Entrevista a Ricardo Caracciolo
M. Cristina Redondo
P- Tú estudiaste en la
Universidad de Buenos Aires pero luego te doctoraste y comenzaste a trabajar
como profesor en la Universidad Nacional de Córdoba. ¿Podrías darnos algunos
datos biográficos para entender cuándo, y por qué, elegiste estudiar derecho,
doctorarte, seguir una carrera académica, y hacerlo específicamente en estas
universidades?
R-Mi familia se trasladó desde Santiago del Estero a Buenos Aires a
principios de la década de los años 50. De manera que gran parte de mi infancia,
mi adolescencia y mi juventud, transcurrieron en una localidad del conurbano
bonaerense. Ello explica porqué, en su momento, cursé la carrera de derecho en
la Universidad de Buenos Aires. Debo decir que su elección no fue nada fácil.
Tenía otras opciones in mente,
incluyendo estudiar arquitectura, idea que abandoné antes de finalizar la
escuela media. Leía mucho y me atraía la poesía – lo que también sucede
actualmente-, por lo que también existió la alternativa de estudiar Literatura,
pero no estaba tampoco muy convencido. La carrera de derecho era una opción
porque, según pensaba entonces, el correspondiente título me abría muchas
posibilidades en el campo de las humanidades. En realidad, como le ha sucedido
a muchos, fue una opción por descarte, en ausencia de una vocación bien
definida con relación a otros dominios. Pero no me arrepiento en absoluto de esa elección. Por un lado,
tuve la suerte de tener un excelente profesor en la primera asignatura, esto
es, Introducción
al Derecho. Eduardo Vázquez tenía el talento docente para transmitir su
fascinación por las preguntas estructurales o de fondo que genera la existencia
del derecho como un componente de la sociedad. Una fascinación que asumí
entonces y que perdura -obviamente- hasta ahora. Creo, además, que fue mi
primer contacto con algún problema filosófico, presentado seriamente (no había
considerado la posibilidad de estudiar la licenciatura en filosofía).
Curiosamente, en la carrera de derecho. Pero visto a la distancia, ello no me
parece sorprendente. Porque, en segundo lugar, también tuve la suerte de cursar
la carrera en una época floreciente de la Universidad de Buenos Aires, parte de
la década de los años 60. En especial, la mayoría de los juristas que, entonces,
enseñaban derecho eran personas de alta calidad intelectual, que no podían
dejar de interrogarse por las cuestiones básicas de su disciplina, las que,
seguramente, son de índole filosófica. Entonces, me comprometí en serio con la
carrera de derecho, incluyendo el aspecto práctico del ejercicio de la
abogacía. Aún ahora soy conciente de una cierta tensión entre mi pasión por los
problemas teóricos (la vida académica) y el atractivo que supone la dimensión
práctica del derecho. Como sabes, también he dedicado parte de mi vida activa a
esa dimensión. En realidad, mi dedicación exclusiva a la universidad recién se
inició en la década de los 90.
Después de dos años de concluida mi carrera, en 1972, me trasladé a Córdoba
para trabajar en el servicio jurídico de un sindicato. Aunque, como lo relato
más abajo, había iniciado mi carrera docente en la UBA, era imposible subsistir únicamente con un
sueldo de profesor auxiliar y no tuve suerte en mi búsqueda de un empleo en
Buenos Aires. En Córdoba, tuve un encuentro intelectual y afectivo muy
importante: conocí a Ernesto Garzón Valdés, a la sazón a cargo de la cátedra de
Filosofía del Derecho, en la universidad pública local. Comencé a participar en
los seminarios que Ernesto conducía los sábados y obtuve en 1973 una plaza
docente en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba.
También ese año obtuve una beca del Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas para llevar a cabo un proyecto de tesis doctoral elaborado con el generoso
apoyo de Ernesto sobre la noción de sistema jurídico. Esta beca fue decisiva en
muchos aspectos. Por un lado, en lo personal, me permitió formar una familia
con Silvia. Por otro, convirtió en posible la dedicación total durante unos
años a ese proyecto, lo que entiendo constituye el genuino punto de partida de
mi dedicación sistemática a la vida académica, al habilitar la obtención del
título máximo. Es por ello que, finalmente obtuve el doctorado en Córdoba.
Habíamos decidido, ya entonces, que Córdoba era nuestro lugar para vivir.
P- Al comienzo de tu carrera ¿cuál era tu relación con el grupo de
filósofos del derecho de la UBA y con Sadaf? ¿Qué influencia tuvieron las
personas que integraban estos grupos, o las actividades que proponían, en tu
decisión de dedicarte a la filosofía jurídica?
R-Cursé la asignatura Filosofía del Derecho con Jorge Bacqué, otro
extraordinario profesor, en el año 1968. Inmediatamente, conjuntamente con
otros compañeros de estudios, fui designado ayudante estudiantil ad-honorem para colaborar en el dictado
de las clases. Esta circunstancia me abrió las puertas del Instituto de
Filosofía del Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Su director- el
legendario profesor Ambrosio Gioja- había conseguido reunir a su alrededor un
conjunto de jóvenes profesores de indudable talento - Eugenio Bulygin, Carlos
Alchourrón, Roberto Vernengo, Ricardo
Guibourg, Carlos Nino, el mismo Jorge Bacqué, Genaro Carrió, entre los más
conocidos. Casi todos ellos, muy pronto obtuvieron reconocimiento internacional. La actividad que entonces se
llevaba a cabo en semejante comunidad intelectual, era realmente intensa y de
alta calidad: seminarios, cursos y conferencias se sucedían sin solución de
continuidad. La impronta general era una preocupación creciente por el tipo de
problemas generados por la tradición analítica de la filosofía (básicamente,
filosofía de la lógica, filosofía del lenguaje y del conocimiento) y su impacto
en la teoría del derecho. De hecho, estudié la asignatura mediante el análisis
del recientemente traducido (por Carrió) El
Concepto de Derecho y de la segunda edición de la Teoría Pura del Derecho de Kelsen, traducida por Vernengo y que
circulaba entonces en versión mimeografiada. Para un joven estudiante, como era
mi caso, que ya estaba motivado para el abordaje de cuestiones jusfilósoficas,
semejante ambiente fue decisivo para elegir una cierta forma de vida. Debo
decir sin embargo, que semejante influencia no lo fue tanto en los contenidos
doctrinarios- de hecho, me atraían también otras alternativas-sino más bien en
el talante que predominaba en el Instituto, en un cierto modo de dedicarse a la
vida intelectual, caracterizada por la honestidad y la aceptación de la
crítica.
Mi relación permanente con SADAF (Sociedad Argentina de Análisis
Filosófico) es posterior a mi egreso de la universidad, aunque había concurrido
a algunas conferencias con anterioridad. Especialmente, creo, la importancia de
ese grupo de intelectuales se acrecentó después del golpe militar de 1976,
golpe que básicamente tuvo el efecto perverso de vaciar la universidad de la
posibilidad de cualquier confrontación crítica de las ideas. SADAF se convirtió
entonces en un formidable foro independiente. En mi caso, después de mi
cesantía dispuesta por la intervención militar en el cargo docente de Córdoba,
SADAF se tornó el único espacio disponible para la discusión filosófica. En
especial, cabe insistir en la importancia de su revista Análisis Filosófico con un vehículo de transmisión del pensamiento
sin otras condiciones que la exigencia de de calidad y seriedad intelectual.
También lo es ahora. En SADAF conocí a
otros filósofos preocupados por otros problemas filosóficos más generales. En
especial, no puedo menos que mencionar a Tomás Moro Simpson, Raúl Orayen,
Eduardo Rabossi, el inolvidable Gregorio Klimovski y mi amigo Alberto Moretti.
P- ¿Como caracterizarías la atmósfera intelectual en la que te formaste y
cómo impactaron sobre ella los diversos cambios políticos que se produjeron en
la Argentina? Me refiero sobre todo, pero no sólo, a la dictadura militar del
76.
R- Como lo indique anteriormente, inicié mi carrera universitaria en una
época de esplendor de la universidad, de la ciencia y de la cultura en la
Argentina. Este proceso se quiebra con el golpe militar de junio de 1966. La
camarilla que asume el poder toma por asalto la Facultad de Ciencias Exactas y
este hecho constituye el punto de partida de expulsiones y cesantías en todas
las universidades públicas. Comienza el éxodo de prestigiosos científicos, artistas
e intelectuales, una incalculable pérdida cultural, en cuya recuperación se
invirtió a partir del retorno a la democracia, y se sigue invirtiendo ahora,
mucho tiempo y esfuerzo. En ese entonces, todavía era un estudiante de derecho,
pero como no podía ser de otra manera, tenía que tener la experiencia personal
de semejante pérdida: muchos de mis profesores abandonaron la universidad y
comenzó un período de activismo estudiantil de oposición, en el cual las
inquietudes intelectuales perdieron relativa importancia. Como todo, entonces
comenzó a agrandarse la relevancia, en filosofía y otros dominios de los grupos
de intelectuales constituidos fuera de la universidad, como mecanismos de
conservación de los ideales del pensamiento libre. Me refiero, por supuesto, a
SADAF, pero también a otras asociaciones, como por ejemplo, el Centro de
Investigaciones Filosóficas y su Revista
Hispanoamericana de Filosofía, que cumplieron una función semejante.
Después de los convulsos años del gobierno peronista que va desde 1973 a 1976,
otro golpe militar- más duro y sangriento- interrumpe la vida política y como
era previsible, la Universidad fue una de las principales instituciones
devastadas. Conjuntamente con todo el grupo formado en Córdoba alrededor de
Ernesto Garzón Valdés, fui expulsado del cargo de profesor ayudante que había
obtenido en la Facultad de Derecho y me prohibieron el ingreso a la excelente
biblioteca del Instituto de Filosofía del Derecho. Entonces, tuve que dedicarme
a la práctica de la abogacía, gracias a la buena voluntad de un ex–estudiante.
Sin embargo, nunca abandoné la pasión por la filosofía ni tampoco -a pesar del
desaliento- la convicción de que el
pensamiento crítico y la ciencia son las herramientas de cualquier futuro
defendible. Así también lo creo ahora.
Esta idea fue reforzada por la constatación de que un irracional
clericalismo dogmático y sectario se había convertido en la “filosofía oficial”
de la dictadura. Por supuesto, como no puede haber pensamiento crítico posible
con “oficialismos” teóricos de cualquier clase, de la experiencia de esa época
se arriba a otra convicción, nada original, que no estoy dispuesto a poner en
tela de juicio: la democracia, como lo indicaba Kelsen, es una condición
necesaria para el florecimiento de la ciencia y de la filosofía, es decir, de una
de las dimensiones culturales de la vida humana.
P- A partir de 1990 has trabajado sistemáticamente en España y has tenido una
constante relación con colegas europeos. ¿De qué modo han influido estas
relaciones en tu vida y en tu trabajo?
R- Efectivamente, desde 1990 hasta 1994 tuve un contrato como profesor
visitante e investigador en la
Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. A partir de entonces y hasta el
presente mi relación con la universidad
catalana y otras universidades de España, Alicante, Carlos III, Autónoma de
Madrid, por ejemplo, no se ha interrumpido. En verdad, se produjo entonces un
cambio drástico en mi vida personal y, también en la forma de entender la labor
intelectual. Por un lado, como consecuencia de ese traslado, un invalorable
grupo de nuevos amigos, no sólo de España sino también de Italia y de México,
enriqueció su dimensión afectiva. Por otro, esa circunstancia contribuyó a
quebrar definitivamente la sensación de clausura provocada por la experiencia
de la dictadura al ampliar de hecho el ámbito de la comunidad académica en la
que me es posible ahora interactuar con otros colegas. Nuevos interrogantes
teóricos fueron, y son, en parte, resultado de esa experiencia.
P- Soy testigo de tu incansable labor docente, ya sea en las aulas, con los
estudiantes de grado, como en los seminarios permanentes que organizas en tu
cátedra, con grupos de jóvenes interesados en la filosofía del derecho. ¿Qué
significado tiene esto para ti? ¿Es una tarea autónoma, o está ligada a tu
trabajo como investigador?
R- Creo sinceramente que no hay solución de continuidad entre la práctica
de producir conocimiento y la práctica de transmitirlo. Cualquiera sea la
distinción analítica que se pudiera realizar entre ambas, es muy difícil de
percibirla en la experiencia cotidiana de la labor universitaria, cuando se
asume conjuntamente docencia e investigación. O al menos, ello sucede en mi
caso. La verdad es que disfruto mucho de
la actividad docente en sus múltiples maneras, clases, seminarios de formación
o la tarea más compleja y personalizada de colaborar con un proyecto de tesis
en proceso. En parte ello se debe a que se puede percibir esa labor como una
puesta a prueba de las propias opiniones o ideas sobre los tópicos a discutir o
la información que hay que suministrar. Esto es, como un paso en el intento de
pensar acerca de interrogantes filosóficamente interesantes, tarea que asumo
con idéntico entusiasmo.
P- Me animo a formularte una pregunta personal. Has trabajado en muchos
lugares y es claro que tu vocación por la investigación y la docencia han
determinado en gran parte tus elecciones. ¿Que rol, en este tipo de vida, han
tenido y tienen tu familia y tus amigos?
R- Mi carrera académica es, en parte, producto de las circunstancias (sin
la beca inicial, difícilmente hubiese podido llevarla a cabo) y en parte de
decisiones (como la opción por la dedicación exclusiva o la aceptación de la
invitación de la Universidad Pompeu Fabra). Es, sin duda, una forma de vida
enriquecedora. Sin embargo, contemplada en perspectiva no estoy muy seguro que haya sido la mejor elección
desde el punto de vista de la vida familiar. Aunque los contrafácticos son
difíciles (o imposibles) de corroborar (¿Cómo hubiera sido nuestra vida, si me
hubiera dedicado íntegramente a la abogacía? ¿O a otra actividad?), lo cierto
es que en las especiales circunstancias de un país sesgado por la incertidumbre
y por la ausencia de valoración colectiva de ese tipo de actividad, en ciertos
momentos fue muy difícil mantener esa opción, que condujo a no pocos
sacrificios. Como no podía ser de otra manera,
para ello fueron decisivos el
apoyo, el acuerdo y la comprensión de mi esposa Silvia, que comparte conmigo
algunos ideales acerca del valor de los bienes culturales, y el respeto –y
hasta el orgullo- de nuestros hijos por la actividad de su padre. Mis amigos
son también importantes. Sin su aliento no hubiera sido posible conservar, tal
vez, la autoestima.
P- Volviendo a la filosofía. Estaremos de acuerdo, supongo, si digo que
eres un filósofo analítico. ¿Crees que esto compromete necesariamente con ver
al derecho como lenguaje? Desde tu perspectiva ¿cuál es la forma adecuada de
entender el análisis conceptual?
R- A pesar de lo elusivo que resulta caracterizar a la denominada
“filosofía analítica” no tengo objeciones a tu clasificación. Como sabes,
existe una discusión abierta acerca de la propia naturaleza de la filosofía
analítica y del análisis filosófico. Pero en mi caso, ello resulta, más que de
una toma de posición en semejante controversia, de la manera en que se llevó a cabo mi entrenamiento: fui inculcado de la preocupación de lograr el
máximo de precisión en la presentación del interrogante que se esta formulando
y de las respuestas que se procuran defender, evitando la retórica del lenguaje metafórico, al cual son adictos no pocos
filósofos. Ello, con el objetivo de facilitar cualquier crítica posible a lo
que, eventualmente, esté en cuestión. Es decir, una forma de trabajo, una
especie de modus operandi. Pero
esta forma es independiente de cualquier contenido, según la concibo: no
implica ni excluye algún tipo de cuestiones o de respuestas o de tesis sobre
algún interrogante sustantivo en el ámbito de la filosofía. Por ejemplo, no
comparto ahora, la idea proveniente del temprano positivismo lógico, con el
cual se confunde con frecuencia a la filosofía analítica, que asume la falta de
sentido de las preguntas metafísicas. Una parte importante de la literatura
analítica contemporánea (incluyendo a la que se refiere al derecho) versa
sobre, o supone, alguna concepción metafísica. Por consiguiente, no creo que
necesariamente conduzca a ver o comprender al derecho de alguna u otra manera.
Si, como dice Michael Dummett, los problemas de la filosofía tienen que ver
(aunque sea indirectamente) con los conceptos en términos de los cuales
pensamos, el análisis conceptual tiene que ser una herramienta en la búsqueda
de respuestas. Aunque esto requiere, sin duda, mayor elaboración, lo cierto es
que hay - al menos- dos maneras de entender la función filosófica del “análisis
conceptual”: en la primera, la versión conservadora, una vez agotado el
análisis, esto es, una vez que se muestra lo que esta implicado en el uso de un
concepto y mostradas las eventuales confusiones, nada más hay para decir sobre
ese concepto ni sobre el problema, porque no hay manera de salir del límite de
un juego de lenguaje, una versión que, por supuesto, se puede atribuir a
Wittgenstein. La otra, una revisionista
o innovadora dice que el análisis de las ideas existentes es el primer paso en
la búsqueda de una mejor manera de pensar el mundo, toda vez que aquellas pueden estar permeadas por la
ignorancia, el perjuicio y la ideología. Entonces, si este es el caso, hay que
reconstruir los conceptos o construir otros novedosos. En esto consiste la
función crítica de la filosofía, una función que -estoy convencido de ello-
vale la pena defender.
P- ¿Crees que es posible ser un filósofo analítico y moralmente comprometido
a la vez? ¿Piensas que la tarea de un filósofo del derecho debería estar
orientada por algún objetivo de carácter ético?
R- Asumo en serio que un compromiso moral de respeto a la dignidad de los
demás, tanto en el ámbito privado como en el público es un ideal exigible a
cualquier individuo, cualquiera sea su profesión, condición social, contexto o
circunstancia. O, si se quiere, cualquiera sea su concepción de la filosofía. Y
por cierto, todos los individuos medianamente racionales podemos asumir ese
compromiso, incluyendo a los filósofos analíticos.
Uno puede suponer que el objetivo de la filosofía del derecho es colaborar
en la comprensión de la naturaleza del derecho, de sus relaciones con la
política, la moral, o la vida cotidiana. En todo caso una empresa teórica o
cognoscitiva o, al menos, conjuntamente con la ciencia, parte de esa empresa.
Si esto es así, más allá del valor que se puede atribuir a la búsqueda de la
verdad, francamente no veo que otro objetivo debería orientar al filósofo, qua
filósofo, en esa actividad, además de satisfacer la exigencia de
responsabilidad y honestidad intelectual que, por cierto, es también una
exigencia moral, asociada a esa práctica cognoscitiva. No se me escapa que algunos
pueden defender -y de hecho así ha ocurrido históricamente- la distorsión
sistemática de la verdad, si ello es necesario para alcanzar objetivos
políticos considerados moralmente defendibles. Pero, ello equivale a defender
la eliminación de la ciencia y, por ende, de la filosofía. No pueden ser, por
lo tanto, objetivos de la filosofía. En todo caso, creo que podemos
acordar que semejantes objetivos no pueden ser los ideales de una sociedad
libre. Tampoco se me escapa que, circunstancialmente, puede ser preferible
ocultar la verdad para evitar un daño irreparable. Pero, de nuevo, sea o no
correcta la solución de ese conflicto, semejante ocultamiento -si se acepta mi
caracterización- no puede formar parte de la actividad filosófica.
P. Tú eres un autor positivista y, como sabes, la etiqueta “positivista”
puede ser entendida de diversas maneras. ¿Qué significa en tu caso? ¿Esta
posición guarda alguna relación con el escepticismo ético?
-
R. Soy positivista en un sentido mínimo y, tal vez, por ello poco
discutible. Entiendo que el “positivismo” es la concepción general según la
cual el derecho de una sociedad, de un Estado o de un país, ya sea que se lo
entienda como conjunto de estándares, principios o reglas, no es otra cosa que
un constructo social, el resultado
colectivo de acciones colectivas, de expectativas recíprocas, de creencias
compartidas y, sin duda, del control de la capacidad de imposición. Esto es, de
un conjunto de hechos, seguramente de la máxima complejidad, cuya existencia es
localizable en el tiempo y en el espacio. Cualquier rasgo o característica o
contenido de un derecho existente socialmente tendría, entonces, que ser
explicable en términos de parámetros empíricos. Una teoría “positivista” del
derecho tendría que asumir que ello es, precisamente, lo que significa “derecho
positivo”. Una teoría no-positivista tendría que negar esta idea mínima, es
decir, tendría que negar, por ejemplo, que el derecho de una sociedad S, tiene
que ver con datos empíricos de esa sociedad, lo que implica negar que el
derecho de S dependa de circunstancias tempo-espaciales. Encuentro esta idea
muy implausible y hasta inconsistente, si se admite, a la vez, el carácter
histórico de afirmaciones del tipo “la sociedad S tiene el derecho D”.
Esta idea mínima no supone erradicar cualquier discusión acerca del valor o
de la justicia de un derecho
positivo o – como en Hobbes o en Fuller- de cualquier derecho positivo.
Pero esta discusión es, en todo caso, posterior a la identificación de la
construcción social denominada “derecho” y no puede afectar al positivismo así
entendido. Tampoco significa que hay que dejar de lado, o considerar
irrelevante, la importante controversia filosófica suscitada en torno a la
“normatividad” o “autoridad” o “validez
normativa” de un derecho o de cualquier derecho. Pero sí supone que, si
la propiedad “normatividad” no es reducible directamente o indirectamente a
propiedades empíricas, entonces no puede integrar la noción de “derecho
positivo” , esto es, sólo puede ser (si existe) una propiedad contingente del
derecho. Creo, por otro lado, que pensar
al derecho de esta manera es totalmente independiente de cualquier alternativa
metaética y que, de ninguna forma, constituye un compromiso con el escepticismo moral. He argumentado en este
sentido en mi artículo “Realismo moral versus positivismo jurídico”.
P- Algunos autores creen que el
positivismo se debe abandonar – entre otras razones – porque no estaría en
condiciones de dar cuenta de los sistemas jurídicos constitucionales
contemporáneos, que, en su opinión, incorporan criterios morales de validez.
¿Que piensas al respecto?
R- Pienso que semejante ataque es producto de un grave malentendido. Esto
se advierte enseguida si no se confunden la eventual discusión acerca de la
idea de “derecho positivo” (me remito a la respuesta anterior) con la
controversia acerca de cuales son los contenidos de la moral correcta o de la
moral, a secas, es decir la que se debería adoptar. Supongo que no se pretende
negar que los sistemas jurídicos contemporáneos sean productos históricos, de
nuevo, resultados de acciones colectivas de ciertas sociedades. Por lo tanto,
constituyen “derechos positivos”. Ahora bien, el punto de los nuevos
antipositivistas es que, ahora, en
semejantes sistemas, habida cuenta de que se incorporan “criterios
morales de validez” la pertenencia al derecho de sus “normas” se determina por
su correspondencia con ciertos valores, es decir, por su contenidos. Pero por
supuesto, ninguno de ambos aspectos
constituye una novedad: en relación a cualquier derecho, es posible decir que
los miembros (o parte de sus miembros)
conceden un valor a sus contenidos (ello explica, al menos parcialmente, porque esos contenidos conforman su
derecho) o si se quiere, adoptan un cierto ideal moral. Por lo tanto, como también
lo indicaba Kelsen, la validez de las normas puede -en cualquier derecho-
depender de su contenido. Como cualquier práctica de concesión de valor es un
conjunto de hechos, son estos hechos los que permiten contestar la pregunta
acerca de cuales son- en la respectiva sociedad- esos contenidos, es decir, los
“criterios sustantivos o morales de validez jurídica”. Por lo tanto, el caso de
las democracias liberales constituye un contraejemplo al positivismo, sólo si
el contenido de los correspondientes “criterios morales de validez” no se identifica
recurriendo a prácticas de concesión de valor. Pero, de hecho, no es así. Por cierto,
los criterios morales de validez de las democracias constitucionales son
los criterios morales que definen el
ideal de una sociedad democrática-liberal. Hay que suponer plausiblemente que,
a pesar de las posibles controversias, se puede identificar el núcleo de su
contenido. Pero no es ese dato el que determina que semejantes criterios
morales constituyan, de hecho, criterios de validez jurídica en un cierto
derecho existente: el dato es que se corresponden con las creencias morales
de los miembros de la sociedad democrática liberal al que se adjudica el
derecho (o al menos con las creencias de la mayoría de sus miembros, o de los
miembros del gobierno, o de los jueces, todas son opciones plausibles). Es
decir, el dato es, de nuevo, prácticas de concesión de valor. Otra discusión es
si semejantes creencias son verdaderas, o las únicas correctas, o las que hay
que defender racionalmente. Por consiguiente, si no hay confusión de problemas,
parece que esta objeción al positivismo tiene que ser rechazada.
P- Me gustaría que precises tu posición metaética. En tu opinión ¿los
discursos ético-normativos pueden ser evaluados racionalmente? ¿Tiene sentido
hacer “teoría” política o moral? ¿Cómo podemos evaluar las propuestas que así
se presentan?
R- En general, la idea de adoptar una “posición” filosófica es
problemática, si que ello quiere decir aceptar como no revisable una cierta
concepción o una cierta tesis, o una cierta idea. Si uno piensa que la
filosofía se integra con problemas abiertos, las posiciones sólo pueden ser
provisorias. Por cierto, esto es especialmente así con respecto a, tal vez, una
de las cuestiones más complejas, como lo es la que se refiere a la naturaleza
de la moral. Aquí sólo puedo hacer, entonces, algunas observaciones con
relación a tus preguntas. Como la moral, o los requerimientos morales, tienen
que ver con la pregunta -parafraseando a T. Scanlon, un importante filósofo de
la moral- de cómo tratarnos los unos a los otros, es un componente permanente
de la vida cotidiana. Las denominadas “teorías” políticas o morales son, en
última instancia, construcciones elaboradas sobre ese dato básico. Por
supuesto, las controversias morales siempre son posibles y la evaluación de las
respectivas propuestas se llevan a cabo en la práctica recurriendo a
argumentos- es decir, a razones- en su favor o en su contra. El acuerdo se
alcanza si se arriba a un argumento o premisa que todos los interlocutores
comparten. Las “razones” dependen de esas premisas y “razón” aquí no quiere
decir otra cosa que una consideración que se deriva de las premisas. No veo
inconveniente en decir que internamente a esas premisas la discusión efectiva es
racional (bajo la condición necesaria de la consistencia) y el acuerdo es
racional con relación a esas premisas. Si el acuerdo no se alcanza, habrá que
procurar otras premisas- otras razones para continuar la discusión. Pero visto
de esta manera, la posibilidad de discusión racional en este sentido termina
cuando existe un desacuerdo definitivo sobre todas las premisas
que se propongan o se acepten. Como dice Wittgenstein, parece que sólo queda
entonces el recurso a la persuasión. Sin embargo, conforme a este esquema, que
creo que no es difícil de acordar como una descripción de una práctica, no se
puede decir que cualquier controversia
moral es necesariamente irracional. Por lo
tanto, si se entiende que una “teoría” normativa (moral o política) consiste en
una articulación coherente de un conjunto de propuestas a partir de un conjunto
de premisas, entonces uno puede aceptar que, precisamente, el sentido de
semejantes teorías consiste en establecer la condición de posibilidad de la
discusión racional en materia moral, para aquellos que las aceptan. Por
supuesto, para evaluar globalmente una teoría normativa en este sentido, no hay
otro recurso que partir de otras premisas, es decir, otras razones, que no
pertenecen a la teoría en cuestión. Ello significa que el acuerdo sobre su
evaluación depende de la aceptación de esas premisas y que, por consiguiente,
del contenido de esas premisas depende la racionalidad de su aceptación o de su
rechazo.
Aunque considero que he contestado a tu pregunta, soy conciente que esta
respuesta no apunta al principal problema filosófico: ¿existen o no premisas
normativas que todos deberíamos aceptar? ¿Existen o no razones objetivas que
constituyan el contenido de una única moral correcta? No tengo ahora, la
respuesta final a este interrogante. No la hay, creo, tampoco en la literatura
a pesar de la intensa discusión. Posiblemente se tenga que apuntar a diseñar
condiciones de máxima racionalidad y de máxima sensibilidad hacia la vida de
los otros. Una combinación de Kant y Hume. Pero lo cierto es que, en la
práctica de la controversia moral se presupone que la respuesta es posible, tal
vez de la misma manera en que se presupone la existencia del mundo exterior. Se
puede ser optimista o pesimista, en punto a la posibilidad de encontrar
respuestas. Sin embargo, cualquiera sea la actitud- optimismo o pesimismo- no
tengo dudas de que se trata de un problema básico de la vida humana y que hay
que tomar en serio.
P- Tú has escrito, y no publicado, un trabajo sobre Ronald Dworkin en el que
discutes sobre escepticismo interno y externo. ¿Crees que las tesis meta éticas
se colocan en una posición externa, no comprometida?
R- Aquí hay un problema con el sentido en que se usan las expresiones “externo”, “interno” y
“compromiso”. Supóngase que alguien cree en la proposición P. Afirmar la
falsedad de la creencia (es decir, de la proposición P), o al menos dudar de su
verdad, implica colocarse afuera de la creencia, poner entre paréntesis el
hecho de la creencia. Es decir, esta afirmación sólo puede formularse
“externamente” a la creencia (al menos se precisa un metalenguaje para expresarla)
y no parece que pueda ser formulada -de manera inteligible- por el “creyente”
de P, qua creyente. Por lo tanto, el escepticismo sobre
P sólo puede expresarse, si esto es correcto, externamente. Sin embargo, de una forma trivial, no puede
decirse que este escéptico no se “comprometa”: se compromete con la verdad de la
proposición Q que usa para expresar su escepticismo acerca de P. Si Q pertenece al mismo “dominio” de
creencias que P puede decirse, que este escepticismo es “interno” a ese dominio
aunque es “externo” a la creencia en P. Otra cosa sucede si se considera
globalmente un dominio D -un conjunto de creencias definido sobre una clase de
proposiciones- porque afirmar la falsedad de todo el conjunto D, o dudar
de su verdad, aunque supone un compromiso con la verdad de una proposición Q,
por definición, Q no pertenece al
dominio D. El escepticismo global con respecto a D, es entonces, un escepticismo
externo y no hay compromiso alguno con alguna proposición de D. Lo mismo sucede
con cualquier proposición que se refiera a D. En su famoso artículo de 1996, R.
Dworkin, en un furibundo ataque a la meta ética niega que esto sea posible con
respecto al dominio moral, porque- según intenta mostrar- cualquier proposición
sobre cualquier proposición moral, es una proposición moral o implica
una proposición moral o se deriva de una proposición moral. Por lo tanto,
implica un compromiso moral. Como la doctrinas meta éticas versan sobre
el dominio moral, de acuerdo a su argumento, todas conducen a un compromiso
moral. El escepticismo sólo puede ser “interno” a la moral, es decir, sólo
puede negar la verdad de alguna proposición. Aunque este complejo argumento requiere
más tratamiento del que puedo dedicarle aquí (debería terminar el trabajo que
mencionas) el problema con Dworkin es que no define lo que considera “dominio
moral”, por lo tanto, no se sabe lo que considera “externo” o “interno” a la
moral. Parece suponer que existe un único dominio moral. Pero también, en clave
wittgensteniana, como punto de partida señala la existencia de hecho de ciertas
creencias morales básicas e inevitables. Si esto es así, hay que admitir que existen
de hecho, o pueden existir, tantos presuntos dominios morales como creencias
morales básicas e incompatibles sean posibles o existan de hecho. El problema
consiste en saber cuál es el dominio correcto. El escepticismo que niegue la existencia
de un criterio de verdad con relación a todas las proposiciones de todos los dominios morales niega la posibilidad de
encontrar una solución a ese problema y sólo podría ser, entonces, externo
todos esos dominios. Como lo mismo se puede decir de otras tesis posibles de la
meta ética, un discurso que versa acerca de cualquier dominio moral, no
creo que Dworkin haya mostrado que semejante compromiso moral es
necesario.
P- Gran parte de la literatura actual considera que para explicar la noción
de norma en general – lo que incluye a la noción de norma jurídica – es
necesario apelar al concepto de razón para la acción. ¿Qué opinas de esta
tesis? ¿La noción de razón es primitiva respecto de la de norma?
R- La discusión en torno a la
reducción conceptual de normas a razones me parece realmente importante porque
apunta a algunas estructuras básicas de nuestro pensamiento, en especial, a
ciertas intuiciones, por ejemplo, que parece implausible admitir que el
cumplimiento de una norma o, si se quiere de un deber, pueda constituir una
acción irracional. Claro que eso se
afirma con respecto a normas “genuinas”, y no a cualquier requerimiento de
conducta, por lo que la supuesta reducción supone saber que es una “norma”. No
se puede decir, por ejemplo, que una norma en este sentido fuerte es la que
implica una “razón para la acción”, sin incurrir en una clara petición de
principio. Tampoco, parece, que se puede suponer la equivalencia de ambas
nociones, si es que se admite que hay razones que no se derivan de normas. Este
es uno de los problemas abiertos, que no es tratado o al menos, no
explícitamente, en la literatura que usa el lenguaje reduccionista. Otro, no
menos importante, es que se tienen al menos dos concepciones de las “razones
para la acción”, una subjetivista o “internalista” (dependiente de deseos o
intereses) y otra “objetivista” o “externalista” (independiente de deseos o
intereses) ¿en cual de las alternativas debería operar la reducción? Parece que
el concepto de norma moral -entendida como un caso de norma genuina- podría ser
reducido a la versión objetivista de las razones para la acción. De manera que
aceptar la existencia de normas morales vendría a depender de la aceptación de
cierta metafísica, la existencia de razones objetivas. Lo cual no parece
sorprendente. Pero, sea o no defendible esta metafísica, con la idea de “norma
jurídica” la cuestión es más problemática y no creo que la reducción funcione.
Si se apela a la versión objetivista, todas las normas jurídicas
deberían considerarse “normas genuinas” y no veo como podrían distinguirse
entonces de las normas morales. La alternativa es negar, por supuesto, que todas las “normas jurídicas” sean
“genuinas” en este sentido, lo que implica abandonar la empresa reduccionista.
No parece tampoco que la reducción sea posible en la otra concepción, porque
esto vendría a implicar que sólo son normas para los que las aceptan como
razones subjetivas o internas para la acción. Un genuino dilema que los
reduccionistas no han afrontado.
P- ¿Tu predilección por escribir trabajos cortos en los que se analizan y
defienden ideas muy puntuales es fruto de una convicción, o de las
circunstancias? ¿Hay un hilo conductor en los temas que has ido tratando?
¿Dirías que hay una teoría general del Derecho de Ricardo Caracciolo?
R- Diría que ambos factores juegan un papel con relación a ese estilo de
transmitir mis ideas, si por “circunstancias” se entiende también la manera en
que se llevó a cabo mi entrenamiento: dentro de los cánones de la filosofía
analítica, en los que la idea de precisión ocupa, tal vez, un lugar central.
Por otro lado, creo que se trata de una estrategia defendible. Como lo indicas,
me ha interesado pensar acerca de ciertos problemas definidos y de un cierto
nivel de complejidad. Y estoy convencido de que un trabajo teórico no debería
contener más de lo necesario para mostrar el problema y la estrategia del
argumento que se propone para abordarlo. Esto es, se trata de evitar la
información irrelevante para lo que se discute en el trabajo. Se trata de un desiderátum, que sin duda favorece la
crítica eventual. Que uno tenga éxito o no en esa empresa es otra cuestión.
Por cierto, hay algunos hilos conductores muy generales que tienen que ver
con ciertos presupuestos filosóficos. Supongo, por un lado, la prioridad de la
imagen científica del mundo, por lo que los resultados de la filosofía no deberían,
al menos, ser inconsistentes con esa concepción. Principalmente, esta idea
juega un papel en los trabajos que se relacionan con la naturaleza del
conocimiento jurídico o con el aparato conceptual asociado al derecho. Pero no
solamente con respecto a ellos. Como es notorio, existe la cuestión abierta de
saber cómo tornar compatible esa imagen con ciertas convicciones provenientes
de la dimensión práctica de la vida, hasta tal punto que para algunos
filósofos, por ejemplo, J. Searle, este es el interrogante básico para la
filosofía en el siglo XXI. Otro hilo conductor que me parece sumamente
fructífero es tomar seriamente en cuenta la distinción objetivo-subjetivo en el
tratamiento de cuestiones asociadas al derecho, contemplado desde la práctica.
Por ejemplo, el problema de la “autoridad” o, como lo indico arriba, la propia
noción de “norma”. Esta distinción es muy importante en muchas otras áreas de
la filosofía, notoriamente en la epistemología.
No diría, en cambio, que exista una “teoría general del derecho” de mi autoría, si por ello se entiende- a la
manera de Kelsen o Ross- un conjunto articulado de proposiciones relativas -supuestamente-
a todas las preguntas provocadas por todos los derechos. Sí existe,
creo, una cierta idea global acerca de la naturaleza del derecho, que mis
trabajos intentan reflejar.
P- Justamente porque tus trabajos tratan temas específicos diferentes,
ellos no desvelan con claridad si ha
habido o no un cambio en alguna tus ideas. Me gustaría saber si hay alguna
tesis sobre el Derecho que en un primer momento hayas creído fecunda y que
luego hayas abandonado por considerarla equivocada.
R- Seguramente, habida cuenta del tiempo transcurrido, pensaría de nuevo
las conclusiones o propuestas de varios de
mis trabajos. Pero creo que el cambio importante tiene que ver con mi
concepción general relativa al trabajo filosófico sobre el derecho (o,
si se quiere, mi talante filosófico).
Hasta cierto momento asumí que lo que se podía decir con sentido en este
ámbito se limitaba a cuestiones de semántica, de lógica o de epistemología
(influenciado, tal vez, por mis lecturas de filosofía de la ciencia). Es decir,
un límite determinado por la necesidad de dar cuenta de interrogantes
provocados por el juego interno de la ciencia jurídica dogmática y el análisis
de los conceptos específicamente jurídicos. Creo ahora que esa restricción no
se justifica. Además de las tradicionales cuestiones vinculadas a su
valoración, hay otros problemas muy importantes, que tienen que ver con la
práctica del derecho, sin cuyo tratamiento es muy difícil comprenderlo. Por
ejemplo, ¿hasta que punto es racional obedecer al derecho?, lo que remite a una
idea de “racionalidad” que hay que elucidar. Otro semejante y relacionado es la
de saber si se puede -o no- tener una
versión unificada de los lenguajes normativos, lo que me condujo a una revisión
de cuestiones de metaética. Ello, a pesar de mi escepticismo acerca de
encontrar respuestas positivas a muchos de esos interrogantes. La cuestión es
que hay que enfrentarlos y tomarse en serio a la literatura relevante.
P- Es innegable que la teoría jurídica contemporánea ha dejado de prestar
mucha atención a los problemas estructurales del Derecho para atender más a
aspectos relativos a su funcionamiento y a su justificación. Tus dos libros,
“Sistema jurídico. Problemas actuales” y el “El derecho desde la filosofía”
creo que son indicativos de esta evolución. ¿Piensas que sólo se trata de una moda,
o hay una razón más profunda en su base?
En general, ¿cómo evalúas ese cambio, crees que mirar el Derecho desde
la filosofía práctica nos coloca en una mejor posición para entenderlo?
R- Mi opinión es que, hoy en día, se tienen muchas preguntas abiertas en
relación a lo que denominas “problemas estructurales” provocadas, por ejemplo,
por la aparición de sistemas jurídicos supra-estatales, pero también se
reformulan o precisan anteriores respuestas a temas más tradicionales, aunque -entiendo-
algunas se refieran a polémicas casi agotadas (como el tema de las “lagunas”
del derecho). Todavía existe en inglés, castellano, italiano, portugués y tal
vez en otros idiomas, una importante literatura sobre estas cuestiones. Así que
no estoy muy de acuerdo con lo que dices acerca de la ausencia de interés de la
“teoría jurídica contemporánea”, aunque sea cierto que los teóricos
anglosajones más prestigiosos no se ocupan de estos problemas. Pero esto -por
sí sólo- no es indicador de su importancia relativa. También es preciso
advertir que la distinción “estructural” y “no-estructural” de ninguna manera es precisa. Mi cambio de orientación hacia otras
cuestiones, se debe por un lado a un interés personal en modificar un programa
de trabajo demasiado asociado con mi tesis doctoral y, por el otro -como lo
indico arriba- a la conciencia de otros interrogantes, tal vez provocados por
la propuesta de Hart y lecturas de Wittgenstein y Raz. Pero no creo, por ello,
que los problemas estructurales carezcan de importancia. Puede ser que ello
signifique “mirar al derecho desde la filosofía práctica”. Siempre que se
quiera decir que son preguntas filosóficas que versan sobre cuestiones prácticas, y entiendo
que, efectivamente, las pertinentes respuestas son una herramienta para
comprender mejor al derecho. Pero de ninguna manera supongo que le corresponde
al filósofo formular recomendaciones normativas. Esto último me parece una
empresa notoriamente implausible.
P- Es fácil advertir que la relación entre la filosofía jurídica
proveniente del mundo anglosajón y la que se hace, por decirlo de algún modo,
en lenguas romances no es simétrica. Al respecto me gustaría preguntarte lo
siguiente. ¿Cómo evalúas esta relación?, ¿crees que deberíamos tratar de
intervenir conscientemente sobre ella implementando algún tipo de estrategia, o
cabe dejar que se desarrolle espontáneamente? ¿Qué opinión te merece la idea de
una filosofía latinoamericana?
R- Tu pregunta es compleja y sumamente importante. Sólo puedo aquí formular una reflexión. Ante todo, la calidad
de un producto intelectual, por ejemplo, de un trabajo científico o filosófico no
depende del lenguaje utilizado para pensarlo o transmitirlo. De manera que
pensar o escribir en inglés no es condición necesaria ni suficiente de esa
calidad. No puede ser, entonces, que esa asimetría a la que te refieres se
explique solamente por una supuesta diferencia cualitativa determinada
por un lenguaje. Para reconocer esto no hace falta negar la alta calidad de la
tradición filosófica anglosajona -incluyendo a la producción contemporánea-
pero sí implica reconocer que, posiblemente, productos de similar excelencia,
cuyo origen no es el mundo anglosajón carecen actualmente, de hecho, del mismo
prestigio. Por lo tanto, si es que existe una asimetría objetiva en punto a la
calidad, ello tiene que depender de factores históricos contingentes distintos
que el uso de una lengua, por ejemplo, la existencia de una historia cultural
muy consolidada, que conduce a comunidades intelectuales con alto nivel de entrenamiento. Lo que en gran medida es una
función de la inversión social de recursos destinados a la producción del
conocimiento o de la cultura. Pero al
final, seguramente, habrá que recurrir en la explicación, a la dispersión
azarosa del talento. Otra cosa es la percepción subjetiva de una asimetría.
Creo que el prestigio -del cual depende esa percepción- es también una
característica socialmente condicionada, que no depende necesariamente, o al
menos no sólo, de cierta calidad objetiva. En cambio, parte de la explicación
se debe al hecho de que el inglés -por factores empíricos muy complejos- se ha
convertido en el instrumento de transmisión universal de la ciencia
actual y de la filosofía. Se trata de una formidable herramienta de poder
intelectual que puede provocar efectos perversos en punto a la calidad del
pensamiento: surge la tendencia a minimizar la relevancia de todo lo que se
produce en el mundo no-anglosajón o, al menos, lo que no se publica en inglés.
Lo cual es estrictamente un grave error, si es que la calidad no depende del
idioma.
Tu pregunta es acerca de lo que deberíamos hacer ante esta circunstancia,
en cuanto miembros de otras comunidades lingüísticas. Como la universalización de la cultura es un
objetivo deseable, no parece una buena estrategia resistir el uso del inglés como herramienta de
comunicación. No se trata de propugnar una especie de xenofobia intelectual,
inversa a la que lamentablemente tiene lugar en algunos círculos anglosajones,
que no están dispuestos a considerar nada que no se publique en inglés. Pero
tampoco ese hecho tiene que conducir a una
capitis diminutio intelectual
y al abandono de las lenguas romances como vehículos de transmisión de ideas. Simplemente,
porque el uso de una lengua, no juega ni a favor ni en contra de la calidad de
una producción intelectual. Pero además, hay
que considerar lo siguiente: como se sabe, la agenda de los temas o
interrogantes considerados relevantes en una comunidad intelectual local
como la anglosajona son una función de intereses o factores contingentes que no
tienen porque corresponderse con los intereses de otras comunidades locales.
Tampoco tienen que corresponderse necesariamente con algún criterio de
relevancia genuina o generalizable de un problema filosófico o de sus
respuestas, un criterio que no puede ser reducido a su origen en una u otra
comunidad. Por lo tanto, la extrapolación acrítica de una agenda no
puede ser una opción aconsejable. De hecho, creo que existen porciones
importantes de la literatura jusfilosófica anglosajona que -por supuesto a mi
criterio- carecen con frecuencia de interés general. Pero también existen
controversias, como no podía ser de otra manera, que son realmente importantes.
Sin embargo, diría que esto último
ocurre también en la producción en italiano o en castellano. Puede haber
diferencias cuantitativas importantes, pero no me parece que esto sea tan
esencial como para mantener la percepción de la asimetría, si ello significa
subestimación. La estrategia no puede ser otra, entonces, y esto dicho sin
ninguna pretensión de originalidad, que crear condiciones que permitan detectar
y apoyar el talento: mantener la posibilidad del intercambio intelectual
mediante -tal vez- revistas que publiquen en más de una lengua, el inglés
incluido, favorecer la formación rigurosa de los más jóvenes, incrementar al
máximo la posibilidad de una producción de calidad, mediante referatos
exigentes, mejorar la educación universitaria de grado y de posgrado, procurar
el máximo rendimiento de los recursos disponibles. El éxito de esta compleja
empresa debería conducir en el futuro, espero, como una deseable consecuencia
secundaria, al quiebre de la asimetría, tanto en lo objetivo como en lo
subjetivo.
Existen, han existido y espero que
existirán, resultados del trabajo de
filósofos latinoamericanos de la máxima excelencia, como así también
problemas relevantes, sobre todo, tal vez, en el espacio de la filosofía
política que se originan en particulares circunstancias latinoamericanas. Pero,
habida cuenta del carácter universal -al menos idealmente- de la filosofía,
parece que esa relevancia depende de su capacidad de generalizarse. Esto es
todo lo que puedo denominar “filosofía latinoamericana”.
P- Una pregunta sobre libros. Si tuvieras que elegir entre obras de autores
que te han impactado, ¿con cuáles te quedarías? Y, para comenzar a estudiar
filosofía del derecho ¿cuáles son, en tu opinión, lecturas imprescindibles?
R- Es una pregunta muy difícil porque el impacto eventual ha dependido de muchas circunstancias y la lista sería
entonces muy extensa, y se corre el riesgo de la injusticia. En general,
prefiero el material que me conduce a una discusión con el autor, aquellas con
respecto a las cuales parto de un desacuerdo, cualquiera sea el resultado final
de su lectura. Por ejemplo, las propuestas de Raz y en metaética Michael Smith
con su libro “The Moral” Problem” Por otro lado, considero que “El Concepto de
Derecho” de Hart, y “Metodología de las Ciencias Jurídicas” de C. Alchourrón y
E. Bulygin son trabajos realmente impresionantes por su calidad y que, han
determinado de distintas maneras mi percepción de los problemas de filosofía
del derecho. Pero puesto a elegir alguna especie de ideal intelectual en la
filosofía contemporánea, creo que el libro “Investigaciones Filosóficas” de
Wittgenstein constituye un trabajo de
una profundidad excepcional.
Con respecto a tu otra pregunta no creo que pueda ser original. Más que
estudiar, creo que habría que aprender a pensar problemas jusfilosóficos. Para
ello, comenzaría -todavía- con Kelsen, y a continuación “Notas sobre Derecho y
Lenguaje” de Genaro Carrió.
P- Por último, ¿crees que los teóricos del derecho están en deuda con
algunos temas que merecen ser afrontados y que actualmente no forman parte de la
agenda académica? Aun sabiendo que a un filósofo no es necesario pedírselo,
cualquiera fuese tu respuesta, ¿podrías decirme por qué?
R- Seguramente, dado el carácter de la discusión filosófica (un conjunto de
problemas abiertos) entiendo que no hay pregunta, tópico o cuestión que no ha
sido tratado anteriormente en la tradición de la filosofía del derecho, al
menos, desde alguna escuela de pensamiento. Pero si se considera el actual
enfoque analítico, señalaría como mínimo dos temas que me parecen importantes y
están -al menos relativamente- postergados. El primero tiene que ver con la
relación entre derecho e ideología, entendida como un mecanismo para conservar
el dominio, sin el cual el derecho no subsiste. Por ejemplo, ¿Cuál sería aquí
una noción fructífera de “ideología”? ¿Hay o no, una distinción que hacer con
la idea de “creencia moral”? Es verdad que los teóricos escépticos acerca de
las reglas entienden, por ejemplo, que las decisiones de los jueces se
determinan ideológicamente. Pero no conozco buenos tratamientos sistemáticos de
estos interrogantes. Una omisión que se explica, al menos en parte, por la tendencia a considerar indiscutible la idea -a mi
juicio equivocada- de conceder primacía al punto de vista interno en la
comprensión de la naturaleza del derecho. Desde ese punto de vista la
“ideología” eventualmente incorporada en su contenido no es perceptible. En
segundo lugar, no hay un tratamiento extendido de la noción de “racionalidad
colectiva” a pesar de que se supone a) que el derecho es un resultado colectivo
de una sociedad; b) que puede ser evaluado con algún parámetro de racionalidad.
Como se sabe, hay modelos- algunos muy refinados- provenientes de la economía y
de las ciencias sociales para analizar esa noción. Mi opinión es que vale la
pena evaluar su rendimiento como herramienta de análisis jurídico. No hay que
confundir esto con la extrapolación de algunos temas emparentados de teoría de
juegos -que sí tienen su espacio en la actual literatura-, por ejemplo, la idea
de un “juego de coordinación”. He
dedicado un par de ensayos a esta cuestión, que dejé de lado por motivos
circunstanciales.
M. Cristina
Redondo
Ricardo Caracciolo
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