10 feb 2017

Reivindicación de los plebiscitos

Publicado hoy en El País
http://elpais.com/elpais/2017/02/09/opinion/1486644995_314713.html?id_externo_rsoc=TW_CC

Luego de plebiscitos como los llevados a cabo en Reino Unido y Colombia, que culminaron con resultados contrarios a los esperados por la opinión pública internacional, comenzaron a escucharse voces opuestas a la celebración de tales consultas directas a la ciudadanía. Algunos impugnaron la necesidad de los procesos; otros objetaron su sentido y valor, y muchos cuestionaron directamente el recurso a los mecanismos de la democracia directa. Las razones alegadas fueron muy diferentes, incluyendo referencias a la supuesta irracionalidad de las mayorías; al papel manipulador de los medios de comunicación; o a la impermisibilidad de decidir democráticamente en torno a temas vinculados con derechos fundamentales. Este tipo de críticas ayudan a reforzar el elitismo que viene corroyendo las bases de los sistemas institucionales de nuestros países, y alimentan el déficit democrático que los caracteriza.


Muchos de los que defendemos formas robustas y exigentes de la democracia no lo hacemos porque sí o por cualquier razón, ni sostenemos cualquier versión o manifestación aparente de democracia, ese concepto “esencialmente disputado”. Defendemos, más bien, formas específicas de democracia, relacionadas con rasgos definitorios como los de inclusión y debate público. Y lo hacemos bajo la convicción de que formas tales de la democracia son capaces de garantizar mejor que ningún otro esquema institucional alternativo la toma de decisiones imparciales; es decir, decisiones respetuosas de las demandas encontradas que son habituales en sociedades pluriculturales como las nuestras. Como asumimos —como lo hacía John Stuart Mill— que nadie es mejor juez de sus propios intereses que uno mismo, consideramos que, cuando disentimos sobre cuestiones que reconocemos de primera importancia, no queda mejor alternativa que la de conversar entre todos buscando alguna salida a nuestros comunes problemas. Como los miembros de un condominio que no están de acuerdo acerca de si seguir edificando o no en sus terrenos. Como los participantes de una comunidad educativa que están disconformes con los planes de estudio.


Lo dicho nos advierte ya acerca del atractivo y de los problemas que son propios de los plebiscitos u otras formas de la consulta pública. En general, tales consultas merecen ser criticadas “por lo poco, antes que por lo mucho”. Importa aclarar lo anterior, porque implica descartar una cantidad de objeciones comunes frente a las consultas al pueblo, que consideran que ellas transfieren demasiado poder a una ciudadanía poco preparada. En estas mismas páginas se ha descrito a mecanismos como el plebiscito como un engendro confuso y simple, alimentado por “la ignorancia, la información sesgada y la alteración emocional”. Por el contrario, se trata de un método valioso en vista del carácter altamente deficitario de nuestro sistema democrático, al que puede ayudar a través de su dimensión inclusiva, y al que debe ayudarse para que reforzarlo también en su dimensión deliberativa. De allí que podamos decir que si los plebiscitos pecan por algo, ello no se debe a su carácter de democracia en exceso sino, en todo caso, a su eventual dificultad para remediar a la democracia en su defecto. Pueden (o no) servir para mejorar nuestras conversaciones colectivas, y deben ser valorados (o no) en la medida en que lo hagan.

El problema en Reino Unido y Colombia fue de los que convocaban y no de los convocados

A los demócratas no nos da lo mismo la convocatoria a la ciudadanía de cualquier manera (por ejemplo, sin debate previo), o por cualquier razón (por ejemplo, oportunismo electoral), o sobre cualquier tema (por ejemplo, cuestiones de moral privada, sobre las que cada individuo debe ser soberano). No confundimos a la democracia con el mercado, ni al debate público con una encuesta. Por eso pudimos criticar sin empacho las consultas convocadas por el general Pinochet en Chile, con la oposición maniatada, o por Alberto Fujimori en Perú, con el Congreso cerrado. Por eso, las críticas a los plebiscitos de Reino Unido o Colombia han tenido que ver con el modo grave en que allí se simplificaron asuntos complejos; con los sesgos con que las consultas fueron convocadas; o con el hecho de no haber sido precedidas por procesos de discusión equitativos y suficientes. El problema estuvo más vinculado a los representantes que convocaban a tales consultas, antes que con rasgos propios (incapacidad técnica, etcétera) del público convocado.

Lo dicho hasta aquí implica negar el supuesto de la ciudadanía ignorante e irracional, que muchos siguen hoy asumiendo. Si fuéramos tan irracionales, tendríamos razones para abandonar la democracia en pos de la reinstauración de sistemas aristocráticos. Como no somos tan irracionales, lo que necesitamos es diseñar sistemas institucionales que nos ayuden a morigerar los errores a los que todos —jueces, políticos o ciudadanos del común— estamos expuestos. Lo dicho implica también rechazar la sugerencia conforme a la cual los ciudadanos somos meras criaturas de los grandes medios de comunicación. Si los medios tuvieran realmente el poder manipulativo y de control que se les adjudica, lo que necesitaríamos sería democratizar a los medios, en lugar de amordazar a los ciudadanos.

Lo dicho no implica el absurdo de pretender discutirlo todo, todo el tiempo, entre millones de personas: basta con discutir bien, regularmente, algunas pocas cuestiones relevantes, con muchos o con algunos (las experiencias del juicio por jurado, las audiencias públicas, el presupuesto participativo, las consultas previas exigidas por la OIT en relación con comunidades indígenas afectadas, etcétera, son ejemplos de experiencias democratizadoras posibles y relativamente exitosas).

No se trata de discutirlo todo y todo el tiempo, sino de discutir bien algunas cuestiones relevantes

Finalmente, importa poner en cuestión, también, la dogmática idea conforme a la cual las cuestiones de derechos deben dejarse al margen de la democracia. Primero, porque no hay cuestión importante que no involucre derechos (no discutir sobre cuestiones que afecten derechos implicaría poner fin a la democracia). Segundo, porque cuando reconocemos a algún interés fundamental como “derecho” (por ejemplo, la libertad de expresión), no decimos demasiado sobre lo que realmente importa, esto es, su contenido, su alcance, sus límites, cuestiones que en democracia no pueden ser ajenas al debate colectivo (por ejemplo, cómo definir los contornos de una ley de medios o regular el discurso de odio).

Tercero, porque conocemos legislaturas que han apoyado ciertas formas de tortura; jueces y fiscales que han avalado la pena de muerte; cortes supremas que han considerado constitucional la esclavitud o la criminalización de la homosexualidad, pero las principales críticas se siguen enfocando sobre la democracia directa. ¿Por qué no exigir, en cambio, mayores controles democráticos sobre aquellos órganos, en lugar de predecir los horrores en que caería la ciudadanía si se discutiera con ella? Otra vez: nuestra apuesta no es por una multiplicación de las encuestas de mercado, sino la reanimación de los mecanismos del diálogo colectivo.

Roberto Gargarella es profesor de Derecho Constitucional y doctor en Derecho.

7 comentarios:

Sebastián Pagano dijo...

si mal no recuerdo solo los derechos que hacían referencia a una moral autorreferente quedaban fuera del marco de discusión pero los referidos a la moral intersubjetiva no.

roberto niembro dijo...

Estoy de acuerdo con casi todo, pero me quedo con la duda de si los ciudadanos si bien somos racionales tal vez sí estamos poco informados. Algunas veces por los incentivos que genera el propio estado, a veces por exceso de fuentes no confiables, a veces por desidia. Mi punto es si no resulta mejor asumir como punto de partida ciudadanos poco informados para entonces pensar cómo informarlos?

Roberto Niembro

andresvas dijo...

"Si los medios tuvieran realmente el poder manipulativo y de control que se les adjudica, lo que necesitaríamos sería democratizar a los medios, en lugar de amordazar a los ciudadanos."

Al menos en los países que sigo con más atención, está cada vez más difícil eso, con clarísimos retrocesos aún en los países que mejor estaban hace algunos anos. Habría que desarrollar una dinámica de regulación y transformación muy detallada para poder pensar en debates no manipulados, no ya por gobiernos, sino por corporaciones de las que eventualmente los gobiernos pueden ser más o menos cómplices.
Está claro como vos decís que los representados no tienen la culpa, en eso coincidimos.

Unknown dijo...

Muy buen artículo, Roberto. Muy convincente. El único argumento que, en mi opinión, sigue resultando polémico es el que se refiere a la relación democracia-derechos. A pesar de la brevedad del espacio, me parece que ofreces buenas razones. Tienes toda la razón: nadie mejor que uno mismo para defender sus preferencias o derechos. Pero, la polémica surge cuando discutimos sobre los derechos de los otros, no sobre los nuestros.
En principio yo coincidiría contigo en el hecho de que hay que confiar en los procesos de deliberación bien informados que se ajusten a las reglas de un diálogo racional. Las mayorías no tendrían por qué, luego de una discusión razonada, votar algo que perjudique a las minorías. ¿Pero, lo podríamos asegurar?
Me parece que tu respuesta a este cuestionamiento, señalando que ni las legislaturas ni las cortes pueden tampoco asegurarlo, es bastante elocuente. Los ejemplos históricos que brindas lo confirman. Pero, al pensar un diseño institucional, deben contemplarse esos casos difíciles y los posibles escenarios. Y, el de la mayoría atentando contra lo que hoy reconocemos de manera generalizada como derechos de las minorías, obviamente, sobresale.
Tú pareces confiar en que un diálogo razonado no echaría abajo derechos que hoy consideramos conquistas históricas. ¿Pero y si sí? ¿No consideras que ello expresaría un gran retorceso moral, cultural, político, legal, etcétera? No quiero decir con esto que la mejor salvaguarda sea la de los jueces. Tienes razón cuando cuestionas la integración y funcionamiento del poder judicial. ¿Pero no podríamos pensar en algún otro tipo de candado que impidiera retroceder en materia de derechos humanos (conquistados y reconocidos a lo largo de la historia)?

rg dijo...

roberto, sobre el tema de la información yo diría a) que en las grandes líneas, estamos todos iguales, y necesitamos preservar ese lugar de igualdad, b) todos necesitamos corrección y "lavado", c) luego tenemos disenso: el graduado de harvard y el campesino disienten sobre cómo pensar

desconocido: el tema es que la corte declaró válida la esclavitud. todos estamos corriendo riesgos. en todo caso, lo que diría es que la conversación sobre derechos no merece, salvo en los extremos, pasar por el plebiscito. conversar es otra cosa

Federico dijo...

La vida es corta, recuerden la teoría de la ignorancia racional. Que el plebiscito sea bueno en sí no significa que todos hayan sido implementados con fines democráticos, eso es claro. Movilizar todo un aparato electoral (que bien podría ser electrónico, sencillo y económico) para una consulta SI / NO con esas opciones diseñadas por los mismos interesados en el SI o el NO casi siempre son una reducción manipulativa. Los que nos creemos demócratas deberíamos hacer un esfuerzo de diseño de plebiscitos que sea costosamente resistible por los paternalistas.

Sebastián Pagano dijo...

Deberìa estructurarse de manera de que sea lo mas cercano a un dialogo que reuna para si las notas de ser racional, imparcial y con pleno conocimiento de los hechos, cualquier plebiscito que se implemente deberìa tener que contar con esas tres notas como mìnimo (el tema es como pensar un proceso de manera tal que exista una tendencia a que se maximizen esas tres notas)