Recordé mucho, en
estos días, mi primer día en la Universidad de Chicago, en 1992. La
administración había organizado para nosotros, los extranjeros que empezábamos
nuestros posgrados, un acumulado de actividades innecesarias, queriendo mostrar
cuidado y atención hacia los recién llegados, y como paso previo a nuestro
relegamiento en el impiadoso olvido. En todo caso, me recuerdo estos días, de aquel
primer día, por una de las actividades que nos organizaron las autoridades de la
Facultad: una charla informal, introductoria, a cargo de un futuro compañero,
israelí él. El privilegio que se le otorgara a nuestro par se debía a que el
joven -inusualmente- estaba comenzando en Chicago su segundo LLM (acaba de
completar una maestría en California, si mal no recuerdo). Por tanto, él iba a
hablarnos acerca de la experiencia de transitar con éxito una maestría, desde
la condición de extranjero, en una Universidad norteamericana. La cuestión no
me gustó mucho, desde el comienzo, y menos cuando reconocí la actitud del sujeto.
Él se acercó para hablarnos con el pecho inflado, la barbilla en alto, una
media sonrisa, el aire de la victoria, los ojos brillosos de la suficiencia, y
un mensaje que no era de igual a igual, que era poco hospitalario, y que puede
resumirse en “costó mucho, pero pude lograrlo, seguramente ustedes también
podrán, si se esfuerzan como yo supe hacerlo.” O sea que su discurso impostado,
en lugar de alentarnos, nos recargó el miedo que ya cargábamos sobre nuestras
espaldas. Básicamente, se trataba de que reconociéramos sus grandes méritos, y
que nos atreviéramos a ser como él. Me recordé de aquel compañero, en estos
días, porque encontré muchas actitudes corporales como la suya, en ámbitos y
situaciones diversas. Con la impunidad que dan las explicaciones culturales o
sicológicas (donde uno apela a respuestas contundentes e incomprobables, para dar
cuenta de situaciones que nos generan incógnitas), aventuro la mía, que tiene
que ver con sugerencias ya presentadas más arriba. Hay algo en la cultura de la
conscripción, algo de la práctica del ejército, que gotea sobre la vida
cotidiana, hasta cubrirla entera. Es lo que resulta cuando lo mejor de los años
formativos lo atraviesa uno (no como podría haber sido, digamos, por caso, con
una mano amorosa sobre la piel de uno, sino) con el peso de una M16 sobre el
estómago -una M16 que en su abrumadora dimensión cruza el pecho e interrumpe la
vista (el mundo visto entre los bordes de una culata, los cuerpos ajenos
mediados por un arma de fuego). Todo ello agravadísimo por la licencia para
maltratar y ofender, a partir de la autoridad del arma, que se convierte en
legítima ante un enemigo que se ha portado demasiado mal, demasiadas veces, justo
con aquellos que están más cerca de uno. Hay algo de eso, supongo -algo de la
cultura de la “misión cumplida con éxito”- que uno ve en la vida de todos los
días. Que es lo mismo que escuchara en el discurso de mi compañero en Chicago: “nosotros
sobrevivimos a todo, tal vez también ustedes, si se esfuerzan lo suficiente, puedan
hacerlo”.
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