(Publicado hoy en Clarín, acá: https://www.clarin.com/opinion/derecho-protesta-limites-poder-concentrado_0_ZmEWANzQu1.html )
En estos últimos meses, tanto en el interior de nuestro país (Salta, Jujuy), como en el exterior (Perú, México) han aparecido sorpresivas iniciativas legales destinadas a restringir el derecho a la crítica política y la protesta social. Quisiera señalar, brevemente, por qué este tipo de iniciativas no sólo resultan contrarias a derecho, sino que además se orientan en una dirección opuesta a la que nuestras democracias constitucionales -en su actual estado de profunda crisis- requieren.
Días atrás, en nuestro país, y a través de un procedimiento irregular y acelerado, el peronismo salteño aprobó una legislación que criminaliza la protesta social, iniciando un camino peligrosísimo e inconstitucional, que el radicalismo gobernante en la Provincia de Jujuy se apresta a seguir (a través de una inminente reforma constitucional, primero, y luego a través de cambios en su legislación).
Sobre el caso específico salteño habrá que comenzar haciendo dos aclaraciones prestas -una procedimental, otra sustantiva- que pueden servir, también, para el caso de otras jurisdicciones que pretendan seguir ese mal ejemplo.
Primero, tal celeridad en los procedimientos (normas de tratamiento “express,” en ambas Cámaras, sin debate previo en comisiones) llama a la inconstitucionalidad de lo decidido, ya por una mera cuestión procesal: la fijación del alcance y límite legal de los derechos requiere de acuerdos extensos y profundos, y no de tratamientos a las corridas. Los jueces que vayan a analizar la constitucionalidad de tales decisiones, entonces, deberán tomar nota de esos injustificables apuros, ya ocurridos.
Segundo, restricciones al derecho a la protesta como las decididas en Salta (Perú, o México) y prometidas en Jujuy, se llevan muy mal con la Constitución argentina, y pésimo con el derecho Convencional. Sólo por citar un antecedente de peso: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha sido siempre contundente en cuanto a la necesidad de no confundir el requerimiento de “aviso previo” a la protesta, con el de “autorización previa” -como se lo confunde en Salta.
Esto es decir, para la Comisión Interamericana, el aviso previo, generalmente justificado como un modo de ofrecer mayor protección a una manifestación, no puede funcionar como “un mecanismo de autorización encubierto.” Este criterio protectivo de la protesta es consistente, por lo demás, con una línea jurisprudencial muy firme de la Corte Interamericana, en la materia.
Para la Corte regional, las restricciones al derecho de protesta sólo se justifican si se dirigen a evitar amenazas graves e inminentes, por lo que sería “insuficiente un peligro eventual y genérico, ya que no se podría entender al derecho de reunión como sinónimo de desorden público para restringirlo per se.” En resumen, frente a las iniciativas jurídicas que están apareciendo, aquí y allá, cabría decir, ante todo: No nos hagan perder el tiempo, lo que están haciendo es injusto, ilegal, y anti-convencional.
Señalar lo anterior -la fuerte tensión que existe entre las iniciativas de restricción a la protesta, y el derecho (nacional e internacional) vigente- es necesario y es obvio. Sin embargo, no quisiera descansar simplemente en un argumento de autoridad (“el derecho me respalda, punto”).
Eso bastaría, pero me interesa, mucho más, agregar lo siguiente. Nuestras democracias constitucionales están en grave crisis -una crisis que se hace visible en la “fatiga democrática;” en el desapego que, como ciudadanos, mostramos hacia nuestros representantes (no les creemos nada; no confiamos en ellos, etc.). Pues bien, ese cansancio se debe, en parte, al hecho de que hoy contamos con normas constitucionales generosísimas (que incluyen todos los derechos imaginables, y más), que contrastan con prácticas institucionales miserables, de sistemático avasallamiento de tales derechos.
Mucho peor que eso. En las jurisdicciones más diversas, las autoridades constituidas buscan concentrar poder, perpetuarse en sus cargos, y para colmo impedir todo cuestionamiento a sus decisiones. El ejercicio del poder concentrado se traduce siempre, inevitable y desgraciadamente, en la colonización de los organismos de control, y en el vaciamiento de los órganos representativos (algo que fue muy bien reconocido en el reciente fallo de la Corte, sobre el caso “Uñac”).
Con el agravante de que, en los últimos tiempos, se vienen sumando obstáculos, fijados desde el poder, y destinados a impedir que los ciudadanos exijan el cumplimiento de los derechos constitucionalmente reconocidos, o reprochen a sus autoridades por los déficits en ese cumplimiento.
En dicho contexto, lo que nuestras democracias necesitan no es limitar, todavía más, la posibilidad de criticar al poder, sino hacer posible que conozcamos y cuestionemos los cotidianos abusos de ese poder. Frente a tal situación, el Poder Judicial (tal como acaba de definirlo bien nuestra Corte), debe abocarse al estricto y severo resguardo de las reglas de juego democrático.
Esto es decir, debe impedir -claro- las reelecciones indefinidas; debe cuestionar -también- la concentración del poder; pero asimismo -y por las mimas razones- debe sobre-proteger a los que critican o desafían al poder.
Decir esto no significa afirmar que toda protesta es justa, o que todo medio de protesta es irreprochable. Implica afirmar que un entendimiento realista, justo, contextualizado del derecho, nos obliga a repudiar los usos leguleyos y partisanos del derecho, a los que quieren acostumbrarnos (“existe una interpretación posible que permite la reelección”; “existe una lectura imaginable que permite limitar la protesta”).
Implica reconocer que todos necesitamos exactamente lo contrario a lo que el poder nos ofrece: necesitamos conocer las causas y alcances de unas violaciones de derechos que nos avergüenzan a todos, de forma tal de asegurar, para siempre, las libertades de las que hoy nos privan, y que como simples ciudadanos merecemos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario