18 nov 2024

Rinoceronte (o, El precio a pagar)*



El joven ministro siempre utilizaba su tribuna para escandalizar a las personas respetables; era un provocador de raza, a pesar de sus cortos años. Para algunos -pongamos, por poner un nombre, Alejandro R.- toda esa escena resultaba por demás entretenida, sobre todo al reconocer de qué modo algunos de sus amigos se alborotaban, frente al espectáculo de la política oficial. “Pero ríanse, aprendan a gozar un poco, relájense, busquen el placer, sean positivos!” -les arengaba. Las pullas siguieron así, por un buen tiempo, aún cuando las bravatas ministeriales -las del joven empleado, y las de muchos de sus vistosos asesores- subían en su tono y arrojo. Una de sus asesoras, en particular, bromeaba siempre recurriendo a gracejos que implicaban, de una manera menos sutil que torpe, la misma reivindicación de la dictadura. “Ay, qué escándalo que hacen” -les decía entonces, Alejandro, a sus amigos: “enfóquense en el lado luminoso de las cosas: vivan su vida, anímense a ser felices”. Sin embargo, la espiral de oscuridad no cesaba en su descenso. Cada día, el repertorio público incluía alguna nueva incitación o reto, destinada a agitar la paciencia de los adversarios. Primero, algunas agrupaciones juveniles, muy cercanas al gobierno, comenzaron a hablar, vestirse y actuar como si fueran parte de un ejército de legionarios. Daban miedo. Alejandro, simplemente, los ignoraba: ¿qué sentido tenía preocuparse por ello? Más tarde, algunos partidarios del gobierno, exhibiendo impudicia y desenfreno adolescentes, empezaron a llevar a la práctica algunas de las amenazas que, en un comienzo, sólo parecían exhibir teatralmente, como en un juego. Así, tomaron como práctica la de emboscar a partidarios de las fuerzas contrarias, descargando sobre ellos sus propios resentimientos, una sed de protagonismo que llegaba al delirio. En más de una oportunidad, la celada había concluido con alguna víctima de la furia oficial, internada: directo al hospital. “¿Por qué tanto lío? Son peleas entre adolescentes” -comentaba Alejandro, y seguía- “¿o ustedes nunca se pelearon con los de la escuela de enfrente?” Alejandro se sonreía, no paraba de bromear, en parte como un modo de ridiculizar a sus indignados pares. “No hay que preocuparse por todo: ¡Así no se puede vivir! ¡Necesitan cambiar de actitud, muchachitos! Van camino a convertirse en unos viejos amargos” -amonestaba a sus cófrades. Siempre sonriendo, burlándose de ellos. Pasó que después la violencia dejó de estar sólo en manos de bobaliconas banditas de adolescentes. Por ejemplo, un militante arrepentido dio a conocer imágenes de uno de los principales voceros del gobierno, mientras arengaba a un grupo parapolicial, a cargo, según parece, de la “limpieza social” de la Ciudad. Alejandro quiso ignorar lo ocurrido, pero al final, insistentemente impugnado, en su pasividad, por sus amigos, les convino: “¡Déjense de embromar! Uno no se puede preocupar por cada noticia que no le gusta: ¡dejen pasar alguna, no se enganchen con cada episodio que les cuenten desde los medios! ¿No ven que el objetivo es ése, ganar audiencia, sacándolos a ustedes de la comodidad de sus sillas?” Alejandro, que había sido un radical crítico de la violencia, en años anteriores; que no había dejado de tildar como nazi o fascista a cualquier episodio de agresión política, se mofaba ahora de quienes parecían repetir, en tiempo presente, sus viejos dichos. “¡Es todo un espectáculo, y…les cuento, bastante divertido!” -exclamaba ahora. El colmo fue cuando el propio Presidente convocó a sus fieles, desde la cadena nacional, a arrollar físicamente a quienes criticaban al gobierno: “yo me comprometo a respaldarlos con la policía y el ejército” -agitó el Presidente. “¡Tumbar a diez de ellos, por cada agresión que reciba alguno de los nuestros!” -se exaltaba. Para Alejandro, el discurso presidencial resultaba poco llamativo y nada preocupante: “Siempre hay que intentar comprender” -sostuvo. “Hay que hacer un esfuerzo intelectual honesto”. Poco después, el Presidente agregó: “Es hora de despanzurrar a los enemigos del proyecto: atormentarlos hasta que sangren; extirparles los dientes; arrancarles las pezuñas”. Alejandro volvía entonces a apostar por la respuesta sedada, moderna, canchera: “recomiendo tener, de entrada, un prejuicio favorable o si no, al menos, una neutralidad, una apertura de espíritu propia de la mentalidad científica. Tratar de entender la lógica de esto. Comprender es justificar”. Agregaba, por las dudas: “Todavía no murió nadie ¿por qué tanto griterío?” Y también: “¡Celebren esto! Pasan cosas a cada momento, todos los días algún hecho nuevo que comentar, finalmente las cosas se mueven, un país que por fin aparece despierto” La argumentación podía cambiar y sofisticarse, pero la conclusión seguía siendo la misma: “¡Todo esto está muy bueno! ¡Permítanse disfrutarlo! ¡Es divertidísimo!”

*Muchas de las líneas del texto están tomadas de “El rinoceronte”, de Eugène Ionesco


16 nov 2024

Vuelve El Rinoceronte

 




Es  insólito q si tu (nueva) pareja te insulta y golpea, pero (a diferencia de la anterior, pongamos) trae el cheque a fin de mes, te digan "y bueno..." o "no te quejés x las formas" o "antes te pegaban y vos callada". El maltrato no es precio a pagar, nunca: Rechazalo, siempre

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PD: Van algunas de El Rinoceronte, de Ionesco (no de Alejandro Roz.)

* No pienses más. No hay que tener remordimientos. El sentimiento de culpa es peligroso. Vivamos nuestra vida, seamos felices. Tenemos el deber de ser felices

* Otro silogismo: todos los gatos son mortales. Sócrates es mortal. Por lo tanto Sócrates es un gato.

* No juzgue a los otros si no quiere ser juzgado. Y además, si uno se preocupara por todo lo que pasa, no podría vivir.

* Siempre hay que intentar comprender. Y cuando se quiere comprender un fenómeno y sus efectos, hay que remontarse hasta sus causas por medio de un esfuerzo intelectual honesto. Pero hay que intentar hacerlo, porque somos seres pensantes. Yo no lo he logrado, no sé si lo lograré. De todos modos, debemos tener, de entrada, un prejuicio favorable o si no, al menos, una neutralidad, una apertura de espíritu que es lo propio de la mentalidad científica. Todo es lógico. Comprender es justificar.


11 nov 2024

Terminar con el país a-jurídico que promueve este gobierno

 Publicado hoy, acá: https://www.clarin.com/opinion/papel-corte-guardian-constitucion_0_HHTK3N7Vzr.html




Nuestro país, como muchas democracias constitucionales de nuestro tiempo, se encuentra atravesando una crisis institucional inédita. Dicha crisis se manifiesta de formas diversas, que incluyen, de manera especial, a Ejecutivos que actúan discrecionalmente, y se ocupan de socavar el accionar de los órganos encargados de controlarlos. Lo que hoy ocurre es diferente de lo que ocurría en el siglo xx, cuando la crisis solía implicar golpes de estado que traían un cambio de régimen, de un día al siguiente, y los militares pasaban a tomar el control de todos los órganos de gobierno. En la actualidad, lo que vemos son procesos de deterioro o “erosión” de los sistemas de “frenos y controles”, a través de maniobras en apariencia legales, que van dejando al sistema en manos de una elite que procura actuar a su arbitrio. Ya no se trata del fin de la democracia “de muerte violenta” (un golpe de estado) sino de lo que Guillermo O’Donnell llamara procesos de “muerte lenta” (“la muerte de la democracia a través de mil cortes”).

En los casos más extremos, como el de Venezuela, el desgaste de los mecanismos de control ha llegado tan lejos, que los rastros de la democracia constitucional resultan irreconocibles. En México, desde fines de Septiembre, se ha puesto en marcha un intento de Reforma Judicial que se propone terminar con el clásico sistema de controles jurisdiccionales. En la Argentina actual, nos encontramos con un gobierno que, desde su llegada al poder, se ha propuesto gobernar por decreto y sin controles. Hoy, el gobierno ha convertido en práctica la de resistir -a través de un apoyo minoritario- el control legislativo sobre sus decretos, amparado en una ley inconstitucional -la ley 26122 del 2006- diseñada en su momento por el kirchnerismo para sortear cualquier supervisión sobre sus actos (una ley que incentiva el uso de decretos, y torna casi imposible la tarea de controlarlos). De modo más serio aún, algunos legisladores, cercanos al oficialismo, se resisten hoy a modificar la ley 26122 que, cuando eran oposición, denunciaban y urgían eliminar. Para algunos la discrecionalidad del poder no es siempre un problema: el problema no existe cuando les toca a ellos el turno de ser arbitrarios. No se dan cuenta que nadie ocupa el poder por siempre, y que de ese modo preparan las condiciones para que el futuro gobierno -en instantes- se deshaga de sus “logros”, y también de ellos.

El tipo de enfrentamiento que vemos hoy, entre el oficialismo y la Constitución, se manifiesta en casi cada acto de gobierno. Ignorante de la Constitución, el Presidente ha calificado al mandato constitucional en favor de la “justicia social” (art. 75 inc. 19) como una “aberración” que representa un “robo”; ha denunciado al “garantismo” “responsable de un baño de sangre”, cuando desde 1853, la Constitución exige firmes garantías para todos -aún para los presos (art. 18); se ha negado a suscribir la Declaración sobre la Igualdad de Género, desconociendo los deberes que le impone el art. 37 (que exige “acciones positivas” a favor de las mujeres). Mucho más que eso, este actuar anti-constitucional del Ejecutivo aparece reafirmado cuando el Presidente encarna una política anticientífica (art 75 inc. 19); cuando promueve con irresponsabilidad medidas que dañan al medioambiente (art. 41, 43); o cuando denigra y desfinancia, en lugar de expandir y promover, la educación pública (art. 75 inc. 18-19). Mucho peor aún: el Presidente no deja pasar un día sin insultar a quienes no piensan como él; incitar a la violencia; mostrar intolerancia hacia las ideas diferentes; burlarse de las personas con discapacidades; injuriar a los miembros de las demás ramas del poder; acusar infundadamente de crímenes a sus opositores.

El Presidente no puede seguir actuando de ese modo, por una diversidad de razones: el poder y la posición de privilegio de la que goza; el impacto diferencial de sus acciones; el control del que dispone sobre el aparato coercitivo; los deberes de decoro que derivan de su función; las obligaciones institucionales que son propias de su cargo; las exigencias de cooperación que tiene con las demás ramas de gobierno; las responsabilidades propias de los funcionarios públicos (más cuanto más alto el rango).

En este marco, los demás poderes del Estado adquieren una obligación especial, hacia todos nosotros, y en favor de la Constitución, en pos de salvaguardar la “república representativa y federal” (art. 1). La justicia, y de modo muy especial la Corte Suprema, debe abandonar su habitual pasividad, disfrazada de prudencia y revestida de cálculo, para asumir activamente el papel que le corresponde de guardián de la Constitución, y garante de los procedimientos de la democracia. Décadas atrás, dichos deberes podían traducirse en obligaciones de especial cuidado frente al accionar de los grupos de interés; y exigencias de una vigilancia firme contra habituales discriminaciones (i.e., contra minorías discrete and insular, como podían serlo las minorías raciales y sexuales). Hoy, los riesgos presentes son mayores, por lo que una lectura atenta al contexto, en torno a los alcances del control judicial, merece incluir cuidados adicionales, en particular frente a las comunes prácticas de socavamiento o “erosión” constitucional, impulsadas desde el Ejecutivo. La Constitución necesita que la Corte se ponga de pie, en su defensa, cuando los demás poderes no pueden hacerlo, o defeccionan, o son las responsables mismas de poner al derecho en crisis. No se trata de un actuar deseable, preferible o facultativo de la justicia: hablamos de una obligación constitucional, que nos incube a todos, y de la que ella es principal responsable.