Cuando llegué a Israel, hace 15 días, lo hice con alguna certeza de que los problemas que conocía eran problemas sin salida. Pienso (pensaba), en la idea de una sociedad “profundamente dividida”, en secciones y grupos -políticos, sociales, económicos, religiosos, étnicos- irreconciliables, y en donde, para colmo, los conflictos se habían orientado hacia la avenida del todavía peor. Pienso (todavía) en una división que incluye a grupos ortodoxos que se han vuelto más férreamente nacionalistas; ultra-ortodoxos que en los últimos años han ido abandonando su tradicional pragmatismo, para alinearse con la derecha más dura; liberales que han acentuado su elitismo; y un gobierno que, enfrentado a acusaciones de todo tipo, empezando por acusaciones de corrupción que alcanzan al propio Primer Ministro, acelera su marcha enloquecida y, en alianza con los sectores ultra, promueve una reforma que busca detonar el último freno liberal que interrumpe su avance -la Corte Suprema. Y, todo lo anterior, sin mencionar la permanente amenaza del conflicto armado; y los atentados; y el racismo; y los territorios ocupados; y el odio étnico; y el maltrato cruzado; y las armas; y los cohetes que cada tanto cruzan el cielo, y encierran a la familia en sus refugios anti-aéreos (el taxista que me llevó al aeropuerto me dijo “hace miles de años que buscan cazarnos, mis hijos están cansados de que suenen las alarmas y me preguntan, papá, papá, otra vez hay que volver al refugio?”). No hay variable que no lleve a uno a tomarse la cabeza, a pensar en que ya está, que se termina todo, que no hay salida. Y cómo podría haberla?
Y sin embargo. Hoy me voy, hoy me regreso, y veo marcas de esperanza por paredes varias, marcas inesperadas, y que no había visto, y que -a mi favor, mal de muchos- nadie había detectado. Están, ya lo dije, las protestas. Ningún experto en ciencia sociales había anticipado algo así -nadie lo hubiera predicho nunca. Cómo podía ser que en una sociedad civil que se asumía apática o cansada, iban a encontrarse semejantes restos de fuerzas para ponerse de pie. Para levantarse y salir, a la Avenida Kaplan, o a las plazas de todo el país, para protestar, una y otra vez, cada sábado, todos los sábados, y más, y hacerlo de a miles y hace ya meses, y con energía, con alegría, en paz y convencidamente. El éxito de las protestas ha sido arrollador, y de eso -lo sabemos, desde la Argentina del 2001, al menos- no hay vuelta atrás. Se terminan un día; se pierde la batalla del momento tal vez, pero lo verdaderamente importante ya ocurrió, y es a futuro también: ya nada volverá a ser lo de antes, para ninguno, y por décadas. Ya todos saben que no todo es posible, que hay límites que son y serán muy difíciles de atravesar, por más que los de enfrente peguen puñetazos sobre la mesa y levanten el tono.
Y hay más. En esas condiciones óptimas para el diálogo imposible, los grupos que se odian, de repente, sin que nadie lo advierta, hablan, y hablan entre sí. Lo hacen hoy en voz muy baja, muchas veces en secreto, tratando de que nadie se entere. Pero hay iniciativas persistentes, por todas partes, desde todos lados. Puentes que se tienden entre pocos, frágiles todavía, de corto alcance, pero por todas partes, desde todos lados. Con cada grupo que hablo, con cada figura pública con quien ingreso en la confidencia, me cuenta que está “conversando”, y que la conversación empieza por el adversario (yo vine aquí a presentar mi libro sobre la “conversación entre iguales,” así que muchos me lo comentan en esos términos: “lo estamos haciendo”). Y entonces, la conversación imposible era posible; el diálogo entre muros empieza a escucharse, y se amplía hasta incluir voces que antes no se presentaban.
Cuando Bruce Ackerman habló de “momentos constitucionales” no imaginó nunca esto, pero si hoy hay algo que puede llamarse un “momento constitucional”, en algún lugar del mundo, eso es esto -si hay algo que merezca llamarse, alguna vez, un “momento constitucional,” sólo puede ser esto. Toda la sociedad alzada, conmovida -hoy, todavía, en la etapa del enojo y del enfrentamiento- pero ya se ve el resto: la fatiga, el cansancio, la necesidad de parar, la urgencia de abrir puertas, la obligación de tender puentes hacia los otros. Supongo que ésa es la lección que podemos aprender, desde Israel, para Israel, y desde ahí para el mundo. Los “momentos constitucionales” no son flores de un día, sino bosques que van echando raíces durante años.
Es lo contrario a la idea de que un grupo que de repente se alza y gana, imponiéndose a todo el resto. No hay, ni merece esperarse nada bueno, de la situación en donde una parte de la sociedad utiliza su superioridad de momento, para imponer -ahora sí, ahora por fin, ahora que podemos- su modelo completo: “aprovechemos ahora, aprovechemos el momento, es ahora o nunca”. En sociedades profundamente divididas, ésa es la promesa del fracaso durable y extenso. Pasó en la Argentina reciente, más de una vez. Pasó en Chile, con la constituyente. Pasa en esta etapa del gobierno, en Israel. Otra vez: estamos en el tiempo en que el “momento constitucional” eclosiona, empieza a tomar base, a ganar fuerza propia, con otra forma. La solución que se espera y necesita no es la que cada una de las distintas facciones espera -la victoria propia, la imposición de una parte sobre el todo- sino el acuerdo extendido y profundo. Un acuerdo que, aquí también, o sobre todo, necesita incluir, antes que nada, a las facciones opuestas, a las que menos se quieren. Sentándose en la misma mesa y buscando ver qué queda en común, de entre los pedazos estallados y desparramados sobre el piso. Todo lo demás -el intento de ir por más, de aprovechar el momento, de encabezar la embestida final para, de una vez, imponerse- está condenado a la pérdida, de la facción y del resto. Ésa, supongo yo, es la lección: la única esperanza reside en la conversación, y la única conversación que hoy tiene sentido es la que incluye a quienes menos queremos. El éxito de este “momento constitucional”, sin embargo, exige que se reuntan todos -de a poco, sí; hablando bajo, sí; tanteándose, sí- pero juntos, buscando puntos en común, acordando mínimos, desde miles de mesas distintas.
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