9 ene 2015

Perder democracia

(publicado hoy en ln, acá)

El mundo atraviesa una larga etapa de debacle democrática que en nuestro país, como en otros, se agrava a partir de defectos locales. La crisis a la que me refiero muestra contornos diversos, aunque se ha tornado más visible a partir de algunas explosiones de hartazgo colectivo, de claros parecidos de familia con la crisis argentina del 2001: manifestaciones de “indignados” en Grecia o España; movimientos de protesta como los de “Occupy Wall Street”; movilizaciones populares como las de Túnez, Egipto, Libia, Siria, Yemen o Bahréin.

Las protestas de hoy tienen que ver, sin dudas, con las promesas de ayer. En efecto, las democracias nacieron invocando la utopía de la decisión y el control completos: todos resolviendo todo, todo el tiempo. Tales promesas resultarían cruciales para dotar de legitimidad a las nuevas organizaciones políticas, pero en sustancia mostrarían una vida efímera: algunos tomarían prontamente el control sobre los asuntos de todos. Por ello es que el cansancio democrático actual no debe verse como una muestra del fracaso del sistema representativo, sino de su éxito. El sistema institucional nunca se propuso asegurar el “gobierno del pueblo por el pueblo”, sino contener sus peores riesgos: la amenaza que el poder de las mayorías imponía sobre el desigual orden establecido. Las instituciones representativas se orientaron entonces a separar, antes que a vincular, a los representantes con el pueblo. De allí que se optara por un sistema político basado en “controles internos” (de una rama del poder sobre las otras) más que “externos” (del pueblo sobre los representantes). De allí, también, que se evitaran o desmontaran casi la totalidad de los puentes existentes entre gobernantes y gobernados (cabildos locales; mandatos imperativos; revocatoria de cargos; etc.) y el vínculo entre ambos quedara reducido al del voto periódico: una sola oportunidad para expresarse, cada varios años, sobre todos los asuntos. De este modo, la ciudadanía quedaba sometida al chantaje que hoy vive: el pueblo no puede decir siquiera “esto sí, pero no aquello.” No hay matices posibles: puede votar sólo por sí o por no, pero se le exige racionalidad reflexiva y capacidad discriminatoria.

Los problemas de este estado de cosas son numerosos, y ayudan a explicar los desencantos y hastíos propios del presente. Hacia el pasado: representantes que, sin la mínima preocupación por los contenidos del voto, se arrogan un respaldo completo hacia lo ya hecho. Hacia el futuro: representantes que, sin tomar en cuenta los matices y reservas que conlleva cada voto, asumen los votos propios como aval completo para lo que gusten imponernos.

En nuestro país, los años de kirchnerismo han reproducido en buena medida los males democráticos propios de época, que (es importante insistir sobre ello) lo trascienden como fenómeno político. De todos modos, hay al menos tres elementos que el kirchnerismo “agregó” a la generalizada debacle democrática, agravándola.

El primer elemento negativo adicionado por el kirchnerismo tiene que ver con su sistemática destrucción de los organismos de “control interno.” En efecto, una mayoría de países “compensan” la crisis democrática que padecen (alimentada por la falta de controles populares o “externos”), a partir de la adopción de fuertes sistemas de “control interno”. Contra ellos, el kirchnerismo ha logrado, de un modo único en democracia, el desmantelamiento o bloqueo de la totalidad de los órganos de “control interno” existentes (desde la Inspección General de Justicia a la Fiscalía de Investigaciones o la Oficina Anticorrupción). A ello ha sumado uno de los datos más significativos del período, esto es, el monitoreo de la Justicia desde los servicios de inteligencia del Estado (SI) –un hecho aberrante que la política dominante ya toma como natural. La “guerra” que hoy se percibe entre ciertos sectores de la justicia y el gobierno debe verse –al menos en buena medida- como producto de ese desguazamiento de los “controles internos”, que ha impedido el diálogo y la mutua ayuda entre los poderes: en la actualidad, cada sector intuye que está peleando por no morir, y actúa en consecuencia.

En segundo lugar, algunos países “compensan” el poder discrecional que ha ganado para sí el poder político –que quita sentido a la democracia- con un poder económico distribuido más igualitariamente. El kirchnerismo, en cambio, ayudó a concentrar y extranjerizar la economía y –lo que es más importante- tejió fuertes redes de negocios con los operadores más poderosos del área (minería, petróleo, gas). De este modo, la desigualdad política resultó funcional a la desigualdad económica existente. Otra vez, sin embargo, este proceso de cambio acelerado por el kirchnerismo no le resultó por completo favorable, por lo que el gobierno, a su pesar, sólo consiguió ventajosos negocios con una significativa pero no completa sección de los grupos económicos dominantes. Nuevamente, esta “victoria incompleta” explica algunas de las tensiones económicas reinantes, y el hecho –paradójico para algunos- de un kirchnerismo enfrentado a la vez que cómplice del poder económico concentrado.

En tercer lugar, el kirchnerismo operó como pocos otros sobre el “aparato ideológico” de la democracia (por ejemplo, a través de la persecución política y el control económico sobre los medios de comunicación), llenando la escena pública de voces tiernamente complacientes hacia el gobierno. De todas formas, por tercera vez, el control oficial de este terreno no fue completo, lo cual redundó en la actual polarización de la escena comunicacional: vivimos hoy, entonces, entre angelicales loas y temerarios ataques contra el gobierno.

En definitiva, la debacle democrática que es propia de la época aparece agravada en nuestro país, por los modos en que el kirchnerismo quebrantó tres remedios capaces de moderarla: la presencia de órganos de control independientes; una economía más igualitaria; y una comunicación no concentrada ni sometida al dinero.

La descripción anterior, sin embargo, contrasta notablemente con la pintura que suele presentar el oficialismo sobre este tiempo: el gobierno no habla de un “ocaso” sino, por el contrario, de un “reverdecer” democrático que habría tenido lugar con la llegada del kirchnerismo. Más allá de la exactitud o no de la afirmación (el “renacer” de la política, en todo caso, parece más vinculado con el estallido del 2001), cabría responder a la misma de al menos dos maneras. Ante todo, es muy posible que muchos jóvenes se hayan vuelto a entusiasmar con la política democrática, viendo el modo en que el (primer) kirchnerismo “combatía” contra sectores de enorme capacidad extorsiva (una justicia conservadora; grupos económicos dispuestos a todo en defensa de sus intereses; medios de comunicación orientados sólo a la ganancia). Sin embargo, el relato anterior merece, al menos, dos correcciones. El primer problema es que dicho relato niega, oculta o deja de lado el modo en que aquellos “combates” se orientaron primariamente a la creación de males de signo opuesto: una justicia adicta; un nuevo polo de poder económico, tan ineficiente y corrupto como los existentes; y medios de comunicación impúdicamente alineados con el gobierno. En segundo lugar, y lo que es más importante, ese “renacimiento” de la política habría quedado otra vez hundido dentro de la lógica definitoria de este tiempo: proclamación de derechos (“más participación”, “más derechos sociales”), sin la consecuente transferencia de poder institucional, necesaria para garantizar la vida y estabilidad de tales derechos. Lo dicho encuentra expresiones particularmente dolorosas (por caso, la Ley Antiterrorista es ley, pero no la Asignación Universal). Pero el punto es más amplio: el hecho es que la movilización política no ha sido acompañada de mayor poder decisorio en manos del pueblo; ni de mayor control popular sobre los agentes de gobierno; ni de cambios destinados a atender y respetar la voluntad democrática invocada (i.e., consultas obligatorias a las poblaciones locales, frente a la explotación minera). Hemos perdido tanto democracia política como económica.



4 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy interesante el artículo pero ésto es de último momento y una gran victoria para las instituciones: http://www.lanacion.com.ar/1758776-la-justicia-suspendio-la-designacion-de-18-fiscales-afines-al-kirchnerismo-que-habia-firmado-alejandra-gils-carbo

Anónimo dijo...

La buena foto, ¿es en Río de Janeiro?

Anónimo dijo...

Hu! ser armó un mini debate en los comentarios de la Nota en Nación. Encima el diario cerró los posibilidad de seguir.

Juan Pedro Alacalá dijo...

Triste pero cierto, en las sociedades occidentales cada vez estamos perdiendo más democracia y mal ganando mal gobierno. Desgraciadamente, unas instituciones corruptas y mal gobernadas pueden llevar a una democracia de "palo". Muy interesante el libro ensayo sobre la ceguera de Saramago. Si puedes pegarle un vistazo te lo recomiendo.
Un saludo