Quisiera mencionar al menos dos de
entre los muchos y dolorosísimos comentarios que me generan la muerte del
fiscal Nisman. En primer lugar, el fallecido fiscal fue puesto al frente de la
Unidad Fiscal Especial para la causa AMIA (dentro de la órbita de la
Procuración General de la Nación, entonces a cargo del dr. Esteban Righi) por
el ex Presidente Néstor Kirchner, en el 2005. Fiel a su estilo, el ex Presidente
encomendó al fiscal, además, que trabajara de la mano de un oscuro agente de
inteligencia (Antonio Stiusso) en la investigación del caso. A 10 años de
aquellas designaciones –una vez más- venimos a enterarnos en estos últimos
días, por boca del propio oficialismo –y ante los primeros signos de
“deslealtad” del fiscal y el agente de inteligencia citados- que en realidad se
trataba de funcionarios oficiales deshonestos, que servían a intereses
espurios, traicionando a quien los había designado y a la causa a la que debían
su trabajo. Es decir, las mismas personas designadas y protegidas por el
oficialismo frente a las generales dudas que generaban sus comportamientos,
pasaban –mágica y súbitamente- a ser responsables de los peores
comportamientos, en el mismo momento en que decidían darle la espalda al
gobierno. En el caso particular del fiscal, el oficialismo había extremado hasta
límites imposibles su actitud en estos últimos días (un diario para-oficial
tuvo el desatino de titular una de sus columnas, apenas horas antes del crimen,
“el oficialismo se prepara para disparar sobre el fiscal;” y algunos de los
representantes del kirchnerismo en el Congreso habían anunciado que irían a la
audiencia con el fiscal preparados para golpearlo “con los tapones de punta”).
No es la primera vez que el oficialismo convierte en demonio y ataca con toda
la tremenda fuerza de su aparato coercitivo, comunicacional y de inteligencia,
a alguna figura que, hasta ayer nomás, defendía de modo incondicional. Los
devotos del credo oficial deberían repensar un poco, a la luz de estas
contradicciones, los inexcusables comportamientos que en estos tiempos han
venido justificando –primero de un lado, e inmediatamente luego, del lado
contrario.
En segundo lugar, quisiera llamar la
atención sobre el hecho de que el fiscal Nisman acelerara la presentación de su
apresurada, turbia, pero completamente verosímil denuncia sobre la Presidencia,
a partir de la convicción de que iba a ser removido de su cargo por la actual
Procuradora General. Se trata de la misma funcionaria que proclamó orgullosa
que los dos principales ejes de su gestión estarían vinculados con el combate
contra el lavado de dinero, y con la investigación penal en materia de derechos
humanos –dos misiones, sin lugar a dudas, de absoluta importancia. En todo este
tiempo, la Procuración dedicó sus principales energías a desviar la atención sobre
las acusaciones de lavado de dinero que empañan todavía a la Presidencia; y a encubrir
las acusaciones dirigidas contra el general Milani, por violaciones de derechos
humanos (todo ello cuando sólo los reconocidos vínculos comerciales entre el
gobierno y el principal contratista de obra pública, sumados a los giros
comprobados de dinero al exterior, generan una obvia y descomunal presunción de
lavado de dinero). El ejemplo resulta relevante por varias razones. En primer
lugar, porque da muestra del nivel de atolondramiento y brutalidad con que el
kirchnerismo viene tratando las causas legalmente más delicadas: la chapucería
resulta hoy un factor explicativo determinante para la mayor parte de los casos
graves en que está enredado el gobierno. En segundo lugar, destaco el hecho porque
ofrece una nueva muestra del modo en que el gobierno se ciega frente al perjuicio
que se está causando, y nos está causando a todos, en su sistemático trabajo de
encubrimiento: todos advertimos la humanidad del rey o la reina desnudos, y lo
consideramos una desgracia que no festejamos, sino padecemos: a todos nos hace
mal. Y ello así, no porque creamos que los culpables de nuestros males estén de
un solo lado, sino porque todos, desde hace mucho tiempo, estamos demasiado hartos
de impunidad. Resulta un tremendo problema para el país -más allá de partidos,
encuestas, elecciones o resultados- que la dirigencia no advierta la dimensión
del daño que está causando.
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