22 dic 2021
Impunidad en Derechos Humanos/ Impunidad de la Corrupción
(publicado hoy en Cl: https://www.clarin.com/opinion/crisis-derechos-humanos-corrupcion-estatal_0_qxPWt9OBt.html)
Desde sus orígenes, el derecho argentino identificó a “dramas de época” diversos, a los que se propuso, en cada una de esas etapas, confrontar. En un primer momento, nuestro derecho se concentró en el “drama de la independencia”, es decir, dedicó sus principales fuerzas a superar la crisis que siguió a la ruptura declarada con España. Luego -y ésta fue la tarea que asumió como propia Juan B. Alberdi, a través de la Constitución de 1853- el derecho local se propuso enfrentar a la crisis económica extrema (“el drama del desierto”), de mediados del siglo XIX.
Más tarde vino la “crisis de los derechos políticos” que, desde comienzos del siglo XX, requirió de significativas reformas jurídicas destinadas a democratizar políticamente al país. El radicalismo desempeñó un papel decisivo en tales disputas. Décadas después, apareció el “drama de los derechos sociales”, siendo ahora el peronismo el actor político principal, encargado de impulsar una renovación crucial en nuestra estructura normativa (pasaríamos entonces de la reforma constitucional de 1949, al actual artículo 14 bis de nuestra Constitución). En lo que sigue, voy a ocuparme de los dos principales desafíos que -nos guste o no- asumió el derecho argentino en las últimas décadas: “la crisis de los derechos humanos” y la corrupción estatal.
La Constitución de 1994 expresa del mejor modo los renovados compromisos retomados por el derecho nacional, desde los años 80. Dicha Constitución -lo sabemos- fue producto directo de una etapa de violaciones masivas y gravísimas de derechos fundamentales. Frente a dicha tragedia, la nueva Constitución decidió otorgar “estatus constitucional” a los principales Tratados de Derechos Humanos firmados por el país hasta entonces -una decisión interesante y polémica, que no todos los países latinoamericanos se animaron a tomar. Pero algo más: el nuevo texto constitucional procuró ir más allá de la “crisis de los derechos humanos,” para incorporar junto con aquel compromiso de derechos, otro nuevo relacionado con lo que por entonces -plena época del menemismo- comenzaba a identificarse como nueva “crisis de época,” esto es, el “drama de la corrupción.” Lo actuado por el derecho argentino en esta materia fue muy significativo. Un primer paso (que acompañó a varios y renovados acuerdos internacionales firmados en la materia) fue el artículo 36 del nuevo texto constitucional que, de modo notable, aunque no siempre recordado, decidió colocar en el exacto mismo plano a los golpistas y a quienes incurrían en actos de corrupción desde la función pública. Vale la pena subrayarlo una vez más: la Constitución decidió tratar a ambas afrentas de modo paralelo, considerando a tales actos, en el mismo párrafo, como atentados contra la democracia.
Lamentablemente, menos por olvido que por ocultamiento, muchos de los más prominentes actores jurídicos de nuestro país procuran, todavía hoy, pasar por alto la noble decisión de nuestros constituyentes. Pretenden, así, que sigamos pensando y aplicando el derecho como hace más de medio siglo -como si lo decidido no hubiera sido decidido, y lo escrito no hubiera sido escrito. Pero hay una mala noticia para los nuevos conservadores de nuestro tiempo: el modo en que nos piden que apliquemos el derecho, no sólo es viejo y vetusto, sino también anti-jurídico. Lo que nos exige nuestro derecho va en dirección más bien opuesta a la que ellos sugieren. Desde fines del siglo XX, nuestro derecho viene haciendo un reclamo enérgico contra la impunidad: exige que no haya perdón frente a las masivas violaciones de derechos ocurridas en los 80, del mismo modo en que exige que no haya más impunidad en relación con los enriquecidos en el ejercicio de la función pública. Ambas actitudes que se reclaman a nuestros agentes jurídicos, más que urgir el dictado de nuevas normas, reclaman una renovada aplicación de las normas con las que ya contamos -tal vez, a través de nuevos criterios, principios y presunciones. Sin dudas, hemos sabido operar estas transformaciones en materia de derechos humanos, reconsiderando conceptos jurídicos/penales como los de “validez”, “lesa humanidad,” “genocidio,” “imprescriptibilidad” u “obediencia debida” (Qué hubiera pasado si, en nombre de la “ley más benigna” considerábamos “válida” la autoamnistía militar, como pedía el peronismo? Qué si no comenzábamos a tratar de modo penalmente diverso a los actos cometidos durante un “genocidio”? Qué si nos seguíamos guiando por los viejos criterios sobre la “prescripción penal”?).
Del mismo modo en que lo hiciéramos frente a los casos de “lesa humanidad”, necesitamos nuevas reflexiones y nuevas herramientas para enfrentar los actos propios de la nueva corrupción estatal. Necesitamos, por ejemplo, mirar con la “mayor sospecha” las decisiones del poder de turno destinadas a cambiar a su favor las “reglas del juego” democrático; como necesitamos analizar con el mayor detenimiento -con el “escrutinio más estricto”- las imputaciones que se formulen, por enriquecimiento ilícito, contra nuestras autoridades electas. Por esto último (examinar con el “escrutinio más estricto” las imputaciones de corrupción) es que resultó un “escándalo jurídico” que días atrás se sobreseyera, con el análisis jurídico “menos exigente posible”, a una funcionaria de altísimo rango. Por lo primero (mirar con la “máxima sospecha” los cambios que el poder de turno imponga sobre las reglas de juego) es que se justificó en cambio la decisión tomada por la Corte Suprema días atrás. Me refiero a la decisión de la Corte de derrumbar la vieja reforma del Consejo de la Magistratura -una reforma de las “reglas de juego” promovida por un poder político ansioso, que ya no sabe cómo hacer para calmar sus angustias de impunidad.
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