10 may 2023

Permitir que el partido se juegue

 


El Presidente de la Nación primero, y luego algunos otros miembros de la coalición gobernante, descalificaron con graves términos a la decisión de la Corte Suprema de suspender las elecciones a gobernador en Tucumán y San Juan. Para el Presidente, se trató de una “clara intromisión (de la Corte) en el proceso democrático;” y para el Ministro del Interior se produjo un intento de “proscribir el voto de la gente” (sic). Al Presidente habrá que decirle que sí, que tiene razón en parte, aunque con un matiz importante: se trató, en efecto, de “intromisiones de la Corte en el proceso democrático” pero -he aquí la diferencia- fueron intromisiones completamente válidas y justificadas. Ello, del mismo modo en que serían justificadas otras tantas “intromisiones” posibles de la justicia, con el proceso democrático. Por ejemplo, la de detener un proceso eleccionario que se quiera desarrollar sin debido respeto al cupo femenino; la de invalidar una ley que impida votar o diluya el voto de alguna minoría desaventajada (i.e., la minoría de los afroamericanos); la de declarar inconstitucional el diseño “tramposo” de los distritos electorales (lo que la doctrina comparada definió como maniobras de gerrymandering); etc. Ejemplos como los citados tienen una estructura idéntica a la que presentan casos como los que aquí están en juego, en donde los gobernadores en ejercicio quisieron optar por un nuevo mandato, en contra de lo que determina la propia Constitución provincial diseñada o avalada por ellos. Se trata, en definitiva, de decisiones de la máxima instancia judicial, destinadas a salvaguardar las reglas del proceso democrático y, como tales, decisiones justificadas. Para el caso argentino, y para quien lo haya olvidado, habrá que recordarle que se trata de decisiones nada sorpresivas: hablamos de un tipo de fallos a los que ya estamos acostumbrados, porque la Corte ya dictó otros similares, frente a casos semejantes(el de Gerardo Zamora en Santiago del Estero, 2013, y el de Alberto Weretilnek en Río Negro, 2019 -en ambos casos, cuando tales mandatarios buscaban una tercera reelección desautorizada por las propias Constituciones provinciales).

El hecho de que podamos decir que la decisión de la Corte se encuentra, en este caso, justificada, no depende, por supuesto, de quién gana o quién pierde (qué partido o coalición se beneficia o perjudica) con la sentencia. Como no importaría si los beneficiados fueran (como en los primeros casos de gerrymandering) grupos afroamericanos que, por ejemplo, iban a votar en masa por el Partido Demócrata; o miembros de una minoría hispana que simpatizaban con el Partido Republicano (de hecho, es perfectamente posible que los oficialismos de San Juan y Tucumán cambien la fórmula a gobernador y -como ocurriera años atrás en Santiago del Estero, con el gobernador Zamora y su esposa- ganen la elección que se avecina). Lo que está en discusión -lo que importa- es otra cosa, vinculada con el papel o misión que les corresponde asumir a los tribunales superiores: en qué casos les corresponde actuar (y de qué modo), y en cuáles no.

En esa discusión, sobre los alcances y límites del accionar del Poder Judicial, muchos bregamos (en mi caso, desde hace décadas) por una lectura crítica sobre el papel de los jueces, que pretende ser sensible al “argumento democrático” -el argumento al que Alexander Bickel denominara, célebremente, la “objeción contramayoritaria” (aunque, cabe aclararlo, Bickel dio nombre a esa objeción desde una postura defensora, antes que enemiga, del judicial review). La idea es que, en democracia, las decisiones sustantivas deben quedar en manos de la propia ciudadanía (que, valga aclarar, no es lo mismo que decir “en manos del partido gobernante”), y no bajo el exclusivo o excluyente control de alguna minoría “iluminada”, como podría serlo la decisión de una “minoría de jueces” (retomando a Bickel, la idea sería que las decisiones de los jueces, de modo habitual, difieren de las que toma la ciudadanía en el “aquí y ahora”, y en tal sentido pueden bien considerarse como decisiones regularmente “contramayoritarias”). Ahora bien, la “objeción contramayoritaria” a los tribunales no sólo no impugna, sino que es totalmente compatible con la exigencia de que los jueces custodien los procedimientos democráticos o las “reglas del juego”.

Es tan simple como en el fútbol. En el “juego democrático”, los jugadores (los ciudadanos) son los encargados de darle contenido al “partido”, esto es, de definir la sustancia o el resultado de ese juego (digamos, para el caso de la democracia, qué política económica se va a aplicar; qué nivel de impuestos o retenciones se va a imponer; qué política ambiental o educativa se va a adoptar; etc.). Mientras tanto, al árbitro del partido (digamos, en este caso, el Poder Judicial) le corresponde respetar ese resultado sustantivo, pero, a la vez, cuidar y hacer cumplir las reglas del juego que lo hacen posible. En los dos casos -el del fútbol y el del “juego democrático”- el estricto respeto de los procedimientos o reglas de juego es condición necesaria para hacer posible que los “jugadores” puedan determinar por ellos mismos el resultado o “sustancia” del “partido”. Para que se entienda: el problema aparece si el árbitro o juez del evento cambia el resultado del “partido” porque no le gusta o le parece injusto, pero no cuando anula un gol convertido con la mano.  Por ello, decir que una decisión sobre las reglas de juego -por ejemplo, una decisión que bloquea una re-elección impermisible- busca “proscribir el voto” de la gente, es absurdo: tan absurdo como decir que el juez que anula un gol hecho con la mano busca “prohibir los goles” de un determinado equipo. Se trata, justamente, de la misión que el juez está comprometido a cumplir: es exactamente lo que se espera de la justicia, la tarea a la que está constitucionalmente obligada.

 


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