(Comentario que escribimos hace un tiempo con Gustavo Maurino, criticando la jurisprudencia del Tribunal de la Ciudad -y las políticas de la Ciudad- en materia de derecho a la vivienda. El texto apareció en Jurisprudencia Argentina 2010, abril, pp. 10-18)
VIVIR EN LA CALLE. EL DERECHO A LA VIVIENDA EN LA JURISPRUDENCIA DEL
TSJC
Recientemente, el Tribunal Superior de Justicia de la ciudad de Buenos Aires
–en adelante TSJ-dictó dos fallos trascendentes, en los cuales debió evaluar si
la política pública establecida por el Poder Ejecutivo local para brindar
asistencia habitacional a personas que se encuentran en “situación de calle”
era consistente con -o violatoria del- derecho a la vivienda, consagrado en el
Art. 31 de la
Constitución de la
Ciudad, y que cuenta con jerarquía constitucional en virtud
de su reconocimiento en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales
y Culturales (en adelante “PIDESC”)
.
En dichos precedentes se ha conformado una mayoría provisional
integrada por los votos y remisiones cruzadas realizada por los jueces Lozano,
Casás y Conde, alrededor de ciertas doctrinas interpretativas que merece la
pena discutir con profundidad, pues apuntan a cuestiones fundamentales de
teoría constitucional, y a nuestro modo de ver arrojan respuestas inadecuadas
para la construcción de una práctica constitucional comprometida con la
efectividad de los derechos fundamentales.
I.- SOBRE LOS DERECHOS, LAS
POLÍTICAS PÚBLICAS, EL GOBIERNO Y EL PODER JUDICIAL. CÓMO (NO) ENTENDER LA SEPARACIÓN DE PODERES
Y LA DEMOCRACIA
En los fallos analizados, los jueces de la mayoría han realizado una
serie de reflexiones sobre la relación entre el poder judicial y el gobierno en
una democracia constitucional. La formulación más básica de esa visión puede
encontrarse acaso en el siguiente pasaje del voto de los jueces Ana María Conde
y Luis Francisco Lozano, en “Alba Quintana”:
“…en ejercicio de sus propias
competencias ni el Poder Ejecutivo (vgr. art. 104, inc. 17, de la CCBA) ni el Poder Judicial
(art. 106 CCBA) pueden asumir las elecciones privativas del Legislador.
Solamente en el ámbito legislativo puede establecerse el modo de afectar y
distribuir recursos. Esa elección, en materia de vivienda debe observar las
prioridades contempladas en el art. 31 de la CCBA así como aquellas otras que determine el
legislador y resulten compatibles.
A su turno, es evidente que no
corresponde al Poder Judicial seleccionar políticas públicas ni expedirse en
torno a su idoneidad o conveniencia. Mucho más evidente surge la falta de
medios para asumir tal tarea. Esos medios faltan precisamente porque no atañe
al Poder Judicial asumir la misión de elaborar un plan de gobierno. La ausencia
de representatividad de los órganos permanentes del Poder Judicial no es el
único ni el principal motivo por el cual los jueces no están llamados a cumplir
la misión enunciada. En realidad, si los temas propuestos pudieran ser
resueltos por los jueces, los efectos de la cosa juzgada implicarían que las
políticas de estado dispuestas, en esta hipótesis por los jueces, adquirirían
la estabilidad propia de ese instituto. Ello, claro, resulta incompatible con
la mutabilidad que debe tener en nuestro sistema la selección de las políticas
públicas, por ello depositada en el legislador. Dispuesta la afectación de
recursos por los jueces, el compromiso quedaría petrificado en el tiempo, al
margen de la realidad presupuestaria y de la elección que en ese terreno el
sistema democrático atribuye al órgano representativo.
Sin embargo, lo dicho no importa negar
al Poder Judicial toda intervención posible en la materia que nos ocupa. Para
evitar que las decisiones de los jueces alteren el principio de división de
poderes, sus sentencias deben aplicar en el caso concreto los estándares
susceptibles de ser descubiertos en las normas. En ese orden de ideas remitimos
a Baker v. Carr (369 U.S. 186, 217), cuya doctrina fue recogida por la CSJN en autos “Zaratiegui
Horacio” registrados en Fallos 311:2580. Si en lugar de descubiertos y
aplicados, esos estándares fueran fijados por los jueces, éstos magistrados
vendrían a violar la división de poderes y, en última instancia, el principio
de la soberanía del pueblo del art. 33 de la CN, al que remite el art. 10 de la CCBA. Ello así, porque
en el marco de dicho principio compete al pueblo —sujeto portador de la
voluntad general rusoniana— adoptar las reglas generales que ciñen las
soluciones particulares. En nuestro sistema, el juez, tiene el deber de ser
fiel al programa legislativo y el orden jurídico presente no tolera, por
razones de política muy claras, que el juez se emancipe de las soluciones de la
ley y se lance con su programa legislativo propio [cf. TSJ in re “Barila Santiago c/
GCBA s/ amparo (art. 14 CCABA) s/ recurso de inconstitucionalidad concedido” y
su acumulado Expte. nº 6542/09 “GCBA s/ queja por recurso de
inconstitucionalidad denegado en: ‘Barila Santiago c/ GCBA s/ amparo (art. 14
CCABA), Expte. nº 6603/09’”, sentencia de este Tribunal del 4 de noviembre de 2009].
Los párrafos citados dejan entrever,
con claridad, los presupuestos teóricos principales que distinguen a esta
mayoría, que nos refieren a una cierta lectura sobre la idea de la división de poderes y a un cierto
modo de pensar la democracia. A
continuación, quisiéramos examinar con algún detalle los fundamentos de lo allí
sostenido, dada su importancia.
Aunque muy habituales, ambas
argumentaciones –sobre la separación de poderes y sobre la democracia- resultan
frágiles y vulnerables, por lo cual no llegan a afectar verdaderamente la idea
de que los jueces tienen mucho por hacer en torno a la efectivización de los
derechos sociales. Fundamentalmente, ambas objeciones son susceptibles de una
misma réplica, que prueba ser letal frente a ella, y que parte, muy
simplemente, de una pregunta como la siguiente: Cuál es la concepción que Ud.
-crítico de la judiciabilidad de los derechos sociales- tiene en mente, cuando
se refiere a las ideas de “separación de los poderes” o de “democracia”?
Vayamos entonces, por
partes, sobre estos dos argumentos que, por lo demás, resultan habitualmente
citados por aquellos jueces que resisten la asunción de un papel más
comprometido en el área de los derechos sociales.
I.1.- Sobre la separación de poderes
Conforme con este argumento,
el poder judicial no debe involucrarse en cuestiones relacionadas con la
aplicación de los derechos sociales, porque ello implicaría dejar que la
justicia tomase el lugar de los legisladores, que son los constitucionalmente
encargados de resolver cuestiones que tienen que ver el presupuesto.
Si el poder judicial comenzara a ocuparse de este tipo de cuestiones –continúa
la objeción- sus integrantes pasarían a legislar en el área más crucial de las
que se encargan al Congreso, y la justicia se distraería así de la realización
de tareas que sí le competen.
En primer lugar, y de modo
muy notable, nos encontramos con que la noción de separación de poderes que
predomina en la literatura sobre los derechos sociales, resulta habitual e
indisolublemente atada a una idea que es simplemente contradictoria con la que
se emplea permanentemente dentro del derecho constitucional (muy en especial,
aunque no solamente, en el derecho constitucional construido por la tradición
norteamericana), y desde hace más de doscientos años. El punto, en todo caso,
no es meramente “histórico”, ya que hay buenas razones para favorecer una
aproximación como la que hoy predomina, en la medida en que se enfaticen –como
puede bien hacerse- sus aspectos dialógicos.
Esta visión de la división
de poderes es la que en su momento se denominó “separación estricta,” y que fue
presentada y defendida, de modo habitual, por el pensamiento “antifederalista”
norteamericano, a su vez inspirado por el pensamiento revolucionario francés, y
parte del radicalismo inglés (como en el caso de Thomas Paine).
Para bien o para mal, dicha idea de la “separación,” sin
embargo, resultó duramente derrotada en los tiempos de la Convención Federal
norteamericana, y desde entonces es difícil que se piense en ella, tanto cuando
se pretende describir los sistemas constitucionales vigentes en América, como
cuando se teoriza sobre ellos. Como resulta obvio, la concepción “dominante”
sobre la separación de poderes no es otra que la que popularizara James
Madison, en su propuesta de un sistema de “frenos y contrapesos.” En el núcleo
de la idea de los “frenos y contrapesos” se encontraba instalada la idea según
la cual cada una de las ramas de gobierno debía tener el poder suficiente para
interactuar con -y contrarrestar- el posible embate de las demás. La idea en cuestión
significa, desde un principio, fundamentalmente eso: la capacidad de mutua
interferencia de un poder sobre otro, la idea de que cada poder cuenta con las
armas suficientes y necesarias para resistir los seguros embates de los demás.
En conclusión, y para lo que nos interesa, resulta sorpresivo
que se objete a la judicialización de los derechos sociales diciendo que, de
ese modo, los jueces “invaden” el lugar de los legisladores, se inmiscuyen en
tareas para las que no están preparados, y amenazan con tomar el lugar de los
políticos. Esta objeción, en principio, resulta inconcebible desde la idea de
“frenos”, que convive, esencialmente, con la “mutua interferencia” entre los
poderes. El problema, en todo caso, puede surgir si no tomamos cuidado en las
formas y casos de esa intervención judicial, pero nunca simplemente a partir
del hecho de que estemos frente a una intervención judicial en un área que
corresponde, en principio, y fundamentalmente, al legislador. Este punto
resulta iluminado, de modo especial, cuando se examina de cerca la llamada
“objeción democrática,” sobre la que ahora concentraremos nuestra atención. Las
reflexiones sobre la democracia, que comenzaremos a repasar ahora, nos ayudarán
a ver mejor los aspectos normativos implícitos en este primer punto.
I.2.- Sobre la idea de
democracia
En su formulación habitual, el
argumento de la “separación de poderes” va de la mano de la crítica
democrática, que califica y agrava la anterior: lo que está en juego, según
parece, no es sólo una actitud “invasiva” del poder judicial, que genera el
riesgo del abuso de poder, sino una directa afrenta a nuestros compromisos
democráticos. Finalmente, si asignamos ciertas funciones al Congreso, antes que
a los jueces, no es por el mero deseo de distribuir funciones de algún modo,
sino por razones que tienen que ver con una “legitimidad diferencial” entre
ambos poderes. Pensamos, por caso, que es apropiado que los legisladores se
ocupen del presupuesto, porque creemos que las cuestiones distributivas merecen
discutirse colectivamente, con representantes de todas las ideologías, y de
todas las secciones del país. Una interferencia judicial en ese terreno resulta
entonces, en principio y por tales razones, inaceptable: los jueces carecen de
la representatividad que consideramos crucial para que puedan llevarse a cabo
tales discusiones de modo tal de conseguir decisiones más imparciales.
Dicho lo anterior,
necesitamos dar algunas precisiones antes de darle la victoria a esta objeción.
Nuevamente, y frente a ella, cabe preguntarse desde qué concepción de la
democracia es que podemos decir que un escenario como el descripto ofende la
ofende. Más precisamente, por qué una intervención judicial sobre estas cuestiones
resultaría insultante para el modo en que entendemos la democracia. Por
ejemplo, en el diseño de cualquier presupuesto intervienen –en forma de equipos
técnicos- abogados, economistas y contadores que no tienen ninguna legitimación
democrática, pero nadie advierte el mínimo problema en dicha intervención. Ello
así, porque la autoridad final de los legisladores es la que prima, frente a la
de tales asesores.
La resistencia a la
actividad judicial en cuestiones que atañen centralmente al presupuesto surge
entonces, y finalmente, de visiones sobre la democracia que podríamos describir
como implausibles. Se podría pensar la democracia, por caso, de acuerdo con una
visión rousseauniana más radical y extrema,
según la cual la voluntad soberana y mayoritaria del pueblo se expresa
únicamente a través del Legislativo, que debe ser, por tanto, obedecido por los
demás poderes.
No es común defender esta
visión de la democracia, en la teoría, y mucho menos en la esfera judicial. Sin
embargo, esta es la visión que parecen defender tanto los Jueces Lozano y Conde,
como el Juez Casás, en sus respectivos votos, al hablar, reiteradamente, de la
voluntad soberana del pueblo o, de modo más explícito en el caso de los
primeros, del pueblo como “sujeto
portador de la voluntad general rusoniana”, y representado en esa voluntad
por el Parlamento.
Ahora bien, concediendo por el momento que éste fuera el mejor
modo de entender la democracia, cabría reconocer, a continuación, que dicha
visión no requiere la abstinencia del Poder Judicial frente al Legislativo, ni
mucho menos la abstinencia del Poder Judicial a la hora de pensar en medidas
relacionadas con la satisfacción de derechos sociales básicos.
Por el contrario, aún en el
momento más extremo y “mayoritario” de la Revolución Francesa,
se pensó en el diseño de mecanismos de comunicación entre ambos poderes, en
donde –en los hechos- el poder judicial intervenía para “activar” la
intervención legislativa.
El ejemplo simplemente respalda la intuición conforme a la cual, salvo que
adoptemos una versión más bien caricaturesca de la democracia, resulta difícil
concebir un sistema que obstinadamente requiera negar cualquier intervención
judicial en torno a –en diálogo con- el proceso legislativo.
Por otro lado, y para no
quedarnos exclusivamente con una historia antigua, convendría decir que dos de
los principales críticos contemporáneos del control judicial, desde una
perspectiva populista –como la defendida por Mark Tushnet- o mayoritaria –como
la que propone Jeremy Waldron- defienden formas sustantivas de la intervención
judicial, en materia de derechos sociales.
Lo que autores como los citados sostienen, en la actualidad (del mismo modo que
toda una corriente de autores inscripta dentro de lo que se ha dado en llamar
el “constitucionalismo popular”) no es un rechazo directo al control judicial,
sino una crítica a una cierta modalidad
del control judicial, que es la que implica dejarle la última palabra institucional a los jueces, en lugar de a los
legisladores.
En definitiva, ni siquiera
partiendo de la visión más extrema e inhabitual posible de la democracia –una
visión radical rousseauniana, raramente
asumida en decisiones judiciales- tendríamos razones para concluir, con la Justicia porteña, que “en
ejercicio de sus propias competencias ni el Poder Ejecutivo… ni el Poder
Judicial …pueden asumir las elecciones privativas del Legislador. Solamente en
el ámbito legislativo puede establecerse el modo de afectar y distribuir
recursos.”
Las cosas serían todavía más distintas si el Poder Judicial
optara por fundar sus juicios (no en una concepción rousseauniana, como en este
caso, sino) en concepciones de la democracia alternativas, como podría serlo
una concepción deliberativa de la democracia. Es decir, una visión que
considera que las decisiones democráticas se justifican cuando ellas son el
resultado de una discusión amplia entre “todos los potencialmente afectados”
por la misma. Se
trata, entonces, de un proceso democrático caracterizado por dos rasgos
fundamentales, relacionados con la inclusión
social, y la deliberación política.
Ambos elementos aparecen aquí como condiciones necesarias e indispensables para
la creación de decisiones imparciales.
Si el fundamento democrático que aceptáramos
fuera uno relacionado con la democracia deliberativa, los resultados en la
materia serían, previsiblemente, muy diferentes de los examinados, tanto en
términos justificativos, como en términos propositivos. En efecto, los jueces
se encuentran, en términos institucionales, en una excelente posición para
favorecer la deliberación democrática. El poder judicial es la institución que
recibe querellas de los que son, o sienten que han sido, tratados indebidamente
en el proceso político de toma de decisiones. A sus miembros se les exige, como
algo cotidiano, que observen el sistema político, con atención especial en sus
debilidades, fracasos y rupturas. Más aún, los jueces se encuentran institucionalmente
obligados a escuchar a las diferentes partes del conflicto —y no sólo a la
parte que reclama haber sido mal tratada.
De este modo, la justicia
podría participar de un modo dialógico en la construcción del derecho, y ayudar
así a las demás ramas del poder y a la ciudadanía en general, en este continuo
proceso de reflexión constitucional. Actuando de este modo, la justicia podría,
a la vez, escapar de las dos principales líneas de acción alternativas con las
que aparece tradicionalmente asociada: ya sea la imposición de su autoridad y voluntad, por encima de la de los
órganos democráticos, ya sea el silencio cómplice,
que ampara las violaciones de derechos (por acción u omisión) cometidas por los
demás poderes, y que suele ocultarse bajo el ropaje de un poder judicial –según
se alega- “estrictamente ceñido” a las exigencias del derecho, y por lo tanto
subsirviente del poder legislativo.
Sólo para pensar en algunos caminos
específicos, podríamos señalar que, en casos como los citados, los tribunales
podrían: i) “establecer que un derecho constitucional ha sido violado, sin
demandar remedios específicos”; ii) “declarar que un derecho constitucional ha
sido violado, y pedirle al Estado que provea el remedio; a) sin especificar
cómo y sin fijar un período límite; b) sin especificar cómo, pero demandando
que se efectúe en un cierto tiempo”;
iii) “establecer que un derecho constitucional ha sido violado, exigirle al
gobierno la provisión de remedios, y especificar qué clase de remedios pueden
usarse, cómo y cuándo”.
II.- FUNDAMENTO, CONTENIDO Y SATISFACCIÓN
PROGRESIVA DE LOS DERECHOS SOCIALES. COMO (NO) ENTENDER EL DERECHO A LA
VIVIENDA
La posición
mayoritaria adoptada en los fallos comentados también merece ser discutida en
relación con la sustancia y alcance asignado al derecho a la vivienda –y de los
derechos sociales en general. El recorrido interpretativo de los jueces Lozano,
Casás y Conde tiene la siguiente forma:
“…establecer el alcance del derecho a la vivienda
contemplado en el art. 11 [del PIDESC], …supone asumir, entre otras reglas, la
de la progresividad prevista en el art. 2, ambos del Pacto Internacional en
cuestión. Ello así, porque, aunque no ha sido puesto en tela de juicio que el
art. 31 de la CCBA
cumple con dicho pacto, la interpretación que de él se haga servirá
necesariamente de pauta para la de la norma local, por aplicación de la regla
hermenéutica…la
Observación General 3 del Comité sobre Derechos Económicos,
Sociales y Culturales…, suministra una visión que nos sirve indudablemente de
guía y que ha sido tenida en cuenta a la hora de formular la interpretación del
art. 31 vertida infra…”
“…Las obligaciones de los estados son en
buena medida de medios no de resultados (OG3 punto 1) y las de medios llegan a
la máxima medida de los recursos disponibles. Los recursos disponibles limitan
aun la progresividad en el cumplimiento pleno de los compromisos emergentes del
PIDESC…la Ciudad
de Buenos Aires no está obligada a proporcionar vivienda a cualquier habitante
del país, o incluso del extranjero, que adolezca de esa necesidad. Su
obligación se concreta en fijar programas y condiciones de acceso a una
vivienda, dentro de las capacidades que sus posibilidades le permitan conforme
el aprovechamiento máximo de los recursos presupuestarios disponibles…”
“…La progresividad del art. 2 [del
PIDESC] constituye en ese sentido una salvaguarda para los estados cuando no
pueden cumplir inmediatamente los deberes asumidos. Empero…los gobiernos sobre
los que pesa el deber de cumplir el pacto deben adoptar medidas que conduzcan
al pleno cumplimiento…”
“[para analizar la progresividad en la
satisfacción de un derecho] …, no cabe medir la mejora según lo que toque a
cada individuo, tal como parece ser la concepción del a quo, sino que debe serlo globalmente para toda la población. Tampoco
cabe pensar separadamente los derechos contemplados en el PIDESC sino que hay
que pensarlos en conjunto, según se desprende de que los recursos disponibles
lo son para el conjunto… Las medidas
deben ser las mejores que permitan los recursos de que se dispone….”
“…Una segunda obligación de resultado
surge del PIDESC en la concepción de la Observación General
3, punto 10: los estados deben asegurar un piso a los derechos que deben
tutelar…En la interpretación del Comité, el parador estatal destinado a brindar
“abrigo” aparece como la expresión mínima del derecho a la vivienda…”.
En este comentario nos
ocuparemos de dos cuestiones –el contenido mínimo y el principio de
progresividad- que deben ser discutidas porque representan una visión demasiado
débil de los derechos sociales, que en buena medida termina por privarlos de
potencia y relevancia constitucional.
II.1.- Sobre el contenido
mínimo del derecho a la vivienda
Según la
mayoría del Tribunal Superior, dos cuestiones resultan claras sobre el
contenido esencial del derecho a la vivienda, garantizado por el art. 31 de la Constitución: (1) “No existe un derecho subjetivo de cualquier persona para exigir en forma inmediata y
directa de la Ciudad
de Buenos Aires la plena satisfacción de su necesidad habitacional…[(2)]Sí, en cambio, para que el universo
de destinatarios a quienes el GCBA debe asistir, pueda requerir la cobertura
habitacional indispensable —sea a través de hogares o paradores…”
Los
jueces afirman que la expresión mínima del derecho a la vivienda consagrado en la Constitución Local,
debería buscarse en la OG Nº
3,
y concluyen que “En la interpretación del Comité, el parador estatal destinado
a brindar ‘abrigo’ aparece como la expresión mínima del derecho a la vivienda”.
Un primer problema en la
interpretación analizada consiste precisamente en el hecho de que Tribunal
recurra a estos materiales de interpretación, y particularmente a una interpretación
restrictiva de ellos, en vez de precisar el alcance de las peculiares
obligaciones del poder público local a la luz de la exigente Constitución de la Ciudad. Para aclarar
lo dicho, piénsese en el siguiente ejemplo. Tenemos una norma local –una
Constitución- en una Ciudad rica –pongamos Oslo- que reconoce numerosos
derechos para sus habitantes -derechos a los que, de modo explícito, considera
directamente operativos desde su Constitución. Por otro lado, imaginemos que
existe una norma internacional cualquiera, que pretende ser aplicada en los
contextos más diversos, desde países muy ricos hasta otros muy pobres. Es dable
esperar que, en debido respeto a esta diversidad, tanto como por respeto frente
a la autoridad democrática de las diversas localidades en donde el tratado del
caso pretende aplicarse, la norma internacional sea en su texto –y lo sean
también las interpretaciones del mismo- muy prudentes respecto de las
obligaciones correspondientes a cada país firmante. A su vez, resultaría
injusto que la norma en cuestión sea leída exactamente del mismo modo en un
país con enormes recursos, como Noruega, que en otros como Haití, un país
devastado por la pobreza. Por ello mismo, y en respeto a esa heterogeneidad, es
dable esperar que a nivel internacional se piense en “pisos mínimos”, de forma
tal que las obligaciones básicas del caso puedan ser cumplidas aún por sus
miembros más desfavorecidos. Ahora bien, sería absurdo, en dicho contexto, que
Noruega quisiera eximirse de sus obligaciones básicas, diciendo que ya ha
cumplido con estándares como los que cumple Haití.
Esta parece ser, sin
embargo, la lectura que propone el Tribunal de la Ciudad de las obligaciones
asumidas por la ciudadanía de Buenos Aires, al asociar la expresión mínima del
derecho a la vivienda con el “techo” o “abrigo” (paradores y albergues), lo cual
resulta extraño, cuando pensamos en el carácter híper-exigente de la Constitución local
–ver Arts. 10 y 31-; y consideramos a la vez que la Capital Federal es
el área más rica del país.
Pero además, encontramos que, en los propios términos del recurso
interpretativo seguido por le TSJ –la exploración en las palabras de la OG Nº 3 del Comité DESC- se
comete un grave error exegético, en virtud de la omisión de toda consideración
a la OG Nº 4 sancionada
por dicho Comité en 1991, referida específicamente al contenido del derecho a
la vivienda. En el apartado 7º de dicha Observación, se dice: “En opinión del
Comité, el derecho a la vivienda no se
debe interpretar en un sentido estricto o restrictivo que lo equipare, por
ejemplo, con el cobijo que resulta del mero hecho de tener un tejado por encima
de la cabeza o lo considere exclusivamente como una comodidad... la
referencia que figura en el párrafo 1 del artículo 11 no se debe entender en sentido de vivienda
a secas, sino de vivienda adecuada…el concepto de "vivienda
adecuada"... significa disponer de un lugar donde poderse aislar si se
desea, espacio adecuado, seguridad adecuada, iluminación y ventilación adecuadas,
una infraestructura básica adecuada y una situación adecuada en relación con el
trabajo y los servicios básicos, todo ello a un costo razonable…". El
entendimiento de la expresión mínima del TSJ es inconsistente con las propias
palabras del Comité Desc.
Lamentablemente,
las complicaciones con la interpretación realizada por el TSJ no terminan allí.
Un problema todavía más serio se encuentra en la ausencia de una teoría
normativa que explicite qué es lo que protege el derecho a una vivienda
adecuada y por qué debe ser considerado un derecho fundamental -es decir, una teoría
sobre los fundamentos del derecho en cuestión.
Sin una
teoría explícita sobre los fundamentos de los derechos, no es posible responder
con inteligibilidad a la pregunta sobre su contenido –mínimo, o máximo, nuclear
o periférico, etc.- y también resulta imposible resolver razonadamente –en base
a razones públicas- conflictos entre derechos, o entre derechos y decisiones públicas
regulatorias. La discusión sobre el alcance de los derechos está indisolublemente
unida a otra sobre los fundamentos, filosóficos, morales y políticos, que dan
justificación y sentido a su consagración constitucional.
En los
casos analizados, la idea adoptada por la mayoría del TSJ acerca del contenido
del derecho a la vivienda hace muy difícil identificar algún valor, o principio
de justificación, de este derecho fundamental. Más aún, resulta difícil
determinar si para los jueces de la mayoría el derecho a la vivienda opera realmente
como un derecho fundamental en la estructura constitucional; su contenido básico
ha sido tan minimizado que cuesta hacerlo compatible con teorías valiosas sobre
los derechos.
Ciertamente,
el derecho a la vivienda podría vincularse con diversos principios que inspiran
teorías robustas sobre los derechos, como la autonomía o la igualdad.
El ideal
de la autonomía personal puede ser descripto como el compromiso constitucional
con la creación y aseguramiento de condiciones que promuevan y garanticen la
libre elección y adopción de planes de vida personales por parte de los
habitantes. Dicho principio fundamenta robustos derechos a ser garantizados por
el Estado, en la medida que constituyen las condiciones normativas y fácticas
que le den sentido a dicha autonomía.
Si se suscribe este principio a nivel de fundamentos, resulta claro que el
acceso a condiciones de vivienda digna –con seguridad en la tenencia y
funcionalidad adecuada en cuanto como soporte material de la organización de la
vida personal y familiar- debe incluirse como uno de los bienes fundamentales a
ser garantizados. Pero, como se puede ver, la seguridad en la tenencia es un
elemento que en sí mismo los paradores y albergues no contemplan; y mucho menos
la adecuación a las funciones hogareñas y familiares que la vivienda debe
cumplir como ámbito material en el cual damos forma a nuestras vidas. Los
albergues y paradores no son un “mínimo” sino una vulneración a una idea del
derecho a la vivienda fundamentada por la autonomía personal.
El otro
gran principio de fundamentación de los derechos, el ideal de igualdad, –sea que
lo entendamos como una dimensión de igualdad política para el ejercicio de la
ciudadanía democrática; o como una dimensión de igualdad social o económica que
garantice un piso mínimo de inclusión social- también presenta una clara demanda
justificatoria por el aseguramiento del acceso a ciertos bienes de “dignidad” y
“autorrespeto”, entre los cuales una vivienda -segura en la tenencia y adecuada
funcionalmente- queda comprendida, junto con otros que han sido consagrados en
los llamados derechos sociales -como educación básica, protección de la salud,
acceso a la vida cultural. Quienes carezcan de estos bienes, no cuentan con
condiciones significativas de igualdad ciudadana básica; no puede decirse que
cuenten realmente como iguales –social y políticamente- a quienes sí gozamos de
ellos.
En
síntesis, para una comunidad comprometida con ideales robustos de igualdad y
autonomía –como debe ser vista la
Ciudad de Buenos Aires, y la Argentina como nación
constitucional- y que ha consagrado expresamente el derecho a una vivienda
adecuada como parte de las promesas fundamentales, no resultan aceptables las
propuestas interpretativas que, como las adoptada por la mayoría del TSJ, resultan
tan minimalistas que acaban desintegrando el
bien sobre el que recae este derecho.
El escueto
contenido mínimo del derecho a la vivienda que se ofrece en los fallos
analizados sólo podría explicarse en base a una teoría según la cual el acceso
seguro a una vivienda adecuada no fuera en realidad un derecho constitucional
exigible al estado; pero la aversión a dotar al derecho a la vivienda de
sustancia es injustificable en nuestro acuerdo constitucional; tanto como lo
sería una concepción análoga respecto del derecho a la salud, la educación y la
seguridad social, por citar los casos más obvios. Los arreglos constitucionales
liberal-conservadores de 1853 posiblemente podrían encontrar consistencia con
tales teorías -que reconocen pocos derechos, básicamente construidos como
libertades normativas- pero, sencillamente, ya no puede encajar con los
compromisos adoptados en el país y la
Ciudad mediante las reformas constitucionales consagradas
luego de le recuperación democrática.
No se
nos escapa que tomarse en serio el reconocimiento de un contenido robusto al
derecho a la vivienda implica una serie de deberes de parte del Estado que
difícilmente puedan ser, garantizados o satisfechos en el corto plazo, o en
todo caso, que su realización no podría alcanzarse plenamente sin que la
fisonomía del estado y de sus políticas públicas deban cambiar radicalmente.
Pero la manera de afrontar esos desafíos no debe consistir en debilitar el
derecho en cuestión, sino –en primer lugar- en afirmar su normatividad; el
camino para lidiar con estas ofensas institucionales -y las que resultan en
general de una sociedad desigual y excluyente- no debe ser el de negarlas,
desnaturalizando los derechos cuya violación las denuncia.
II.- Sobre la progresividad y el máximo
de los recursos disponibles para realizar el derecho a la vivienda
Los votos
que forman la mayoría en los fallos comentados reconocen y explicitan los
conceptos dogmáticos del sistema internacional de derechos humanos, y afirman
que la satisfacción del derecho a la vivienda debe realizarse progresivamente, al
ritmo de los recursos disponibles. Sin embargo, la propia argumentación desarrollada
termina por privar de relevancia normativa a tales estándares de evaluación del
comportamiento estatal.
El test
de progresividad tiene dos instancias de trascendencia jurídica: En primer
lugar constituye un mecanismo para evaluar –externa y globalmente-, a través de
los informes de los estados, el desarrollo de sus obligaciones internacionales.
En este sentido, es una herramienta significativa a nivel diplomático, aunque
de poca relevancia para el poder judicial doméstico, en la medida en que su
intervención está limitada a la evaluación de casos específicos y concretos, y
no de la situación general de cumplimiento de los derechos.
Un nivel diferente en el que la progresividad opera como estándar de
evaluación, y que sí es relevante a los fines de la decisión de causas
judiciales locales, se encuentra en su proyección para analizar normas o
prácticas estatales concretas que impactan sobre cierto derecho. Las normas y
prácticas estatales específicas pueden analizarse en su dimensión de
progresividad o regresividad, tal como el caso de la AGT lo reclamaba, y como
efectivamente lo utilizaron los jueces Lozano y Casás al evaluar la impugnación
del decreto que modificaba el programa de emergencia habitacional.
Sin
embargo, en “Alba Quintana” los mismos jueces de la mayoría, en sentido contrario
a lo que habían señalado en “AGT”, afirmaron que el análisis judicial de
progresividad no puede hacerse en un caso concreto o en relación con el impacto
concreto de una política pública, sino que debería hacerse de manera global y
agregada, en relación con todas las políticas públicas y con todos los derechos
–como ocurriría cuando el Comité DESC evalúa el desempeño de los estados. Es de
esperar que esta contradicción sea resuelta en el sentido de afirmar y no negar
la relevancia de la “progresividad” como estándar para evaluar situaciones,
prácticas y regulaciones concretas –como en el caso “AGT”- y que la afirmación
de “Alba Quintana” quede en el olvido, para que al estándar de progresividad pueda
seguir operando con utilidad en la evaluación de la protección judicial de los
derechos sociales.
Pero si la
relevancia interpretativa del test de progresividad ha quedado dañada en las inconsistentes argumentaciones
reseñadas, el estándar del máximo de los recursos disponibles ha quedado lisa y
llanamente fulminado.
Ciertamente,
la satisfacción de los derechos sociales implica una intensa agenda
redistributiva respecto de las condiciones generales de status quo en
sociedades tan desiguales e injustas como la Argentina, y dicha
agenda está condicionada por la asignación de recursos. Pero en todo caso, para
que el estándar del “máximo de los recursos disponibles” tenga una función
operativa, debe interpretarse que la invocación de la escasez de recursos sólo podría
funcionar como una excepción justificatoria para el Estado incumplidor -que,
como tal, debería ser invocada y probada fuera de toda duda por el estado- pero
no puede funcionar –sin perder su sentido- como una especie de norma de
habilitación general para que el estado elija cuándo y cómo avanzar en la
satisfacción del derecho; si así fuera, los derechos no significarían nada más
que un catálogo aspiracional sujetos a la discrecionalidad del gobierno.
Todos
los estados administran escasez, pero si la escasez se transforma en
habilitación a la postergación en la satisfacción de los derechos, en ese mismo
momento los derechos en cuestión quedan pulverizados; y eso es lo que termina
pasando con el derecho a la vivienda en la senda interpretativa de la mayoría
del TSJ.
La
indisponibilidad de mayores recursos en base a una situación estructural de
escasez o déficit económico del estado –y así es como toman la cuestión los
votos de la mayoría del TSJ al construir su estándar-, sólo podría funcionar
plausiblemente como excusa justificatoria para el estado incumplidor, si éste probara,
por lo menos, lo siguiente: (1) que una mejora en el nivel de satisfacción del
derecho sólo puede lograrse mediante mayores recursos (2) que todos los
recursos presupuestarios asignados a tales derechos han sido empleados (3) que
la organización y distribución del presupuesto prioriza adecuadamente la
satisfacción de los derechos fundamentales antes de ocuparse de políticas genéricas
de bienestar general (4) que el estado carece de posibilidades de incrementar
sus ingresos mediante mecanismos excepcionales, como los créditos o las
contribuciones especiales.
La mera existencia
de “dificultades económicas” o “políticas” para avanzar en el cumplimiento de
los derechos sociales no puede aceptarse como excusa válida por los tribunales,
tanto como no aceptan como excusa válida la invocación de ese tipo de
dificultades por parte de un deudor que manifiesta que “no puede” cumplir sus
obligaciones. En todo caso, si algo debe hacer el poder judicial es evaluar las
razones y pruebas que aporte el gobierno y evaluar su plausibilidad,
considerando la trascendencia de los bienes y derechos en juego –partiendo,
como dijimos, de una teoría plausible sobre el carácter fundamental de tales
bienes y derechos. Pero nada de esto puede encontrarse en el análisis de los
fallos comentados. No ha existido diálogo, ni razones, ni pruebas, sino la sola
afirmación de que la satisfacción de los derechos sociales demanda recursos,
que los recursos son escasos, y luego la conclusión de que el Poder Judicial
debe ser prescindente sobre esos aspectos.
Al final
del día, el entendimiento inadecuado que los jueces del TSJ han construido
sobre su propio rol en el sistema constitucional y el diálogo democrático –según
hemos visto en los primeros apartados de este trabajo- termina mostrando aquí otra
feseta de su negativo impacto, en la doctrina que transforma lo que debe ser un
severo estándar de excepción en una norma general de habilitación para no
cumplir con los derechos fundamentales.
Ver , por ejemplo,
Waldron,Jeremy,“Refining
the question about judges' moral capacity”, Int J Constitutional Law 7: 69-82, 2009; o Tushnet, Mark Weak Courts, Strong Rights, Princeton U.P., 2008.
Bohman, J. Public Deliberation: Pluralism, Complexity,
and Democracy, MIT Press, Cambridge,
MA., 1996;
Bohman, J. and Rehg,
W. (eds), Deliberative Democracy, MIT Press, Cambridge, MA.,1997;
Habermas, J., Between Facts and Norms, (Original Faktizität und Geltung), MIT Press, Cambridge, MA.,
1996; Nino, C.S., The Constitution of
Deliberative Democracy, Yale University Press, New Haven, 1996.
Fabre, C., Social rights under the Constitution.
Government and the Decent life, Oxford University Press, Oxford, 2000;
Gloppen, S., ‘Analyzing the Role of Courts in Social Transformation’, en
Gargarella R. et al. (eds), Courts and Social Transformation in New Democracies,
Ashgate, Londres, 2006.