Vivo, por azar, en el límite exacto entre el barrio hípster, de Florentine, y la zona de
la vieja estación. En esta parte de la ciudad, la de la vieja estación, es donde
se concentran la mayoría de los homeless de Tel Aviv. Es, también, el
espacio que alberga a los norafricanos más pobres, y a una banda dispersa de zombies,
afectados por el uso de malas drogas.
Por las
mañanas, para tomar el tren hacia Jerusalén, donde doy clases, tengo que
atravesar la zona de zombies (veo siempre allí, sobre todo, contra la
pared sentada, a una joven judío-alemana, de piercings por todo el
cuerpo, que ya no sabe cómo insultar y, al mismo tiempo, pedir desesperadamente
ayuda). Luego, apenas antes de la estación, llega el puente de Hagana que,
sobre todo en las horas tempranas, en que lo recorro, es albergue de gente sin
vivienda que arma allí las tiendas en donde duermen, entre sillas, telas y
tablones, aprovechando las modestas ventajas que les ofrece el puente: un techo
parcial, algo de fresco, y la circulación de gente -la promesa de alguna ayuda-
durante el día.
***
Como hago el
paseo a la estación casi todos los días, he empezado a dotar de rostro e
identidad a las personas que viven sobre el puente. Reconozco, en particular, a
una mujer con las piernas hinchadísimas, que vive entre harapos y tablas que
decora con exquisitas amapolas de plástico; un africano que bebe del mismo
recipiente que su perro; y una madre con hija pequeña -hija que ha logrado
armar su paraíso mínimo dentro del mayúsculo infierno. Puedo distinguir, entre
trapos rejilla y sillas rotas, cómo se asoman sus hermosas pertenencias: una muñeca
despeinada, un muñeco de color negro, un oso que la acompaña en el sueño, un
enorme unicornio, varios libritos, algunas ofrendas en forma de hojas secas, un
mono diminuto tejido en hilo grueso, y dos latas. Una de las latas sirve para
alimentar al gato, y la otra -una vieja lata de conservas- está preparada para
quien se apiade y quiera dejar algún shekel. Ambas latas, cuando pasé
recién, estaban sucias pero vacías.
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