En un enclave magrebí, entre argelinos y marroquíes, pienso en Albert Camus, en los expatriados, y en los que somos extranjeros de todo país, en cualquier país. Pienso en los que no pertenecemos ni querríamos pertenecer. Pienso en los que por la sola presencia provocamos indiferencia o molestia. Pienso también en los extranjeros que aquí, a pesar de todo –el racismo, el acoso, la arrogancia, las miradas hostiles, las palabras y los silencios- celebran su comunidad, el mantenerse unidos, el seguir de pie lejos del horror en que se había convertido la vida –quizá la muerte. Pienso en la paradoja de sentirse involucrados y a la vez ajenos; conmovidos hasta lo más íntimo, pero sin embargo distantes de todo lo que nos rodea. Distantes, al reconocer que no es la partida propia la que se juega: son otros los que deciden, porque son otros los dueños del juego. Cercanos, sin embargo, porque a pesar de los pesares se mantiene la ilusión de cambiar, y cambiarlo todo (por eso mismo, cada nuevo paso en la dirección contraria hace que uno grite por dentro: Ya no más, basta ya, no una vez más!). Pienso en los rostros sonrientes que también vi, en los que reían para olvidar, y los que lo hacían porque recordaban. Alguno pensaba: Estamos aquí! Estamos juntos! Tal vez!
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