Volví esta semana a la Facultad de
Derecho de la Universidad de Chicago, luego de más de 20 años de haberla
dejado. Había llegado allí, por primera vez, en 1991, para completar mi
doctorado con un grupo de “marxistas analíticos” afamado. Mis años en Chicago
fueron cortos pero sin embargo ajetreados. A los pocos meses de llegar, y
sabiendo que no contaba con el dinero suficiente para afrontar mis estudios, las
autoridades de la Universidad me llamaron para hacerme una propuesta. Me
informaron entonces que un Profesor de la Universidad (uno de los más
conservadores del departamento, que enseñaba “Property” en la “escuela de
Chicago”¡) viajaba a Alemania para realizar una investigación durante casi un
año. Su mujer, algo anciana ya, se quedaba entonces sin quien la acompañara, y
por ello me ofrecían un cuarto gratis,
en el altillo-biblioteca de la mansión que habitaban. Eran tiempos de dura
violencia racial, y ella –la viejita- no quería quedarse sola (se sucedían entonces los agrios levantamientos de Rodney King) en la inmensidad de la casa. La
invitación me causaba algo de gracia, pero la tomé a bien. No tenía dinero y me
ofrecían una gran oportunidad para quedarme en un barrio querible, junto a la
Universidad, y a cambio de pago alguno. En la casa adjunta, por ejemplo, vivía
Gary Becker (a quien vería festejar su Premio Nobel en calzoncillos, desde mi
ventana); y dos casas más allá un
mecánico retirado que me contaba, preocupado, de las cartas que le escribía
regularmente a Gabriela Sabatini: “Ella no saca bien y yo quiero enseñarle cómo
es que tiene que hacerlo”, me decía. “Pero no me contesta” –me confesaba
después, desconsolado. En la casa (mi casa) viviríamos la viejita y yo, durante
casi un año. Yo temía los detalles de la contraprestación con ella, pero el
intercambio terminó resultando de una amabilidad completa. Convivimos muy bien:
ella sólo quería de mí un poco de conversación, cada día, a mi llegada. Entonces,
cuando yo volvía de la Facultad, durante la noche, escuchaba de alguien los
pasos apresurados, hacia la cocina o la sala de estar, en donde yo por ventura
me acomodaba. Como cuestión de magia, simulando coincidencia, ella se aparecía
por ahí y me saludaba casual (“Hello¡ How are you¡”) necesitada al fin de
conversar un rato. El tiempo en la casa resultó estupendo, sobre todo –debo
confesarlo- en los meses en que, para reencontrase con su esposo, ella viajaba
a Alemania. Entonces, yo pasaba a ser el dueño de la mansión aquella, que de inmediato
se convertía en albergue de puertas abiertas para la larga colonia de argentinos
que estudiaban en Norteamérica. Recuerdo tardes gloriosas con Guillermo
O’Donnell, y sobre todo noches sin sueño, con Roberto Saba, Christian Courtis,
Alberto Fohrig, Martín Abregú y montón de etcéteras, cocinando y riendo sin límite
alguno, en la ciudad ajena. Recuerdo aquellos días y noches de desternillados
excesos. Recuerdo una mañana con el jardinero rumano, cantándonos sentidamente
canciones de su infancia abandonada. Recuerdo alguna noche de efluvios eslavos,
perfume capaz de poner en crisis amistades de antaño. Recuerdo las reservas de
alcohol de la casa que yo miraba con terror, por encontrarlas cada día con menos
destilado (luego, a fuerza de ilegítimos reemplazos -algo de té en lugar del
whisky; algo de agua en lugar del vodka- todo volvía a la normalidad, y la
vieja podía, a su regreso, reafirmar su confianza en el inquilinato). Todo esto
para decir que ayer, terminado el primer recreo de la conferencia, retorno al
salón-seminario apresurado, cuando veo que algo o alguien bloquea mi ingreso a
la sala. Se trataba de una figura frágil, venida a menos, moviéndose torpe y
tímidamente en el mundo hostil de los académicos profesionalizados. Hago
espacio para que la persona salga mientras voy entrando, pero la persona queda inmóvil
frente a mí, respirando aliviada. “Es a vos a quien estaba buscando” –me dice
en inglés y me conmueve. La reconozco entonces de inmediato. La viejita de
Chicago estaba ahí, andando a ciegas en medio de la conferencia, buscándome,
perdida ella también en un contexto lejano. “Es que mi marido me mostró el
programa y me dijo mira quién viene a la conferencia” –se apresuró a aclararme,
los ojos brillosos, como excusándose por haberse acercado. Sentí que la miraba
desde muy arriba (ella había encogido tanto), así que me agaché un poco, le
pedí permiso y le di un abrazo bien largo. Acercando mi voz a su oído le dije
en susurros: “gracias por venir hasta acá, me alegra tanto que hayas venido a buscarme”,
mientras los dos, entre profesores-maletín y estudiantes-power point, emocionados,
sin poder hablar más y sin querer mirarnos, lentamente nos separamos.
26 abr 2015
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8 comentarios:
Que bonito!
lloré...
Besos en la frente,.... China Zorrilla Sbaraglia.
Hermoso. Pasé la mitad del texto (que feo de mi parte eso de no poder dejar de "presentir" como dice la letra de Uno) pensando en que iba a terminar apareciendo el hijo o un pariente de la viejita y soltar algo tipo she passed away. Verla ahi te debe haber parecido en un punto inverosímil.
gracias che, sí, en efecto, shockeante, le tenía cariño finalmente. del marido, un duro, y un férreo property scholar, otro día hablamos
Simplemente entrañable...
Precioso.
Una maravillosa y muy conmovedora historia, gracias por compartirla. Abz.
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