En lo que sigue,
procuraré explicar la preocupante situación política que atravesamos hoy, en la
Argentina, sin dar mayor relevancia a algunos de los factores que habitualmente
se mencionan para ello. En tal sentido, eludiré las explicaciones que apelan,
por ejemplo, a un cambio ideológico generalizado (“el país ha girado a la
derecha”); o que refieren a una súbita modificación de actitudes y preferencias
(“la gente ahora es más individualista”); o que refieren al impacto que
estarían ejerciendo las tecnologías modernas en la producción de nuevas formas
de comportamiento (“la culpa es de las redes sociales”). Sin descartar la
influencia de factores tales (cambios culturales y tecnológicos), procuraré
mostrar que este preocupante momento que vivimos en el país se debe (no
solamente, pero también) a unas reglas de juego establecidas, muy
cuestionables, que favorecen una polarización que impulsan los representantes
(“es todo o nada”), a la vez que dificulta o invisibiliza que emerjan y se
conozcan los cuidadosos matices que está dispuesta a reconocer la ciudadanía
(“que se haga de esto, bastante, pero nunca aquello”).
Conforme a lo anticipado,
tomaré como supuesto, en lo que sigue, que la Argentina atraviesa una etapa
políticamente “trágica”. Permítanme respaldar muy brevemente este aserto, antes
de concentrarme en el objeto principal de mi trabajo. Hablo de una “tragedia
política nacional”, porque en un momento de crisis radical como el que vivimos
(crisis económica, con tensión social, inseguridad, niveles de desigualdad
crecientes -situaciones todas que demandan enormes esfuerzos de comprensión y
ayuda mutuas), tenemos a la principal dirigencia caminando exactamente hacia el
lado contrario que necesitamos. Desde el poder no se busca y posibilita la
conversación política, sino que se la sabotea; no se ayuda a la conciliación,
sino al enfrentamiento; no se tratan de sanar las heridas sociales, sino que se
las atiza con fuego. Ninguno de nosotros se merece esto: ni ahora, ni antes, ni
nunca. No es éste el trato que nos debemos. Por humanidad; por respeto al otro;
por la legitimidad de las decisiones que se toman; por el hecho básico e
irremovible de que vivimos en sociedades marcadas por el desacuerdo. Insisto:
cualesquiera sean las broncas o las necesidades políticas del momento, nadie se
merece vivir rodeado de insultos y de maltrato. Y no porque seamos “almas
sensibles” o “bellas”, sino porque compartimos la igualdad dignidad moral de
ser humanos.
Pero entonces -yendo a la
pregunta central de este trabajo- por qué es que nos encontramos con dirigentes
que juegan con fuego, que persisten en presentar a la política pública en una
clave más propia de los videojuegos violentos? Sugeriré aquí que una causa de
ello (no la única, y tal vez no la principal), reside en las “reglas del
juego.” Se trata de reglas que, a pesar de sus muchos méritos, encierran
problemas de origen; se han deteriorado con el paso de los años; y en los
últimos tiempos han quedado bajo el control de quienes abusan de ellas (el
fenómeno de la llamada “erosión democrática”). Para comenzar con un punto que
reúne bastante acuerdo, señalaré que, desde hace décadas, en la Ciencia
Política, se estudia de qué modo algunas reglas constitucionales han ayudado a
socavar o limitar a los gobiernos democráticos. Ejemplos relativamente claros
de esas imperfectas reglas, son los siguientes: la institución del Colegio
Electoral (que, afortunadamente, la nueva Constitución Argentina dejó de lado),
y que permite la elección como Presidente de candidatos que, en los números, resultaron
derrotados (hasta por algún millón de votos, como en el caso de Trump, en los
Estados Unidos); el Senado, que es una institución cuyos miembros tampoco
tienen un origen directamente mayoritario; los miembros del Poder Judicial (el
poder “contramayoritario” por excelencia), que se compone de personas electas
por representantes de los otros dos poderes “minoritarios” (la Presidencia y el
Senado). Esto le ha permitido a Steven Levitsky (autor del principal “best
seller” político de nuestro tiempo, Cómo mueren las democracias?),
hablar, en su último libro, de la “Tiranía de la minoría”. De este modo,
autores como Levitsky simplemente retoman, profundizan y expanden lo que ya
señalara, décadas atrás, el “decano” de la Ciencia Política contemporánea, el
notable Robert Dahl -quien críticamente se preguntara, en uno de sus últimos
libros, “cuán democrática era” la Constitución de su país.
En lo personal, suscribo
plenamente objeciones como las de Dahl o Levitsky, pero también quiero ir
bastante más allá de ellas. Y ello así, no solamente por el afán de profundizar
en sus críticas, sino por convencimiento: la certeza de que la idea de democracia
debe leerse de un modo más exigente. En efecto, Dahl o Levitsky, entre tantos,
parten de una idea “mayoritaria” (“estadística”, al decir de Borges) de la
democracia (básicamente: “democracia como regla de la mayoría”), y a partir de
allí, y con acierto, muestran de qué modo las propias “reglas del juego” pueden
impedir hasta lo más obvio, esto es, que el poder se distribuya con prioridad
hacia los más votados (así, puede ocurrir, como en USA, que el Ejecutivo, el
Senado y la Corte, queden en manos del partido menos votado -el Republicano).
Hasta tales extremos llegamos. Sin embargo, muchos pensamos que la democracia requiere
ir más allá de la “regla de la mayoría”. Ella exige también, y por caso, que
las decisiones sean el producto de un debate inclusivo, abierto, inacabado. Me
anticipo: definir a la democracia de este modo no implica una mera
sofisticación abstracta (“jactancia de los intelectuales”) sino afirmar algo clave.
Permítanme ilustrar lo que digo con un caso, relacionado con el actual
gobierno.
Apenas un mes después de
haber llegado al poder, algunas encuestas llamaron la atención sobre algo finalmente
obvio, esto es, que el gobierno que gracias al ballotage había alcanzado un 56%
de los votos, no recogía -en absoluto- porcentajes de apoyo similares, en
relación con la mayoría de medidas que proponía. De hecho, preguntados sobre
los detalles de tales medidas, una mayoría de los encuestados manifestaba
diferencias con ellas, o se pronunciaba en contra de las mismas. La cuestión es
ésta: las personas pueden (todos nosotros podemos) discernir bastante bien
entre medidas diferentes. Podemos respaldar algunas medidas ampliamente (i.e.,
modificación de la ley de alquileres), mientras a otras las rechazamos de plano
(i.e., ajuste sobre los jubilados). Sin embargo, nuestras reglas
institucionales no ayudan a que emerjan tales lúcidas distinciones, y ni
siquiera favorecen que las conozcamos. Todo lo contrario: ellas alientan las
respuestas contundentes, espectaculares (las del “todo o nada”), mientras que
invisibilizan los cuidadosos matices que mostramos. A resultas de ello, puede
ocurrir que el Presidente actúe como si todavía contara con un respaldo
mayoritario y sin fisuras -como si la sociedad siguiera acordando en todo con
el Presidente (en la versión más exagerada de su motosierra).
En definitiva, lejos de
ocurrir, simplemente -y como sugieren algunos- que “la sociedad se derechizó”,
“se corrió a los extremos”, o “quedó a la merced de las redes sociales”; lo que
vemos es que -de un modo decisivo- el insoportable extremismo de los
representantes no expresa la sensatez de una sociedad que puede discernir y
matizar muy bien, si es que las reglas institucionales la ayudan a hacerlo, si
es que la política le permite demostrarlo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario