3 nov 2019

Crónicas columbianas 13: Polaroids de locura ordinaria



Polaroids de locura ordinaria

En la ciudad más vibrante del mundo, conviven la vida más intensa, excitante; y la muerte indigna, así nomás, en cualquier esquina. No ha de ser fácil sobrevivir en ella. Entre esos dos extremos (vinculados con lo que, alguna vez, el marxista Gerald Cohen, definió como la ambición de tenerlo todo, y el miedo asociado a perderlo), las tensiones que se generan producen daños. Daños. Heridas abiertas sobre el cerebro. Daños mentales. Personas heridas. No importa cómo valoremos lo que ellas hacen, o el sentido último de lo que se propongan. Recojo, por tanto, y sólo para recordarlas, algunas postales: polaroids de locura ordinaria.

* Un joven, inocuo y bien vestido, está sentado sobre los pilares de una entrada, cualquiera de tantas. Está solo, no piensa en nadie: ladra. Ladra. No le importa quién lo mira ni quién lo escucha. Está en lo suyo: ladra.

* El homeless de mi pequeño barrio. El que actúa su espectáculo agresivo, cada mañana, mientras sentado tomo mi café de temprano. Estoy frente a la ventana, sentado solo, y lo busco y lo encuentro, con la mirada. Antes de ayer, él iba y venía enloquecido, sin saber yo por qué, en un radio de unos 20 metros. Ayer, se paraba frente al poste de la compañía eléctrica, y señalaba, letra a letra, el grabado en relieve que mostraba ese mástil, con los datos de la compañía: él iba posando su dedo índice sobre el relieve de hierro, hablándole a esas palabras. Hoy, se la tomó en cambio con el dueño del puesto de diarios, que parece ya acostumbrado a este tipo de reclamos. Estuvo 10 minutos allí, delante de él, violentamente gritándole. El diariero inmutable, mientras tanto, iba acomodando revistas, agregando publicidades al interior de los diarios, ocupado impertérrito en su tarea cotidiana.

* Un músico que parece ucraniano, toca con delicadeza el piano, en medio de la plaza. Suelta una melodía suave que parece imposible allí, en ese contexto anárquico, en medio de ese bullicio incontrolado. Me quedo a escucharlo un rato y, como entrando en una pieza a oscuras, al rato empiezo a ver los detalles. Menciono uno que me resultaría curioso: padre e hijo tratando de conciliar el sueño, bajo esas caricias de música, allí mismo, acostados y abrazos entre sí, debajo del mismo piano.

* Me encuentro tomando algo, por la mañana, y un hombre robusto ingresa al lugar, impulsivo, vehemente. Pienso que está bajo los efectos de algún sicofármaco, pero no podría asegurarlo. Me alisto a temerle: le temo. Educado en las prácticas de mi país, me pongo en guardia, tenso, esperando que lo peor ya llegue. Pero no. Mientras él hace su discurso, alucinado, la gente conversa, ríe, celebra. Quienes están a cargo del local -allí, a centímetros de donde él predica su odio en voz alta- ni siquiera se molestan en mirarlo, en decirle algo: que se vaya. No. Se trata de esperar un poco. Al rato, el discurso de odio termina, y el hombre robusto se marcha.

* Camino en dirección de la biblioteca, y me doy vuelta, escucho a alguien que me habla. Pero no. Se trata de un improvisado músico que camina a buen ritmo, moviendo los brazos, improvisando su rap, auriculares puestos, con la voz imposiblemente más alta. Aunque nadie lo advierta, más que yo mismo, el rap es muy bueno.

* En la cuadra siguiente me cruzo, como si nada, con un hombre vestido de árbol. A esta altura, ya ni me doy vuelta a mirarlo: en cualquier momento del año, a cualquier hora, en cualquier espacio, y sin necesidad de razón alguna, la gente se disfraza de lo que se le ocurre y anda, como si tal cosa. Bienvenido ello.

* Llego de noche a la biblioteca pública. En el horario nocturno, el ambiente bibliotecario se rarifica un poco más de lo acostumbrado. Buscando refugio o calor, con excusa alguna o ninguna, el espacio abierto se llena de marginales. Esta noche, frente a mí, veo sentado a un negro, en silencio, serio y con sombrero. Luego lo miro mejor. Tiene traje y pantalones cortos. La manga del saco está cortada a lo largo, de lado a lado. Miro el libro que lee, y el libro está abierto en un mapa. Junto a él tiene una amplia página en blanco, y parece dispuesto a algo así como a reproducir el mapa. Ahora se ríe. Se ríe muchísimo (se lo ve en la foto). Ahora mueve la cabeza, como si hubiera dado con el detalle buscado. Ahora sí, parece decir, y marca algunos puntos, con birome, en el mapa que ofrece el libro, sobre el que ahora dibuja. Luego, reproduce parte de ese trazado sobre su propia hoja. Parece su hallazgo, parece que lo ha encontrado: ríe. Ríe porque en apariencia -y sea lo que fuera lo que esperaba- lo ha logrado. Se da por satisfecho, se acomoda el sombrero, y feliz se marcha.


1 comentario:

JRLRC dijo...

Aplaudo.

P.D. La foto ilustradora se volvió loca y se fue del blog...