Siempre leo y escucho con mucha atención las aportaciones de Diana Maffía,
que combinan inevitablemente inteligencia, dulzura y verdad. Con eso basta: no
es necesario nada más. Se trata de una fórmula imbatible. En este caso, el
texto de Diana se refería a quien fuera mi maestro durante una década
aproximadamente, Carlos Nino.
La influencia de Nino fue decisiva para la vida de todos quienes trabajamos
con él. No sólo por el nivel excepcional –al menos, en el mundo de habla
hispana- de sus trabajos académicos, sino por esa mezcla notable que representó
entre vida pública y compromiso político. Fue de los mejores ejemplos que
tuvimos de aquello que se ha dado en llamar un intelectual público.
Pensando en él quisiera destacar el modo en que las discusiones que
promovía en el mítico “seminario de los viernes” (que se llevaba a cabo en el
Instituto Gioja de la Facultad de Derecho) aparecieron siempre en relación con
la realidad difícil que nos rodeaba, en esos tiempos de post-dictadura y
transición democrática.
Las sesiones del Gioja discurrían en torno a artículos y libros que Nino
traía de sus viajes anuales al exterior (él daba clase en varias Universidades
extranjeras), que nosotros (sus estudiantes y colaboradores) esperábamos
sedientos de ansia en tiempos de pocos viajes y un mundo sin internet. Los
debates comenzaban de modo mágico, con Nino resumiendo en media hora el texto a
leer (el texto quedaba entonces mucho mejor que en su versión original), y
luego se abría a la discusión, en la que podía participar absolutamente
cualquiera que tuviera algo que decir: se tratara de un profesor diplomado o un
alumno de primer año, que había visto luz al pasar y se animaba a entrar en la
sesión de debate.
Qué leímos y aprendimos en esos años? A través del estudio de la
filosofía contractualista de John Rawls supimos, por caso, que la
política debía pensarse desde “el punto de vista de los más desfavorecidos”, y
que era injusto que la vida de las personas dependiera de “hechos moralmente
arbitrarios” (su color de piel, su etnia, la clase social en la que había
nacido, sus talentos y capacidades naturales). Aprendimos, leyendo a Jon Elster, sobre la
“subversión de la racionalidad”, en momentos en que los economistas nos
hablaban de “actores racionales.” Aprendimos también sobre teoría democrática,
y desde allí entendimos que las normas no podían reclamar “validez” a partir de
su mera “vigencia,” o por el mero hecho de contar con el respaldo de la fuerza.
Las normas, para ser válidas, debían ser el resultado de una discusión entre
iguales, y en la medida en que no lo fueran –y cuanto menos lo fueran- perdían
valor democrático (esta línea de argumentación sería decisiva, más tarde, y en
buena medida por la influencia de Nino, para la derogación de la “ley de
autoamnistía” que había dictado el general Bignone).
A partir de aquellos estudios comenzamos a reconocer el sentido de la
deliberación pública; aprendimos que democracia era mucho más que votar; que
para hacer leyes (válidas) no bastaba, meramente con que unas cuantas personas
electas popularmente alzaran la mano al mismo tiempo; aprendimos que la
participación política tenía un valor y un sentido que no eran meramente
simbólicos o expresivos: aprendimos que la participación política no era un
hecho meramente deseable, sino directamente una condición de la validez de las
leyes dictadas. Por eso, también, desconfiamos de la ciencia política
“realista” que le otorgaba el honorífico título de “democrática” a cualquier
sociedad en donde se votara y se respetaran a grandes rasgos algún manojo de
derechos básicos.
Luego el igualitarismo. Todos los que trabajamos largo tiempo con Nino
terminamos comprometidos con el igualitarismo político que conocimos leyendo a
Ronald Dworkin o a Gerald Cohen. Vimos, entonces, de qué modo esa postura
igualitaria era consistente con una teoría de la justicia como la de Rawls; a
la vez que aparecía como precondición de la teoría democrática que
pregonábamos. Cuál era el sentido, sino, de pensar en actores comprometidos con
la deliberación, si ellos no tenían lo suficiente siquiera para subsistir? Cómo
podíamos defender la centralidad del diálogo público, si no contábamos con
ciudadanos que estuvieran de pie por sí mismos, en condiciones vitales,
sanitarias, motivacionales, apropiadas, que los ayudaran e inspiraran a entrar
en política?
Estudiamos con cuidado la teoría consensualista de la pena elaborada por el
propio Nino -una teoría enmarcada por principios básicos de justicia- y con
ella empezamos a imaginar cuáles eran las formas de reproche que correspondían
para quienes había actuado en violación grave de los derechos de los demás.
Fueron este tipo de lecturas las que nos ayudaron a pensar y concebir el
derecho como un medio por el cual aún el más poderoso podía verse en la
obligación de sentarse en el banquillo de los acusados, como uno más, como
cualquiera de todos nosotros.
Y finalmente, y sobre todo (al menos éste fue mi caso) estudiamos Ética
y derechos humanos, un libro que resumió como ninguno de sus otros
trabajos, lo mejor de las reflexiones de Nino sobre derecho, moral y política.
Escrita en torno al principio de la autonomía personal, esta obra nos proveyó
de defensas firmes contra las corrientes perfeccionistas y autoritarias tan
comunes en el mundo académico, tan habituales en la historia constitucional
latinoamericana, y tan propias de la vida política argentina. Desde entonces,
nunca volvimos a discutir de la misma manera temas como los vinculados con la
igualdad de género, los derechos de los homosexuales, o la defensa de las
minorías culturales.
Se trataba, en definitiva, de un cuerpo teórico robusto, consistente, con
partes que parecían articularse sólidamente unas con otras, piezas que
encajaban entre sí de modo casi perfecto. Porque defendíamos la igual dignidad
de las personas y la autonomía personal, rechazábamos el perfeccionismo moral y
el elitismo político. Desde allí montábamos una defensa particular de la
democracia, basada en la confianza sobre las capacidades de la ciudadanía y la
discusión pública. A la vez, la teoría democrática que propiciábamos demandaba
precondiciones sociales muy exigentes, que nos llevaban a pensar en teorías de
justicia distributiva también robustas.
4 comentarios:
Roberto:
Gracias por la información sobre Nino. Me parece que en la actualidad no tiene mucha presencia en los programas de Ética o de Filosofía política y por eso muchos no conocemos su importancia y su influencia.
Ramiro
Hermoso. Creo que donde esté, estará orgulloso de su discípulo y amigo, que continúa tan digna y admirablemente esa conducta de compromiso, rigurosidad y amor por su trabajo. No hay duda de que ese legado de intelectual público continúa en vos, y lo agradecemos tanto.
C.
Muy lindo el libro "la grieta" en el cual escribís. Interesante reflexionar sobre qué nos pasó institucionalmente desde el 2001 para acá.
Yo estoy estudiando derecho (recién en el primer año), y me compré algún libro de Nino. Lamentablemente los parciales no me dejan leer mucho "por placer/interés". Lo tengo pendiente, ya llegará el momento de profundizar en sus ideas. Sí he leído su debate con Zaffaroni y me pareció muy bueno (aunque a mí me atrae más leer a Zaffaroni).
Addenda: estaría bueno que pongas los signos de pregunta al principio además de al final, porque el castellano no se lee como el inglés. En inglés uno se da cuenta, ni bien comienza la oración, que es interrogativa y no afirmativa.
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