Introducción
En el caso “Reyes Aguilera, Daniela v. Estado Nacional,” la Corte Suprema de la Nación declaró inconstitucional el artículo 1, inciso “e” del decreto 432/97, considerando que el mismo discriminaba a las personas según su nacionalidad. Conviene recordar que, a través de dicho artículo, la norma imponía a los extranjeros, como requisito para acceder a las pensiones por invalidez, la necesidad de acreditar una residencia mínima continuada en el país de veinte años.
El fallo producido por la Corte no fue decidido por unanimidad, ya que votaron en disidencia la Dra. Highton de Nolasco y el Dr. Lorenzetti. Ambos jueces adhirieron en sus votos a los argumentos y conclusiones presentados en su dictamen por la señora Procuradora Fiscal Marta Beiro de Goncalvez, y serán estas opiniones, fundamentalmente, las que pondré bajo examen en las páginas que siguen.
En este escrito, en efecto, me ocuparé menos de los interesantes dichos de la mayoría (dividida), que de algunos de los preocupantes conceptos presentados por quienes consideraron constitucionalmente válida la normativa vigente en materia de pensiones para extranjeros. Por lo tanto, y en lo que sigue, me detendré en algunos puntos que considero inaceptables, dentro de dicha línea argumentativa. La mayoría de estos puntos, según entiendo, nos ayudarán a pensar sobre algunas cuestiones centrales para entender y pensar mejor el constitucionalismo de nuestro tiempo.
El peor argumento: La igualdad de los iguales
Sin dudas, uno de los principios menos interesantes con los que una mayoría de jueces y doctrinarios siguen examinando hoy el ideal de la igualdad es el que dice que dicha garantía constitucional “no obsta a que el legislador contemple en forma distinta situaciones que considere diferentes” –tal como resalta la Procuradora Fiscal en su opinión del caso. La idea según la cual se debe “tratar igual a los iguales” (y su contraparte, que “los diferentes pueden ser tratados de modo diferente”) es, en los modos habituales en que se la presenta, vacua, cuando no directamente peligrosa. En efecto, dicha idea aparece como uno de los habituales “comodines teóricos” utilizados en nuestro ámbito jurídico para justificar cualquier decisión que la autoridad de turno (tal vez de la mejor buena fe) tenga intenciones de justificar (un “comodín” teóricamente tan pobre y cuestionable como las ideas de “todos los derechos tienen su límite” o “los derechos terminan donde empiezan los de los demás”). La vacuidad conceptual a la que me refiero resulta del hecho de que tal declaración sobre la igualdad, pretensiosa en su tosquedad, aparece siendo compatible con cualquier resultado imaginable, en tanto y en cuanto no se haga lo único que importa en dichos casos: dejar en claro cuáles diferencias son moral y jurídicamente relevantes, y cuáles no. En la medida en que dicho ejercicio teórico no se lleve a cabo –que es lo que ocurre de modo habitual - el derecho corre el riesgo de convertirse, simplemente, en una excusa para imponer por la fuerza, y con vocación de autoridad, cualquier tipo de discriminaciones. Adviértase, en efecto, que el principio citado por la Procuradora, según el cual el legislador puede contemplar de forma distinta situaciones que considera diferentes, no pondría ningún obstáculo a la restricción de los derechos políticos de las personas sin educación, porque (podría alegarse) ellos son diferentes de las personas más educadas; como no pondría obstáculos a la restricción de los derechos laborales de las mujeres, porque (podría decirse) ellas son cualitativamente diferentes de los hombres. Es decir, tal como se lo utiliza habitualmente, el principio de la “igualdad de los iguales” no sólo no nos ayuda a pensar la igualdad, sino que ayuda a confundir suficientemente los términos de la discusión, permitiendo que se escondan discriminaciones inaceptables debajo de las brumas conceptuales que artificialmente se crean.
Ahora bien, la Procuradora Fiscal podría decir que, aunque esta crítica puede tener algún peso respecto de las “argumentaciones” más habituales en torno a la igualdad, la misma es incapaz de afectar a su propia opinión aparecida en el fallo. En efecto, ella nos podría decir que en el fallo se aclara, a continuación del vacuo principio de la igualdad citado, que la distinción entre “iguales” y “diferentes” no debe ser “arbitraria,” ni debe importar “ilegítima persecución o indebido privilegio de personas o de grupos de personas, aunque su fundamento sea opinable.” Sin embargo, este tipo de apelaciones podrían servir para resguardar los dichos de algún otro autor, pero no, justamente, para salvar las alegaciones de la Procuración Fiscal. En efecto, la Procuradora considera que la distinción realizada en el caso, entre nacionales y extranjeros, no es arbitraria porque lo que aquí está en juego es un beneficio graciable –un favor o privilegio que ofrece el Estado, magnánimamente- y que hay razones entendibles para denegar dicho favor a los extranjeros, teniendo en cuenta que los montos del caso se descuentan “directamente de las arcas del Estado Argentino.” Esta argumentación, hecha propia por los jueces disidentes, se deshace absolutamente en todas sus líneas, y conviene dejar eso en claro. La debilidad de dicha opinión se debe a que i) aún si lo que estuviera en juego fuese un favor o privilegio concedido por el Estado, el Estado no podría disponer de ese modo de los privilegios que otorga; ii) lo que está en juego en el caso no es un privilegio sino un derecho; iii) no hay razones de peso para distinguir, en este caso, y frente a este derecho, entre nacionales y extranjeros. Vayamos, entonces, paso a paso en la revisión de estas cuestiones.
Privilegios, derechos y arbitrariedades
Ante todo, es cierto que los derechos merecen distinguirse estrictamente de los privilegios, en lo que hace a su status jurídico y las consecuencias normativas que generan. Los derechos deben garantizarse, en principio, de modo incondicional y universal. Los privilegios, en cambio, son entregados sólo a algunos individuos o entidades, y pueden estar perfectamente sujetos a condiciones a ser satisfechas por los beneficiados. Así, por ejemplo, el derecho a la vida o el derecho a no ser torturado, deben ser garantizados absolutamente a todos los individuos, sin ningún tipo de distinciones y condicionamientos. En cambio, y por caso, el Estado puede conceder ciertos premios o concesiones a determinados individuos o entidades (pongamos, privilegios impositivos a la provincia de Tierra del Fuego), en razón de argumentos atendibles (por caso, la promoción de la industria y el asentamiento poblacional en la zona más austral del país, estratégicamente ubicada), y de modo condicional (por ejemplo, hasta que se alcancen los niveles de desarrollo adecuados para los legítimos fines a los que la ley apunta).
Según entiendo, el objeto de la disputa en el caso “Reyes Aguilera” era, sin lugar a dudas, un derecho. Sin embargo, lo interesante es que, aún si –contrario a toda lógica de razonamiento- termináramos por reconocer que lo que estaba frente a nosotros no era un derecho sino un privilegio, entonces, las opiniones disidentes seguirían estando equivocadas. Y es que aún los privilegios que otorga el Estado, tal como se señalara más arriba, deben estar sujetos a ciertas condiciones. El punto es bien recogido en el Amicus Curiae presentado por la Asociación de Derechos Civiles, cuando señala que “una vez que el Estado argentino decide reconocer un beneficio determinado (aún cuando se sostuviera que no se encuentra impuesto por la Ley Fundamental), aquél debe ser otorgado en forma que sea compatible con las estrictas obligaciones que le imponen, entre otros, los arts. 20 de la Constitución Nacional y 1.1. de la Convención Americana. Así, aun cuando resulta claro que la Constitución no impone al Estado Argentino la obligación de financiar con fondos públicos estudios de posgrado en el extranjero, en el caso de que decidiera otorgar tales subsidios, no lo podría hacer con base en criterios de selección prohibidos por la Constitución nacional (por ej., origen étnico o confesión religiosa).” La concesión de privilegios, en definitiva, también debe estar sujeta a razones de peso: la ruptura del principio de igualdad que así se autoriza (por ejemplo, al otorgársele privilegios impositivos a una provincia y no a otra), sólo puede fundarse en razones públicas –argumentos que cualquiera podría razonablemente aceptar.
¿Pensiones no contributivas o derecho a la vida?
Por otra parte, corresponde negar la afirmación de fondo, en juego en el fallo, según la cual la pensión que se discute representa “un mero favor” otorgado por el Estado Argentino –favores como los que se otorgan “gratuitamente, a quienes hayan realizado acciones que merezcan la gratitud de la Nación” –según el fallo de la Procuración. En este punto, las opiniones de la mayoría –que aparecen dispersas en fallos separados- resultan unánimes: todos los miembros de la mayoría entienden que hay un grave error en la consideración de los beneficios del caso como meras gracias otorgadas por el Estado. Como sostuvieran los jueces de la mayoría, las pensiones de vejez e invalidez no son identificables con las pensiones graciables, ni en cuanto a su naturaleza ni en cuanto al régimen de su concesión. Ello, entre otras razones, porque las primeras se dirigen a atender “contingencias sociales absolutamente extremas…que ponen en juego de manera manifiesta la subsistencia misma de la persona y, con ello, la vigencia efectiva de derechos fundamentales básicos.”
Contra lo dicho por la minoría, lo que aquí está en discusión es un derecho, vinculado directamente con la vida (por lo demás, cabe recordar que en el caso en cuestión la demandante sufría de una tetraplejía espástica además de una completa ausencia de lenguaje verbal). Corresponde recordar también que, de modo contundente, la normativa internacional exige el respeto pleno de los derechos relacionados con las incapacidades que, provenientes de cualquier causa ajena a la voluntad, imposibilite mental o físicamente a una persona a obtener los medios de su subsistencia (art. XVI de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; art. 25.1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos; y art. 9 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales).
Dicho esto, cabe reafirmar entonces que, si de un derecho fundamental se trata, el Estado no puede dejar de garantizar los mismos incondicionalmente, y no puede alegar –como argumento para no hacerlo- razones presupuestarias. Salvo casos de escasez extrema –y éste no es el caso- el presupuesto debe ajustarse a la satisfacción prioritaria e incondicional de los derechos constitucionales, y no a la inversa.
Sobre el carácter arbitrario de las distinciones realizadas en “Reyes Aguilera”
Pudiera ser el caso que, persuadido en parte por lo dicho hasta aquí, alguien pasara a sostener que los privilegios que otorga el Estado no pueden distribuirse de cualquier modo; o que el beneficio en cuestión en este caso se vincula con un derecho, y no con un privilegio. Sin embargo, todavía podría ocurrir que dicha persona quisiera insistir en el punto de fondo antes mencionado, esto es, que en el caso bajo examen no nos encontramos con una distinción arbitraria realizada por la autoridad legislativa. Ello –podría alegarse- porque el gobierno argentino tiene buenas razones para distinguir entre nacionales y extranjeros, a la hora de organizar el otorgamiento de pensiones. Retomemos, en tal sentido, lo sostenido por la Procuradora:
“estimo que la distinción realizada en el decreto impugnado no importa una actitud reprochable. Preciso es decir sobre ello, que no parece arbitraria…una distinción en razón de la nacionalidad en sí misma, como parece entenderlo la quejosa, toda vez que negar la aplicación de dicho concepto, sería negar la existencia de la Nación misma; máxime cuando de lo que se pretende aquí, es una prestación en dinero, cuyo monto se descuenta directamente de las arcas del Estado Argentino y que no se financian con el aporte contributivo de sus beneficios, por lo que siempre se encuentran limitadas a las posibilidades de los recursos económicos que establezca la ley de Presupuesto Nacional, amén de que, como se señaló más arriba, otorgarlas es una facultad y no una obligación.”
La argumentación en cuestión resulta particularmente sorprendente, en sus ribetes cercanos al nacionalismo históricamente más peligroso. Sin embargo, podemos dejar esa perplejidad de lado y detenernos con más detalle sobre lo estrictamente dicho en el párrafo citado. Vayamos, entonces, línea por línea, sobre la argumentación ofrecida. En primer lugar, ¿en qué sentido otorgar beneficios o derechos a extranjeros implicaría “negar la existencia de la Nación misma”? Es absolutamente común, en el ámbito internacional, que los inmigrantes que una Nación acepta reciban el mismo trato que los nacionales, sin que ello implique, de ningún modo, negar la existencia de la Nación. Más bien lo contrario, si la idea de Nación tiene algo que ver con la idea de comunidad de derechos, el carácter de Nación parece reafirmarse, antes que negarse, cuando se da un trato igual a nacionales y extranjeros que habitan dentro de la misma comunidad. Ello, sin mencionar siquiera que el art. 26 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos sostiene que “todas las personas son iguales ante la ley y tienen derecho sin discriminación a igual protección de la ley,” y afirma que “la ley prohibirá toda discriminación y garantizará a todas las personas protección igual y efectiva contra cualquier discriminación por motivos de origen nacional.” ¿Y qué diferencia hace que la prestación en juego tenga que ver con “dinero, cuyo monto se descuenta directamente de las arcas del Estado Argentino y que no se financia() con el aporte contributivo de sus beneficiarios”? ¿Podría alegarse esa misma razón, por ejemplo, para negarle la cobertura de ciertos beneficios educativos a los niños, o de ciertas necesidades a los discapacitados, que no contribuyen a financiar lo que gastan? ¿Y qué papel juega la idea de que existen recursos limitados, establecidos por la “ley de Presupuesto Nacional”? ¿Ello justificaría un Presupuesto que no cubriera las necesidades, digamos, de los enfermos de Sida? Si ése fuera el caso, lo que –constitucionalmente- quedaría en problemas, sería la validez misma del Presupuesto, y no la decisión de algún organismo estatal de atender las necesidades de los enfermos de Sida. En definitiva, el apartado a través del cual la justicia pretendió fundar la legitimidad de las discriminaciones afirmadas por el legislador resultan cuestionables línea por línea.
El derecho constitucional frente a hechos moralmente arbitrarios: escrutinio estricto vs. análisis de mera racionalidad
Llegados a este punto, tiene sentido concentrarse en el “núcleo duro” de las opiniones disidentes, que pretenden justificar las diferencias de trato del caso, en el hecho de que la persona afectada es extranjera. La pregunta es, entonces: ¿hay algo particularmente importante, que justifique diferenciar entre locales y visitantes, nacionales y extranjeros a la hora de entregar pensiones por invalidez? Los jueces disidentes afirman que sí, que el hecho de que una persona sea extranjera le da al Estado una razón suficiente para denegarle a alguien los beneficios que la ley asegura a los demás habitantes. Para tomar esta propuesta a su “mejor luz,” podríamos comenzar prestándole atención a situaciones en las que sí solemos aceptar el establecimiento de distinciones entre nacionales y extranjeros, en relación con la Constitución. En efecto, existen situaciones en las que, sin mayores problemas, tendemos a aceptar la validez de ese trato diferencial, respecto de ciertos derechos constitucionales básicos. Típicamente, aceptamos estas distinciones, en lo que hace al otorgamiento de derechos políticos. Decimos entonces que se justifica la restricción de los derechos políticos de los extranjeros, en la medida en que ellos no se nacionalicen, asumiendo un explícito compromiso con la Nación en la que habiten, o en la medida en que ellos no estén afincados en el país de modo consolidado. Sin embargo, lo cierto es que ni siquiera en estos casos tal tipo de distinciones resultan invulnerables a la crítica. En efecto, aún el ejemplo de los derechos políticos, tan comúnmente utilizado, resulta mucho menos plausible de lo que parece. Por un lado, el hecho de que alguien se nacionalice no garantiza que esa persona esté comprometida políticamente con el país. Del mismo modo, el hecho de que alguien haya nacido en el país tampoco garantiza el compromiso de alguien con la “cosa pública.” Más todavía, muchos extranjeros no nacionalizados aparecen mucho más comprometidos con el lugar en donde viven que muchos locales, a través del enorme servicio que silenciosamente realizan por el país, a cambio de los mayores abusos y las peores pagas del mercado. Es decir, no existen razones tan obvias para limitar los derechos de los extranjeros, siquiera en el caso aparentemente tan claro, concerniente a los derechos políticos de los mismos.
De todos modos, no hace falta llegar tan lejos, y comprometerse con posiciones que puedan resultar polémicas. El caso que tenemos frente a nosotros es uno donde la distinción entre locales y visitantes parece especialmente insostenible, y de un modo palmario: la atención del derecho de subsistencia de extranjeros imposibilitados de mantenerse por sí mismos, por problemas físicos o mentales completamente ajenos a su control. En este tipo de casos extremos, más que en ningún otro, la pretensión de distinguir entre nacionales y extranjeros se torna particularmente inaceptable. Aquí, con toda razón, cabe seguir a la mejor filosofía política, y a la mejor jurisprudencia internacional existente, para afirmar lo siguiente: el derecho no puede tratar mejor o peor a algunas personas por razones moralmente arbitrarias, es decir, a partir de cuestiones respecto de las cuales los individuos no son responsables –razones ajenas al control de los individuos: la raza, la etnia, el género, la clase social dentro de la cual han nacido, o su nacionalidad. En este punto, los acuerdos existentes tanto dentro de la filosofía como dentro del derecho internacional resultan particularmente amplios (de modo paradigmático, ver Rawls, John, 1971, A Theory of Justice, Harvard University Press).
En casos como los citados, el mejor derecho comparado suele reaccionar de un modo directamente opuesto al sugerido por la Procuradora Fiscal. Lo que tal derecho dice es que, en situaciones como la referida, los jueces deben examinar el caso de que se trate con el escrutinio más estricto (strict scrutiny) y no con un análisis liviano, de “mera racionalidad.” Los jueces deben asumir, en tales situaciones, que la norma en cuestión –la que pretende distinguir entre personas a partir de cuestiones moralmente arbitrarias- es, prima facie, inválida. Aquí, por tanto, la jurisprudencia comparada invierte la carga de la prueba: es el Estado el que debe probar que tiene un interés fundamental (compelling interest) para afirmar la diferencia que quiere afirmar. Este argumento fue adecuadamente detectado en la opinión de los Doctores Argibay y Petracchi, quienes sostuvieron, con toda razón, que el caso no debía ser objeto de un análisis de mera razonabilidad, sino que debía ser estudiado a partir de un
“escrutinio estricto, evaluación que implica una inversión en la carga de la prueba, de modo tal que es la parte que defiende la constitucionalidad de la norma (en este caso, el Estado Nacional) la que deberá realizar ‘una cuidadosa prueba sobre los fines que había intentado resguardar y sobre los medios que había utilizado a tal efecto. En cuanto a los primeros, deben ser sustanciales y no bastará que sean meramente convenientes. En cuanto a los segundos, será insuficiente una genérica adecuación a los fines, sino que deberá juzgarse si los promueven efectivamente y, además, si no existen otras alternativas menos restrictivas para los derechos en juego que las impuestas por la regulación cuestionada.”
Los actos políticos no justiciables
El último argumento que podría citar –y de hecho ha citado- la Procuradora Fiscal, a la hora de defender su postura, tiene que ver con la separación de poderes, y la necesidad de que la Corte respete un amplio margen de acción para los órganos políticos democráticos. El argumento en cuestión –uno que normalmente aparece asociado con la idea de las “cuestiones políticas no judiciables”- es muy importante, particularmente para aquellos que estamos preocupados por la legitimidad o falta de legitimidad democrática del Poder Judicial.
Los jueces disidentes, a través de la opinión a la que adhirieron, sostuvieron que en el caso en cuestión se estaba frente a una “facultad discrecional de uno de los Poderes del Estado.” Este mismo argumento es el que había utilizado la Sala I de la Cámara Federal de Apelaciones de la Seguridad Social, que sostuvo que el Congreso de la Nación se encontraba plenamente facultado para otorgar pensiones, a su prudencia y discreción. Para dicha Sala, lo que estaba en juego era un “acto de política legislativa no justiciable.” La intención de la Sala I; de la Procuradora Fiscal; y de los jueces disidentes, es saludable, pero su aplicación en este caso concreto es, según entiendo, simplemente equivocada.
Por supuesto, el respeto de la autoridad democrática del Congreso requiere que el Poder Judicial, consciente de las limitaciones de su legitimidad, dé un paso atrás en relación con muchas de las tareas que habitualmente quiere asumir, para dejar que la vida política de la comunidad sea decidida política, y no judicialmente. El Poder Judicial debe aprender, en efecto, que a pesar de que sus miembros puedan estar, coyunturalmente, más cerca o más lejos de alguna decisión política, los legisladores gozan de un tipo de autoridad democrática de la que ellos, claramente, no gozan. Finalmente, en una democracia, deben gobernar los legisladores, y no los jueces.
Lo dicho, sin embargo, resulta sólo aceptable en la medida en que sepamos clarificar cuáles son esas cuestiones ajenas al control judicial, y cuáles cuestiones merecen, en cambio, ser objeto de (algún tipo de) escrutinio judicial. Y mi impresión es que, en este terreno, la jurisprudencia y la doctrina suelen moverse en direcciones equivocadas.
Muchos años atrás, Ronald Dworkin propuso una distinción no siempre fácil de mantener, pero generalmente útil de perseguir, cual es la que separa entre políticas y derechos (Dworkin, R. 1977, Taking Rights Seriously, Cambridge: Harvard University Press). La idea de Dworkin es que el legislador, por las condiciones en que es electo, por lo limitado de su mandato, por el tipo de control ciudadano al que está sujeto, se encuentra bien incentivado –e institucionalmente preparado- para prestar atención a las cuestiones distributivas o políticas, que merecen ser sensibles a la regla mayoritaria. Por ejemplo, si tenemos que decidir si vamos a utilizar los recursos que nos sobran para fabricar “acero o caramelos,” tiene sentido apelar a la regla mayoritaria, o indirectamente a la sensibilidad mayoritaria del legislador. Cuestiones semejantes deben ser resueltas conforme a las convicciones y preferencias mantenidas por la mayoría de la comunidad, o la mayoría de sus representantes. Finalmente, las condiciones en que ejercen su cargo hacen que los legisladores se vean incentivados a prestar especial atención a los dichos de la mayoría (al menos, más que los miembros de las ramas no democráticas del poder). Este tipo de hechos justifican, para Dworkin, la existencia de una amplia esfera de cuestiones ajenas al control judicial. Los jueces, para él, no deben interferir con temas políticos que, en una democracia, requieren quedar fundamentalmente sujetos a la regla mayoritaria.
Ahora bien –y siguiendo con Dworkin- existen otro tipo de cuestiones -las relacionadas con los derechos- que no se encuentran bien protegidas por aquellos funcionarios públicos cuyos cargos están sujetos a una renovación periódica a través del sufragio. Estas son las cuestiones relacionadas con los derechos que le corresponden a cada uno –cuestiones “individualizadas,” en principio independientes de lo que diga la regla mayoritaria. Por ejemplo, y para Dworkin, el principio según el cual ninguna persona debe ser torturada, o el que dice que nadie debe ser condenado sin juicio previo (finalmente, el respeto de los derechos humanos más básicos), no debe quedar sujeto a los dictados de la regla mayoritaria. Más todavía, tales derechos individuales deberían ser respetados aún (y especialmente!) en aquellos casos en que, a través de la regla mayoritaria, se quiera afirmar lo contrario (pongamos, la validez de la tortura). En este sentido es que, tal como dice Dworkin, los derechos deben ser vistos como “cartas de triunfo” frente a las pretensiones de una mayoría ocasional. Es en este tipo de casos –los relacionados con el respeto básico de derechos básicos- en donde los legisladores aparecen peor, y no mejor situados, que los jueces. Incentivados como están a prestarle atención a las preferencias de las mayoritarias, ellos pueden inclinarse por sacrificar cuestiones de derechos fundamentales por razones políticas meramente coyunturales. Es en este tipo de casos, finalmente, en donde puede tener sentido autorizar formas más estrictas de control judicial –repudiadas en otro tipo de casos, de naturaleza política.
La distinción citada puede ser útil para ver otro de los problemas de la decisión minoritaria en “Reyes Aguilera.” Es claro que el Poder Judicial debe comportarse con prudencia frente al poder político; es claro que el Poder Judicial debe reconocer la existencia de cuestiones políticas no judiciables; es claro que la esfera abarcada por las cuestiones políticas, en democracia, debe ser muy amplia. Sin embargo, ello no nos autoriza a afirmar que cualquier tipo de cuestión en el que la mayoría tenga interés se convierta, por ello mismo, en una cuestión política no judiciable. Por el contrario, y según vimos, muchas cuestiones –las relacionadas con los derechos- no deben quedar fuera del control judicial bajo la excusa de que el poder político debe ser respetado en su autoridad democrática. El poder político debe ser respetado, sí; y la autoridad democrática del pueblo también. Sin embargo, me parece entrever, ello debe ocurrir exactamente en los casos opuestos a aquellos en los que los jueces disidentes han estado pensando.