Entre finales de la década del 80 y
principios de la siguiente, trabajé en la villa 31 con una comunidad de
bolivianos. Colaboraba entonces con Gualberto y su gente, tratando de poner el
pecho junto con ellos en algunos de los infinitos problemas que hundían a los
líderes de la comunidad en el desconcierto. Ellos parecían no saber dónde
estaban parados, a la vez que tenían la certeza de que los vecinos locales se
aprovechaban de su origen foráneo. Con ellos también conocí lo desesperante que
es asumir el papel de abogado o médico, en medio de grupos desahuciados y
ansiosos de protección: la sola llegada del profesional los tranquiliza, en la
convicción de que el problema se termina entonces (mientras que uno sabe lo que
no quiere decir, esto es, la extensión del proceso que habitualmente sigue, y
los resultados habituales de los mismos). Mis recuerdos de los días bolivianos
son, de todos modos, y en todos los casos, siempre y por siempre bonitos.
Recuerdo, en particular, a Gualberto dedicándome un huayno, y también una
ceremonia solemne, de designación. El acto en cuestión culminó con un papel
escrito en birome (la increíble importancia de los papeles firmados!), varias
veces sellado (¡) y ratificado personalmente por todos los integrantes de la
comunidad. Entonces me designaron su abogado y doctor ad honorem. Conservo aún
ese papel, al que vuelvo a mirar de tanto en tanto, extasiado por esos nombres
norteamericanos, esas firmas propias de inmigrantes esperanzados.
En esos años me vinculé, sobre todo, con
una familia de bolivianos: la de Ezequiel y Brian. El padre de los dos niños
había viajado a los Estados Unidos, de modo ilegal, mientras la madre era
explotada en un taller clandestino, en Buenos Aires. Ella trabajaba todo el día,
confeccionando camperas y chalecos de cuero. Brian era un vago sin par, rebelde
y buenazo, que admiraba a su hermano mayor, a quien yo ayudaba con sus deberes.
Ezequiel era un gordo alegre, al que recuerdo revolcado infaltablemente por el
piso de tierra y con las manos gordotas y torpes, como las de tantos de su
comunidad. Recuerdo haberme preguntado, muchas veces, cómo alguien podía tener
tan buen corazón, cómo alguien podía estar tan exento de maldad como Ezequiel.
En el 92, partí a estudiar a los Estados
Unidos, aunque volví al país recurrentemente. En uno de esos breves retornos,
en el 95 si mal no recuerdo, recibí un extraño llamado. Era la madre de
Ezequiel, a quien no veía desde hacía años. Ezequiel había caído preso,
portando un arma, aparentemente luego de salir en apoyo de sus amigos, todos
enterrados de drogas. Conmovido y apenado, sin creer lo que estaba pasando,
llegué al juzgado, hablé con el juez, y acordamos en ubicar a Ezequiel con una
tía que administraba una verdulería. Al rato lo ví aparecer al gordo buenazo,
hecho un gigante de pelo largo y ojos oscuros hundidos, llevado en custodia por
un policía. Me miró, me dijo robeeeerto, nos dimos un abrazo y desde entonces no
nos volvimos a ver.
El hecho me golpeó fuertemente, y marcó casi todo lo que escribí desde entonces en materia de derecho penal.
El hecho me golpeó fuertemente, y marcó casi todo lo que escribí desde entonces en materia de derecho penal.
2 comentarios:
hmmmm... q triste historia .... :(
Chapeau Roberto.
Silvina
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