http://sociedadfutura.com.ar/2019/11/22/roberto-gargarella-la-concepcion-elitista-de-la-justicia/?fbclid=IwAR0CuC_aZ8JTmtE0tEYHV-8grara3CgSQ6jXTTX8FNIwpM6FNqnKGA-VPQk
El sistema judicial, tal como lo conocemos, nació bajo supuestos y principios propios de otra época. Supuestos sobre las dificultades de la ciudadanía para tomar control sobre sus propios asuntos; sobre los riesgos generados por los movimientos asamblearios; sobre la influencia negativa que podían ejercer las pasiones y los intereses en el proceso de toma de decisiones. Quisiera subrayar, de todos modos, y en particular, a dos criterios sin dudas relacionados con los anteriores, y relacionados también entre sí, como los determinantes a la hora de diseñar el esquema organizativo de la justicia.
El primer criterio en el que pienso es el que se resume en la idea de la “desconfianza democrática.” Los “Padres Fundadores” del constitucionalismo moderno, de modo bastante unánime, construyeron las instituciones luego incorporados en nuestras Constituciones, a partir de esa visión de la desconfianza. La idea era que, libradas a su suerte, las mayorías iba a tender a arrasar con los derechos de las minorías. También, que ellas tendían a ser guiadas por pretensiones coyunturales y localistas, antes que por los intereses generales. De allí la desconfianza: las mayorías debían ser “contenidas”, para evitar sus naturales excesos; debían ser “separadas” de sus representantes, para impedir que les impusieran a ellos sus demandas auto-interesadas, limitadas y de corto plazo; debían ser, finalmente, “reemplazadas” por los funcionarios electos, para que estos últimos -los gobernantes- decidieran no conforme a los reclamos mayoritarios, o siguiendo el rumbo marcado por esas demandas, sino tomando el lugar mismo de la ciudadanía. Como se sostuviera entonces: “es dable esperar que los representantes del pueblo disciernan mejor el interés nacional, que si lo decidiera el pueblo mismo, convocado para ese fin.”
El segundo criterio al que quería referirme se relaciona con los modos en que, en esos momentos fundacionales, se pensó sobre la imparcialidad -sobre cómo favorecer la toma de decisiones correctas, en situaciones de conflicto, o frente a situaciones de desacuerdo. Se vinculó entonces a la imparcialidad con un procedimiento de reflexión individual, o de reflexión de unos pocos, con conocimiento técnico especializado, y aislados del resto. Esta visión de la imparcialidad, corresponde notarlo, difiere sustantivamente de otra concepción alternativa, que relacionaba la imparcialidad con procesos abiertos de reflexión colectiva. Para decirlo de un modo menos abstracto: al montarse sobre la primera de aquellas visiones (la visión elitista) la justicia comenzaba a tomar distancia de la discusión democrática.
El sistema institucional que hoy tenemos es hijo directo de aquellas ideas. No se trató, por tanto, de afirmaciones meramente retóricas, propias de un tiempo pasado, y que quedaron arrasadas por el tiempo, sino de ideas que trascendieron, y terminaron incrustadas en las instituciones que nos rodean. La “separación” que hoy reconocemos -en la Argentina y en el mundo- entre representantes políticos y representados, no es meramente el producto de una coyuntura desafortunada, líderes excesivos, o una clase dirigente ocasionalmente corrupta. Los abusos de poder que advertimos no son, tampoco -pura y exclusivamente- el mero producto de gobernantes corruptos que han destruido los controles al poder. Si fuera así, bastaría con cambiar a algunos funcionarios por otros mejores; o reparar algunos controles “rotos,” para volver al inicio, al sitio ideal o deseado. Pero no es así. Quiero decir, el tipo de dificultades que confrontamos no responden a problemas de coyuntura, sino a dificultades y decisiones estructurales.
Lo mismo en el ámbito de la justicia. Parece extendida una “sensación” de “distancia” con los jueces; un sentido compartido de falta de vínculo de la ciudadanía con la justicia; en definitiva, una situación de “alienación” de la población en relación con el derecho (un derecho que “habla” y no lo entendemos; que lo “leemos” y nos resulta oscuro y ajeno; que nos lo “traducen” y nos cuesta identificarnos con sus propósitos y objetivo). Resulta un error grave, otra vez, ver a tales problemas, propios de la justicia, como si fueran el producto de coyunturas particulares. Por supuesto: nadie duda, en países como el nuestro, que hoy contamos con un personal judicial que deja mucho que desear, mal preparado, a veces corrupto, excesivamente sensible a las demandas del poder económico, y demasiado dependiente de los requerimientos de la política. Sin embargo, otra vez, los problemas que tenemos frente a nosotros trascienden largamente el momento coyuntural, y al elenco judicial que conocemos. Nuevamente: si cambiáramos el personal judicial, de un día al otro, y por completo, por otro personal más competente, las líneas fundantes del problema -sus razones de fondo- seguirían intactas.
En lo que aquí más me interesa remarcar: el sistema judicial seguiría estando construido sobre la idea de “separación” o “distancia”, y la decisión imparcial continuaría resultando alineada con una visión elitista, y por ello separada de la conversación pública. En efecto, acuerdo con el paradigma prevaleciente, el debate público ha quedado contrapuesto con la idea de justicia; y la idea de “decisión justa” ha sido expropiada del debate democrático. Por ello es que, en sistemas como el nuestro, la “última palabra” sobre las decisiones constitucionales fundamentales -desde la decisión sobre el aborto; a la validez de las medidas económicas; el significado de la idea de privacidad; los alcances de las políticas de seguridad; la posibilidad de una “ley de medios;” la constitucionalidad de las reformas sobre el poder judicial; los cambios en el sistema electoral; y un larguísimo etcétera, no quedan en manos de la discusión pública, sino en manos de la justicia.
Contra dicha visión, quisiera defender aquí, brevemente, una lectura alternativa sobre la cuestión, más en línea con la concepción que asume un vínculo estrecho entre justicia y debate público, entre constitucionalismo y democracia. Defendería, en tal sentido, un ideal regulativo particular, en la materia: el ideal de la conversación entre iguales. Conforme con esta lectura, los problemas colectivos deben ser resueltos colectivamente, por la política -entendida como discusión pública- antes que por la justicia. Vivimos en sociedades plurales y marcadas por nuestras diferencias de criterios, y enfrentamos problemas públicos que tienen su origen en esos razonables desacuerdos. De allí que, sobre nuestras diferencias, lo que debamos hacer es conversar para tratar de resolverlas. Ello, en lugar de trasferir esa decisión a la justicia -en lugar de permitir que se nos expropie, desde la justicia, el poder de definir el contenido de lo que más nos importa.
Alguien podría decir, al respecto: se trata de utopías, de fantasías ajenas al derecho, de propuestas desvinculadas de nuestra vida real. Afortunadamente, hoy contamos -aquí, en la Argentina misma- con buenos ejemplos prácticos para refutar a esa común línea de objeciones. Pensemos, por caso, en la “ley de medios”: lo más interesante que ocurrió, en torno a esa ley, no tuvo que ver con la decisión de la Corte al respecto, ni con el modo en que la política de un gobierno la implementó, o la política de otro gobierno la sacó de juego. Lo más interesante sobre dicha ley fue la discusión pública que dimos al respecto, en ámbitos diferentes, y desde visiones opuestas. A través de dicho debate colectivo demostramos que podíamos involucrarnos, responsable, comprometida e informadamente, en el debate sobre el tema. Más cerca todavía en el tiempo, contamos con un ejemplo mucho mejor. Pensemos, en este caso, en la reciente discusión del aborto. Otra vez, lo mejor que ha ocurrido en el área no es ni la decisión de la Corte (en F.A.L.), sobre el tema; ni lo que la política ha hecho y (sobre todo) ha dejado de hacer en la materia. Lo mejor que hemos tenido en la materia ha sido el debate público que hemos dado en torno al tema. Debate en las calles, en las aulas, y en los foros institucionales. Debate protagonizado, también, y de modo especial, por niñas adolescentes y mujeres jóvenes con pocos recursos. Nuevamente, demostramos allí que, a través del debate público, del diálogo colectivo, podíamos discutir razonablemente, y mejorar, matizar, y aún cambiar, nuestras posiciones iniciales al respecto.
Por lo dicho, entiendo que, de una vez por todas, debemos repensar no sólo la coyuntura de la justicia -cómo está compuesta, quiénes son sus miembros, cómo es que los jueces deciden los casos que hoy nos preocupan- sino sobre todo los criterios que siguen gobernando la organización y funcionamiento -los fines, contenidos y alcances- del Poder Judicial. Mi sugerencia es, a la luz de ejemplos como los citados, la de comenzar a pensar a la justicia de otro modo: no ya a partir de supuestos y principios elitistas, sino -finalmente, y de una vez por todas- a través del ideal de una conversación entre iguales.
Roberto Gargarella es abogado, sociólogo, jurista y especialista en temáticas de Justicia, Democracia, Republicanismo y Derechos Humanos.
El sistema judicial, tal como lo conocemos, nació bajo supuestos y principios propios de otra época. Supuestos sobre las dificultades de la ciudadanía para tomar control sobre sus propios asuntos; sobre los riesgos generados por los movimientos asamblearios; sobre la influencia negativa que podían ejercer las pasiones y los intereses en el proceso de toma de decisiones. Quisiera subrayar, de todos modos, y en particular, a dos criterios sin dudas relacionados con los anteriores, y relacionados también entre sí, como los determinantes a la hora de diseñar el esquema organizativo de la justicia.
El primer criterio en el que pienso es el que se resume en la idea de la “desconfianza democrática.” Los “Padres Fundadores” del constitucionalismo moderno, de modo bastante unánime, construyeron las instituciones luego incorporados en nuestras Constituciones, a partir de esa visión de la desconfianza. La idea era que, libradas a su suerte, las mayorías iba a tender a arrasar con los derechos de las minorías. También, que ellas tendían a ser guiadas por pretensiones coyunturales y localistas, antes que por los intereses generales. De allí la desconfianza: las mayorías debían ser “contenidas”, para evitar sus naturales excesos; debían ser “separadas” de sus representantes, para impedir que les impusieran a ellos sus demandas auto-interesadas, limitadas y de corto plazo; debían ser, finalmente, “reemplazadas” por los funcionarios electos, para que estos últimos -los gobernantes- decidieran no conforme a los reclamos mayoritarios, o siguiendo el rumbo marcado por esas demandas, sino tomando el lugar mismo de la ciudadanía. Como se sostuviera entonces: “es dable esperar que los representantes del pueblo disciernan mejor el interés nacional, que si lo decidiera el pueblo mismo, convocado para ese fin.”
El segundo criterio al que quería referirme se relaciona con los modos en que, en esos momentos fundacionales, se pensó sobre la imparcialidad -sobre cómo favorecer la toma de decisiones correctas, en situaciones de conflicto, o frente a situaciones de desacuerdo. Se vinculó entonces a la imparcialidad con un procedimiento de reflexión individual, o de reflexión de unos pocos, con conocimiento técnico especializado, y aislados del resto. Esta visión de la imparcialidad, corresponde notarlo, difiere sustantivamente de otra concepción alternativa, que relacionaba la imparcialidad con procesos abiertos de reflexión colectiva. Para decirlo de un modo menos abstracto: al montarse sobre la primera de aquellas visiones (la visión elitista) la justicia comenzaba a tomar distancia de la discusión democrática.
El sistema institucional que hoy tenemos es hijo directo de aquellas ideas. No se trató, por tanto, de afirmaciones meramente retóricas, propias de un tiempo pasado, y que quedaron arrasadas por el tiempo, sino de ideas que trascendieron, y terminaron incrustadas en las instituciones que nos rodean. La “separación” que hoy reconocemos -en la Argentina y en el mundo- entre representantes políticos y representados, no es meramente el producto de una coyuntura desafortunada, líderes excesivos, o una clase dirigente ocasionalmente corrupta. Los abusos de poder que advertimos no son, tampoco -pura y exclusivamente- el mero producto de gobernantes corruptos que han destruido los controles al poder. Si fuera así, bastaría con cambiar a algunos funcionarios por otros mejores; o reparar algunos controles “rotos,” para volver al inicio, al sitio ideal o deseado. Pero no es así. Quiero decir, el tipo de dificultades que confrontamos no responden a problemas de coyuntura, sino a dificultades y decisiones estructurales.
Lo mismo en el ámbito de la justicia. Parece extendida una “sensación” de “distancia” con los jueces; un sentido compartido de falta de vínculo de la ciudadanía con la justicia; en definitiva, una situación de “alienación” de la población en relación con el derecho (un derecho que “habla” y no lo entendemos; que lo “leemos” y nos resulta oscuro y ajeno; que nos lo “traducen” y nos cuesta identificarnos con sus propósitos y objetivo). Resulta un error grave, otra vez, ver a tales problemas, propios de la justicia, como si fueran el producto de coyunturas particulares. Por supuesto: nadie duda, en países como el nuestro, que hoy contamos con un personal judicial que deja mucho que desear, mal preparado, a veces corrupto, excesivamente sensible a las demandas del poder económico, y demasiado dependiente de los requerimientos de la política. Sin embargo, otra vez, los problemas que tenemos frente a nosotros trascienden largamente el momento coyuntural, y al elenco judicial que conocemos. Nuevamente: si cambiáramos el personal judicial, de un día al otro, y por completo, por otro personal más competente, las líneas fundantes del problema -sus razones de fondo- seguirían intactas.
En lo que aquí más me interesa remarcar: el sistema judicial seguiría estando construido sobre la idea de “separación” o “distancia”, y la decisión imparcial continuaría resultando alineada con una visión elitista, y por ello separada de la conversación pública. En efecto, acuerdo con el paradigma prevaleciente, el debate público ha quedado contrapuesto con la idea de justicia; y la idea de “decisión justa” ha sido expropiada del debate democrático. Por ello es que, en sistemas como el nuestro, la “última palabra” sobre las decisiones constitucionales fundamentales -desde la decisión sobre el aborto; a la validez de las medidas económicas; el significado de la idea de privacidad; los alcances de las políticas de seguridad; la posibilidad de una “ley de medios;” la constitucionalidad de las reformas sobre el poder judicial; los cambios en el sistema electoral; y un larguísimo etcétera, no quedan en manos de la discusión pública, sino en manos de la justicia.
Contra dicha visión, quisiera defender aquí, brevemente, una lectura alternativa sobre la cuestión, más en línea con la concepción que asume un vínculo estrecho entre justicia y debate público, entre constitucionalismo y democracia. Defendería, en tal sentido, un ideal regulativo particular, en la materia: el ideal de la conversación entre iguales. Conforme con esta lectura, los problemas colectivos deben ser resueltos colectivamente, por la política -entendida como discusión pública- antes que por la justicia. Vivimos en sociedades plurales y marcadas por nuestras diferencias de criterios, y enfrentamos problemas públicos que tienen su origen en esos razonables desacuerdos. De allí que, sobre nuestras diferencias, lo que debamos hacer es conversar para tratar de resolverlas. Ello, en lugar de trasferir esa decisión a la justicia -en lugar de permitir que se nos expropie, desde la justicia, el poder de definir el contenido de lo que más nos importa.
Alguien podría decir, al respecto: se trata de utopías, de fantasías ajenas al derecho, de propuestas desvinculadas de nuestra vida real. Afortunadamente, hoy contamos -aquí, en la Argentina misma- con buenos ejemplos prácticos para refutar a esa común línea de objeciones. Pensemos, por caso, en la “ley de medios”: lo más interesante que ocurrió, en torno a esa ley, no tuvo que ver con la decisión de la Corte al respecto, ni con el modo en que la política de un gobierno la implementó, o la política de otro gobierno la sacó de juego. Lo más interesante sobre dicha ley fue la discusión pública que dimos al respecto, en ámbitos diferentes, y desde visiones opuestas. A través de dicho debate colectivo demostramos que podíamos involucrarnos, responsable, comprometida e informadamente, en el debate sobre el tema. Más cerca todavía en el tiempo, contamos con un ejemplo mucho mejor. Pensemos, en este caso, en la reciente discusión del aborto. Otra vez, lo mejor que ha ocurrido en el área no es ni la decisión de la Corte (en F.A.L.), sobre el tema; ni lo que la política ha hecho y (sobre todo) ha dejado de hacer en la materia. Lo mejor que hemos tenido en la materia ha sido el debate público que hemos dado en torno al tema. Debate en las calles, en las aulas, y en los foros institucionales. Debate protagonizado, también, y de modo especial, por niñas adolescentes y mujeres jóvenes con pocos recursos. Nuevamente, demostramos allí que, a través del debate público, del diálogo colectivo, podíamos discutir razonablemente, y mejorar, matizar, y aún cambiar, nuestras posiciones iniciales al respecto.
Por lo dicho, entiendo que, de una vez por todas, debemos repensar no sólo la coyuntura de la justicia -cómo está compuesta, quiénes son sus miembros, cómo es que los jueces deciden los casos que hoy nos preocupan- sino sobre todo los criterios que siguen gobernando la organización y funcionamiento -los fines, contenidos y alcances- del Poder Judicial. Mi sugerencia es, a la luz de ejemplos como los citados, la de comenzar a pensar a la justicia de otro modo: no ya a partir de supuestos y principios elitistas, sino -finalmente, y de una vez por todas- a través del ideal de una conversación entre iguales.
Roberto Gargarella es abogado, sociólogo, jurista y especialista en temáticas de Justicia, Democracia, Republicanismo y Derechos Humanos.
7 comentarios:
RG, me interesa en todo caso qué entiendes por “ conversación entre iguales”. ¿Remites a la falacia de igualdad ante la ley.? De “ciudadanía”como concepto que habría que desestabilizar,puesto que tampoco iguala y es un manto homogéneo que no solo oculta lo múltiple sino las desigualdades para intervenir en otro concepto que debería cuestionarse como el “foro público”?En tanto-tal como mismo lo reconoces en “ el derecho a resistir el derecho” y “ carta abierta sobre la intolerancia” por citar algunos libros- la discusión pública está marcada por la desigualdad en el acceso a ese foro, en particular para los grupos más desaventajados.
Leyó “la ley es la ley” de Rosler? Usted habia escrito una critica al interpretativismo?
Perdón. Una crítica a la crítica al interpretativismo
Juro/ Prometo que no soy el Anónimo de 6:50 pm, pero ya siento amar su posteo en el mismo anonimato; porque gracias a él/ella, he podido ir a una fuente cristalina como lo es, la última obra de Rosler, a remojar mis...neuronas. Por lo menos leyendo a sus comentaristas de ocasión. El poder adquirir libros nuevos como si nada, nunca fue igualitario para nadies.
https://lacausadecaton.blogspot.com/
discutimos mucho, con èl, en su blog y en la revista electrònica que maneja (en disidencia). ya le dije que creo que su aporte en materia de aristòteles, hobbes, incluso weimar, es importante. en teorìa del derecho, y en particular teorìa interpretativa, creo que se equivoca gravemente y mucho
(està en nuestras discusiones, pero: lee mal y ridiculiza a dworkin, arma de su opositor un muñeco de paja, divide al mundo entre aplicadores e intèrpretes del derecho lo cual es ridìculo, asume que el espacio de la interpretaciòn aparece en casos marginales relativamente, cuando està en los casos centrales y todo a lo largo, conoce poco -es mi opiniòn- de doscientos años de teorìa interpretativa, no sè, me parece que està mal en esta àrea, màs allà de los buenos aportes que hizo en varias otras
Gracias Roberto por su respuesta!!
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