(publicado hoy en Clarín)
Quisiera hacer un balance crítico de la
Constitución reformada en 1994, sin olvidar los progresos que ella ha traído, y
que permiten decir que, a pesar de sus errores y limitaciones, ella mejoró a la
Constitución original, de 1853. De modo muy sintético: la actual Constitución
es más robusta que aquella, en materia de derechos; ha adoptado un perfil social
que en la versión original estaba ausente; ha introducido modificaciones leves
en la estructura de gobierno –como la adopción de un Jefe de Gabinete- que hoy
se expresan en versiones degradadas, pero que podrían cobrar vida en un
eventual gobierno de coalición; ha asumido un compromiso más extendido con las
elecciones directas (que alcanzan, de modo relevante, al Jefe de Gobierno de la
Capital Federal); ha ayudado a transparentar la elección de los jueces; se ha
abierto más decisivamente al derecho internacional de los derechos humanos; y ha
tomado partido por derechos colectivos (de las mujeres, de las comunidades
indígenas) a los que antes le daba la espalda. Se trata de mejoras relevantes,
que deben ser agradecidas a sus autores. Y sin embargo, las quejas existen, y
los problemas que en ella permanecen, se incorporan, o se agravan, son
numerosos.
Las principales fuentes de sus problemas
anidan en el origen mismo de la reforma, definido por dos hechos serios, entre
sí vinculados: el afán reeleccionista del entonces presidente Carlos Menem; y
el llamado “Pacto de Olivos,” que vino a materializarlo. El primer asunto –la
reelección- marcó la identidad de la Constitución: ella se escribió motivada
por objetivos de corto plazo. El dato no es menor, porque el buen
constitucionalismo es el que sabe identificar y busca resolver los grandes
problemas o dramas nacionales, como lo fuera el drama de las “facciones”, tempranamente,
en los Estados Unidos; o el drama de la independencia no consolidada, en el
primer constitucionalismo latinoamericano. Del segundo asunto –el “Pacto de
Olivos”- deriva un segundo rasgo identitario de la Constitución reformada: la
Constitución se convirtió en un documento de “transacción”, con algunos de los
defectos propios de los textos así elaborados.
En tanto reforma de “transacción”, la nuestra
lo fue en una de sus formas menos atractivas: ella procuró siempre acumular, antes que sintetizar pretensiones encontradas. De este modo, reforzó otro mal
habitual en el constitucionalismo latinoamericano. Por ejemplo: una
Constitución “sintetiza” cuando, frente a las pretensiones hegemónicas de
grupos religiosos opuestos, propone la tolerancia de todas las religiones. En
cambio, ya la Constitución de 1853 optó por la “acumulación” como estrategia, y
ante las opuestas demandas de conservadores católicos y liberales, ella
prefirió “sumar”, uno sobre otro, ambos reclamos: libertad religiosa en el
artículo 14, status preferencial para el catolicismo en el artículo 2. La
reforma de 1994 volvió a insistir con esta errónea aproximación acumulativa,
destinada sólo a eludir conflictos. Así, por ejemplo, al adoptar un presidencialismo
reforzado pero al que se adosara un Jefe de Gabinete; o al agregar un tercer
Senador para la minoría (con lo cual evitó modificar las funciones del Senado,
acallando a la vez a quienes se le oponían).
En sentido similar, la Constitución
reformada no logró acomodar adecuadamente al texto “viejo” con el “nuevo”, con
lo cual hizo posible que las estructuras vigentes dificultaran la llegada de instituciones
o derechos nuevos. (i.e., el “nuevo” Consejo de la Magistratura frente a la “vieja”
Corte Suprema; derechos de propiedad clásicos vs. propiedad comunitaria).
Finalmente, la Constitución reformada
reprodujo algunas de las fallas propias del “nuevo constitucionalismo”
latinoamericano. Por un lado, la Constitución se desentendió de las condiciones
materiales requeridas por cualquier documento legal para ganar vida -como si
fuera indiferente la existencia de un contexto “neoliberal” para una
Constitución ambiciosa en términos “sociales”. Por otro lado, ella volvió a
insistir en una estructura interna “escindida” (o de “dos almas”): una sección
de derechos social y democrática, que aparecía junto a una organización del
poder vertical, decimonónica. Ello así, como si las garantías sociales entonces
reforzadas fueran compatibles con un acceso restringido a la justicia; o como
si los impulsos participativos alimentados desde la sección de derechos
pudieran convivir armónicamente con una autoridad política cada vez más concentrada.
3 comentarios:
Creo que faltó mencionar algunos aspectos tales como la influencia del Maestro Bidart sobre el pensamiento de la CN 1994.
Concuerdo en general, por supuesto que la reforma se hizo por y para introducir la reelección presidencial y que el "pacto de olivos" mal motorizo los cambios a introducir y ese es su pecado, no el pacto en si. La reforma me parece que sabes que hubiese existido lo mismo, por mas hipotético que suene, con o sin pacto porque se manejaban mayorías congeladas en el congreso y había interpretes por doquier...entonces el "error" es el "como" no el "porque", amen de eso quedo, es cierto, muy notoriamente divida la C.N. llenandose, expresamente, de derechos pero instrumentando, también expresamente, un poder presidencial inusitado y descontrolado. Saludos.
Una clave es el 124 CN. Nefasto.
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