabilidad de por vida de los funcionarios así designados. Es decir: si la política interviene en el nombramiento (aunque fuera, como se pensó entonces, de un modo muy limitado), luego conviene desapegar a esos funcionarios, tal vez de por vida, de la influencia de la política. Es decir, cada pieza se encuentra vinculada con las restantes. En definitiva, a la luz de nuestra Constitución, algunos de los proyectos presentados resultan inconcebibles. Por lo dicho, a quienes han presentado proyectos que vienen a caricaturizar la idea de independencia pública, les pediría (de rodillas, si pudiera) que nos ahorren la angustia de otra batalla constitucional que terminará por perderse en los tribunales. En este tiempo de pandemia y tristeza, necesitamos concentrar nuestras energías intelectuales y emocionales en otros problemas y, en todo caso, en otro tipo de reformas procedimentales, que busquen honrar en lugar de horadar los principios de la Constitución.
V. Para quienes, como yo, leen al derecho como una “conversación entre iguales” -una conversación que debe apuntar a integrar a las voces de los propios ciudadanos de todo el país- los proyectos presentados ofrecen otra peculiaridad. Ellos tienden a concentrarse en las formas de designación y remoción del Procurador o de los fiscales, descuidando de ese modo lo que es más importante, que no está ni en la entrada ni en la salida del problema, sino en el medio. En efecto, como ocurre con todas las instituciones de la democracia representativa, mucho más importante que la forma de designación y remoción de los funcionarios (que es muy importante), son las formas de ejercicio de la función y, en particular, los modos en que el pueblo de la Nación preserva, durante todo ese tiempo, su soberana capacidad de decisión y control sobre lo que hacen los funcionarios públicos designados. En el caso del Ministerio Público, lo que más nos debe interesar, entonces, es determinar de qué forma es que la ciudadanía va a controlar al Procurador, día tras día; de qué manera es que el Ministerio va a articular sus políticas, en diálogo con la sociedad; cómo es que, colectivamente, se van a definir los criterios generales de la función; etc.
VI. Recién cuando tenemos en claro los objetivos constitucionales que buscamos, en relación con el Ministerio Púbico -básicamente, independencia y defensa de los intereses generales de la sociedad- podemos definir cuál puede ser la mejor forma de diseñar la institución. Comenzaría insistiendo, al respecto, con la idea de que hay formas diversas de designación que parecen compatibles con las exigencias establecidas por una Constitución como la nuestra. En América Latina, por ejemplo, hay países, como Bolivia, que exigen mayorías de dos tercios; otros, como Colombia que diseñaron un mecanismo muy complejo que requiere la intervención del Senado, la Corte Constitucional, la Corte Suprema y el Consejo de Estado; otros países, como Chile, le otorgan la elección al Senado, por dos tercios, a partir de una propuesta formulada por la Corte Suprema. Lo que es claro es que, en la enorme mayoría de los casos, se hace un gran esfuerzo por desligar al nombramiento del Procurador de la influencia directa del partido político dominante en la coyuntura. Para nuestro país, subrayo, esta última posibilidad no sólo es indeseable -tanto como es ajena al derecho comparado- sino que es además inconstitucional.
Llegados a este punto, permítanme llamar la atención sobre un problema particularmente serio, vinculado con la posibilidad de facilitar la influencia del gobierno de turno en el funcionamiento del Ministerio Público. Se trata de un problema derivado de los dos principales poderes que posee cualquier gobierno, de cualquier signo: uno, el manejo del presupuesto; y dos, el monopolio de la coerción. Estas cruciales facultades importan enormes riesgos que requieren controles exigentes, y esos controles no pueden de ningún modo depender del propio poder político que hace uso de la coerción y del dinero. Para ilustrar lo que digo con un ejemplo claro: un gobierno, como el actual gobierno de los Estados Unidos, que ha promovido la violencia policial contra la comunidad afroamericana, no debe tener la posibilidad de librarse de esos controles a través de las decisiones del Ministerio Público (un Ministerio que, por ejemplo, desista de la posibilidad de perseguir prioritariamente abusos imperdonables como los citados). Una posibilidad semejante sólo agregaría fuego sobre lo que ya es trágico.
VII. Hasta aquí, me interesó defender ciertos principios constitucionales, a partir de los cuales pensar críticamente sobre los criterios con los que podría re-organizarse el Ministerio Público. En lo que sigue, y de modo muy sumario, voy a sugerir algunas proposiciones de cambio concreto que podrían derivarse de mi exposición. Haré estas sugerencias, de todos modos, sin ninguna pretensión de considerar a mi propuesta como la propuesta óptima -se trata sólo de un esbozo- o como la única que podría derivarse del esquema de principios arriba expuesto. Hechas estas aclaraciones, sugeriría que, por un lado, el ideal de la “conversación entre iguales” no es compatible con funcionarios vitalicios, o que gocen de una estabilidad muy prolongada: la política debe resultar, por el contrario, de una reflexión continua, que requiere también de actores protagónicos renovados. En cuanto a la duración del Procurador en su puesto, y repitiendo que lo más importante es el control ciudadano durante el ejercicio de su mandato, diría que el mismo podría tener un plazo de 5 o 6 años. Asimismo, no sería descabellado, a mi entender, pensar en formas de elección ciudadana del Procurador, tal vez a partir de candidatos propuestos por algunos órganos establecidos -quizás la Corte Suprema y el Senado. Lo mismo para la remoción del Procurador. Entiendo, de todos modos, que, para un mandato de 6 años de un Procurador en permanente diálogo con la ciudadanía, el problema de la remoción no sería tan dramático, y que en todo caso podría pensarse en formas de remoción excepcionales -tal vez, vía revocatoria de mandato- y/o otras vías a partir de fórmulas políticas exigentes: otra vez, lo que importa es la preservación de la voluntad ciudadana, expresada por ella misma. Finalmente, considero que el centro de la reflexión debería estar en los modos de ejercicio de la función del Procurador, y sobre todo en las formas posibles de asegurar un diálogo constante entre el mismo y la ciudadanía -un diálogo que, repito, debe reproducirse en todos los puntos del país. Tal vez, instaurar un sistema de periódicas consultas públicas, abiertas a la ciudadanía, como las que realiza el Crown Prosecution Service de Inglaterra, pudiera ser, en tal sentido, una opción sensata. Insisto, de todos modos, que presento estas propuestas más detalladas de modo muy exploratorio, porque es escogido fijar mi atención en otro plano, relacionado con los principios constitucionales y fines democráticos de la función, que entiendo aparecen indebidamente descuidados en los proyectos a los que tuve acceso, afectando dicha omisión, de modo serio, el valor de los mismos.