La Corte
argentina tomó, en los últimos tiempos, varias decisiones relevantes en materia
constitucional. Muchas de estas recientes decisiones tuvieron que ver con
cuestiones procedimentales, y sus contenidos fueron controvertidos y desafiados
desde esferas cercanas al gobierno. Recuérdense casos muy conocidos, como los
relacionados con la elección de representantes legislativos para el Consejo de
la Magistratura; el intento, por parte del Ejecutivo, de recortar drásticamente
la asignación de recursos a la Capital Federal; o las re-reelecciones a
gobernador en San Juan y Tucumán; etc. En lo que sigue, quisiera defender (más
que a una Corte en particular, o a una serie de decisiones específicas) al tipo
de enfoque jurídico que parece derivarse de decisiones como las citadas, concentrándome
en dos cuestiones en particular. Primero, sostendré que la materia que
la Corte debe asumir como fundamentalmente propia es la salvaguarda de los
procedimientos democráticos. Segundo, me referiré a la dirección e
intensidad de dicha intervención, para abogar por un ejercicio contextualizado
de la función judicial. Defenderé, en este sentido, una labor jurídica atenta
al lugar, tiempo y circunstancias en las que vivimos: sensible a los “dramas”
propios de este momento histórico.
Comienzo por
clarificar el primer punto, referido al enfoque jurídico que considero justificado.
Sostengo una concepción “procedimentalista” de la actuación judicial, según la
cual la intervención de los tribunales (aquí me centraré en la Corte Suprema)
debe concentrarse (no exclusiva, pero sí primordialmente) en la custodia o
protección de las “reglas (procedimentales) del juego democrático”. Permítanme
subrayar que la exigencia de esta custodia activa e intensa de las “reglas de
juego” no implica -como pareciera quedar sugerido- la defensa de un Poder
Judicial “activista” y dispuesto a “torcerle el brazo” a la política, en todos
los casos que se le presenten. Más bien lo contrario: lo que se le pide a la
justicia es que se “retire” de una mayoría de casos que tiende a asumir como
propios (y en donde tiende a “imponerle” a la política su propio punto de
vista), para concentrar su trabajo en el cuidado de las “reglas de juego” (dado
que es la política democrática la que debe decidir en última instancia sobre
las cuestiones políticas “sustantivas”). Señalar esto significa afirmar, por
ejemplo, que a la justicia no le corresponde definir, ni directa ni
indirectamente, los contenidos de una política económica, ambiental o de
seguridad, por más que habitualmente se involucre en esos casos. Por ejemplo, a
la justicia no le corresponde decir que un impuesto determinado, o las
retenciones definidas por el Estado son “demasiado altas” y, por lo tanto,
“expropiatorias” y nulas: es la política democrática la que debe definir los
niveles de esos impuestos o retenciones (que bien pueden quedar en un nivel
bajo o “recontra alto”). El célebre caso de la “Resolución 125” sobre
retenciones, en el 2008, ilustra bien lo que digo. En efecto, a la justicia no le
correspondía atacar dicha Resolución por establecer retenciones demasiado altas
o “expropiatorias” (la política democrática -reitero- puede determinar el nivel
de cargas que considere apropiado), pero sí debió desafiar a dicha Resolución,
y finalmente invalidarla, por razones procedimentales: no era una Secretaría de
Estado, sino el Congreso, quien debía definir una medida de tal envergadura. Tales
medidas deben ser el resultado de acuerdos democráticos profundos, en el
Congreso.
Paso ahora al
segundo punto, referido a la orientación e intensidad del enfoque judicial que
propongo. Lo que sugiero es la adopción de una concepción “contextualizada” sobre
el ejercicio de la función judicial, esto es decir, adaptada a las necesidades
y problemas -a los “dramas”- de nuestro tiempo. A modo de introducción, y para
que no parezca que lo que presento aquí representa una mirada exótica de la
tarea judicial, señalaría lo siguiente. La llamada “Corte Warren”, en los
Estados Unidos (es decir, la Corte que fuera presidida por el Juez Earl Warren,
entre 1953 y 1969, símbolo de una aguerrida defensa de los derechos de los
afroamericanos y otros grupos vulnerables), marcó la historia legal
norteamericana de todo el siglo xx, y se convirtió, desde entonces, en una de
las más célebres e influyentes en el derecho comparado. Esa Corte ha sido
descripta (desde mi punto de vista, acertadamente) como una Corte
“procedimentalista”, que tuvo además la virtud de saber actuar conforme a las
necesidades más imperiosas de su época o contexto. Según el jurista John Ely,
el más reputado impulsor contemporáneo del enfoque “procedimentalista”, si la
Corte Warren ganó admiración y respeto, tanto a nivel nacional como
internacional, ello se debió a que supo ejercer su tarea teniendo en cuenta las
principales amenazas constitucionales de su tiempo: a) los intentos de la
política mayoritaria por discriminar o “sacar de juego” a minorías “impopulares”
(la minoría afroamericana, los homosexuales); y b) la habitual pretensión de
los grupos en el gobierno de utilizar las herramientas bajo su control
(económicas, coercitivas, etc.) para preservarse en el poder (obstaculizando
asimismo las iniciativas de la oposición). Para Ely, la Corte Warren no sólo
escogió bien su rumbo (cuidar los “procedimientos,” antes que la “sustancia”
del derecho), sino que además fue exitosa en el logro de sus fines, al
perseguir de modo activo e intenso los dos objetivos citados, requeridos por
ese particular tiempo político.
Vuelvo entonces
al caso argentino, para hacer la pregunta que -entiendo- corresponde hacerse a
esta altura: cuál sería la forma apropiada -contextualizada- de ejercicio de la
función judicial? Cuáles serían, en tal sentido, los “dramas” de nuestro
tiempo? En línea con lo descripto por Ely, sugeriría dos “males”, en
particular: a) el intento por parte de los poderes establecidos (nacionales y
locales) por preservar, expandir y abusar de sus poderes (i.e., persiguiendo o
encarcelando opositores por sus actividades de protesta; buscando reelecciones
indefinidas; estableciendo controles o vigilancias para-policiales sobre la
población; etc.); y b) el “drama” de la desigualdad estructural y persistente,
que deja a amplios grupos de la sociedad fuera del “juego democrático”.
Concentrada en
objetivos como los señalados, plenamente consistentes con los requerimientos de
nuestra Constitución en materia de organización del poder y derechos, la Corte
hace bien, por ejemplo, cuando utiliza sus limitadas energías para decidir
causas como las enumeradas más arriba (i.e., Consejo de la Magistratura;
re-reelecciones; “democratización de la justicia”). La expectativa es que la
Corte persista y persevere (en casos como el de Formosa) en esa “primera” línea
de trabajo, estrictamente procedimental (siendo cada vez más exigente en
materia de respeto del “sistema representativo y republicano” del art. 5 CN -un
artículo que demanda ir mucho más allá de la imperiosa tarea de terminar con
las reelecciones indefinidas); y a la vez comience a asumir una postura más
activa en la relación con la segunda de las líneas citadas (para proteger
privilegiadamente a quienes protestan por violaciones de derechos
constitucionales; para exigir resguardos sociales para los grupos más
desamparados de la sociedad; etc.). Se trata, según entiendo, de requerimientos
constitucionales básicos, no de una expresión de deseos.
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