Democracia
todo a lo largo.
Democracia,
Derecho Penal y Protestas Sociales[1]
Roberto Gargarella
Dos ejemplos
Permítanme comenzar esta presentación con la
introducción de dos decisiones judiciales, una proveniente de Argentina (2002),
en el caso Schifrin[2]; y la otra
de Inglaterra (2009), en el caso Austin
and Saxby[3].
Primero me referiré a la
decisión argentina. En 1997, la maestra Marina Schifrin participó en una
manifestación en el sur de Argentina, en la que se reivindicaban mejoras
salariales. La manifestación había sido organizada por maestros de escuela y
contó con la participación de los alumnos y de sus padres. Como era habitual en
aquellos años, los manifestantes decidieron bloquear carreteras —en este caso
la Ruta Nacional 237— en Bariloche, con el fin de hacer oír sus reclamaciones. A
Schifrin, considerándola una de las líderes de la protesta, la juzgaron por
violar la ley y la declararon culpable. Sorprendentemente, la decisión contra
Schifrin, que fue adoptada por el juez federal Leónidas Moldes, incluía una
orden de abstenerse de participar en manifestaciones públicas, de más de 10
personas, y que tuvieran lugar en rutas inter-jurisdiccionales, durante los
siguientes dos años. La decisión fue confirmada con posterioridad por la Cámara
Nacional de Casación Penal, alta corte de apelación en materia criminal. En
opinión de la corte de apelación, la invalidación de la decisión del juez
Moldes habría representado una “formidable contribución al caos, la anarquía y
la destrucción de derechos”[4].
En la parte central de la sentencia, el tribunal
hacía referencia a un argumento democrático para condenar a Marina Schifrin,
una maestra que había jugado un papel de liderazgo en el bloqueo. Citando a
Miguel Ekmedjián, un conocido teórico constitucional, la corte sostuvo que,
según la Constitución Argentina, “solo hay una forma legítima de expresar la
voluntad soberana del pueblo”, que es el sufragio. A través de este medio
—añadía— el pueblo “acepta o rechaza las alternativas que la clase política le
presenta”.
La decisión adoptada por el tribunal de apelación
argentino apareció en un contexto que todavía estaba caracterizado por altos
niveles de represión política gubernamental o para-gubernamental contra los
manifestantes, aunque desde 2002 y tras la muerte de dos jóvenes activistas
políticos (Mariano Kostecki y Darío Santillán), el discurso oficial sobre el
asunto era el de la represión no-violenta. Según un informe del Centro de
Estudios Legales y Sociales (CELS), una institución que es considerada cercana
al gobierno, 16 manifestantes murieron en el período 2003-2011. Además, en
diciembre de 2011, el Congreso argentino aprobó la Ley Antiterrorista, en línea con una legislación similar adoptada
en otros países latinoamericanos, como Ecuador o Chile, donde tal tipo de
legislación se ha utilizado ampliamente contra los manifestantes y activistas
políticos.
Pasemos ahora al segundo caso, que tuvo lugar en
Inglaterra. El Primero de Mayo de 2001 hubo una manifestación multitudinaria
contra la globalización, en Oxford Circus, una zona comercial de la ciudad de
Londres. La policía tenía información sobre la reunión y asumía que se iban a
producir alteraciones del orden público, como había ocurrido durante
otras manifestaciones previas celebradas en los últimos dos años. Hacia el final de la manifestación, la policía
rodeó a cerca de 3000 personas —unas habían participado en la manifestación y
otras no— e impidió que muchas de ellas salieran del cerco. La
consecuencia fue que más de 1000 personas estuvieron retenidas contra su
voluntad durante siete horas sin poder comer, beber o ir al baño.
Geoffrey Saxby y el manifestante Lois Austin
estaban entre los retenidos por la policía. Ninguno
de los dos se había comportado de manera violenta. Reclamaron una indemnización
por daños alegando la
privación de libertad, que es contraria al artículo 5 del Convenio Europeo de
Derechos Humanos y a la sección 7 de la Human
Rights Act. En el tribunal de apelaciones, el juez Tugendhat afirmó que la
restricción de derechos era justificable bajo el artículo 5.1, y que siete
horas cabían dentro de la exigencia de “brevedad” contemplada en ese artículo[5]. En su opinión:
“La corte debe admitir el hecho de que puede ser
muy difícil para la policía identificar un objetivo o predecir la magnitud del
desorden violento. Concluyo que la corte debe conceder un alto grado de respeto
a la apreciación de los policías acerca de los riesgos sobre lo que los
miembros de la multitud podrían haber hecho si no eran contenidos. Al mismo
tiempo, la corte debería someter a un escrutinio muy estricto el efecto
práctico que las medidas restrictivas pueden tener sobre los derechos humanos
individuales, la importancia de los derechos afectados, y la firmeza de
cualquier salvaguardia destinada a minimizar el impacto de la restricción de
los derechos humanos individuales”.
El caso confirmó que la policía tiene una amplia
gama de potestades que puede utilizar “incluso contra manifestantes pacíficos
si unos pocos son o pueden ser alborotadores” (Fenwick 2007, 771). Más adelante,
la corte de apelación ratificó que el cordón policial había sido una respuesta
legal a las circunstancias particulares de la situación planteada el Primero de
Mayo. Es más, la Cámara de los Lores centró su atención en el objetivo o motivo
subyacente y en las intenciones de aquellos que implementaron el cordón (Mead
2009, 6). En el caso que nos ocupa, como sostuvo Lord Scott, el propósito de
prevenir daños a la propiedad y lesiones a las personas fue una de las
principales motivaciones de quienes efectuaron las detenciones.
La dura actitud judicial hacia los manifestantes
se produjo a resultas de que el poder legislativo empezase a adoptar un enfoque
más estricto en esta materia, a partir de mediados de la década de 1980. De hecho, el Parlamento inglés promovió una
legislación más represiva, al menos desde 1986, cuando aprobó la Public Order Act. Esta ola de
autoritarismo se amplió y se reforzó durante el período conservador y se
reafirmó luego con el gobierno del Nuevo Laborismo. La nueva legislación incluyó
la Criminal Justice and Public Order Act de
1994; la Harrasment Act de 1997 (ya
con el Nuevo Laborismo en el poder); la Crime
and Disorder Act de 1998; la Anti-Social
Behaviour Act de 2003; la Serious
Orgnised Crime and Police Act de 2005; pero también (como en Argentina) la Terrorism Act desde el año 2000, que
difuminó las distinciones entre los terroristas y los manifestantes.
Creo
que estos dos ejemplos plantean preguntas cruciales sobre la autoridad
democrática y el uso de los poderes coercitivos del Estado, particularmente en
relación con las decisiones judiciales que limitan realmente el alcance de la
participación política y en relación con las decisiones legislativas que
desalientan, en lugar de promover, una ciudadanía activa. ¿Cómo debería un Estado
democrático ocuparse de las protestas que desafían, entre otras cosas, la forma
en que dicho Estado administra sus poderes coactivos? ¿Qué límites, si los
hubiere, deberían tener las protestas democráticas y las manifestaciones
populares, particularmente en el contexto de las sociedades injustas y
desiguales? En el presente artículo, me interesa explorar algunos de estos
temas, en los que se cruzan la teoría
democrática y el derecho penal.. Intuyo que el derecho penal está
respondiendo a esas preguntas de forma incorrecta (y los dos ejemplos, tal como
sostendré, son una buena muestra de esto) y que la búsqueda de mejores
respuestas nos obliga a reexaminar la relación entre la teoría democrática y el
derecho penal: el derecho penal, pienso, debería volverse mucho más sensible a
las preocupaciones democráticas básicas.
De acuerdo con
esos supuestos, parte de mi examen tendrá un carácter descriptivo, intentando
mostrar que es posible una interacción más intensa entre las dos disciplinas:
ya tenemos algunos interesantes desarrollos teóricos que dan cuenta de dicha
interacción y la apoyan. Mi principal interés, sin embargo, será normativo:
abogaré por una influencia más directa y significativa de la teoría democrática
dentro del dominio de la ley penal.
En la primera
parte del artículo presentaré tres casos de interacciones posibles y
fructíferas entre la teoría democrática y el derecho penal. Los casos están
relacionados con las tres principales “etapas” del “derecho penal sustantivo”
(Simester y von Hirsch 2011, 3): la primera tiene que ver con los procesos
penales; la segunda, con el proceso de sentencia; y la tercera, con las
decisiones legislativas de política criminal. En la segunda parte del documento
abogaré por una integración más profunda y fundamental de la teoría democrática
y el derecho penal, y reflexionaré particularmente sobre cómo esos cambios
podrían mejorar nuestro enfoque de las situaciones de protesta social.
Democracia y derecho penal: Una introducción
Existen numerosas razones que sugieren por qué debemos
fortalecer los vínculos entre la teoría democrática y el derecho penal. En
primer lugar, para quienes creemos en la importancia del autogobierno
democrático, está claro que hay pocos problemas más relevantes que los
relacionados con el uso de los poderes coercitivos del Estado. En segundo lugar
y más concretamente, cuando nos referimos al derecho penal, nos referimos a un
aspecto muy específico y preocupante de los poderes coercitivos del Estado. De
hecho, la violencia del Estado puede implicar infligir dolor y sufrimiento,
encarcelamiento e incluso la muerte. Parece obvio, pues, que para quienes se
preocupan por la democracia las cuestiones sobre los límites y el alcance de
este tipo particular de violencia estatal no pueden escapar ni a la reflexión
ni al control colectivos: lo que está en juego aquí es demasiado importante.
Finalmente, debo mencionar que en sociedades como aquella en la que vivo
(Argentina, que no creo que sea muy diferente de otras sociedades occidentales)
la existencia de desigualdades profundas e injustificadas agrava aún más el
problema. En sociedades profundamente desiguales e injustas, el riesgo de un
uso sesgado e inadecuado de los peligrosos poderes coercitivos del Estado
parece aumentar de modo radical. Esta situación nos proporciona razones
adicionales para tener cuidado con cómo se utilizan esos poderes coercitivos y
asegurarnos de que están sujetos a una estricta regulación democrática.
Ahora bien, esto tiene su lado bueno y su lado malo.
El bueno es que, a pesar de las obvias conexiones existentes entre la teoría
democrática y el derecho penal, las dos disciplinas no han tendido a confluir.
Los filósofos políticos en general y los teóricos democráticos en particular apenas
se han interesado por las cuestiones básicas del derecho penal. Esta omisión resulta desconcertante si se tiene
en cuenta que el derecho penal aborda de hecho algunos de los temas más
relevantes y dramáticos relacionados con el uso de los poderes coercitivos del
Estado. Cabría preguntarse: “¿Cómo se explica la reticencia de Habermas y de la
mayoría de los demás teóricos de la democracia deliberativa a tratar
directamente el tema del castigo, a pesar de su interés en el aspecto
coercitivo de la ley?” (de Greiff 2002, 384). Tomemos, por ejemplo, el caso de
tres de los principales filósofos políticos del siglo XX, a saber: John Rawls
en el mundo angloamericano, Jürgen Habermas en Europa continental y Carlos Nino
en América Latina (Habermas 1992, Nino 1984, 1996, Rawls 1971, 1991). Los tres
han estado muy interesados en cuestiones fundamentales sobre la justificación
de la coerción estatal, considerando este problema justificativo como el más
importante de la filosofía política. Al mismo tiempo, todos ellos entendieron
claramente que una reflexión adecuada sobre el uso justificado de los poderes
coercitivos del Estado también requiere una reflexión sobre la teoría
democrática (cabe destacar que los tres abordaron las cuestiones democráticas a
través de una concepción deliberativa de
la democracia). Ahora bien, el hecho es que, aunque todos ellos
reconocieron la necesidad de decir algo más concreto sobre la justificación del
derecho penal y su conexión con la teoría democrática, ninguno desarrolló mucho
más esta reflexión[6].
Lo bueno, sin embargo, es que se vienen produciendo
denodados esfuerzos teóricos para tratar de reparar esas graves omisiones. En
primer lugar, en los últimos años hemos visto una creciente tendencia teórica a
establecer las conexiones ausentes entre los conceptos de democracia y de
justicia de Habermas, Nino o Rawls y las cuestiones básicas del derecho penal.
Entre otros trabajos destacados, encontramos el de Dzur y Mirchandani que
conecta la teoría democrática de Habermas con el derecho penal (Dzur y
Mirchandani 2007); Pablo de Greiff hace lo mismo con la teoría democrática de
Nino (de Greiff 2002); y Sharon Dolovich prosigue una tarea similar mediante el
uso de la teoría de la justicia de John Rawls (Dolovich 2004). Además, han
aparecido muchos otros trabajos relevantes que intentan vincular cuestiones
fundamentales del derecho penal a los temas centrales de la filosofía política
y la teoría democrática. Entre muchas otras obras importantes que realizan
estas conexiones podemos mencionar las aportaciones de John Braithwaite, Philip
Pettit y Antony Duff (ver, por ejemplo, Braithwaite 1989, 1997, 1998, 1999,
2000; Braithwaite y Strang 2000; Braithwaite y Pettit 1990, 1994, 2000; Duff
1986, 1998, 2001, 2004, 2004b, 2005, 2005b, 2005c; Pettit 1997, 1997b, 2002).
Antes de entrar a desarrollar el núcleo de mi
presentación, permítanme presentar la concepción particular de la democracia
que tomaré como mi punto de vista en el resto de este documento. Esta
aclaración es necesaria, dados los profundos desacuerdos que tenemos sobre el
significado de la democracia, que es un concepto esencialmente controvertido (Waldron 1994). En lo que sigue, tomaré
como ideal regulativo una visión de la misma que está en consonancia con la que
Habermas, Rawls o Nino concibieron en sus escritos sobre la democracia
deliberativa[7].
Ahora bien, para este artículo no quiero ni necesito
proponer como ideal regulativo una versión demasiado sofisticada o compleja de
la democracia deliberativa, que no haría más que agravar los desacuerdos
actuales. Por el contrario, parto de una versión bastante simple o estándar de
la democracia deliberativa, basada en el famoso enfoque comunicativo de la democracia habermasiano, según la cual
una decisión pública justificada requiere el acuerdo deliberado de “todos
aquellos que potencialmente pudieran verse afectados” (Habermas 1996).
Básicamente hay dos rasgos fundamentales en la posición de Habermas, que tomaré
como los dos requisitos básicos de una democracia deliberativa. El primero se
refiere a la deliberación pública y
el segundo a la inclusión social.
En consecuencia, según la idea regulativa de la
democracia de la que parto, una decisión pública estará en principio más
justificada cuanto mejor represente el producto de un debate inclusivo —un
debate entre “todos aquellos que potencialmente pudieran verse afectados”. Para
quienes adoptamos este punto de vista deliberativo, las normas legales deben
ser el producto de i) un amplio debate
público colectivo; en el cual ii) todos
aquellos que potencialmente pudieran verse afectados por esas normas
legales participan. Inclusión y discusión pública aparecen, entonces, como los dos requisitos principales
para que una norma sea considerada como derecho legítimo. Dicho de otro modo,
las decisiones que son el mero producto de expertos tecnócratas o las que la
población en general no ha discutido convenientemente no se considerarían
suficientemente justificadas.
Teniendo en cuenta estas aclaraciones, procederé ahora
a examinar tres áreas en las que encontramos intentos prometedores de integrar
el derecho penal y la teoría democrática deliberativa.
Democracia y procesos penales
En
los últimos años, el derecho penal y la teoría democrática se cruzaron en
diversas ocasiones, y estos encuentros fueron generalmente muy fructíferos. Una
de las zonas de intersección más interesante fue la de los juicios penales, en
la que los trabajos de Antony Duff, Carlos Nino o Pablo de Greiff desempeñaron
un papel destacado. De diferentes maneras, todos ellos han estado abogando por
que se adoptasen enfoques comunicativos del derecho, que a su vez tienen
enormes repercusiones en el proceso penal. La idea principal de estas
propuestas ha sido concebir el juicio como un proceso comunicativo con el
delincuente, que pretende apelar a su razón y a su comprensión.
Las
teorías comunicativas no deben confundirse con las teorías expresivas de la
pena, a pesar de las evidentes conexiones que parecen existir entre ellas. En
términos generales, se podría decir que el propósito principal de las teorías
expresivas es la comunicación (y no, por ejemplo, la rehabilitación o la
venganza). Los enfoques expresivos pretenden comunicarle al criminal una
censura por lo reprobable del acto cometido: “desaprueban […] los actos que no
deben ser tolerados o condonados” (Duff 1986, 235). Por ejemplo, según el
enfoque particular de Jean Hampton sobre el castigo expresivo, el castigo
adquiere justificación en razón de su servicio (potencial) a la educación
moral. Así, el castigo está justificado como “un bien para aquellos que lo
sufren”, en lugar de un “mal merecido” (Hampton 1984, 237). Hampton compara
esta situación con la del padre que castiga a su hijo querido, y sostiene: “el
sufrimiento que le impone un padre a un hijo travieso pero querido me sugiere
que el castigo no debe justificarse como un mal merecido, sino más bien como el
intento de alguien que se preocupa por educar a una persona caprichosa”
(ibíd.). Uno puede no estar de acuerdo con el punto de vista de Hampton por
diversas razones (por ejemplo, en lo relativo a la contribución de la privación
de la libertad a la educación moral), y sin embargo, estar de acuerdo con el
propósito básico de su empresa, que es abordar el derecho penal desde una
perspectiva expresiva. Podemos decir algo similar con respecto a otra posición expresiva bien conocida, la avanzada por
Joel Feinberg. Según Feinberg, “el castigo es un dispositivo convencional para
la expresión de actitudes de resentimiento e indignación, y de juicios de
desaprobación y de reprobación, por parte de la propia autoridad o de aquellos
'en cuyo nombre' se inflinge la pena” (Feinberg 1970, 96). Sin embargo, el
hecho es que las aproximaciones expresivas
al derecho penal, como las que Joel Feinberg o Jean Hampton ofrecieron en su
momento, tienen solamente una tenue conexión con la metas y ambiciones
centrales de una democracia deliberativa. En efecto, los enfoques expresivos
parecen estar interesados principalmente en la comunicación unidireccional, en la que el delincuente
solo puede escuchar y aceptar finalmente el mensaje que los otros quieren
transmitirle.
En
cambio, los enfoques comunicativos que quiero defender aquí ven el proceso
penal de una manera diferente, que parece relacionada más claramente con los
supuestos básicos de una democracia deliberativa. Efectivamente, en Duff, Nino o
en el enfoque comunicativo de De Greiff, el proceso penal se concibe como un
proceso dialógico, en el que el
delincuente no es visto simplemente como un receptor pasivo de un reproche
público. El proceso penal se considera entonces como si tuviera dos vías: una parte trata de dirigirse
activamente a la otra, recurriendo a su razón, en lugar de a su miedo. El
objetivo del proceso es entonces entablar un diálogo moral con el agresor.
Basándose
en el trabajo de Jürgen Habermas y de Carlos Nino sobre la teoría democrática,
De Greiff lee e interpreta las teorías expresivas de la pena de una manera dialógica (De Greiff 2002, 390)[8].
Para él, “el quid no es meramente que al culpar a alguien digamos simplemente
que hay razones morales por las que
debería haber evitado actuar como lo hizo, sino que le ofrecemos a él esas
razones. Al culpar a alguien lo introducimos en una discusión moral cuyo
objetivo es llevarle a aceptar nuestro juicio sobre su acción” (ibíd., 390-1)[9].
Por otra parte, tenemos que estar preparados para “ser persuadidos por él y
modificar [nuestro] juicio original sobre su conducta” (ibíd., 391). Para quien
sostiene este punto de vista, el objetivo de culpar “no es simplemente hacer
que la gente cambie su comportamiento, sino que lo haga por las razones
correctas” (ibíd.). En este punto, el enfoque de De Greiff sobre el proceso
criminal no puede distinguirse del de Antony Duff.
Antony
Duff ha desarrollado un enfoque comunicativo del derecho penal durante años,
pero ha sido recientemente cuando ha establecido abiertamente una conexión
entre esa visión y la idea deliberativa de la democracia (Duff y Marshall 2007;
Duff, Farmer et al. 2007). Ha adoptado explícitamente “concepciones
participativas y deliberativas de la democracia” con el fin de respaldar su
punto de vista del juicio como un “proceso de rendición de cuentas, como una de
las varias maneras en las que, como participantes en la amplia gama de
prácticas de razonamiento que estructuran nuestras vidas, nos responsabilizamos
los unos a los otros” (Duff y Marshall 2007, 220, 241). Duff nos ha
proporcionado la que probablemente es la mejor y más influyente explicación
acerca de los juicios penales dialógicos. Para Duff, “llevar a alguien a juicio
y castigarlo por sus fechorías es tratarlo como a un miembro de la comunidad
normativa bajo cuyas leyes se le juzga y castiga”. Hay que dirigirse al acusado
en tanto que “miembro de una comunidad normativa cuyos valores se espera que
entienda y acepte” (Duff 2008). Además, tiene que tener una oportunidad justa de
ser escuchado y sus opiniones tienen que ser tomadas en serio y debidamente
sopesadas. Esto sería lo contrario de lo que las sociedades suelen hacer en
estos casos, lo que puede ser descrito como un intento coercitivo de “doblegar”
la voluntad del criminal (Duff 1986, 272).
En
palabras de Duff, el sistema de justicia penal no debe buscar “la obediencia
[de las personas] a sus exigencias, sino su comprensión y la aceptación de lo
que se requiere de ellas como ciudadanos” (Duff 2001, 80). Más concretamente,
si debo tratar al delincuente “como a un agente moral, como a un miembro de la
comunidad moral a la que ambos pertenecemos, mi objetivo no puede ser
simplemente encontrar medios eficaces para hacer que su conducta se ajuste a lo
que la moral requiere —que pague su deuda, por ejemplo, o que diga la verdad—.
Ese objetivo puede lograrse en principio mediante […] métodos que no lo
respeten como a un agente moral [...] Mi objetivo debe ser que haga lo que está
bien porque vea que es correcto; y es
intrínseca a ese objetivo la especificación de los medios por los cuales se
puede lograr: solamente por un proceso de persuasión moral racional” (Duff
2001, 81)[10].
A
pesar de sus bases y objetivos (parcialmente) diferentes, el trabajo de Duff,
el de Nino o el de De Greiff nos proporcionan ejemplos interesantes acerca de
cómo una teoría democrática puede relacionarse con el derecho criminal para
renovar nuestras ideas sobre los procesos criminales.
Democracia y decisiones
judiciales
En
el apartado anterior, hemos explorado diferentes sugerencias relacionadas con
la teoría democrática respecto de la organización de los procesos penales, y la
forma en que se podrían mejorar. Ahora vamos a explorar algunas de las
propuestas, que también se derivan de la teoría democrática, en relación con
las decisiones de la justicia en el ámbito penal. El proceso y los fallos
judiciales están, evidentemente, relacionados entre sí. Si en el apartado
anterior nos centrábamos en las características de la relación entre el Estado
y el delincuente, en un contexto deliberativo, aquí, en cambio, nos ocuparemos
de la forma en la que la teoría democrática concibe el proceso de elaboración
del fallo judicial.
En
términos generales, como veremos, los defensores de las teorías deliberativas
de la democracia (o similares) se han mostrado interesados en transformar el
proceso de decisión judicial, a fin de hacerlo más deliberativo y, sobre todo,
más inclusivo y abierto a la sociedad civil. En este sentido, se cuestionan los
criterios jurídicos tradicionales, marcados por características individuales y
juridico-céntricas. A continuación, me detendré en dos de las principales
alternativas al procedimiento prevalente de decisión judicial.
La
primera de las alternativas que quiero explorar parte de los estudios sobre
justicia restaurativa. Partiré del enfoque innovador sobre justicia
restaurativa que desarrolló John Braithwaite, especialmente en colaboración con
Philip Pettit. Inspirados ambos tanto por la filosofía política republicana
como por el enorme trabajo teórico y práctico sobre la justicia restaurativa
que se ha hecho en las últimas décadas, John Braithwaite y Philip Pettit han
desarrollado un enfoque integral y renovado acerca de la justicia penal
(Ashworth 2002; Braithwaite 1998; Braitwhwaite y Pettit 2000; Cragg 1992;
Marhsall 1999; Walgrave 2000, 2008). Su teoría fue desarrollada en profundidad
en el libro Not Just Deserts, pero
adelantaron algunas de sus ideas básicas en muchos otros textos que escribieron
individual o conjuntamente (ver, por ejemplo, Braithwaite 1989, 1997,
1998, 1999, 2000; Braithwaite & Strang 2000; Braithwaite & Pettit 1994,
2000; Pettit 1997, 1997b, 2002).
Para
Braithwaite y Pettit, el sistema penal debe ser diseñado “no principalmente
para castigar a los delincuentes, sino más bien, a partir de un diálogo basado
en la comunidad, para hacerles llegar la desaprobación de los otros y las
consecuencias que para los demás ha tenido lo que hicieron” (Braithwaite y
Pettit 1994, 767; Braithwaite y Pettit 1990). La idea de fomentar el diálogo en
el seno de la comunidad parece una interesante propuesta, que está en
consonancia con los principios y objetivos de una democracia deliberativa. En
lugar de concebir el proceso de decisión judicial como aquel que se dirige
contra un delincuente que ha sido señalado por la falta que cometió, aquí se
entiende como una empresa colectiva relativa a un problema que, más o menos
directamente, involucra a toda la comunidad. El objetivo final de este proceso
no es la obtención de una sentencia individualizada contra un individuo en
particular que (probablemente) será castigado después con una pérdida de
libertad, lo que implica que será aislado del resto. El propósito de estas
soluciones basadas en la comunidad es, más bien, el de crear las condiciones que
hagan posible el diálogo colectivo. La finalidad es reparar un crimen que se
cometió contra toda la comunidad, a fin de restablecer la situación anterior,
la recuperación de los lazos sociales que fueron dañados, y la reintegración
del delincuente en la comunidad.
En consonancia con estas suposiciones, Braithwaite y
Pettit defienden “un cambio radical del sistema de justicia penal”, basado en conferencias de rendición de cuentas a
la comunidad como las realizadas en Nueva Zelanda y Australia (y más recientemente
en Estados Unidos, Canadá o el Reino Unido)[11],
y que han permitido resolver casos penales fuera de los tribunales[12]. Las conferencias comunitarias son una
práctica de justicia restaurativa que reúne a los familiares y allegados de las
víctimas y a los delincuentes, para que encuentren sus propias soluciones a los
conflictos (Zinsstag & Vanfraechem 2012). Como Lode Walgrave señala, la
conferencia es un “proceso inclusivo” destinado a encontrar soluciones a “los problemas y los daños” causados por delitos concretos (Walgrave 2008, 34). A
través del énfasis tanto en la inclusión como en la deliberación, el método de
la conferencia parece particularmente apropiado para quienes están interesados
en la democracia deliberativa[13].
En suma, las conferencias comunitarias suponen una atractiva alternativa a los
enfoques más habituales en la toma de decisiones judiciales (sentencing), una alternativa coherente
con los principales valores de la deliberación democrática, es decir, el
diálogo, la inclusión, la persuasión o la igualdad.
Permítanme ahora examinar una segunda alternativa a
esa concepción jurídico-céntrica, de arriba hacia abajo, acerca del fallo
judicial. Esta alternativa parte de los trabajos académicos que tratan de
revitalizar la institución del jurado. En particular, quiero centrarme en los
últimos escritos de Albert Dzur, que ha tratado de relacionar explícitamente
sus estudios sobre el jurado con elementos básicos de la teoría deliberativa
(Dzur 2012).
Con una visión muy crítica tanto del elitismo como del
populismo penal, Dzur demuestra cómo, a consecuencia de estas influencias
teóricas, el sistema dominante de la justicia penal tiende a organizarse en
torno a los tribunales que “generan un distanciamiento” con el público, “impidiendo que las víctimas, los delincuentes y los
miembros del público reconozcan el sufrimiento humano que hay tanto en el
delito como en el castigo del Estado” y fomentando la “segregación, la separación, y en última instancia, la
deshumanización” (Dzur 2012, 17-20).
Además, la corriente dominante parece socavar las
posibilidades de medidas alternativas como el jurado, que hace hincapié en la
importancia de la participación pública en la sentencia penal: se ha confinado
de este modo a los juriadosa los márgenes del sistema de justicia penal. Según
Dzur, en países como Gran Bretaña el jurado se ha establecido solo para los
juicios penales más graves, mientras que en Estados Unidos “ha estado en declive durante décadas en las que los
juicios estatales y federales con jurado se han ido reduciendo tanto en el
número absoluto de miembros como en el porcentaje del total de casos” (ibíd.,
5-6) “suplantados por las sentencias en conformidad, los acuerdos
extrajudiciales, los juicios sumarios y los procedimientos no judiciales (non trial forums) —añade Dzur— los
jurados en los Estados Unidos intervienen en una fracción muy pequeña,
alrededor del 5 por ciento o menos, de todo casos”(ibíd.). Como consecuencia de
ello, admite, los comentaristas “hablan en este momento del 'eclipse', la 'desaparición',
e inevitablemente, de la 'extinción' del jurado” (ibíd.., 6).
Frente a estas tendencias, el propósito de la obra
reciente de Dzur pasa por fortalecer el apoyo al jurado, la justicia
restaurativa y otros mecanismos legales que podrían contribuir a “acortar las distancias sociales entre los delincuentes
y las víctimas, y entre las personas que cometen delitos y las personas que
viven y que vivirán cerca de ellos cuando se haya dado una solución al
conflicto”(Dzur 2012, 39). Estas respuestas, asume Dzur, pueden promover la capacidad
cívica de las personas, haciendo hincapié en nuestra “interconexión” y “las relaciones que nos unen” (ibíd.). Una vez más, lo que tenemos aquí es una
aproximación a la sentencia que está ligada abiertamente a enfoques deliberativos
de la democracia y modelada por sus principios fundamentales de diálogo
colectivo e integración social.
Vale la pena señalar que estas alternativas más
democráticas promueven la elaboración de decisiones (sentencing) de
manera descentralizada, abierta, horizontal, colectiva, dialogada y más pegada
al caso real, lo que contrasta profundamente con el modelo dominante, vertical,
de arriba hacia abajo, jurídico-céntrico de toma de decisiones. Modelo este
último que se pone de manifiesto en el sistema de las pautas de sentencia (sentence guidelines) que ha adquirido cada vez mayor influencia en
el mundo anglosajón (Ashworth y Roberts 2013).
Espero que esta exposición ayude a ilustrar la forma
en que la teoría democrática ha intervenido o puede intervenir en los debates
académicos básicos respecto de la ley penal. Los ejemplos que he presentado
demuestran la riqueza y el potencial del enfoque democrático y al mismo tiempo
señalan la potencialidad de la teoría democrática como herramienta fundamental
frente a prácticas dominantes que resultan difícilmente justificables.
Democracia y toma de
decisiones penales
Hasta
ahora he explorado las posibles conexiones entre la teoría deliberativa, el
proceso penal y los procesos de fallo judicial. En esta sección centraré mi
atención en la toma de decisiones en el ámbito penal. La teoría democrática aún
no ha proporcionado alternativas convincentes para el sistema de toma de
decisiones imperante, pero ha sido particularmente activa a la hora de desafiar
a las dos fuerzas principales que han impulsado la toma de decisiones penales
en las últimas décadas, a saber: el elitismo y el populismo penal.
Aunque,
aparentemente, el elitismo y el populismo penal se presentan como puntos de
vista opuestos en relación con la toma de decisiones penales, realmente los dos
enfoques parecen estar relacionados muy estrechamente en ese elitismo que
comparten. Desde el punto de vista de los elitistas, se apela a los intereses
del pueblo, sin preguntar siquiera a las personas acerca de sus puntos de
vista. Mientras tanto, las opiniones populistas apelan a la voluntad
del pueblo, sin establecer nunca con las personas de manera seria un
diálogo claro acerca de sus puntos de vista reales. Al final, ninguno de estos
enfoques parece tomar en serio los puntos de vista de las personas reales a las
que dicen representar.
Desde
la perspectiva de una democracia deliberativa, ninguno de los dos enfoques
resulta atractivo debido a la forma en la que abordan dos requisitos
principales de la democracia, a saber, la inclusión social y la deliberación.
Los enfoques elitistas de la justicia penal —tal y como los entendemos aquí—
hacen hincapié en el papel de los expertos tecnocráticos en todo lo que se
refiere a la ley penal (y en consecuencia desestiman la importancia de las
cuestiones relativas a la inclusión social), mientras que los enfoques
populistas plantean al menos una retórica de la inclusión social, pero
desestiman el valor de la deliberación pública justa. Teniendo en cuenta estas
características esenciales, podríamos sostener que el elitismo penal es, para
los demócratas, particularmente deficiente en lo que concierne a la inclusión
social, mientras que el populismo penal falla en lo que concierne a la
deliberación colectiva. Permítanme explorar por separado estos dos puntos de
vista, y las críticas que han recibido o pueden recibir de la teoría
democrática.
i) Elitismo Penal y
Democracia
Según
David Garland, el welfarismo penal dominó la formulación de las políticas en
las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial (Garland 2001, 145-6).
Durante esos años de auge, las políticas penales fueron elaboradas por expertos
gubernamentales y operadores profesionales. Fueron el producto del
“conocimiento experto y la investigación empírica”, y por lo general asumían
que la reforma y la intervención social eran respuestas plausibles frente a la
delincuencia (ibíd.). Ahora bien, desde una perspectiva democrática, el
welfarismo penal puede ser visto como un ejemplo claro de elitismo, en este
caso, de elitismo de tipo liberal.
Ante
estos influyentes enfoques elitistas (sin importar la forma en que enmascaren
su elitismo o la retórica que empleen en su defensa), las respuestas de la
democracia deliberativa han sido claras: necesitamos mayor inclusión y más debate.
Ian Loader, por ejemplo, se ha opuesto a (lo que él llama) la regla de los
“guardianes platónicos” en la justicia penal, sugiriendo la promoción de
reformas institucionales democráticas en el ámbito. En palabras suyas, “con el
concurso público de la ciudadanía —el concurso más inclusivo y mejor
documentado posible— tenemos que diseñar formas institucionales de convivir con
el crimen y el castigo que se han convertido en una característica recurrente
de nuestro tiempo” (Loader 2006, 582; Ryan 2003). Para él, “el debate público
abierto sobre el crimen y el castigo no es algo que las sociedades democráticas
deban rehuir. De hecho, en condiciones adecuadas, este diálogo puede reforzar
la razón pública que los guardianes platónicos pueden debilitar, y ayudar a
contrarrestar las creencias espontáneas que [ellos] temen (...) que puedan
propagarse peligrosamente fuera de control por las instituciones de la justicia
penal” (ibíd.). Encontramos respuestas democráticas similares en el trabajo de
Load y Sparks. Según ellos, “las cuestiones acerca de la delincuencia, el orden
y la justicia son —y deben ser— fijadas a través del concurso y del debate
político” (Load y Sparks 2011, 30)[14].
En
mi opinión, estas respuestas iniciales apuntan en la dirección correcta: la toma
de decisiones penales se ha convertido en una práctica elitista injustificable.
La democracia necesita encontrarse con la ley penal, incluso a este nivel: no
debemos tener miedo de abrir el debate al público general sobre las cuestiones
cruciales de interés público. En cuanto a estos puntos fundamentales, los
demócratas deliberativos no pueden estar más de acuerdo con Load, Sparks y
otros teóricos que han destacado la importancia de insuflar democracia al
sistema penal. Ahora, y después de lo dicho, todavía tenemos que ver cuáles
serían las implicaciones prácticas concretas de estas iniciativas. Conocemos
algunas (por ejemplo, las que se refieren a la vigilancia de las políticas), y
parecen adecuadas (véase, por ejemplo, Load 1996, 1997, 2000). Sin embargo,
todavía no tengo claro el grado en el que estas propuestas se diferencian de
otros puntos de vista todavía elitistas desarrollados en este ámbito[15].
ii) Populismo Penal y
Democracia
Mientras
el elitismo penal fue especialmente influyente durante la década de los 50 y
los años que siguieron a la consolidación del Estado de Bienestar, la nueva
tendencia de “ley y orden” surge como un fenómeno más contemporáneo, asociado a
las políticas neo-conservadoras y neoliberales y, más concretamente, a
fenómenos políticos como el “thatcherismo” y el “reaganismo” (Garland 2001,
145-6).
Inicialmente,
Antony Bottoms utiliza la expresión “punitivismo populista” para “transmitir la
idea de que los políticos aprovechan, utilizando para sus propios fines, lo que
ellos creen que es la posición general del público respecto a la punición
(1995, 40). Para David Garland, el populismo penal se refiere a una “nueva
experiencia” de “ley y orden” en la que se desconfía de los expertos y en la
que las decisiones legales están muy influenciadas por la opinión popular y los
medios de comunicación (Garland 2001, 145-6). De hecho, el término “populismo”
se ha ido asociando a la política de “mano dura contra el crimen” y a las
respuestas emocionales que se suceden habitualmente después de algunos crímenes
horrendos que suscitan una intensa atención mediática (Roberts et al 2003,
viii; Garland 2001). La nueva fórmula populista representaba una combinación
imbatible y exitosa: se trataba de una propuesta política muy rentable que
prometía grandes logros en la reducción de la delincuencia y que estaba, al
mismo tiempo, muy justificada y muy legitimada en términos democráticos.
La
rentabilidad política de estas nuevas prácticas parece innegable. No obstante,
su eficacia y su justificación han sido objeto de mucha controversia. En
términos de efectividad, algunos autores mantienen que, como balance, los
costos acarreados por estas políticas fueron excesivamente elevados, y otros
sugieren que las nuevas políticas de “mano dura contra el crimen” eran, en la
práctica, mucho menos eficaces de lo previsto (Benekos y Merlo 1995; Greenwood
et al 1994; Stolzenberg y D'Alessio 1997). En cualquier caso, y para los
propósitos de este trabajo, voy a centrarme en las críticas dirigidas a la
justificación democrática de este tipo de políticas desde el punto de vista de
las políticas sobre decisiones judiciales (sentencing
policies). Estas críticas, como veremos, se refieren principalmente a las
dos preocupaciones fundamentales de la democracia deliberativa, es decir, las
cuestiones relacionadas con la inclusión y con el debate público.
La
primera crítica democrática hacia el populismo señala que los populistas
tienden a apelar a la “voluntad del pueblo”, pero, de hecho, con frecuencia
ellos mismos no se molestan realmente en consultar al pueblo al que apelan. Los
populistas no parecen estar realmente interesados en colaborar con aquellos a
los que invocan constantemente. Como puso de manifiesto John Pratt, uno de los
autores más destacados que trabajan en torno a la cuestión, el “populismo
penal” remite a aquellos políticos y grupos que dicen hablar en nombre de “la
gente” en relación con el desarrollo de las políticas penales (Pratt 2007). Los
populistas generalmente postulan la adopción de políticas criminales “más duras”,
como si fuera obvio que el resto de la gente reclame este tipo de políticas.
Por lo general, nos encontramos con este fenómeno en América Latina, donde las
políticas de “mano dura” han adquirido una importancia creciente en las últimas
décadas[16].
Pero lo cierto es que, una vez más, el populismo no toma en serio el carácter
inclusivo de la democracia: por lo tanto, a pesar de la retórica, simplemente
se convierte en otra versión del elitismo penal.
La
segunda objeción tiene que ver con los populistas que hacen referencia a las
encuestas de opinión de uno u otro tipo, con el fin de extraer rápidamente
conclusiones punitivistas. Frente a esta evolución, la teoría democrática
recomendaría pararse a reflexionar y no apresurarse en la carrera hacia el punitivismo.
Autores como Antony Bottoms, por ejemplo, han demostrado la complejidad de las
actitudes de la gente respecto del crimen y el castigo (Bottoms 1995; Roberts y
Hough 2002; Roberts y Hough 2002b). En contra de las poco sofisticadas
asunciones previas y a la vista de las dramáticas consecuencias que tienen las
nuevas políticas populistas, Bottoms establece que “no se puede hablar
directamente y a la ligera de la opinión pública respecto al crimen
equiparándola automáticamente con un enfoque en gran medida punitivo” (Bottoms
1995, 40). Tras revisar la literatura sobre el tema, Gerry Johnston también
concluye que “un cuidadoso cribado del resultado de las encuestas muestra
multitud de evidencias en el sentido de que la opinión pública es mucho más
diversa, y menos rotundamente punitiva de lo que generalmente se da por
supuesto” (Johnstone 2000, 164).
La
tercera objeción, en cierto sentido, es la más relevante desde la perspectiva
de una democracia deliberativa. Se refiere a la importancia de distinguir entre
“meras opiniones” y “juicios deliberativos”, y nos invita a evitar
trivializaciones relativas a la democracia y el debate colectivo. Estudios como
el presentado por David Green en el British
Journal of Criminology en 2005 han sido relevantes, por ejemplo, para
ayudar a distinguir entre “opinión pública y juicio público sobre la
delincuencia” (Green 2006). En su obra, Green trató de construir un modelo más
fiable de evaluación de la opinión pública bien informada sobre el control de
la delincuencia y la política penal (Green 2006). El trabajo de Green, entre
otros, sirvió de apoyo a las reivindicaciones básicas de los demócratas
deliberativos en esta área, que insisten en la importancia de promover debates
democráticos reales. Para los demócratas deliberativos, la discusión pública
colectiva es crucial para permitir que cada persona depure sus propias
preferencias (Goodin 1986). Se asume que a través de los debates públicos cada
persona tiene la posibilidad de corregir sus propios errores, incorporar nueva información
relevante para su razonamiento, diluir prejuicios injustificados, aclarar las
ambigüedades y contradicciones en su pensamiento, etc. Por tales razones, los
demócratas deliberativos apoyan los sistemas institucionales que no consideran
las preferencias de la gente como algo dado: ven las preferencias declaradas o
las “meras opiniones” de la gente como el resultado endógeno de un proceso que
involucra, a menudo, prejuicios, renuncias e injusticia. Por eso mismo,
finalmente, distinguen claramente entre el mercado y el foro (Elster 1986;
Gutman y Thompson 2004)[17].
El
texto de Green —que se centra en el derecho penal y se basa, en sus aspectos
teóricos, en las aportaciones de demócratas deliberativos como Jürgen Habermas—
ayuda a recalcar lo anterior. Según Green, “la mayoría de las concepciones
típicas de la opinión pública no se basan en la deliberación” (Green 2006,
150). Para él, y esa sería la principal conclusión de su estudio, la “opinión
pública” debe ser considerada simplemente como “desinformada, una opinión
irreflexiva, que tiende a carecer de validez en temas polémicos, que mide
reacciones superficiales sobre cuestiones de las que sesabe poco”(ibíd.).
Otros
estudios, también inspirados en teorías deliberativas de la democracia, como
los de Dzur y Mirchandani, insisten en enfoques similares y describen el
“populismo punitivo de las leyes de las tres reincidencias (three strikes and you´re out) como basadas en la mera opinión”
(Dzur y Mirchandani 2007, 163). Dzur y Mirchandani hacen un análisis exhaustivo
de las políticas populistas neo-punitivas y demuestran los defectos que las
encuestas sobre punitivismo tienen desde un punto de vista democrático. Para
ellos, las decisiones deliberativas requieren debates “racionales, abiertos,
permanentes y, en definitiva, basados en valores pluralistas”, características
que no se puede encontrar, de forma significativa, tras la aprobación de leyes
como las de las tres reincidencias (Dzur y Mirchandani 2007, 164).
Todos
estos trabajos, en mi opinión, implican una importante aportación a la teoría
del derecho, al impulsarnos a no aceptar las encuestas de mercado como
equivalentes a los debates democráticos: entre ellos hay una gran diferencia,
que siempre debe ser tenida en cuenta, y muy especialmente en el momento de
diseñar nuevas políticas públicas. Estos enfoques han generado también algunos
interesantes esfuerzos teóricos y prácticos dirigidos al desarrollo de
encuestas deliberativas, entendidas como mecanismos adecuados para la medición
de la opinión pública acerca de los problemas de la justicia penal, y sin duda,
más prometedoras que las encuestas tradicionales (Green 2006, 147; Luskin et al
2002).[18]
Democracia hasta el fondo: Democracia deliberativa, protesta social y
autoridad
Debo
abogar aquí por una integración más profunda de la teoría democrática y el
derecho penal. Lo haré subrayando dónde se plasma la importancia de la teoría
democrática (y dónde no) y qué mejoras deben esperarse de la ley penal para que
se produzca una conexión más firme y completa con la democracia deliberativa.
Ya
hemos analizado, en primer lugar, cómo un juicio penal puede ser repensado y
reorganizado en base a teorías democráticas más sólidas. Afirmar eso no
significa, por supuesto, que las cosas hayan evolucionado hacia una mejora
democrática durante los últimos años. De hecho, puede decirse que poco ha
cambiado. Los ejemplos que sustentan este análisis (Austin and Saxby, Schifrin) confirman esas malas noticias. No
obstante, es importante recordar que la teoría democrática se ha demostrado
capaz de lidiar con estas cuestiones tanto en el plano normativo como en el
práctico.
En
segundo lugar y con respecto a las sentencias, hemos visto que existen
propuestas interesantes y bien fundamentadas en principios democráticos que —al
menos en teoría— podrían sustituir a las prácticas actuales u orientar la
realización de posibles reformas. Es obvio que los cambios son necesarios y, de
nuevo, los casos Austin y Saxby o Schifrin lo confirman. Los acusados
fueron condenados en perjuicio de un derecho a la protesta que todo demócrata
considera vital para la democracia. Aunque esas decisiones —abiertamente
hostiles a la protesta democrática— pueden deberse a muchas razones, es difícil
no atribuirlas a la condición jurídico-céntrica,
vertical e individualizada del proceso que produce la sentencia final. Hay
alternativas más sensibles a un proceso de deliberación incluyente, más
abiertas a las demandas de quienes suelen encontrar más trabas para
pronunciarse y presentar su versión de los hechos.
Por
último, vamos a fijarnos en el proceso penal de toma de decisiones. Parece
claro que nada puede mejorar en este ámbito si no se introducen cambios
democráticos. De hecho, desde una perspectiva democrática, es obvio que
necesitamos juicios penales más justos y mejores procesos, pero no habrá mejora
alguna en estas áreas si las leyes que han de aplicarse e interpretarse en cada
caso son injustas. Como se ha visto, la teoría democrática nos aporta
herramientas críticas para interpelar al elitismo y al populismo penal. La
crítica democrática de esas dos corrientes penales dominantes es fundamental,
pero esas objeciones no son suficientes para alcanzar nuestro objetivo. No
basta con objetar ese proceso elitista de toma de decisiones que ha prevalecido
durante tanto tiempo. También necesitamos empezar a pensar en alternativas
democráticas. Muchos de los problemas que las clases bajas enfrentan en las
democracias modernas comienzan con las leyes represivas o se ven dramáticamente
agravados por ellas: llámense leyes antiterroristas
—como en Reino Unido, Argentina o Ecuador—, leyes anti-sedición o leyes contra
las conductas antisociales. Mi propuesta es dotar a la penal de forma y
contenido democráticos, de arriba abajo.
En
cualquier caso, parece claro que aún hay mucho trabajo teórico y práctico por
hacer para garantizar una integración completa de la ley penal y de la teoría
democrática. Atendiendo al objetivo de este artículo y dadas las restricciones
de espacio y tiempo, me centraré en tres cuestiones relacionadas con la
justificación del derecho penal frente a los compromisos democráticos básicos.
La primera tiene que ver con las consecuencias
de la deliberación en el derecho penal; la segunda, con la apertura de la
democracia deliberativa a los conflictos
y a las tensiones sociales en general; la tercera, con cuestiones relativas a
la autoridad democrática y la ley
penal.
i) El derecho penal y
las consecuencias benignas de la deliberación democrática.
Durante
muchos años (y sin fundamento empírico alguno) se ha asumido la existencia de
una fuerte correlación entre participación política y punitivismo. La idea era
que la venganza es un factor de motivación para la gran mayoría de la población
que reclama sistemáticamente más castigos y más severidad en materia penal.
Este relato ha tenido implicaciones obvias en las políticas públicas (algunas
de ellas han sido exploradas en nuestro análisis del populismo penal): hay que
tener cuidado antes de abrir la “caja de Pandora” de la participación política
en el derecho penal, dadas las dramáticas consecuencias que esto ha provocado
(impulsos de venganza, castigos más duros, etc.). Esta clase de suposiciones
han desempeñado un papel crucial en los debates teóricos sobre el castigo y la
ley penal, empujando incluso a los teóricos de izquierda a resistir cualquier
apertura del derecho penal a la participación democrática (Ferrajoli 1989:
2008; Zaffaroni 2003, 2006).
Por
suerte, durante los últimos años, la sociología jurídica nos ha enseñado
mediante escrupulosos análisis que esas alarmas que vinculaban la democracia al
punitivismo no son ciertas. Más aun, algunos de esos estudios nos dan razones
para el optimismo: la deliberación colectiva tiende a traducirse en políticas
menos punitivas. El ya citado trabajo de James Fishkin ha sido de gran ayuda a
este respecto. El primer proceso deliberativo que su equipo impulsó en Gran
Bretaña para discutir qué hacer con el aumento de los delitos arrojó unos
resultados muy interesantes. Por un lado, proporcionaba “el retrato de una opinión
pública mejor informada y más reflexiva” (Luskin et al 2002, 484; Dzur 2012,
110). Por otro, mostraba la emergencia de actitudes menos punitivas entre los
ciudadanos, incluida una mayor atención a las consecuencias del encarcelamiento
y el alargamiento de las penas (ibíd.).
Estos
estudios sobre las actitudes ciudadanas hacia el delito surgen a la vez que
otros interesantes trabajos de campo que demuestran las consecuencias positivas
del refuerzo de la democracia. Pensemos, por ejemplo, en los estudios que
presentan “evidencia de su virtudes [de la democracia deliberativa] a la hora
de reducir el encarcelamiento masivo” (Taslitz 2011, 138; Green 2006; Barker
2006, 2009, 2013). Esta nueva línea de trabajo respalda empíricamente la idea
de que “el compromiso cívico en el proceso deliberativo de su diseño puede
producir políticas públicas más igualitarias y menos represivas”, y de que
puede hacerlo cerrando la brecha entre “la demanda pública de retribución y las
respuestas tecnocráticas al delito aplicadas por los funcionarios de la
justicia penal” (ibíd., 41)[19].
Además, ahora contamos con datos que ilustran la importancia de promover la
integración democrática de los infractores (Uggen et al 2006)[20]. En mi
opinión, el mejor de los avances presentados por estos estudios empíricos tiene
carácter “negativo”: nos han ayudado a entender cómo la quiebra de la
democracia en muchas de nuestras sociedades explica (al menos parcialmente) el
encarcelamiento masivo de las tres últimas décadas
(Barker 2009, 2013)[21].
Sin
duda, todos esos estudios empíricos han contribuido a afirmar la necesidad de
introducir la democracia deliberativa en el área del derecho penal. Nos
permiten imaginar la posibilidad de un sistema de justicia más justo y
moderado. Es algo que podríamos haber predicho: en unas condiciones
democráticas más deliberativas e inclusivas, las leyes que permitieron las
detenciones de Austin y Saxby y de
Schifrin no
habrían existido y su particular aplicación e interpretación habría encontrado
serios obstáculos para imponerse.
Sin
embargo, nuestra apuesta por la democracia deliberativa no necesita apelar a
tales predicciones. Si “nosotros” estamos a favor de esa particular forma de
entender la democracia no es porque
la democracia tienda a producir buenos resultados en cuestiones relativas al
delito, sino por una cuestión de principios: defendemos los mecanismos
democráticos porque entendemos que nos ofrecen la mejor forma (es decir, la más
justificada) para gestionar nuestras desavenencias e incertidumbres en materia
criminal. Representan acuerdos respetuosos con una moral igualitaria y una
igualdad digna, y defenderíamos esos mecanismos incluso aunque tales estudios
empíricos mostraran resultados diferentes o menos atractivos[22].
En otras palabras: no basamos nuestra apuesta por la democracia deliberativa en
el área de la ley penal sobre la asunción de que “formas más deliberativas de diseñar las políticas
penales vayan a moderar la severidad de las penas o, al menos, puedan hacerlo”,
como han sugerido algunos autores (Rowan 2012, 44). Ahora bien, aunque no
comparto esa última línea crítica, creo que deberíamos revisar nuestros
enfoques sobre la democracia a este respecto. Deberíamos perfeccionar nuestro
uso de la teoría democrática; aclarar qué concepción de la democracia apoyamos
y por qué; y reconocer que el servicio más importante que la democracia puede
prestar a la ley penal no se encuentra en el plano de la explicación, sino en
el de la justificación: la democracia puede ayudarnos a conseguir una ley penal
mejor justificada (volveré a este punto más adelante).
ii) Democracia deliberativa y protesta social disruptiva.
La segunda clarificación es la siguiente. Según los
enfoques consolidados de la democracia deliberativa, esta consiste básicamente
en el intercambio de argumentos. Si este fuera realmente el caso, una de las
líneas principales de este artículo se vería seriamente afectada. De hecho, mis
objeciones a los enfoques tradicionales sobre la ley penal obedecen a muchas
razones, pero también —y sobre todo— al hecho de que estos enfoques resultan
impropiamente hostiles a la disrupción política y la protesta social. Más aún,
empleo el aparato teórico de la democracia deliberativa para someter a crítica
tales perspectivas. Si fuese cierto que la democracia deliberativa consiste
simplemente en intercambiar argumentos, entonces solo me serviría para objetar
algunos aspectos de la ley penal, pero no precisamente aquellos que me interesa
refutar aquí (Medearis 2004).
La idea de que la democracia deliberativa consiste en
una simple “discusión racional” tiene una de sus bases en la definición
original del concepto propuesto por Habermas, que conecta democracia e
“intercambio de argumentos racionales”. La realidad, no obstante, es que muchos
otros teóricos de la democracia deliberativa han criticado ese enfoque por ser
impropio e innecesariamente limitado. Jane Mansbridge y Iris Marion Young, por
ejemplo, sostienen que ese énfasis en el intercambio de argumentos y razones
relega de manera inadecuada otras formas de comunicación como las retóricas y
estratégicas.
Iris Young, por ejemplo, desafió la visión de Habermas
sobre la democracia deliberativa porque trataba la argumentación como discurso
legítimo privilegiado en la esfera pública. Para ella, las teorías
deliberativas dominantes imponen normas de desapasionamiento, orden,
civilización y articulación (Young 2000, 45; 2001). En oposición a Habermas,
Young mantiene que las formas alternativas de expresión (incluidas la retórica,
las movilizaciones en la calle y la protesta) deberían considerarse también
valiosas formas de discurso. En su opinión, muchos de esos actos están
orientados a la inclusión. “[En] una sociedad democrática —afirma— debe
presumirse que la finalidad perseguida por quien protesta es persuadir”. En
sentido similar, Jane Mansbridge discute el mismo enfoque restrictivo de la
democracia deliberativa. En sus palabras, “[demasiado] frecuentemente la
deliberación se ha visto solo como el intento de un entendimiento que produce
consenso sustantivo” y relega el conflicto a un plano secundario. No obstante,
añade, “una buena deliberación debería ilumniar el conflicto. Debería empujar a
los participantes a matizar su comprensión de sí mismos y de sus intereses —en
una situación ideal menos influidos por las ideas hegemónicas— de modo que se
vieran en un claro conflicto con otros participantes” (Mansbridge 2005, 1-2;
también Estlund 2009; Fung 2005).
Comparto esta concepción expansiva de la democracia
deliberativa y he tratado de defenderla en otras ocasiones (Gargarella 2011,
2012). Además, considero que es el único enfoque consistente sobre la
democracia deliberativa, y el que merece nuestra atención, pues sugiere que el
aporte más crucial e interesante de la democracia es precisamente su capacidad
de considerar seriamente los puntos de vista de quienes disienten —los de
aquellos que no están de acuerdo con la opinión mayoritaria—. Si no se tuvieran
en cuenta esos puntos de vista, las decisiones públicas perderían la
imparcialidad que debería distinguirlas, una condición imparcial que da
significado y sentido a la democracia deliberativa.
Este enfoque ampliado de la democracia nos permite
realizar una firme defensa de las movilizaciones populares y de las voces
disruptivas en contra de las críticas habituales. Permítanme repasar algunos de
los argumentos que un demócrata deliberativo debería aportar contra quienes
cuestionan la justificación de las expresiones disruptivas en el marco de
nuestras sociedades injustas y desiguales.
En primer lugar, habrá quien diga que la democracia
debe proteger las “voces” o “palabras” disidentes, pero no necesariamente sus
“acciones”, de modo que las manifestaciones fueran expresiones menos protegidas
que las críticas al Gobierno publicadas en el periódico o distribuidas en
panfletos. Pero lo cierto es que ciertas conductas atípicas pueden contener
aspectos expresivos muy relevantes. En esos casos necesitamos un esfuerzo
adicional para preservar, si es posible, el componente
expresivo de esas acciones[23]. La quema de banderas, entre otros casos, ha forzado
a los juristas a pensar en esa línea[24]. Los más dogmáticos tienden a argumentar que los
mensajes políticos pueden transmitirse de formas muy distintas y que estas no
se reducen única y necesariamente a las “palabras” habladas o escritas. Así, la
acción de lanzar un huevo contra un político, que podría ser reprochable moral
y legalmente, suele transmitir un contundente mensaje —ciertamente muy crítico—
en términos políticos. Negar esa parte de la historia es negar una parte
crucial[25]. Necesitamos abrir un espacio a la consideración de los
aspectos ilocutorios de los actos no
verbales dentro de la teoría que enfatiza la deliberación democrática.
En segundo lugar, lo recién argumentado se podría
discutir diciendo que los disidentes (así como sus “voces” o sus “acciones”) no
necesitan emplear formas de comunicación disruptivas o impropias para dar voz a
sus reivindicaciones. Mi impresión es, en cambio, que no podemos esperar —y
mucho menos exigir— que la disidencia presente su protesta de forma limpia y silenciosa
como si estuviera escribiendo una nota editorial en el periódico (Kalven 1965)[26]. Es
habitual que sus demandas tomen formas disruptivas no porque quienes disienten
o protestan gusten de generar conflicto, sino simplemente porque necesitan que
se les escuche. En las sociedades modernas, particularmente en aquellas
caracterizadas por altos niveles de inequidad y sistemas institucionales
precarios, los grupos marginados gozan de una capacidad desproporcionada e
injustificadamente baja para hacer oír sus reivindicaciones (nuestros sistemas
institucionales parecen mucho más permeables a las demandas de unos pocos
poderosos que a las de la mayoría desfavorecida).
Tercero, el hecho de que algunas de esas disrupciones
entren en conflicto con la ley (alterando el orden, por ejemplo) no impide que
se sigan desarrollando los debates legales ni las reflexiones sobre el tema,
como algunos podrían sugerir (“transgrediste la ley y eso es suficiente para
que seas castigado”). Al contrario, es precisamente en esos casos en los que
necesitamos preguntarnos qué derechos han sido violados y cómo equilibrarlos y
ordenarlos[27]. Y
debemos hacerlo sin asumir simplemente (como parece que es norma en estos
casos) que quienes protestan no tienen la ley de su parte o que no tienen
derechos fundamentales a los que acogerse. Para empezar, quien protesta puede
reivindicar no solo los derechos de libre expresión, petición o manifestación,
como en el caso de Austin y Saxby, sino también derechos
más sustantivos como los derechos sociales, tal es el caso de Schifrin.
Cuarto, la colisión entre el derecho a la protesta y
otros derechos fundamentales del público en general no debería llevarnos a
pensar en recortar los primeros para preservar los segundos. En otras palabras,
que la práctica de mis derechos afecte los tuyos no significa que yo deba dejar
de ejercerlos o que deba hacerlo de otro modo. Quizá seas tú y no yo quien deba
aceptar ciertas limitaciones. Pensemos, por ejemplo, en el caso del dibujante
que ofende el honor de un político con sus viñetas satíricas, o en una crítica
pública contra un responsable de la administración que incluye falsas
afirmaciones con temeraria imprudencia (tal es el caso de New York Times vs. Sullivan case 376 U.S. 254, 1964). En esos casos
tendemos a aceptar que el derecho del ofendido y no el derecho del “ofensor” es
el que debe ser recortado o limitado.
Quinto, hay quien parece aceptar el derecho a la
protesta al tiempo que apoya importantesrecortes del mismo cuando se dan casos
de violencia o, simplemente, se sospecha la posibilidad (pensemos de nuevo en
el caso Austin y Saxby). Contra esta
postura podemos responder lo siguiente: que una protesta acabe en actos de
violencia no dice nada sobre la importancia o la necesidad de proteger y
preservar la protesta[28]. Tenemos una larga experiencia en la gestión de estas
dificultades, por ejemplo en el caso del derecho de huelga y las situaciones de
violencia, que es perfectamente aplicable en estas circunstancias. Sabemos, por
ejemplo, que pueden prevenirse o (una vez ocurren) tratarse los actos de
violencia de modo separado, sin poner en duda el derecho a la huelga. Se
puede proteger completamente el derecho a la huelga al tiempo que se les presta
atención a los causantes de la violencia.
Sexto,
se asume con normalidad que la expresión protegida, por ejemplo, en “foros
públicos” pueda estar sujeta a regulaciones razonables[29].
El gobierno, como se asume normalmente, “tiene el poder de preservar la
propiedad bajo su control para el uso que la ley le encomiende”[30].
Esto es así en “regulaciones de contenido neutras que establecen límites de
tiempo, lugar y forma” a las expresiones, como por ejemplo asegurar el máximo
respeto a los derechos de todas las personas[31].
Entonces, ¿qué problema hay en aceptar la imposición de regulaciones al derecho
a la protesta? Tales regulaciones acostumbran a sobrevivir al escrutinio
judicial: todos están de acuerdo en la importancia de adaptar los derechos de
todos; y por eso la mayoría reconoce como justas y pertinentes esas directivas
que tratan de mejorar la convivencia. Pero el hecho de que las regulaciones
neutras puedan servir a un importante fin público no significa que tales
regulaciones sean siempre razonables: en muchas ocasiones se limitan a
menoscabar la expresión que dicen regular[32].
De ahí que debamos ser cuidadosos y evitar que las “regulaciones de tiempo,
lugar y forma” se empleen como pretexto para reprimir opiniones impopulares.
Finalmente,
como ya he sugerido, se podría alegar que la democracia necesita de la
limitación de la protesta social más que de su protección. Eso es lo que muchos
jueces sostienen hoy en sus decisiones sobre casos de protestas sociales: la
protesta debe ser limitada para proteger la democracia. Recordemos, por
ejemplo, el pronunciamiento citado en el caso Schifrin. Los jueces de la
Corte de Casación Penal mantuvieron que, según la Constitución argentina, “solo
hay una forma legítima de expresar la voluntad soberana del pueblo”: el
sufragio. De esa forma, añadieron, la gente “acepta o rechaza las alternativas
que la clase política les propone”. Semejante argumento merece una respuesta
obvia que es, por cierto, la que se deduce naturalmente del enfoque que he
tratado de desarrollar en este artículo. La respuesta es: “Perfecto, entiendo
su argumento, pero ¿podría decirme en qué concepto de democracia está usted
pensando cuando dice que esta protesta afecta a la democracia?”. Queda claro (y
este ha sido mi principal argumento) que una concepción deliberativa de la
democracia no solo resiste esa restrictiva conclusión judicial, sino que
también sugiere un enfoque más garantista de las protestas sociales, sobre todo
en un contexto de desigualdad profunda e injustificable como el argentino. Pero
debo reconocer que confío en que otras concepciones menos sofisticadas o
ambiciosas de la democracia puedan alcanzar conclusiones similares (un simple
ejemplo: los mismos jueces argentinos que afirmaron que las protestas socavan
la democracia no tuvieron en cuenta que la Constitución argentina se compromete
firmemente con una idea sólida de democracia y establece la posibilidad de
numerosos mecanismos de participación. O lo que es lo mismo: contra lo que los
jueces afirman, la Constitución argentina no limita la democracia al sufragio
periódico).
iii) Autoridad democrática y legitimidad de la ley penal.
En
páginas anteriores he sostenido que la promoción de la democracia deliberativa
no deriva necesariamente de los supuestos beneficios que esta pueda generar (la
moderación penal, por ejemplo) o de la forma en que pueda enriquecer nuestro
enfoque sobre la protesta social. Por el contrario, he subrayado que las
virtudes de la democracia deliberativa se vinculan a una cuestión de
principios, léase, a la forma en que esta honra una idea igualitaria de
dignidad moral.
Ese
mismo enfoque puede desempeñar un papel único proporcionándoles fundamentos más
sólidos a las leyes penales. Esta contribución resulta aun más relevante si
tenemos en cuenta los serios problemas de legitimación que parecen afectar al
derecho penal. Los teóricos parecen haber abandonado todas las reflexiones
serias sobre la legitimidad de las leyes, como si todas las preguntas relativas
a esa cuestión ya se hubieran respondido y todas las respuestas ofrecidas
fuesen aceptables. Pero lo cierto es que la ley penal sufre graves problemas de
legitimación. El origen de tales problemas parece claro: las normas penales
involucran al Estado en la tarea cotidiana de infligir dolor como respuesta a
los delitos cometidos por unos ciudadanos contra otros. Pero esta tarea resulta
enormemente problemática: ¿cómo se justifica la imposición de dolor a otra
persona? ¿Por qué debemos presuponer que infligir dolor es una respuesta
razonable contra un delito? ¿Cómo justifica la autoridad pública la
distribución e imposición de tormentos (más concretamente, considerando la
forma rutinaria en que ejecuta esas tareas)? ¿Por qué debemos asumir que se
responde mejor con retribución que con reparación? ¿Por qué debemos aceptar que
el aislamiento en una prisión es el mejor medio (¡siquiera un medio!) para la
reinserción social?
Como
dice Sharon Dolovich, “el castigo de los delincuentes puede suponer infligir
largas privaciones de libertad, tormento y humillación, incluso la muerte.
Aunque en condiciones normales semejante trato sería considerado como
moralmente perverso y se condenaría rotundamente, se les impone habitualmente,
en el nombre de la justicia penal, a miembros de la sociedad por funcionarios
del Estado cuya autoridad para actuar de ese modo con los reos sentenciados se
da por supuesta” (Dolovich 2004, 310).
Sin
duda, justificar lo que el Estado hace con sus poderes coercitivos es y será
siempre una tarea difícil, pero esa dificultad no debe disuadirnos. La
imposibilidad de encontrar una respuesta perfecta no debe impedirnos rechazar
las peores soluciones: la situación actual es demasiado dramática para
aceptarla tal cual. Frente a ese drama, el argumento democrático dice que la
tarea de pensar en la forma, en los contenidos y en los catálogos de nuestro
derecho penal debe realizarse colectivamente y mediante un proceso de discusión
inclusivo. Lo que nos afecta a todos debe ser decidido por todos. Más
concretamente, la idea es que todas las cuestiones fundamentales en materia de
moralidad intersubjetiva deberían ser decididas por “todos los posibles
afectados”, con el fin de mejorar las oportunidades de decidir de modo
imparcial. Este objetivo exige un esfuerzo especial para dar cabida a todas las
voces y especialmente para que se escuchen las de los más afectados por el
crimen y el castigo (el agresor y la víctima)[33].
En este sentido, comparto la opinión de Ian Loader, según la cual una
deliberación política inclusiva es una respuesta particularmente adecuada en
esos casos difíciles relacionados con la justicia penal: “Las oportunidades
resultantes para la comunicación pública sobre los problemas y conflictos
sociales puede ayudar no solo a cultivar un sentido de acción y eficacia
política entre los ciudadanos y los grupos sociales (antes excluidos), sino
también a enriquecer los debates sobre la seguridad con más conocimiento y
experiencia política, con reflexiones sobre posiciones hasta ahora no
cuestinadas y con oportunidades de aprendizaje individual y colectivo” (Loader
1997, 387).
Entiendo
que aún hay numerosos problemas que afrontar a la hora de establecer una
conexión completa entre democracia y ley penal. Podemos preguntarnos, por
ejemplo, cómo organizar esta discusión democrática sobre la ley penal de la
mejor manera posible. Más exactamente: ¿Cómo considerar de modo equilibrado todos
los puntos de vista? ¿Cómo evitar los riesgos del mayoritarismo (que el
populismo penal promueve)? Son tareas difíciles, pero la gravedad de la
situación actual debe motivar el trabajo para la introducción de reformas
inmediatas y profundas: durante décadas, la ley penal ha sido secuestrada por
pequeñas élites privilegiadas que parecen emplearla en su propio beneficio,
para mantener los injustos privilegios de los que aún disfrutan. Vivimos en
sociedades injustas y desiguales, y es simplemente inaceptable que nuestras
normas penales sean creadas, aplicadas e interpretadas por una élite que
(obviamente) nunca se verá afectada por esos poderes coercitivos que
administra. Ojalá, en el futuro, en circunstancias no muy remotas, las cosas
acaben siendo diferentes. Quizás, en ese escenario deseado, seamos capaces de
asumir que la democracia necesita proteger las voces de quienes disienten,
voces que a veces dicen cosas que no nos gustan de maneras que no nos gustan,
pero voces, al fin y al cabo, que nos enseñan a vivir juntos.
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[1] Este artículo ha sido traducido a castellano por Lucía Alonso
Ollacarizqueta, Fernando Arlettaz, Jorge Gracia Ibañez y Daniel Jiménez Franco.
[3] Austin v. Commissioner of the
Police for the Metropolis, [2009] UKHL 5.
[4] Ver el informe del Centro de Estudios
Legales y Sociales (CELS) en:
[5] El artículo 5 dispone:
Artículo 5. Derecho a la libertad y a la seguridad.
1. Toda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad. Nadie puede
ser privado de su libertad, salvo en los casos siguientes y con arreglo al
procedimiento establecido por la Ley:
a) Si ha sido penado legalmente en virtud de una sentencia dictada por un
tribunal competente.
b) Si ha sido detenido preventivamente o internado, conforme a derecho, por
desobediencia a una orden judicial o para asegurar el cumplimiento de una
obligación establecida por la Ley.
c) Si ha sido detenido preventivamente o internado, conforme a derecho,
para hacerle comparecer ante la autoridad judicial competente, cuando existan
indicios racionales de que ha cometido una infracción o cuando se estime
necesario para impedirle que cometa una infracción o que huya después de
haberla cometido.
d) Si se trata del internamiento de un menor en virtud de una orden
legalmente acordada con el fin de vigilar su educación, o de su detención,
conforme a derecho, con el fin de hacerle comparecer ante la autoridad
competente.
e) Si se trata del internamiento, conforme a derecho, de una persona
susceptible de propagar una enfermedad contagiosa, de un enajenado, de un
alcohólico, de un toxicómano o de un vagabundo.
f) Si se trata de la detención preventiva o del internamiento, conforme a
derecho, de una persona para impedir que entre ilegalmente en el territorio o
contra la que esté en curso un procedimiento de expulsión o extradición.
2. Toda persona detenida preventivamente debe ser informada, en el más
breve plazo y en una lengua que comprenda, de los motivos de su detención y de
cualquier acusación formulada contra ella.
3. Toda persona detenida preventivamente o internada en las condiciones
previstas en el párrafo 1.c) del presente artículo deberá ser conducida sin
dilación a presencia de un juez o de otra autoridad habilitada por la ley para
ejercer poderes judiciales, y tendrá derecho a ser juzgada en un plazo
razonable o a ser puesta en libertad durante el procedimiento. La puesta en
libertad puede ser condicionada a una garantía que asegure la comparecencia del
interesado en juicio.
4. Toda persona privada de su libertad mediante detención preventiva o
internamiento tendrá derecho a presentar un recurso ante un órgano judicial, a
fin de que se pronuncie en breve plazo sobre la legalidad de su privación de
libertad y ordene su puesta en libertad si fuera ilegal.
5. Toda persona víctima de una detención preventiva o de un internamiento
en condiciones contrarias a las disposiciones de este artículo tendrá derecho a
una reparación.
[6] El caso de Nino es particular en este
sentido. En el primer momento de su vida académica, trabajó directa y casi
exclusivamente dentro del área del derecho penal (Nino 1980, 1982, 983, 1983b,
1985, 1986, 1991, 2007). Y dedicó la mayor parte de la segunda mitad de su vida
académica a cuestiones de teoría constitucional y democrática (Nino 1984, 1992,
1996, 2013). Sin embargo, casi nunca volvió a esas cuestiones iniciales sobre
derecho penal para mirarlas a través de la lente de su concepción bien
articulada sobre la democracia deliberativa.
[7] Este punto de vista, debo añadir, ha sido
adoptado —de una forma u otra— por numerosos pensadores contemporáneos que
trabajan con las teorías de la democracia (entre otros muchos, Bohman 1996;
Bohman y Rehg 1997; Cohen 1989; Dryzek 2002; Elster 1998; Estlund 2009).
[8] Dadas las “naturales” u obvias conexiones
entre una perspectiva deliberativa de la democracia y una comprensión
comunicativa del castigo, es sorprendente que autores como Carlos Nino —uno de
los primeros académicos en desarrollar una sólida teoría sobre la democracia
deliberativa— no desarrollaran plenamente esta conexión. Nino comenzó y
finalizó su carrera académica escribiendo sobre justicia criminal (Nino, 1980,
1996b), pero en las décadas intermedias desarrolló una poderosa teoría
democrática (Nino 1996). Pablo de Greiff señala correctamente la ausencia de
este vínculo en los escritos académicos de Nino, refiriéndose al hecho de que,
incluso en sus últimos escritos, Nino todavía basaba sus perspectivas sobre la
justicia criminal solo en premisas morales,
sin darles un rol claro a sus puntos de vistas sobre la legitimidad democrática
(De Greiff, 2002, 383).
[9] Obviamente, este proceso comunicativo
puede fallar, porque el delincuente no es persuadido por nuestros argumentos.
[10] Duff ilustra las implicaciones de esta
particular aproximación comunicativa con el ejemplo de un pecador que acepta y
comparte los valores de su Iglesia y recibe una penitencia por su mal
comportamiento. Para Duff, esta persona: “no es, o no necesita ser, manipulada, si la penitencia a la que se
le somete apela a su comprensión y busca que acepte las razones relevantes que
justifican la pretensión de que debe arrepentirse de su pecado y aceptar su
penitencia. Porque la penitencia se le impone dirigiéndose a ella como a un
agente moral racional: busca comprometerla y suscitar, pero no manipular o
forzar, su comprensión y su juicio; la deja libre para rechazar el juicio y la
comprensión que la penitencia pretende comunicarle. Si este es el carácter de
la penitencia, a la persona no está siendo usada simplemente como un medio;
tampoco está esa penitencia vinculada a la comprensión del arrepentido, que
busca incitar como un medio contingente para una finalidad ulterior; está
relacionada con esa finalidad igual que la culpa moral está relacionada con el
reconocimiento de la culpa por parte del arrepentido, al que se dirige” (Duff
1986, 253).
[11] En estos encuentros, “un mediador invita a los
infractores a que designen como participantes a las personas más importantes en
sus vidas. Las víctimas también asisten y también se les invita a que designen
como participantes a personas con las que tienen una relación especial de apoyo
(...) este principio de selección está diseñado para estructurar, en el seno
del encuentro, el reproche y la integración tanto en las victimas como en los
ofensores (…) la participación de unas personas que apoyan a los delincuentes y
de otras que apoyan a las víctimas está destinada a incluir la reintegración en
la estructura de los procedimientos” (Braithwaite y Pettit 1994, 770; Dzur
& Mirchandani 2007, 152).
[12] Según su estudio, “las conferencias de rendición de
cuentas de la comunidad han funcionado mejor que los tribunales en condiciones
en las que se daba el mayor desequilibrio de poder imaginable —casos en que los
delincuentes eran las grandes empresas multinacionales y las víctimas,
ciudadanos analfabetos de remotas comunidades aborígenes—” (ibíd.).
[13] Estas conferencias comunitarias, así
concebidas, son muy diferentes de los procesos de mediación: aquí no se alcanza
la “mediación entre dos individuos, sino el diálogo, la solución de problemas
entre dos comunidades de apoyo” (Braithwaite y Pettit 1994, 772; Fiss 1984).
Estas prácticas innovadoras se enfrentan a riesgos evidentes (Braithwaite y
Mugford mencionan, por ejemplo, la “reprofesionalización, el patriarcado, el
procedimentalismo ritual ... y una inadecuada ampliación de la red”), que
tienden a ser compensados por algunas ventajas (mencionan que “la dirección
general del cambio se mantiene alejada de estas patologías: más bien hay una
desprofesionalización, un empoderamiento de la mujer, orientado hacia la
flexibilidad de la comunidad en la solución de conflicto, y, en la mayoría de
las ocasiones, la reducción de las redes de control del Estado”) (Braithwaite y
Mugford 1994, 168).
[14] No está claro, sin embargo, cuánto
difieren estos puntos de vista de los expresados por Pettit 2002, que
examinaremos en los siguientes párrafos.
[15] Principalmente, estoy pensando en el
trabajo reciente de filósofos como Philip Pettit. Pettit ha desarrollado un
enfoque interesante y novedoso respecto de la democracia (Pettit 2002, 1997b,
2012) y, sobre todo teniendo en cuenta el atractivo de estos desarrollos, sus
propuestas acerca de las políticas penales cada vez más punitivas parecen, de
algún modo, sorprendentes. Pettit parece estar especialmente preocupado por lo
que él llama “la dinámica de la indignación” que opera en el ámbito de la
justicia penal (Pettit 2002, 429. Véase también Zimring et al 2001). Su
funcionamiento puede explicarse de la siguiente forma: en primer lugar, el
Estado expone a la sociedad un cierto mal; en segundo, la exposición de este
mal lleva, entonces, a la indignación popular; y en tercero, la indignación
popular fuerza al gobierno a tomar nuevas medidas (normalmente represivas)
(ibíd., 430, de manera similar, Zimring et al 2001, 232). Teniendo en cuenta
esta “dinámica de la indignación”, Pettit sugiere alejar esta política de
decisión judicial (sentencing policy)“de
las manos del Parlamento y dejarla, en primera instancia, en manos de un cuerpo
institucional que operase con independencia del Parlamento y del Gobierno”
(como un banco central). De esta manera, el ámbito de las políticas de decisión
judicial se abstraería totalmente “de las presiones inmediatas de la indignación
popular” (ibíd., 442). En mi opinión, incluso si aceptáramos el carácter
descriptivo de su propuesta, como hago yo, tendríamos buenas razones para no
desarrollar propuestas como las suyas. Desde el punto de vista de la noción
deliberativa de la democracia, debemos hacer dos objeciones a la opinión de
Pettit. La primera tiene que ver con los requisitos deliberativos de la
democracia. Si reconocemos, como hace él, que los orígenes mismos de la odiosa
“dinámica de la indignación” residen en los medios de comunicación
sensacionalistas o en la falta de información de la gente o en la ausencia de
un foro adecuado de debate, la reacción más obvia (aunque no para Pettit) sería
la de promover el debate público, abrir nuevos espacios de debate político,
crear nuevas fuentes para la transmisión de información imparcial, reducir la
influencia del dinero en los medios y en la política, etc. (esto es,
básicamente, la misma conclusión a la que llegan Dzur y Mirchandani 2007; Martí
2009, y Johnstone 2000). En segundo lugar, y en relación con el requisito de la
inclusión en una democracia deliberativa, parece claro que su propuesta es
problemática al sugerir alejar de las manos de la gente la política de decisión
judicial y al proponer la creación de nuevas instituciones contra-mayoritarias.
La democracia deliberativa no propone debates inclusivos respecto de los
asuntos públicos porque tenga una querencia hacia las reuniones
multitudinarias, sino porque considera que las deliberaciones colectivas bien
diseñadas favorecen la imparcialidad (Martí 2009).
[16] Al tiempo que yo estaba escribiendo estas
líneas, en mi país, Argentina, el principal líder de la oposición atacaba una
propuesta bastante liberal para la reforma de la legislación penal, con
argumentos populistas. También anunció —aunque nadie parece estar tomando en
serio esa amenaza— que iba a comenzar a recoger firmas en contra de la reforma.
Véase, por ejemplo, http://www.clarin.com/politica/Codigo-Penal-Massa-consulta-reformarlo_0_1094890514.html
[17] Las encuestas de opinión pueden ser
útiles para conocer las opciones más inmediatas o urgentes de los consumidores,
pero la democracia no está y no debe estar interesada en ello. La democracia no
tiene que ver con la satisfacción de las preferencias de consumo de la mayoría,
sino con la forma de garantizar acuerdos profundos y amplios en relación con
cuestiones públicas fundamentales sobre la justicia, la libertad o la igualdad.
[18] El Center
for Deliberative Democracy, de la Universidad de Stanford, describe las
encuestas deliberativas como “un intento de utilizar la televisión y la
medición de la opinión pública de una manera nueva y constructiva. Primero, se
interroga a una muestra aleatoria y representativa sobre temas específicos.
Después de esta encuesta básica inicial, se invita a los participantes en la
muestra a una reunión de fin de semana en un lugar determinado para discutir
ampliamente sobre esos temas. Se les entregan materiales informativos
equilibrados, que también se ponen a disposición del público. Participan en un
diálogo con expertos sobre las materias y líderes políticos basado en las
preguntas que desarrollan en pequeños grupos de discusión con moderadores
capacitados. Parte de esos debates de fin de semana son emitidos por
televisión, en directo o en diferido, tras haberse editado las grabaciones.
Después se vuelven a plantear las preguntas originales a la muestra. Los
cambios de opinión resultantes representan las conclusiones a las que el
público llegaría, si la gente tuviera la oportunidad de estar más informada y
más comprometida con los problemas”. Ver
http://cdd.stanford.edu/polls/docs/summary/
[19] La idea es que “la participación pública
tiende a producir una moderación penal y no un aumento de las políticas de ley
y orden, desmintiendo esa extendida aversión al exceso de democracia” (Barker
2013, 141; Miller 2008).
[20] En el momento de escribir estas líneas,
el Ministro de Justicia de Inglaterra —donde resido actualmente— está dificultando
el envío de libros a los presos desde el exterior de la cárcel. Ver, por
ejemplo, http://www.theguardian.com/society/2014/mar/25/minister-rules-out-rethink-ban-sending-books-prisoners. En Argentina, mi país de origen, se
impide a los peores criminales perseguidos por crímenes contra la humanidad,
cursar estudios ofertados por la principal universidad nacional (UBA) en las
prisiones donde cumplen condena. Ver la decisión de la universidad nacional: http://www.uba.ar/archivos_uba/2012-08-08_5079.pdf
[21] La mayor parte de los estudios aquí
considerados aborda el fenómeno del encarcelamiento masivo en EEUU.
[22] No obstante, debo reconocer que no veo
riesgo en esos desarrollos positivos sino el resultado lógico de un marco más
inclusivo y deliberativo.
[23] En NLRB
v. Fruit Packers (377 U.S. 58, 1964), tratando la cuestión de los piquetes,
Justice Black sostiene que cuando patrullas y acciones se entrecruzan, el
tribunal debería “considerar las circunstancias” y “valorar el peso de las
razones expuestas” para regular la actividad de los piquetes (ibíd., at 77-78).
Como resume M. Scott, Black alegó que “si la información suministrada por los
huelguistas es legal, un piquete que difunde esa información no puede
considerarse ilegal”. Ver M. Scott (1974), “Picketing
under the First Amendment”, 26 The
Hastings Law Journal 167, 175.
[25] Además, si incluyen un discurso
(especialmente un discurso político), esos casos pueden abordarse desde los
criterios establecidos por la Corte en otros casos sobre la libertad de
expresión que incluyen conductas o lenguaje provocativos. La Corte puede
recurrir a un “examen de riesgo patente” —como en ocasiones ha hecho— para
determinar si tales acciones son merecedoras de protección constitucional o no.
Por ejemplo, ver Feiner v. New York 340
U.S. 315 (1951).
[26] Contra quienes se oponen a esas
manifestaciones disruptivas argumentando que no pueden clasificarse como “pura
expresión” (pure speech) sino como
“expresión extralimitada” (plus speech,
según la Corte Suprema de EEUU), Harry Kalven rechaza ese “orden dicotómico”
entre pure speech y plus speech. Para él, la expresión
siempre va unida a la “expresión extralimitada”: “Si es oral, es ruido que
puede afectar a terceros si es escrita, puede ser basura”. Los panfletos, así
entendidos, no son “simple basura” sino “basura con ideas”. De ahí que
necesitemos prestar especial atención al mensaje en cuestión (Kalven 1965, 23).
Geoffrey Stone mantiene una postura similar al afirmar: “Casi cualquier forma
de comunicación interfiere necesariamente algún interés legítimo del Estado.
Distribuir panfletos implica ensuciar; los carteles y las pancartas pueden
considerarse antiestéticos; hablar en público, con o sin altavoces, puede
molestar al viandante; los piquetes y las marchas pueden obstruir el tráfico;
etcétera” (Stone 1974, 240).
[27] En tales casos necesitamos emprender un
“ascenso teórico”, como decía Ronald Dworkin (2006,
25), para quien el debate
gana en interés cuando los jueces empiezan a reconocer la necesidad de ir más allá
de “los materiales legales de su propia jurisdicción que se estancan en el
entorno doctrinal de su problema inmediato”, y basan sus decisiones en una
“interpretación mucho más general” que se sujeta a “la totalidad de los
materiales legales”, iniciando así su “ascenso teórico” (ibíd.).
[28] Además, no toda disrupción convierte una
protesta callejera en violenta. En varios casos recientes, el Tribunal Europeo
de Derechos Humanos ha reconocido recientemente que la convocatoria espontánea
de asambleas públicas no implica “alteración del orden” alguna (Stankov and the United Macedonian
Organisation Ilinden v. Bulgaria, 2 octubre 2001), y también que la mera
presencia de algunos agitadores no convierte una reunión en violenta.
[29] La doctrina del “foro público” tiene
origen en el caso Hague v. CIO (307
U.S. 501-18), donde el juez Roberts reconoce el derecho constitucional a “hacer
uso de calles y parques para la comunicación de opiniones” basado en el hecho
de que “calles y parques (…) han sido desde tiempos inmemoriales bienes
depositados (in trust) para el uso público y, desde no se sabe cuándo,
se han utilizado para acoger asambleas, intercambios de ideas entre los
ciudadanos y discusiones de asuntos públicos” (ibíd., 515-6). Más allá de ese
principio, en Food Employees Local 590 v. Logan Plaza Valley, 391 US 308
(1968) la Corte reconoció el derecho de los trabajadores a organizar piquetes
informativos en un centro comercial, aunque en otros casos obvió este mismo
principio (ver, por ejemplo, Hudgens v. NLRB, 424 US 507, 1976; or Lloyd
Corp. v. Tanner, 407 US 551, 1972) y llegó a renunciar a aplicar la
categoría de “foro público” a otros espacios no tradicionales (ver, por
ejemplo, Ikscon v. Lee, 112 S.Ct. 2701, 2718, 1992).
[30] Greer v, Spock, 424 U.S.
828.
[32] Nótese que tanto los jueces de la Corte
Suprema estadounidense como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos han
definido sendas listas de condiciones que debe respetar una regulación de
contenido neutral para ser válida. Así, ambas instituciones dejan claro que las
regulaciones no pueden discriminar las posiciones políticas subalternas, deben
orientarse por los intereses generales del Estado, adaptarse rigurosamente a
medida, permitir amplias formas de expresión alternativas y aplicarse de forma
no discriminatoria (ver, por ejemplo, Grace
v. United States, 461 US 171, 19, 1983). En el marco europeo más que en
EEUU, “hay un grado razonable de consenso académico sobre la necesidad de
proteger la protesta pública para salvaguardar los intereses minoritarios” (ver
H. Fenwick, 1999, “The Right to Protest, the Human Rights Act and the Margin of
Appreciation”, The Modern Law Review, vol.
62, n. 4, 491-514, 493). Es un hecho generalmente aceptado que “negar un foro
público para el ejercicio del derecho de expresión repercute de modo desigual
sobre diferentes grupos: puede suponer, de hecho, la negación del derecho a la
libre expresión de algunas minorías, dada la desigualdad en el acceso a otros medios
para ejercer esos derechos” (ibíd., 494). Por otro lado, en EEUU, la Corte
Suprema se ha pronunciado en sentido muy diferente al respecto de estas
regulaciones, hasta llegar a apoyarlas en su mayor parte (la Corte ratificó,
por ejemplo, regulaciones de ese tipo que establecían límites a la duración del
evento, al número de participantes, al nivel de decibelios de los discursos o a
la colocación de carteles. Ver O’Neill, 1999, 476-7). Pero aun en este caso, la
apertura de la Corte no implica la invalidez de las normas establecidas (y, por
supuesto, aun en ese caso no habría razones para no tomar en serio lo
establecido por ambos tribunales). La Corte estadounidense ha prestado
particular atención al impacto diferencial de esas regulaciones, asegurándose de
que quien se expresa goza de “un foro accesible al público” (Students
Against Apartheid Coalition v. O ‘ Neil, 660 F. Sup. 333, 339). En la misma
línea, en Dr. Martin Luther King Jr. Movement v. City of Chicago, 419 F.
Supp. 667, la Corte anuló una norma que prohibía la marcha de una organización
pro derechos civiles en un barrio blanco porque la idea de los convocantes era
precisamente acceder a esa audiencia; y en el caso Schneider v. State, la Corte anuló una
ordenanza que exigía un permiso para cada campaña “puerta a puerta”, lo que en
principio pasaba por ser una regulación de contenido neutral, pero perjudicaba
de modo desproporcionado a los grupos con menos recursos (308 U.S. 147, 1939).
[33] Vanessa Barker habla del principio de
“paridad participativa” para proponer “la igualdad de oportunidades de los más
afectados por las políticas de control del delito para influir en la
distribución de estos bienes públicos” (Barker 2013, 131).
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