Polaroids de locura
ordinaria
En la ciudad más vibrante
del mundo, conviven la vida más intensa, excitante; y la muerte indigna, así
nomás, en cualquier esquina. No ha de ser fácil sobrevivir en ella. Entre esos
dos extremos (vinculados con lo que, alguna vez, el marxista Gerald Cohen,
definió como la ambición de tenerlo todo, y el miedo asociado a perderlo), las
tensiones que se generan producen daños. Daños. Heridas abiertas sobre el
cerebro. Daños mentales. Personas heridas. No importa cómo valoremos lo que ellas
hacen, o el sentido último de lo que se propongan. Recojo, por tanto, y sólo
para recordarlas, algunas postales: polaroids de locura ordinaria.
* Un joven, inocuo y bien
vestido, está sentado sobre los pilares de una entrada, cualquiera de tantas. Está
solo, no piensa en nadie: ladra. Ladra. No le importa quién lo mira ni quién lo
escucha. Está en lo suyo: ladra.
* El homeless de mi
pequeño barrio. El que actúa su espectáculo agresivo, cada mañana, mientras
sentado tomo mi café de temprano. Estoy frente a la ventana, sentado solo, y lo
busco y lo encuentro, con la mirada. Antes de ayer, él iba y venía enloquecido,
sin saber yo por qué, en un radio de unos 20 metros. Ayer, se paraba frente al
poste de la compañía eléctrica, y señalaba, letra a letra, el grabado en relieve
que mostraba ese mástil, con los datos de la compañía: él iba posando su dedo
índice sobre el relieve de hierro, hablándole a esas palabras. Hoy, se la tomó
en cambio con el dueño del puesto de diarios, que parece ya acostumbrado a este
tipo de reclamos. Estuvo 10 minutos allí, delante de él, violentamente gritándole.
El diariero inmutable, mientras tanto, iba acomodando revistas, agregando
publicidades al interior de los diarios, ocupado impertérrito en su tarea cotidiana.
* Un músico que parece
ucraniano, toca con delicadeza el piano, en medio de la plaza. Suelta una melodía
suave que parece imposible allí, en ese contexto anárquico, en medio de ese
bullicio incontrolado. Me quedo a escucharlo un rato y, como entrando en una
pieza a oscuras, al rato empiezo a ver los detalles. Menciono uno que me resultaría
curioso: padre e hijo tratando de conciliar el sueño, bajo esas caricias de
música, allí mismo, acostados y abrazos entre sí, debajo del mismo piano.
* Me encuentro tomando
algo, por la mañana, y un hombre robusto ingresa al lugar, impulsivo, vehemente.
Pienso que está bajo los efectos de algún sicofármaco, pero no podría
asegurarlo. Me alisto a temerle: le temo. Educado en las prácticas de mi país,
me pongo en guardia, tenso, esperando que lo peor ya llegue. Pero no. Mientras él
hace su discurso, alucinado, la gente conversa, ríe, celebra. Quienes están a
cargo del local -allí, a centímetros de donde él predica su odio en voz alta- ni
siquiera se molestan en mirarlo, en decirle algo: que se vaya. No. Se trata de
esperar un poco. Al rato, el discurso de odio termina, y el hombre robusto se
marcha.
* Camino en dirección de la
biblioteca, y me doy vuelta, escucho a alguien que me habla. Pero no. Se trata
de un improvisado músico que camina a buen ritmo, moviendo los brazos,
improvisando su rap, auriculares puestos, con la voz imposiblemente más alta. Aunque
nadie lo advierta, más que yo mismo, el rap es muy bueno.
* En la cuadra siguiente me
cruzo, como si nada, con un hombre vestido de árbol. A esta altura, ya ni me
doy vuelta a mirarlo: en cualquier momento del año, a cualquier hora, en
cualquier espacio, y sin necesidad de razón alguna, la gente se disfraza de lo
que se le ocurre y anda, como si tal cosa. Bienvenido ello.
* Llego de noche a la
biblioteca pública. En el horario nocturno, el ambiente bibliotecario se
rarifica un poco más de lo acostumbrado. Buscando refugio o calor, con excusa
alguna o ninguna, el espacio abierto se llena de marginales. Esta noche, frente
a mí, veo sentado a un negro, en silencio, serio y con sombrero. Luego lo miro mejor.
Tiene traje y pantalones cortos. La manga del saco está cortada a lo largo, de
lado a lado. Miro el libro que lee, y el libro está abierto en un mapa. Junto a
él tiene una amplia página en blanco, y parece dispuesto a algo así como a reproducir
el mapa. Ahora se ríe. Se ríe muchísimo (se lo ve en la foto). Ahora mueve la
cabeza, como si hubiera dado con el detalle buscado. Ahora sí, parece decir, y
marca algunos puntos, con birome, en el mapa que ofrece el libro, sobre el que
ahora dibuja. Luego, reproduce parte de ese trazado sobre su propia hoja. Parece
su hallazgo, parece que lo ha encontrado: ríe. Ríe porque en apariencia -y sea
lo que fuera lo que esperaba- lo ha logrado. Se da por satisfecho, se acomoda
el sombrero, y feliz se marcha.
1 comentario:
Aplaudo.
P.D. La foto ilustradora se volvió loca y se fue del blog...
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