(Por idea del buen Julio S., terminamos "dividiendo" la laudatio -en entrega del Doctorado Honoris Causa a Adam Przeworski- entre sus tres discípulos presentes -Acuña, Saguir y yo. A mí me tocó hablar de Adam como profesor, y presenté esto que sigue, en base a algunas anécdotas con él)
Reflexionando sobre el republicanismo, el filósofo
Michael Sandel sostuvo que las virtudes cívicas –la fraternidad, la confianza,
la comunidad, la solidaridad- debían ser entendidas no como recursos escasos,
que se van acabando en la medida en que se los usa, sino como músculos, que se
desarrollan y se hacen más fuertes cuanto más se los ejercita. Desde la primera
vez que leí este juicio, pensé en Adam Przeworski. Él representa, para mí, la
ética del trabajo y el esfuerzo académico pero, más todavía, y por sobre todo,
la curiosidad, la avidez de saber, la ansiedad por conocer más.
La imagen con la que más frecuentemente lo asocio a
Adam es la siguiente. Llego a las inmediaciones de la Universidad de Nueva
York, donde él trabaja, o a las cercanías de algunas de las tantas
instituciones a las que él está vinculado. Desde la vereda, a través de la
ventana de algún café de la zona, veo a dos personas sentadas, en alguna mesa,
conversando sobre algún asunto académico: un estudiante, normalmente en los tempranos
inicios de su investigación doctoral, y Adam Przeworski. Una de las dos
personas ilustra a la otra con maestría, mueve sus manos con intensidad,
explica algunos de los últimos desarrollos de la disciplina, cita lo mejor de
la bibliografía más reciente. La otra persona, mientras tanto, escucha atenta.
Pues bien, Adam Przewroski no es el que habla. Él es el que escucha atento. Con
los ojos muy abiertos, con las dos manos sobre la mesa, a veces apoyando su
mentón sobre sus brazos, en actitud de “absorberlo todo,” allí está él tratando
de aprender. Adam todavía tiene necesidad de aprender.
El profesor consagrado, el que escribió una decena de
libros y cientos de artículos en las editoriales y revistas más prestigiosas
del mundo, el Premio Nóbel de su disciplina, el que recorrió el mundo dando
conferencias, una de las personas más citadas en la historia de las ciencias
políticas. Él es el que atiende en silencio, fascinado porque escuchó algo
nuevo, porque entrevió la pista de una pregunta importante. Allí está él. Así
es él.
Me ha pasado a mí también, cuando recién llegaba a
Chicago, algo perdido y sin padrinos, lleno de ideas pero sin interlocutor
alguno con quien testear lo que pensaba. Ahí lo encontré a Adam. Ahí estuvo
Adam para escuchar mis obsesiones sobre la democracia deliberativa o el
constitucionalismo latinoamericano. Qué explica –me pregunto hoy, todavía- que
un famoso profesor polaco, especializado en desarrollo económico y distribución
del ingreso, estuviera escuchando ahí, apasionado, a un veinteañero argentino,
despeinado y de pelo largo, hablando en un mal inglés sobre la Constitución
chilena de 1833? Lo recuerdo todavía, yo temeroso de hablarle, como pidiéndole
disculpas por estar hablando con él, y él con cara seria e involucrado,
diciéndome “esto es interesante, hay algo interesante acá.” No tengo dudas que
es la misma historia que atravesaron, como tantos, Carlos Acuña y Julio Saguir,
cada uno a su tiempo, y él siempre igual.
No quiero, sin embargo, trasmitir la idea equivocada:
Adam no es un interlocutor complaciente o pasivo. Todo lo contrario. Adam es un
“duro,” alguien que no hace concesiones, un profesor que puede ser demoledor en
sus comentarios, muy en particular ante los ya consagrados. Vale la pena
contrastar su actitud habitual, desconfiada y crítica frente a los académicos
más establecidos, con la recién descripta, frente a los entusiastas recién
llegados. Sobre el tema tengo otra imagen, otro recuerdo frecuente, que viene
de cuando asistía a sus clases. Lo recuerdo a Adam escuchando a algún profesor conocido,
bien establecido, que él ha invitado a su curso. Adam está de pie, tiene una
pierna flexionada apoyada sobre una silla, y los brazos en la cintura, como un
guapo o un compadrito de los que Borges describiría con maestría. El profesor
invitado habla con erudición, despliega todo su conocimiento, tal vez con
cierta arrogancia, y mientras tanto Adam frunce el ceño, hace una mueca con la
boca, y sacude la cabeza como negándolo todo. Es obvio lo que está pensando, y
con sus gestos nos lo deja en claro: “Todo lo que el invitado está diciendo
está mal.” Pero no hay que asustarse. Ocurre que Adam busca buenas preguntas, quiere
que lo ayuden a entender problemas que él no puede descifrar, pero desconfía de
quienes le ofrecen respuestas rápidas, contundentes, cerradas.
Conviene aclararlo también: ya se trate de estudiantes
recién llegados o profesores prestigiosos (y Adam suele ser especialmente
exigente con estos últimos), él no está ahí para ganar una batalla, o para
mostrar que él sabe más, o para dejar en claro que él ya sabía de antemano lo
que ahora le están contando (aunque es bastante probable que ya lo supiera con
creces). Él está ahí, fundamentalmente, porque quiere aprender, aunque sea un escéptico
radical, aunque tenga inquebrantables sospechas sobre todos los relatos
completos, acabados, cerrados. Adam estudia con rigor y exige estudio, porque
está interesado por lo que estudia, e interesado personalmente por los países y
regiones que estudia. Adam abrazó las ciencias políticas preocupado, entusiasmado
y con convicción. Por eso viaja y se queda. Por eso escucha. Por eso se muestra
inquieto e incómodo frente a quienes toman a la disciplina como un deporte,
como profesionales en busca de un buen trabajo, sólo interesados en publicar y
conseguir una oferta bien paga.
En una imperdible entrevista que le realizara el
argentino Gerardo Munck, Adam presenta reflexiones conmovedoras. En un momento
del diálogo, ya sobre el final de la conversación, Adam elogia el nivel
excepcional de muchos de los estudiantes que viene recibiendo en los últimos
tiempos, en su Universidad, llegados desde prestigiosas Universidades de todo
el planeta. Describe a esos estudiantes como “cada vez más inteligentes, bien
educados y ansiosos por aprender”, pero también –crecientemente- como
desprovistos de pasión o intereses. Frente a ellos, siempre está tentado de
decirles que “piensen en grande,” que “tomen riesgos.” Pero dice que no lo hace
porque le parece un consejo barato, teniendo él un trabajo seguro en una gran
Universidad. Dice que se queda pensando si no sería bueno obligarlos a recorrer
un poco el mundo, forzarlos a que experimenten la diversidad, riqueza e
intensidad de la vida, desde un poco más de cerca. Dice que desespera cuando
los ve sin ningún interés en “decir algo sobre el mundo, y mucho menos de
cambiarlo.”
Por lo que conté hasta aquí, cuando Julio Saguir me
invitó a decir unas palabras en esta ceremonia de entrega de un Honoris Causa
para el maestro, enseguida dije que sí. Había cosas que sabía que podía decir,
y cosas que sabía que quería decir sobre él. Por sobre todo, quiero decir lo
siguiente: pocas personas son tan merecedoras de un honor de este tipo como
Adam Przeworski. Adam Przeworski merece el Honoris Causa, pero no sólo por sus logros,
sus títulos y sus honores ya conseguidos. Adam merece todos los premios, porque
nadie como él, en lo que escribe y en lo que hace, es capaz de transmitir esa
vocación que él tiene, y mucho menos es capaz de vivirla del modo en que él la
vive. Se trata de la vocación por conocer, por hacerse buenas preguntas, por
aprender con otros. La vocación de entender mejor, y hasta cambiar el mundo, en
serio, comprometidamente, junto con otros.
1 comentario:
Por cuál de sus obras convendría empezar a estudiar su pensamiento?
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